
«Una sociedad que enferma a las personas y los falsos remedios temporales para seguir produciendo»
En España, uno de los países con mayor consumo de benzodiacepinas del mundo, el abuso de psicofármacos se ha convertido en una respuesta silenciosa y normalizada a un malestar colectivo que no se cura con pastillas. En Canarias, este fenómeno alcanza cotas especialmente preocupantes entre mujeres de mediana edad, revelando las profundas fisuras de un sistema que enferma a quienes lo sostienen.
Por EUGENIO FERNÁNDEZ PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
En el Estado español se consumen más ansiolíticos que en cualquier otro país europeo: más de 110 dosis diarias por cada mil habitantes. En 2022 se dispensaron más de 77 millones de envases de psicofármacos en el sistema nacional de salud. Estos datos, escalofriantes por sí solos, cobran aún mayor dramatismo cuando se pone el foco en regiones como Canarias, donde el uso de benzodiacepinas –una familia específica de medicamentos dentro del grupo de los ansiolíticos- ha crecido vertiginosamente en la última década.
Según la doctora en Farmacia Vanessa Moreno,
«el Archipiélago está a la cabeza del consumo de estos medicamentos, con un incremento sostenido durante los últimos diez años”.
Este fenómeno afecta especialmente a mujeres maduras, muchas de ellas madres y cuidadoras, que atraviesan procesos como la perimenopausia, enfrentando cambios físicos y emocionales, a menudo sin apoyo profesional o social.
Joana Déniz, médica de familia y coordinadora del grupo de salud mental de la Sociedad Canaria de Medicina Familiar, no duda al afirmar que este patrón de consumo tiene raíces profundas:
“Suelen ser mujeres con trabajos precarios, muchas veces con cargas familiares solas, expuestas a violencias invisibles como el aislamiento o la sobrecarga emocional. Todo esto genera una mayor vulnerabilidad a desarrollar dependencia de estas sustancias”.
Este consumo no se limita a una respuesta ocasional. Se convierte en una estrategia permanente para sobrevivir en un contexto de estrés crónico, insomnio persistente, y ansiedad mal atendida. Las largas listas de espera para acceder a atención psicológica en la sanidad pública —donde España es uno de los países con menos psicólogos por habitante— solo agravan esta dependencia estructural de la química para sostener la vida.
NOMBRES QUE SUENAN COMO ALIVIO, PERO ESCONDEN DEPENDENCIA
En las recetas médicas hay nombres que se repiten con frecuencia y que, para muchas personas, se han vuelto sinónimo de tregua frente a la ansiedad. Diazepam, lorazepam, alprazolam, clonazepam, bromazepam… son fármacos con nombres suaves, casi clínicamente neutros, pero que esconden una potencia psicoactiva y una capacidad para generar dependencia que nada tienen de inofensiva.
Se recetan con una facilidad pasmosa en la atención primaria: para dormir, para no sentir, para seguir funcionando. El lorazepam, comercializado como Orfidal, es quizá el más popular en España; alprazolam —bajo marcas como Trankimazin o Xanax— es otro habitual en los botiquines domésticos, especialmente en contextos de ansiedad aguda. Diazepam (Valium), una de las primeras benzodiacepinas desarrolladas, sigue presente en los hospitales y en tratamientos de largo aliento. También el clonazepam (Rivotril), utilizado en casos de epilepsia o trastornos de pánico, o el bromazepam (Lexatin, Lexotanil), prescrito con frecuencia para el llamado “nerviosismo cotidiano”.
Pero esta familiaridad no debe confundirse con inocuidad. Son fármacos de alto riesgo, que alteran profundamente el sistema nervioso central, que pueden provocar dependencia en pocas semanas y cuyos efectos de retirada —si no se realiza de forma progresiva y bajo supervisión profesional— pueden ser devastadores. Como advierten algunos especialistas, junto con el alcohol, las benzodiacepinas forman parte del reducido grupo de sustancias cuya interrupción abrupta puede llegar a ser letal. En España, sin embargo, estos medicamentos siguen recetándose sin apenas advertencias, como si fueran tranquilizantes de bolsillo, cuando en realidad pueden convertirse en una cárcel química para quienes los consumen.
