LA PSICOLOGÍA DEL NAZISMO por Erich Fromm

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PUBLICADO POR ELSUDAMERICANO 

El miedo a la libertad, cap. 6. (1941)

En el capítulo anterior enfocamos nuestra atención sobre dos tipos psicológicos: el carácter autoritario y el autómata. Confío en que la descripción detallada de tales tipos será de alguna ayuda para la cabal comprensión de los problemas tratados en este capítulo y el siguiente: la psicología del nazismo y de la democracia moderna.

Al ocuparnos de la primera debemos, en primer lugar, referirnos a una cuestión preliminar: la importancia y el significado de los factores psicológicos en la comprensión del nazismo. En la discusiones científicas, y aún más en las populares, a menudo se suelen presentar dos opiniones opuestas: primero, que la psicología no ofrece ninguna explicación de un fenómeno de carácter económico y político como el fascismo; y segundo, que el fascismo constituye, sobre todo, un problema psicológico.

La primera opinión considera a la ideología nazi como el resultado de un dinamismo exclusivamente económico –la tendencia expansiva del imperialismo alemán– o bien como un fenómeno esencialmente político –la conquista del Estado por un partido político, apoyado por industriales y junkers–; en suma, la victoria nazi es considerada como la consecuencia de un engaño por parte de una minoría, acompañado de coerción sobre la mayoría del pueblo.

El segundo punto de vista, por otra parte, sostiene que el nazismo puede ser explicado solamente en términos psicológicos, o más bien, psicopatológicos. Se considera a Hitler como loco o como neurótico, y análogamente se piensa en sus adeptos como en individuos dementes o desequilibrados. De acuerdo con este tipo de explicación, tal como la expone L. Mumford, la verdadera fuente del fascismo ha de hallarse en el alma humana, y no en la economía.

“En la existencia de un inmenso orgullo, en el placer de ser cruel, en la desintegración neurótica –afirma este autor– es donde reside la explicación del fascismo, y no en el tratado de Versalles o en la poca capacidad de la República Alemana”.1

Según nuestra opinión, ninguna de estas explicaciones –que acentúan la importancia de los factores económicos o políticos excluyendo los psicológicos o viceversa– debe considerarse correcta. El nazismo constituye un problema psicológico, pero los factores psicológicos mismos deben ser comprendidos como moldeados por causas socioeconómicas; el fascismo es un problema económico y político, pero su aceptación por parte de todo un pueblo ha de ser entendida sobre una base psicológica. En este capítulo nos ocupamos de esta última, es decir, de la base humana del nazismo. Esto nos sugiere dos problemas: la estructura del carácter de aquellos individuos a quienes dirigió su llamamiento y las características psicológicas de la ideología que reveló ser un instrumento tan eficaz con respecto a esos mismos individuos.

Al considerar la base psicológica del éxito del nazismo es menester formular desde el principio esta distinción: una parte de la población se inició en el régimen nazi sin presentar mucha resistencia, pero también sin transformarse en admiradora de la ideólogía y la práctica política nazis. En cambio, otra parte del pueblo se sintió hondamente atraída por esta nueva ideología, vinculándose de una manera fanática a sus apóstoles. El primer grupo estaba constituido principalmente por la clase obrera y por la burguesía liberal y católica. A pesar de su excelente organización –por modo especial en lo que se refiere a los obreros– estos grupos, aunque nunca dejaron de ser hostiles al nazismo desde sus comienzos hasta 1933, no dieron muestras de aquella resistencia íntima que hubiera podido esperarse teniendo en cuenta sus condiciones políticas. Su voluntad de resistencia se derrumbó rápidamente y desde entonces causaron muy pocas dificultades al nazismo (con la excepción, por supuesto, de la pequeña minoría que combatió contra la tiranía durante todos estos años). Desde el punto de vista psicológico, esta disposición a someterse al nuevo régimen parece motivada principalmente por un estado de cansancio y resignación íntimos, que, como se indicará en el próximo capítulo, constituye una característica peculiar del individuo de la era presente, característica que puede hallarse hasta en los países democráticos. En Alemania, además, existía otra condición que afectaba a la clase obrera: las derrotas que ésta había sufrido después de sus primeras victorias durante la revolución de 1918. El proletariado había entrado en el período posbélico con la fuerte esperanza de poder realizar el socialismo o, por lo menos, de lograr un decisivo avance en su posición política, económica y social; pero cualesquiera sean las razones, debió presenciar, por el contrario, una sucesión ininterrumpida de derrotas que produjo el más completo desmoronamiento de sus esperanzas. A principios de 1930 los frutos de sus victorias iniciales se habían perdido casi por completo, y como consecuencia de ello cayó presa de un hondo sentimiento de resignación, de desconfianza en sus “líderes” y de duda acerca de la utilidad de cualquier tipo de organización o actividad política. Los obreros siguieron afiliados a sus respectivos partidos y, conscientemente, no dejaron de creer en sus doctrinas; pero en lo profundo de su conciencia muchos de ellos habían abandonado toda esperanza en la eficiencia de la acción política.

