CAYETANO RODRIGUEZ DEL PRADO.- Fragmentos de Notas Autobiográficas.- Recuerdos de la Legión Olvidada (2008) NO. 22

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LA BOMBA ATOMICA UTILIZADA COMO INSTRUMENTO SUPREMO DE TERROR

DEDICADO AL PROFESOR DINAPOLES SOTO BELLO, GRAN FISICO DOMINICANO

  Quede sorprendido al ver en Japón un pueblo que practicaba dos formas de vivir, prácticamente opuestas, pero simultáneamente. Recuerdo haber visto llegar, bien temprano en la mañana, a varias de las camareras del hotel donde nos alojábamos. Se presentaban con sus lindos trajes multicolores, típicos japoneses. No caminaban como nosotros los occidentales, dando un paso hacia adelante y después otro, con el cuerpo bien erguido. Ellas, por el contrario llegaban dando pasos rápidos, como si fueran a caer hacia delante y, moviendo con agilidad uno y otro pie hacia el frente, en vez de caer de bruces, no hacían otra cosa que avanzar rápidamente.
 A los pocos minutos las veíamos de nuevo, pero con sus uniformes de camareras, de estilo occidental y para sorpresa de todos nosotros caminaban como lo hacemos en esta parte del mundo. Finalmente, al caer la tarde se marchaban nuevamente y ataviadas con sus trajes típicos y dando los mencionados saltitos hacia adelante.
 ¿En cuál de los dos mundos vivía Japón? Era la pregunta que casi todos nos hacíamos. Yo, personalmente saqué mis propias conclusiones: los japoneses vivían con el cuerpo, forzados por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, en el mundo occidental, pero su alma, el alma del pueblo japonés, no había sido derrotada por los norteamericanos en 1945 y proseguía viviendo en el mundo de sus ancestros. 
 Como parte del Programa de la 10ma Conferencia Contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno, los organizadores del evento nos brindaron un recorrido por varias ciudades del Japón. El 6 de agosto de 1964, día en que el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima cumplía 19 años, lo pasamos en esa ciudad. Y el día nueve del mismo mes, estuvimos en Nagasaki, por idénticas razones. Ilander y yo pudimos contemplar parte de la destrucción causada por las bombas que aún permanecían bien visibles y, en hospitales especiales, yacían numerosas personas padeciendo terribles e incurables quemaduras que hería la sensibilidad de cualquier ser humano.
 Japón era en ese momento una nación lacerada. Pocos años antes, en agosto de 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, la maldición atómica había barrido de la faz de la tierra a dos de sus ciudades: Hiroshima y Nagasaki.
 La primera, Hiroshima, es la capital de la prefectura de su mismo nombre y situada en el suroeste de la isla de Honshu ocupa varios islotes del delta del rio Ota. Fue fundada en el año 1594 y creció rápidamente hasta convertirse en un gran centro comercial del imperio japonés. Su población al momento del desastre estaría próxima a los 350 mil habitantes, pues su último censo, realizado en 1940 había arrojado una cantidad de 343 mil habitantes.
  El 6 de agosto de 1945, ya rendida Alemania, cerca de las 7 de la mañana, los radares japoneses detectaron la presencia de tres aviones enemigos en la cercanía de Hiroshima, pero no le concedieron una importancia mayor pues era frecuente la presencia de estos aparatos en esa zona de guerra y además, como se trataba únicamente de tres aeronaves, los militares japoneses estimaron que no podían desencadenar ningún ataque masivo e importante. Sin embargo, algo más de una hora después, a las 8:15 AM uno de los aviones, la super fortaleza volante del tipo B-29 bautizada por su piloto el coronel Paul Tibbets como “Enola Gay”, arrojó su mortífera carga, una bomba atómica con una potencia equivalente a 20 mil toneladas de TNT.
 En pocos minutos se extendió una gigantesca columna de humo a más de un kilómetro de altura, mientras en la superficie del terreno se producían fuertes “vientos atómicos” con temperaturas cercanas a los 4,000 grados centígrados que no dejaban piedra sobre piedra en un área de diez kilómetros cuadrados. Uno de los aviadores que fue testigo de la primera explosión declaró que parecía como si un rio de lava cubriera toda la superficie de la ciudad. 
 Las estructuras de la casi totalidad de los edificios situados en un radio de 2 kilómetros fueron quemadas o derretidas por las altas temperaturas y, a una distancia un poco mayor, en determinados muros que permanecían en pie quedaron grabadas las sombras de carbón de aquellos que fueron desintegrados instantáneamente por la explosión.
 De todos modos, y a pesar de las incalculables pérdidas materiales, la peor tragedia lo constituyó la pérdida de vidas humanas. En Hiroshima se calculan en ciento cuarenta mil las vidas humanas sacrificadas si contamos los heridos que murieron en los siguientes cinco años.
