
¿Podrá un condenado elegir al nuevo Papa?
El escándalo del cardenal Becciu ha sacudido los cimientos del Vaticano, revelando una red de corrupción en las altas esferas de la Iglesia. Su condena y su insistencia en participar en el próximo cónclave plantean serias dudas sobre la integridad y la capacidad de reforma de la institución eclesiástica.
POR ADAY QUESADA PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
En el corazón del Vaticano, desde donde se predica la humildad y la caridad, se ha desatado un escándalo que pone en tela de juicio la integridad de algunos de sus más altos dignatarios.
El cardenal italiano Giovanni Angelo Becciu, otrora figura prominente de la Santa Sede, fue condenado hace dos años por delitos financieros, desatando una ola de críticas y cuestionamientos sobre la transparencia y la moralidad de la Iglesia Católica.
En este artículo analizamos tanto el «caso Becciu», y su implicación en actos de corrupción y las implicaciones de la institución eclesiástica en los mismos, como la airada pretensión del purpurado, formulada hace unos pocos días, de participar personalmente en el Cónclave para la elección del sucesor del Papa Francisco.
EL ASCENSO Y CAÍDA DE UN CARDENAL
Giovanni Angelo Becciu, nacido en 1948 en Cerdeña, inició su carrera eclesiástica en 1972. Su ascenso fue meteórico: ocupó cargos diplomáticos en diversos países y, en 2011, fue nombrado Sustituto para Asuntos Generales de la Secretaría de Estado del Vaticano, convirtiéndose en el «número tres» de la Santa Sede.
En 2018, el Papa Francisco lo nombró cardenal y prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Sin embargo, su ascendente carrera se vio rápidamente truncada en el año 2020, cuando fue fulminantemente destituido por el propio Papa Francisco tras revelarse su implicación en un escándalo financiero relacionado con la compra de un edificio de lujo en Londres.
La operación, que costó al Vaticano alrededor de 350 millones de euros, terminó dando como resultado una pérdida significativa para las arcas de la Iglesia y destapando una red de corrupción y malversación de fondos en la que el cardenal estaba directamente implicado.
EL JUICIO Y LA CONDENA
En 2023, Becciu fue condenado por un Tribunal del Vaticano a cinco años y medio de prisión por malversación, abuso de poder y fraude agravado. Además, se le inhabilitó de manera perpetua para ejercer cargos públicos en la Santa Sede.
En el curso del juicio, se reveló que Becciu había autorizado pagos a Cecilia Marogna, una autodenominada analista de inteligencia, por un monto de 575.000 euros, supuestamente para liberar a una monja secuestrada en Malí. Sin embargo, el dinero fue utilizado para fines personales, incluyendo la compra de artículos de lujo.
LA PRETENSIÓN DE PARTICIPAR EN EL CÓNCLAVE
A pesar de su rotunda condena y de haber sido despojado de sus derechos cardenalicios, Becciu ha manifestado ahora su intención de participar en el próximo cónclave para elegir al sucesor del Papa Francisco. Argumenta que su título de cardenal sigue vigente y que no ha habido una exclusión explícita de su participación. Esta postura ha generado controversia y ha puesto en evidencia las ambigüedades del Derecho canónico respecto a la elegibilidad de cardenales condenados para participar en el cónclave.
El «caso Becciu», no es un hecho aislado. Otra cosa es que muchos medios de comunicación hayan tratado siempre de coger con pinzas los asuntos relacionados con la corrupción en la cúpula vaticana. En los últimos años, la Iglesia Católica ha estado envuelta en múltiples escándalos de corrupción y abuso de poder.
Desde casos de abuso sexual hasta malversación de fondos, las altas esferas eclesiásticas han demostrado una preocupante falta de transparencia y rendición de cuentas. Estos escándalos han terminado erosionando gravemente la confianza de los fieles y han puesto en entredicho la propia autoridad moral de la Iglesia.
¿ES POSIBLE UNA REFORMA REAL EN LA IGLESIA?
La pretensión de Becciu de participar ahora en el Cónclave, a pesar de la condena que pesa sobre él, plantea serias dudas sobre la posibilidad de una reforma real en la jerarquía católica. Si figuras condenadas por corrupción pueden aspirar a influir en la elección del nuevo Papa, ¿qué esperanza hay de un cambio genuino? Para una legión de católicos, la Iglesia necesita en su cúpula una transformación profunda, que vaya más allá de gestos simbólicos y que implique una revisión estructural de sus mecanismos de poder y control.
El caso de Giovanni Angelo Becciu es un reflejo de las profundas contradicciones y desafíos que está enfrentando la Iglesia Católica en la actualidad. La corrupción en sus altas esferas no solo socava su autoridad moral, sino que también pone en peligro su propio futuro existencial. No son pocos los feligreses que estiman imperativo, que la Iglesia emprenda ya una reforma integral que garantice la transparencia, la rendición de cuentas y la coherencia entre su doctrina y su práctica.
CUANDO DIOS NECESITABA UN BANQUERO: IGLESIA, PODER Y ESCÁNDALOS.
Para entender por qué la figura de Becciu no es una excepción, sino tan solo un eslabón más en una larga cadena de escándalos que han involucrado a la Iglesia, hay que ir más allá de la moral personal. Porque lo que hay detrás no es simplemente un problema de “pecadores con sotana”, sino una cuestión de estructura, de intereses, de relaciones de poder bien concretas.
Desde hace siglos, la Iglesia Católica no ha sido solo una institución espiritual. Ha sido también, y sobre todo, un actor político y económico de primer orden, siempre entrelazado con las clases dominantes y sus negocios.