Después que Hitler llegó al poder surgió otro incentivo para el mantenimiento de la lealtad de la mayoría de la población al régimen nazi. Para millones de personas el gobierno de Hitler se identificó con “Alemania”. Una vez que el Führer logró el poder del Estado, seguir combatiéndolo hubiera significado apartarse de la comunidad de los alemanes; desde el momento en que fueron abolidos todos los demás partidos políticos y el partido nazi llegó a ser Alemania, la oposición al nazismo no significaba otra cosa que oposición a la patria misma. Parece que no existe nada más difícil para el hombre común que soportar el sentimiento de hallarse excluido de algún grupo social mayor. Por más que el ciudadano alemán fuera contrario a los principios nazis, ante la alternativa de quedar aislado o mantener su sentimiento de pertenencia a Alemania, la mayoría eligió esto último. Pueden observarse muchos casos de personas que no son nazis y sin embargo defienden al nazismo contra la crítica de los extranjeros, porque consideran que un ataque a este régimen constituye un ataque a Alemania. El miedo al aislamiento y la relativa debilidad de los principios morales contribuye a que todo partido pueda ganarse la adhesión de una gran parte de la población, una vez logrado para sí el poder del Estado.

Estas consideraciones dan lugar a un axioma muy importante para los problemas de la propaganda política: todo ataque a Alemania como tal, toda propaganda difamatoria referente a los alemanes (como el términos hunos, símbolo de la guerra de 1914), tan sólo sirven para aumentar la lealtad de aquellos que no se hallan completamente identificados con el sistema nazi. Este problema, por otra parte, no puede ser resuelto definitivamente por medio de una hábil acción de propaganda, sino por la victoria en todos los países de una verdad fundamental: que los principios éticos están por encima de la existencia de la nación, y que, al adherirse a tales principios, el individuo pertenece a la comunidad constituida por todos los que comparten, han compartido en el pasado y compartirán en el futuro esa misma fe.

En contraste con la actitud negativa o resignada asumida por la clase obrera y la burguesía liberal y católica, las capas inferiores de la clase media, compuesta de pequeños comerciantes, artesanos y empleados, acogieron con gran entusiasmo la ideología nazi.2

En estos grupos, los individuos pertenecientes a las generaciones más viejas constituyeron la base de masa más pasiva; sus hijos, en cambio, tomaron una parte activa en la lucha. La ideología nazi –con su espíritu de obediencia ciega al “lider”, su odio a las minorías raciales y políticas, sus apetitos de conquista y dominación y su exaltación del pueblo alemán y de la “raza nórdica”– ejerció en estos jóvenes una atracción emocional poderosa, los ganó para la causa nazi y los transformó en luchadores y creyentes apasionados. La respuesta a la pregunta referente a los motivos de la profunda influencia ejercida por la ideología nazi ha de buscarse en la estructura del carácter social de la baja clase media. Éste era marcadamente distinto del de la clase obrera, de las capas superiores de la burguesía y de la nobleza anterior a 1914. En realidad, hay ciertos rasgos que pueden considerarse característicos de esa clase a lo largo de toda su historia: su amor al fuerte, su odio al débil, su mezquindad, su hostilidad, su avaricia, no sólo con respecto al dinero, sino también a los sentimientos, y, sobre todo, su ascetismo. Su concepción de la vida era estrecha, sospechaban del extranjero y lo odiaban; llenos de curiosidad acerca de sus amistades, sentían envidia hacia ellas y racionalizaban su sentimiento bajo la forma de indignación moral: toda su vida estaba fundada en el principio de la escasez, tanto desde el punto de vista económico como del psicológico.