 Estos bombardeos se habían realizado en violación de la Resolución de la Liga de las Naciones (precursora de la ONU) del 30 de septiembre de 1938 relativas a la protección de las poblaciones civiles frente a bombardeos aéreos en caso de guerra, la cual aprobada a unanimidad por las naciones del mundo, declaraba ilegal cualquier bombardeo que ocasionara daños a la población civil, aún cuando el ataque hubiera sido lanzado sobre objetivos militares. Más aún, fueron realizados a contrapelo del llamado del presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt a los gobiernos de Francia, Alemania, Italia, Polonia y de Gran Bretaña, el 1 de septiembre de 1939, para que bajo ninguna circunstancia cualquiera de las potencias beligerantes bombardeara poblaciones civiles por considerarlo un acto de “inhumano barbarismo”. Decía Roosevelt que los bombardeos aéreos sobre poblaciones civiles, producidos durante los últimos tiempos, había enfermado el corazón de cada hombre y mujer civilizados, produciendo un shock en la conciencia de la humanidad. Sin embargo al morir el presidente Roosevelt, su vicepresidente Harry Truman, lanzó las bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.
 Los pacifistas japoneses invocaron siempre numerosos tratados y convenciones internacionales que habían sido firmados por los Estados Unidos, incluso algunos en el Siglo XIX, como la Convención Sobre las Leyes y Usos de la Guerra Terrestre, suscrita en La Haya el 29 de Julio de 1899 y ratificada por el Senado de los Estados Unidos el 14 de marzo de 1902, donde se prohibía explícitamente el bombardeo de ciudades y otras poblaciones. También invocaron los acuerdos de La Haya de febrero de 1923 donde se prohibían los bombardeos que aterrorizaran a la población civil y la destrucción de edificios y propiedades de uso civil. Estos tratados puntualizaban que nunca podrían ser bombardeados edificios públicos, edificios dedicados al arte, la ciencia, monumentos históricos, religiosos y hospitales.
 Invitados por los organizadores de la 10ma Conferencia, visitamos en Hiroshima la zona del hipocentro de la explosión así como uno de los hospitales donde aún se debatían entre la vida y la muerte numerosos japoneses afectados por terribles quemaduras, secuelas imborrables de la bomba arrojada diecinueve años atrás.
 El día 9 de agosto de 1945 casi a las 11 de la mañana el ataque atómico norteamericano fue repetido en la ciudad de Nagasaki. Evidentemente los norteamericanos querían forzar una rápida rendición del imperio japonés antes de que las tropas rusas, situadas en el extremo oriente asiático, lograran mayores avances sobre las tropas japonesas. 
 Las pérdidas de vidas y bienes en Nagasaki alcanzaron también la dimensión de catástrofe nunca antes vista. Alrededor de 100 mil personas murieron desde el estallido de la bomba atómica hasta pasados cinco años y, entre las dos ciudades, el bombardeo norteamericano mató 240,000 personas, es decir, cien veces las víctimas del ataque japonés sobre la base militar de Pearl Harbor, que había sido invocado varias veces como justificación para el ataque sobre las dos ciudades japonesas.
 Una frenética carrera se inició entonces para la fabricación de artefactos atómicos. La Unión Soviética se declaró posesora del arma nuclear en 1949, despojando a los norteamericanos del monopolio nuclear que disfrutaron únicamente por cuatro años. Poco después le siguió Inglaterra, Francia y en 1964, China. La humanidad se colocó en una especie de “equilibrio nuclear” en el cual la cantidad de bombas disponibles era más que suficiente para destruir toda forma de vida en el planeta Tierra.
 Albert Einstein, físico nacido en Alemania y ganador del Premio Nóbel de Física en 1921, había dirigido una carta al presidente Roosevelt indicándole las posibilidades de hacer una bomba atómica basada en los principios físicos que ya le habían hecho famoso en todo el mundo. Pero más tarde, cuando el arma atómica se había convertido en una tenebrosa realidad, se convirtió en un importante defensor de la paz mundial. 
 A partir de la destrucción causada en Japón por el bombardeo atómico norteamericano de 1945 los pacifistas japoneses encabezados por Gensuikyo, también conocido como Consejo Japonés Contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno, han lanzado una campaña por todo el mundo para lograr la eliminación de todas las armas nucleares en manos de todos los ejércitos de la Tierra y al mismo tiempo por preservar nuestro hábitat de la contaminación nuclear.
 Seis semanas después de finalizada la 10ma Conferencia de Tokyo, yo comprendí mejor el gran interés que mostró el gobierno de Mao Tse-tung en que Ilander y yo participáramos en dicho evento y defendiéramos el desarme y la paz mundial: China estalló su primera bomba atómica, el 16 de octubre de 1964. Los científicos sociales de la época señalan que fue el propio Mao quien impulsó el programa nuclear, pues creía, con mucha razón, que sin un arma atómica en sus manos China no sería considerada por sus adversarios como una verdadera potencia mundial y estaría permanentemente bajo el chantaje nuclear norteamericano.
 Aún en posesión del armamento nuclear, China demostraría con los hechos que es, y continúa siendo en la actualidad, una potencia pacífica y profundamente comprometida con la Paz Mundial bajo la dirección del Presidente Xi Jinping.

CONTINUARÁ…

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