
Las historias oficiales tratan los crímenes masivos de manera diferente, dependiendo del lugar donde ocurrió y las poblaciones afectadas. En África, el colonialismo marcó varios episodios de exterminio sistemático. Sin embargo, estos crímenes, aunque documentados, aún luchan por recibir su pleno reconocimiento. Ni se integran plenamente en los currículos educativos ni se tratan con el mismo rigor conmemorativo que otros episodios de la historia contemporánea, como el famoso “holocausto”, por lo que a menudo permanecen confinados en la oscuridad. Esta falta de reconocimiento pone en tela de juicio los criterios implícitos que configuran la memoria oficial y los libros de texto de las escuelas.
Estos “olvidos” explican la política europea respecto a un genocidio en curso: el de Gaza. Los sionistas y los genocidas europeos son colonialistas siameses. Unos se justifican con otros y el silencio hace el resto.
El ejemplo de Namibia, que ya hemos expuesto, ilustra a la perfección esta memoria selectiva y diferenciada. Entre 1904 y 1907, en lo que entonces era un territorio bajo dominación alemana, las poblaciones herero y nama fueron masacradas a gran escala por las tropas del general Lothar von Trotha. En respuesta a una revuelta contra el colonialismo, estas poblaciones fueron cercadas, privadas de agua en el desierto del Kalahari y perseguidas indiscriminadamente. Las pérdidas humanas fueron masivas: casi el 80 por cien del pueblo herero fue exterminado.
Las matanzas nunca fueron clasificadas oficialmente como genocidio por Alemania hasta 2021, tras más de cien años de negacionismo. Se cumple el principio de que los genocidios sólo preocupan cuando ya no tienen remedio.
Alemania aún debate las reparaciones económicas que debe pagar, y las poblaciones afectadas denuncian compromisos insuficientes. Mientras tanto, el reconocimiento y la conmemoración de aquel genocidio siguen siendo marginales en el panorama internacional. Namibia solo ha comenzado a conmemorar oficialmente estos sucesos en los últimos años.
Este retraso no es un caso aislado. En todo el continente africano, los crímenes masivos vinculados al colonialismo rara vez se han reconocido como lo que son. En Bélgica, el reinado de Leopoldo II sobre el Congo entre 1885 y 1908 provocó la muerte de varios millones de personas, víctimas de esclavitud, matanzas y mutilaciones. Este régimen, basado en la extracción de caucho y el terror, fue documentado desde el principio, pero Bélgica nunca lo reconoció formalmente como lo que era: un crimen de genocidio.
Otro caso emblemático es la guerra que Francia libró en Camerún en la década de los cincuenta, durante la lucha por la independencia. Las operaciones militares francesas contra los militantes de la Unión de los Pueblos de Camerún (UPC) dieron lugar a brutales campañas de represión. Ejecuciones extrajudiciales, desplazamientos forzados, destrucción de aldeas… La violencia dejó decenas de miles de muertos, sin que Francia reconociera oficialmente su responsabilidad.
Lejos de ser meras omisiones, estos silencios selectivos contribuyen a una lectura del pasado en la que no todas las vidas merecen la misma atención. El tratamiento desigual de los genocidios y los crímenes coloniales revela una jerarquía persistente en la construcción de las ideologías oficiales. A los europeos les gusta verse en el espejo mágico de su memoria como “civilizadores” y embajadores de los “derechos humanos”.
No se trata sólo de los libros de textos, las historias oficiales y las conmemoraciones solemnes. Cuando alguien pasea por las calles de cualquier capital europea, verá las esculturas que homenajean a los peores carniceros.
¿Alguien ha explicado a los españoles las dos Guerras de África?
Por ejemplo, a los españoles nadie les habla de las dos Guerras de África. A mediados del siglo XIX, la primera de ellas estuvo dirigida por el presidente del gobierno del momento, el general Leopoldo O’Donnel, que tiene una calle en Madrid y un monumento en el Parque del Retiro.
España estaba llamada a “dominar una gran parte de África”, dijo O’Donnell. El ejército expedicionario sometió a la población norteafricana mediante el terror, incluyendo saqueos, como el de Tetuán, que duró varios días. O’Donnell autorizó el expolio por las tropas como botín de guerra y, en agradecimiento, la monarquía le concedió el título de “Duque de Tetuán”.
Un barrio de Madrid lleva el nombre de “Tetuán de las Victorias” y hay plazas y calles en muchas capitales que rinden homenaje a una guerra colonialista. Los partidos políticos y la prensa de la época apoyaron con entusiasmo la cruzada, lo mismo que la Iglesia Católica, que alentó a los soldados a “no volver sin dejar destruido el islamismo, arrasadas las mezquitas y clavada la cruz en todos los alcázares”.
Varios periódicos enviaron corresponsales a los campos de batalla, que redactaron una gran cantidad de crónicas y relatos periodísticos, obras literarias, canciones, cuadros, monumentos… Los leones que presiden la entrada del Palacio de las Cortes, sede del Congreso de los Diputados, fueron fundidos con los cañones capturados en la batalla de Wad-Ras. Hoy los españoles los ven todos los días en la televisión, pero prefieren no recordar nada de aquello, a diferencia de los pueblos rifeños, donde la memoria colectiva sigue viva.
Tampoco se acuerda nadie de la Segunda Guerra de África, que los españoles provocaron 50 años después contra las mismas poblaciones.
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