Afirmar que el carácter social de la baja clase media era distinto del de los obreros no implicaba negar que este tipo de carácter no estuviera presente también entre los miembros de esta última clase. Lo que se quiere decir es que era típico de la baja clase media, mientras que tan sólo una minoría de los obreros presentaban esa misma estructura del carácter en forma perfectamente delimitada. Sin embargo, había algunos rasgos aislados que de manera menos intensa podían hallarse también en la mayoría de la clase obrera, tales como, por ejemplo, su frugalidad y su gran respeto a la autoridad. Por otra parte, parece que la estructura del carácter de gran parte de los empleados –probablemente de la mayoría– se asemejaba mucho más a la estructura del carácter del obrero manual (especial, mente el de las grandes fábricas) que al de la “vieja clase media”, que no participó del desarrollo del capitalismo monopolista, sufriendo, en cambio, su amenaza.3

Aunque es cierto que el carácter social de la baja clase media había sido el mismo desde mucho antes de 1914, también es verdad que los acontecimientos posbélicos intensificaron aquellos mismos rasgos que eran susceptibles de recibir la más profunda atracción de la ideología nazi: su anhelo de sumisión y su apetito de poder.

En el período anterior a la revolución de 1919 la posición económica de los estratos inferiores de la vieja clase media, los pequeños comerciantes independientes y los artesanos, se hallaba en decadencia, pero no era desesperada y subsistía cierto número de factores que contribuían a su estabilidad.

La autoridad de la monarquía era indiscutible, y al inclinarse ante ella, al identificarse con ella, el miembro de la baja clase media adquiría un sentimiento de seguridad y orgullo narcisista. Por otra parte, también la autoridad de la religión y de la moralidad tradicional se hallaba todavía firmemente arraigada. La familia no había dejado de constituir un seguro refugio contra el mundo hostil, y permanecía inconmovible. El individuo experimentaba el sentimiento de pertenecer a un sistema social y cultural estable en el que poseía un lugar bien definido. Su sumisión y lealtad a las autoridades existentes constituían una solución satisfactoria para sus impulsos masoquistas; sin llegar, no obstante, a la rendición total y conservando cierto sentido de la importancia de la propia personalidad. Lo que le faltaba enseguridad y agresividad como individuo, lo hallaba compensado por la fuerza de las autoridades a las que se sometía. En suma, su posición económica permanecía todavía lo bastante sólida como para proporcionarle un sentimiento de respeto a sí mismo y de relativa seguridad, y las autoridades hacia las que se inclinaba eran lo suficientemente fuertes como para proporcionarle aquella confianza adicional que no hubiera podido extraer de su propia posición como individuo.

Con el período posbélico esta situación cambió considerablemente. En primer lugar, la decadencia económica de la vieja clase media asumió un aspecto más pronunciado, viéndose acelerada, además, por obra de la inflación, que alcanzó su máxima intensidad en 1923 y barrió completamente con los ahorros de muchos años de trabajo.

Si bien la época entre 1924 y 1928 fue de mejoramiento económico y aportó nuevas esperanzas para la baja clase media, todas las ganancias que pudo acumular desaparecieron luego con la crisis posterior a 1929. Tal como había ocurrido durante el período de la inflación, la clase media, apretada entre el proletariado y los ricos, constituía el grupo más indefenso, y, por lo tanto, el más castigado.4

Pero al lado de estos factores económicos se hallaban los aspectos psicológicos que agravaban la situación. Uno de éstos lo hallamos en la derrota sufrida en la guerra y en la caída de la monarquía. Como el Estado y el régimen monárquico habían constituido, por decirlo así, la sólida roca que la pequeña burguesía había convertido en la base psicológica de su existencia, su fracaso y derrota destrozaron el fundamento de su vida misma. Si el Kaiser podía ser ridiculizado públicamente, si los oficiales podían ser atacados, si el Estado mismo debía cambiar su forma y aceptar a “agitadores rojos” como ministros y a un sillero por presidente, ¿en qué podría confiar ahora el hombre común? Se había identificado, en su manera sumisa, con todas estas instituciones: ahora que habían desaparecido, ¿qué le quedaría por hacer?

La inflación, por otra parte, ejerció no sólo efectos económicos sino también psicológicos. Constituía un golpe mortal contra el principio del ahorro así como de la autoridad del Estado. Si los ahorros de tantos años, que habían costado el sacrificio de muchos pequeños placeres, podían perderse sin ninguna culpa propia, ¿para qué ahorrar? Si el Estado podía romper sus propias promesas estampadas en sus billetes y en sus títulos, ¿en qué promesas podría confiarse de ahora en adelante?

Y en el período de la posguerra no solamente se produjo una decadencia más rápida de la situación económica de la clase media, sino que también su prestigio social sufrió una declinación análoga. Antes de la guerra esa clase podía sentirse en una posición superior a la del obrero. Después de la revolución, en cambio, el prestigio social del proletariado creció de manera considerable y, en consecuencia, el de la baja clase media disminuyó correlativamente. Ya no había nadie a quien despreciar: privilegio que nunca había dejado de representar el elemento activo más sustancial en la vida del pequeño comerciante y de sus congéneres.

