Por Luis Urrutia
Perplejidad inicial
La “huelga general hasta la caída del poder burgués” fue una ensoñación revolucionaria que ni los mismos anarquistas acometieron seriamente.
Tampoco, que sepamos, plantearon el paro hasta el fin de la gripe española, a pesar de que esa pandemia se cobró 50 millones de vidas, 207 millones a escala de la población actual, por lo tanto, 40 veces más importante, para la especie humana, que el covid 19.
Por supuesto, el mundo de los negocios silenció siempre la difusión de problemas sanitarios de este tipo, en aras de no entorpecer la normal marcha de sus actividades.
Intempestivamente, el poder mundial decretó ahora el confinamiento de la población, paro general por tiempo indeterminado que, por abarcar al globo terráqueo, no pasó jamás por la cabeza de ningún izquierdista. Las consecuencias fueron hasta catastróficas para infinidad de empresarios.
Y esto, se hizo a nombre de una abstracción: el peligro que habría representado un virus nuevo, peligro hipotético, puesto que el confinamiento mundial sucedió sin que en ninguna parte, la “pandemia” hubiera estragado a la población.
Cuando se toma real distancia del mensaje mediático, aflora una sensación de irrealidad que sugiere investigar qué es lo que ocurre verdaderamente.
El mundo de la desproporción
“Esta es una guerra sucia que nosotros no buscamos”, dijeron los militares, aludiendo a una confrontación entre mil insurgentes fragmentados por la clandestinidad y doscientos mil efectivos de las fuerzas armadas.
A nombre de esta “guerra” se destituyó el orden constitucional y la garantía de la vida.
La fuerza de las armas custodió así la conversión de la Argentina en un país de emigración. Millones de trabajadores y sus descendientes fueron lanzados a la marginalidad.
La destrucción de dos edificios, las Torres gemelas, exhibida mediáticamente millones de veces, “justificó” la demolición de países enteros: Irak, Siria, Libia, Afganistán, bajo el concepto de guerra preventiva.
La desproporción comprobable entre la destrucción y su pretexto volvió a darse ahora.
Se enclaustró a la población provocando a nivel mundial un trascendente destrozo de vidas, bienes y valores que no guarda relación con el móvil invocado.
La mortalidad por millón en países que no confinaron a su población, caso Japón, Suecia, Uruguay, Nicaragua, Corea del Sur, etc., demuestra que las llamadas cuarentenas no disminuyeron, sino que aumentaron la mortalidad por covid 19.
Vemos entonces con claridad que la peligrosidad del covid 19 no representó nunca una variación dramática de la mortalidad general. El sólo hecho de que las vacunas, esto es, la simple activación del sistema inmune, fuera suficiente para neutralizar el virus, desmiente el temor difundido de estar frente a una peste indetenible.
Aún sin esas vacunas, la pandemia de covid, como todas las epidemias, finalizaría su ciclo.
No podría decirse que los confinamientos ocurrieron porque, de improviso, una potenciación del “valor de la vida” llevó a la sociedad mundial a un esmerarse en la prevención de la enfermedad.
Por año mueren habitualmente unas 60 millones de personas… “y el mundo sigue andando.”
En el lapso de poco más de año y medio, la cotidianeidad aceptada se llevó la vida de unas 100 millones de personas.
¿Cómo es posible que, en el entretanto, el mundo se haya subvertido, pero no por los 100 millones de siempre, sino por un orden de 5 millones de fallecidos por covid 19?
Hay demasiadas muertes evitables en esos 100 millones de siempre, como para pensar que el poder mundial haya sido ganado ahora por la consigna “ni una vida menos”.
Está por verse, además, que el covid haya subido la mortalidad general:
Primero porque la presencia del covid 19 desplaza a otras enfermedades, la gripe, por ejemplo.
Segundo, porque son muchos los casos en que otra enfermedad de fondo y, no el covid, fue la determinante del fallecimiento.
En cambio, sí es seguro que la mortalidad general habrá subido a causa de los confinamientos de la población y la ausencia de medicina programada.
Se ha pronosticado el arrecio de los infartos cardíacos y el cáncer, por ejemplo.
Se creó el sentimiento de una hecatombe sanitaria que a la postre no existió.
No fue un error de previsión.
Encuestas serológicas a cargo de científicos de primer nivel determinaron desde un comienzo que la letalidad del virus era demasiado baja como para que sucediera algo así. ¿Por qué, entonces, el enclaustramiento mundial de la población?
En ausencia del móvil sanitario, el motivo de tan grave medida se debe buscar en la lógica capitalista que guía a ese poder mundial.
Y se encuentra enseguida que lo que se buscó fue lo que se obtuvo: una destrucción económica que pretende, aunque suene paradójico, resolver la crisis en la que está inmerso el capitalismo.
Destruir para curar… ¿a quién?