Desde la Edad Media, los Papas no eran solo jefes religiosos. Eran príncipes, diplomáticos, banqueros, terratenientes, estrategas militares y administradores del mayor patrimonio fundiario de Europa. La Iglesia acumuló riquezas no por casualidad, sino porque desempeñaba una función muy concreta dentro del sistema feudal: legitimaba el poder de los señores, bendecía la desigualdad como “voluntad divina” y ofrecía la promesa de un paraíso como compensación a las miserias terrenales. A cambio, recibía tierras, diezmos, privilegios y la garantía de que sus propiedades y funcionarios estarían por encima de la ley secular.
Un ejemplo ilustrativo: durante siglos, los campesinos debían entregar una décima parte de su cosecha al clero, además de los impuestos que pagaban a los nobles. Pero si caían en desgracia o desobedecían, podían ser excomulgados, lo que equivalía a quedar socialmente muertos. En otras palabras: la Iglesia no solo predicaba la obediencia, sino que la imponía desde una posición de poder material.
Y ese poder no desapareció con el paso al capitalismo. Se transformó. La Iglesia dejó de ser dueña de la tierra para convertirse en accionista de Bancos, medios de comunicación, universidades, hospitales privados y redes internacionales de inversión. Su alianza ya no era con los señores feudales, sino con las élites financieras y políticas del mundo moderno. Lo que cambió fue la forma, pero no el fondo.
Por eso no debería de sorprender que, en plena Guerra Fría, el Vaticano se convirtiera en un bastión anticomunista. No por teología, sino por intereses materiales. Las reformas agrarias, la organización de sindicatos y la lucha por la secularización ponían en jaque los privilegios históricos de la Iglesia, especialmente en América Latina, donde su alianza con los grandes terratenientes fue notoria. En países como Chile, Argentina o Brasil, muchos obispos jugaron un papel activo en la justificación de dictaduras militares bajo el discurso de «defensa del orden cristiano».
El poder eclesiástico supo adaptarse a los nuevos tiempos. En los años 80, mientras la economía global entraba en la era del neoliberalismo, el Vaticano comenzó a operar como una corporación transnacional. Su banco, el IOR (Instituto para las Obras de Religión), fue señalado por lavado de dinero, financiación de mafias y vínculos turbios con el escándalo del Banco Ambrosiano, cuyo presidente, Roberto Calvi, apareció colgado bajo un puente de Londres en 1982. Calvi era apodado “el banquero de Dios”. Su muerte fue disfrazada de suicidio, pero todo apuntaba a una ejecución mafiosa.
Estas prácticas no son desvíos ocasionales ni simples actos de “algunas manzanas podridas”. Son el resultado de una lógica estructural: la de una institución que ha sabido moverse como una aristocracia global, capaz de blindarse frente a la justicia, proteger sus intereses con opacidad y mantener una influencia política desproporcionada sobre millones de personas.
Y si descendemos al presente, ¿qué encontramos? Pues más de lo mismo, aunque con formas renovadas. La Santa Sede continúa acumulando propiedades, gestionando inversiones y participando en circuitos financieros internacionales.
Y aunque el Papa Francisco haya hecho algunos gestos de transparencia —como, por ejemplo, permitir que un cardenal como Becciu fuera juzgado por un tribunal ordinario del Vaticano— lo cierto es que el sistema sigue intacto. Los mecanismos de fiscalización real son casi inexistentes.
La curia romana sigue funcionando como una vieja burocracia feudal, donde los cargos se reparten más por lealtades personales que por méritos. Y lo que se reparte no es poco: privilegios, influencia, acceso a información estratégica, y sobre todo, el control de los flujos económicos que vienen de las donaciones, los fondos de inversión y los bienes inmuebles.
En este contexto, casos como el de Becciu —y tantos otros anteriores, desde el del arzobispo Marcinkus hasta el del Opus Dei y sus redes financieras— no son anomalías. Son síntomas de una estructura cuya base material está profundamente arraigada en las relaciones de poder y propiedad.
Por eso, cuando el cardenal Becciu insiste en su derecho a participar en el próximo cónclave, aunque haya sido condenado por corrupción, no es solo un gesto de arrogancia personal. Es, sobre todo, la demostración de que quienes gobiernan la Iglesia se sienten por encima de las reglas que imponen a los demás. Como si su investidura espiritual les otorgara una impunidad automática. Como si la toga purpúrea fuera un escudo blindado frente a la crítica.
ENTRE LA CRUZ Y EL CAPITAL
La Iglesia Católica ha sido, históricamente, un engranaje clave dentro del sistema de dominación de clase. Su capacidad de adaptarse a cada época, de mantener su poder simbólico mientras reorganiza su poder material, la convierte en una institución sumamente eficaz para reproducir los valores de la clase dominante. No es casualidad que haya compartido trono con emperadores, privilegios con banqueros y silencios con dictadores.
El caso Becciu no es solo una anécdota escandalosa. Es un espejo donde se refleja la naturaleza profunda de una institución que, lejos de representar al “pueblo de Dios”, representa los intereses de una élite que viste sotana, pero juega en los mismos salones que los potentados y grandes capitalistas.
La pregunta final no es si la Iglesia puede limpiarse o no de corruptos como Becciu, sino si podría sobrevivir sin la estructura de privilegios que los hace posibles. Y ahí está el verdadero dilema.
FUENTES CONSULTADAS:
- CNN en Español: ¿Quién es el cardenal Giovanni Angelo Becciu y por qué delitos lo condenaron?
- El País: El funeral del papa Francisco se celebrará el sábado con la presencia de líderes como Trump, Zelenski, Macron y Lula
- The Times: [Cardinal Becciu intends to vote for new pope despite conviction.