EL PRECIO DE «LA CALMA»: CUANDO EL REMEDIO AGRAVA EL MALESTAR
Auqnue durante décadas las benzodiacepinas se han recetado con una aparente inocuidad, su perfil de riesgo es alarmante. Lo que comienza como una ayuda puntual para conciliar el sueño o calmar la ansiedad, puede derivar en una cadena de efectos secundarios que acaban atrapando al paciente en un círculo del que es muy difícil escapar. La pérdida de memoria, los fallos en la concentración, los cambios bruscos de humor, la fatiga constante, los episodios de irritabilidad y el agravamiento del insomnio son solo algunos de los síntomas que comienzan a aparecer cuando el uso de estos fármacos se prolonga más allá de unas pocas semanas.
Y sin embargo, en el Estado español son muchas las personas que llevan años medicados con estas sustancias, sin supervisión adecuada ni alternativa terapéutica. La dependencia que generan es comparable a la de drogas como el alcohol o los opiáceos, pero con la diferencia de que en este caso la adicción se receta desde la consulta médica.
El proceso de desenganche no solo es largo, sino potencialmente peligroso. Expertos en farmacología y salud mental advierten que las benzodiacepinas, al igual que el alcohol, son una de las pocas sustancias cuyo abandono brusco puede provocar la muerte. No se trata de una exageración: convulsiones, parálisis temporal, brotes psicóticos, taquicardias descontroladas, delirios y hasta fallos respiratorios pueden desencadenarse si la retirada no se realiza con un protocolo estricto y supervisado.
Además, existe el llamado «síndrome de abstinencia prolongado», una condición poco conocida pero documentada en numerosos estudios, en la que el paciente continúa experimentando ansiedad extrema, hipersensibilidad sensorial, insomnio severo o despersonalización incluso durante meses o años después de haber dejado la medicación. En este sentido, el daño no solo es físico: muchas personas atraviesan un deterioro emocional y cognitivo tan profundo que afecta directamente su capacidad para trabajar, cuidar de sí mismas o sostener vínculos.
En lugar de una herramienta terapéutica puntual, el ansiolítico se convierte así en una trampa de la que pocos salen indemnes. Su uso masivo y prolongado no es simplemente un error médico, sino una evidencia del modo en que se está gestionando —o más bien desatendiendo— el sufrimiento social en el contexto actual.
En Canarias, donde el sistema de salud arrastra una histórica precariedad en recursos humanos y materiales, la receta médica se convierte en la vía rápida, la respuesta inmediata y la única alternativa para quien no puede esperar seis meses para hablar con un psicólogo.
Pero reducir el drama a una cuestión farmacológica sería simplista. Las cifras revelan que este fenómeno afecta con mayor intensidad a quienes soportan las mayores cargas sociales: mujeres trabajadoras, madres, cuidadoras, personas en situación de soledad no deseada o pobreza energética. Es decir, a las víctimas estructurales de un sistema que recae sobre sus espaldas.
Aunque las benzodiacepinas sean legales y prescritas por profesionales, actúan en muchos sentidos como cualquier droga: alteran el sistema nervioso central, generan dependencia, producen síndrome de abstinencia y, sobre todo, no curan el problema de raíz.
Los psicofármacos, como señalaba el filósofo Mark Fisher, no resuelven la depresión; solo permiten seguir yendo al trabajo. Funcionan como un torniquete emocional: taponan el síntoma para que el engranaje no se detenga. En lugar de repensar qué condiciones sociales generan ese malestar, se silencia con una pastilla.
UNA SOCIEDAD QUE ENFERMA
Este fenómeno no puede desvincularse de las estructuras socioeconómicas. El sistema capitalista contemporáneo produce soledad, competitividad, precariedad y fragmentación del tejido social. Aisladas, sin comunidad ni apoyo colectivo, muchas personas interiorizan que su angustia es un problema individual, cuando en realidad es un síntoma colectivo.
Esta es una sociedad que enferma a las personas y luego les vende remedios temporales para que puedan seguir produciendo y consumiendo. Mientras tanto, los problemas reales —la desigualdad, la pobreza, la falta de vivienda, la sobrecarga emocional, la violencia estructural— quedan intactos.
La salud mental requiere más que una receta médica. Requiere comunidad, tiempo, espacios de escucha, políticas públicas sostenidas, empleo digno, y redes de apoyo. Sin embargo, lo que se ha producido es una “psiquiatrización de la vida cotidiana”: todo malestar se traduce en diagnóstico y medicación, para ignorar las condiciones estructurales que lo generan.