La raíz de las crisis económicas capitalistas es la superproducción de bienes y servicios.
El paro económico es, a la vez, resultado y solución de la crisis porque, al detenerse la producción por falta de demanda solvente, se eliminan los sobreabundantes stocks de bienes y las empresas sobrantes. Todo, además, con un gran deterioro de las condiciones de vida de las masas laboriosas.
El mismo efecto, aunque más acelerado y masivo, se obtiene con el paro económico implícito en los confinamientos.
El poder mundial apeló, entonces, a esos confinamientos, para acelerar la resolución de la crisis, al tiempo de hacer de la pandemia el chivo expiatorio de los espasmos destructivos del sistema y evitar así las complicaciones políticas derivadas de un vuelco anticapitalista en el sentimiento popular.
No hay que asombrarse.
Las “recetas equivocadas” del neoliberalismo, premeditadamente recesivas, también buscan, como el confinamiento, provocar o ahondar una crisis.
Es más. Tales “recetas equivocadas” no nacieron tampoco en estos tiempos del FMI.
Se dice que la Reserva Federal ahondó la crisis de 1929 al elevar en lugar de rebajar las tasas de interés.
¿Error? Imposible. Desde los tiempos de Adam Smith, el conocimiento de las variables económicas hizo previsible el efecto de esas medidas.
Más atrás todavía, la renegociación de la deuda argentina con la quiebra de la Baring Brothers en 1890, incluyó condicionamientos monetarios al estilo neoliberal.
¿Por qué estas recetas?
Ya está dicho:
¿Sobran mercaderías? Párese la producción.
¿Sobra producción? Elimínense empresas sobrantes.
¿Sobran capitales? Lícuese el excedente.
Todo eso se consigue con las “recetas equivocadas” y ahora, con el enclaustramiento “sanitario”.
¿Qué fuerza social las impulsa?
El sector más poderoso del capitalismo, el que se apropiará de la concentración económica resultante, el que dispondrá de un mercado en menos manos, de salarios rebajados por la desocupación, de la renta adicional que le aportará una tecnología aplicable en mayores escalas de producción.
La directiva viene de más arriba todavía, del capital financiero, cuya usura y especulación se potencia en las economías y Estados en dificultades,
Una mirada cotidiana del absurdo sanitario
Con 10 personas infectadas de sar-cov-2 y ningún muerto, el Presidente dictó el confinamiento de la población en todo el país, incluido el desierto patagónico. Había que preservar a los 45 millones de argentinos de contagiarse del puñadito de infectados detectados en la Capital.
“Prefiero una fábrica parada a una fábrica con los obreros muertos”, dramatizó el Presidente.
Fue entonces que el portero de un edificio, aquí en Buenos Aires, fue enviado a su casa por tener 60 años cumplidos.
El consorcio del edificio debió contratar otro portero y asumir el pago de dos sueldos, en lugar del habitual de uno.
En un edificio de departamentos de uno y dos ambientes, es una amplia mayoría de trabajadores la que paga las expensas.
Todos encerrados.
Pasaron los meses, aumentó la mora en el pago de las expensas.
El consorcio, con más gastos y menos ingresos, comenzó a financiarse con el no pago de servicios y cargas sociales.
Finalmente, lo previsible, empezó a atrasarse también con los sueldos de los porteros y allí debieron acordar con el portero licenciado, que volviera a trabajar.
El mismo hombre que no debía exponerse al contagio del puñadito de infectados, ahora sí debía venir al trabajo, cuando los casos sumaban millones, los muertos acumulados 60.000 y los muertos diarios se contaban por cientos.
No se necesitaría ser Albert Einstein o Napoleón para entender que la estrategia de confinar a la población “para enfrentar la pandemia” fue la de un verdadero Estado Mayor de la Derrota.
En lugar de disponer un cerco que aislara al virus, encerrando a los enfermos, encerraron a los sanos.
Así, pusieron al virus a cercar a la sociedad.
La población, caída en un verdadero estado de hipnosis, no advirtió el dislate.
No se debió la parálisis de la percepción colectiva solamente al terror esparcido por la acción mediática, cuya metódica omnipresencia en el curso de más de un año y medio no registra antecedentes en la historia.
Periodistas y políticos han actuado respaldados por científicos y es así que el prestigio de la ciencia ha jugado un papel anonadante del sentido común popular.
¿La ciencia? ¿Cómo ese templo de la verdad avalaría el monstruoso artilugio de hacer pasar por medida sanitaria lo que no es más que una directa y contundente agresión a la vida, bienes y hacienda de las mayorías populares?
Sin embargo:
¿Estamos seguros de que la ciencia está invariablemente a nuestro servicio?
¿Qué su norte es siempre el bien de la humanidad toda?
¿Cuáles son las verdades que busca la ciencia?
¿A quiénes benefician los hallazgos de esas verdades?
La primera ocupación de la ciencia, lo dicen los volúmenes de los presupuestos militares, es la que sirve a la guerra.
Así lo exigen las políticas imperiales.
¿Amenazarían el planeta las muchas miles de bombas atómicas montadas en poderosos misiles sin los científicos correspondientes que las inventaron y diseñaron?
La extraordinaria gama de sutiles armas y armas inteligentes con que el imperialismo chantajea a los pueblos ¿no han sido creadas por científicos?
No, la ciencia no está per se “al servicio de todos”.
Hay una moral media de los científicos severamente limitada en cuanto a resguardar una finalidad social para su trascendente actividad.
A la ciencia que alimenta el arte de curar no le va mucho mejor.
Si Vd. es hipertenso, no lo curarán de la hipertensión: le recetarán antihipertensivos que deberá tomar hasta el último día de su vida.
Lo mismo le ocurrirá con el colesterol, la prostatitis, el asma, el sida, etc.
El desarrollo farmacológico apunta a contener las enfermedades, pero no a curarlas, convirtiendo a los pacientes en clientes vitalicios de los laboratorios.
Esa es la finalidad última a la que sirve la moral media de los científicos de la farmacología.
La ciencia económica en uso parte del axioma de que la sociedad humana es o debe ser la capitalista.
Naturaliza las leyes económicas del capitalismo y sus privilegios de clase.
Esa ciencia económica, y la moral media de sus economistas, por lo tanto, en su finalidad última, están al servicio de la concentración económica y los aumentos de la desigualdad y la exclusión social.
Las ciencias sociales se desarrollan en igual sentido.
La Historia se interpreta en forma de ilustrar las ideologías dominantes actuales.
Fomenta la pasividad social y el elitismo a través de la exaltación de los próceres como verdaderos demiurgos del acontecer histórico, opacando el hecho colectivo, en particular la acción de las masas populares.
Oculta además los conflictos históricos suscitados alrededor de las relaciones de propiedad, cuya memoria pondría en cuestión la distribución de la propiedad en el presente, en el caso argentino, la propiedad latifundista de la tierra.
Esto refleja cuál es la moral media de los historiadores.
La sociología se ha desarrollado no para facilitar la convivencia o una mayor armonía social, sino para la mejor manipulación de la subjetividad mayoritaria, tanto en lo laboral como en lo comercial y lo político, y ahí tenemos la moral media de los sociólogos y expertos afines o complementarios.
La pedagogía no está simplemente al servicio de la adquisición de conocimientos.
Es históricamente un arma de disciplinamiento social.
Con la última tendencia capitalista a marginar crecientes masas de población, vinieron reformas pedagógicas que deterioraron el nivel educativo, facilitando la exclusión social de masas.
A todo eso se ajusta la moral media de los pedagogos.
Y si nos referimos a la salud pública, el sanitarismo no ha hecho más que otorgarle pátina científica a la densa corrupción e irracionalidad que ha significado el empleo de la empresa privada en la atención pública o social de la salud.
El estado de la ciencia de la salud pública se simboliza en el suicidio del Dr. Favaloro, que vio cómo se hundía su Fundación por estar al margen del sistema de coimas que acompaña a las contrataciones para las obras sociales.
El caso es que esas contrataciones, más o menos viciosas, nunca dejan de estar refrendadas por profesionales médicos del sanitarismo.
La corrupción en salud no es sólo robo, también es crimen, y ahí tenemos la clase de garantías morales que se nos ofrecen, como para confiar ciegamente en los custodios científicos de la salud pública.
Un envío de la Johns Hopkins University, que mantiene un sitio de información estadística sobre el coronavirus, nos dice que, “al menos en los EEUU”, “la confianza en la ciencia se ha erosionado dramáticamente”. Pretende que el fallo es de carácter comunicacional y no alude a la calidad del rigor científico, que no puede separarse de la moral de quienes hacen ciencia.
Así que su lema es publicitario: Be first, be right, be credible.
La finalidad es la última: ser creíble, expresión de moda que se usa en reemplazo de “ser honesto”, “ser veraz”, etc.
El fraude se hace patente en su extremo: se procuró la credibilidad bajo el lema de “miente, miente, que algo quedará” con éxito que hizo una gran escuela. Y que trascendió al episodio nazi y siguió vigente, por qué no, hasta nuestros días.
“Ser creíble”, la novedad lingüística, es ejemplo de un modo dominante de transitar la vida, que hace culto a la apariencia, a la “imagen”, a tono con la sociedad mercantil, que incrusta una vidriera en el alma de cada uno de sus habitantes.
¿“Existir es ser percibido”?
El ser o no ser de Hamlet ha quedado atrás.
¿Iremos a rescatarlo?
FUENTE: https://urrutial.blogspot.com/