A todos estos factores debemos agregar otro: el último baluarte de la seguridad de la clase media –la familia– también se había quebrado. El desarrollo social de la posguerra, en Alemania quizá más que en otras partes, había debilitado la autoridad del padre y la moralidad típica de la vieja clase media. La generación más joven obraba a su antojo, sin preocuparse de buscar la aprobación de sus acciones por parte de la familia.

Las razones de este proceso son demasiado complejas para ser tratadas aquí en forma detallada. Sólo me limitaré a mencionar algunas. La decadencia de los viejos símbolos sociales de la autoridad, como el Estado y la monarquía, afectó la función de las autoridades individuales representadas por los padres. Si daban muestra de debilidad aquellos poderes que sus padres les habían enseñado a respetar, entonces también éstos carecían de prestigio y autoridad. Otro factor se hallaba constituido por el hecho de que las generaciones más viejas se sentían mucho más inquietas perdidas y menos capaces de adaptarse, frente a las cambiantes situaciones sociales –especialmente la inflación–, que las generaciones jóvenes, más despiertas y activas. Por eso los jóvenes se consideraban superiores a los ancianos y ya no lograban tomar en serio sus enseñanzas. Por último, la decadencia económica de la clase media privó a los padres de su función de sostén material del futuro económico de los hijos.

De este modo la vieja generación de la baja clase media se fue haciendo más y más amargada y resentida; pero, mientras los ancianos permanecían pasivos, los jóvenes se veían impulsados hacia la acción. Su posición económica se veía agravada por el hecho de haber perdido la base de una existencia económicamente independiente, tal como la habían disfrutado sus padres; el mercado de las profesiones liberales estaba saturado y sólo existían leves probabilidades de ganarse el sustento como médico o abogado. Aquellos que habían luchado en la guerra se sentían acreedores a un trato mejor del que en realidad se les brindaba. A los muchos oficiales jóvenes, especialmente, que durante varios años se habían acostumbrado a ejercer el poder y a mandar como cosa natural, les resultaba imposible adaptarse al estado de empleados o corredores.

Esta creciente frustración social condujo a una forma de proyección que llegó a constituir un factor importante en el origen del nacionalsocialismo: en vez de darse cuenta de que su destino económico y social no era más que el de su propia clase, la vieja clase media, sus miembros, lo identificaron conscientemente con el de la nación. La derrota nacional y el tratado de Versalles se transformaron así en los símbolos a los que fue trasladada la frustración realmente existente, es decir, la que surgía de su decadencia social.

Se ha repetido muchas veces que el tratado otorgado a Alemania por las potencias vencedoras en 1918 fue una de las razones principales del surgimiento del nazismo. Esta afirmación necesita algunas reservas. En su mayoría, los alemanes consideraban que el tratado de paz era injusto: pero mientras la clase media reaccionaba con intensa amargura, entre los obreros existía mucho menos resentimiento. Éstos habían combatido el viejo régimen y para ellos la pérdida de la guerra significaba la derrota de ese régimen. Pensaban que habían luchado valientemente y que, por lo tanto, no había razón para sentir vergüenza de sí mismos. Por otra parte, la victoria de la revolución, que sólo había sido posible a través de la derrota de la monarquía, les había traído conquistas económicas, políticas y humanas. La base del resentimiento contra el tratado de Versalles se hallaba en la baja clase media; el resentimiento nacionalista no era otra cosa que una racionalización por la que se proyectaba su inferioridad social como inferioridad nacional.

Esta proyección se evidenciaba perfectamente en el desarrollo personal de Hitler. Éste era el típico representante de la baja clase media, un don nadie sin ninguna perspectiva de futuro. De una manera muy intensa se sentía colocado en el papel de paria. A menudo, en Mein Kampf, habla de sí mismo como de un “don nadie”, recordando al “hombre desconocido” que había sido en su juventud. Pero aunque ello se debiera principalmente a su propia posición social, lo había racionalizado bajo la forma de símbolos nacionales. Nacido fuera del Reich, se sentía excluido de él, no tanto desde el punto de vista social corno desde el punto de vista nacional, y de este modo el Gran Reich Alemán, al cual podrían volver todos sus hijos, se transformó en el símbolo del prestigio social y de la seguridad.5

El antiguo sentimiento –propio de la clase media– de impotencia, de angustia y aislamiento del todo social, y la destructividad que resultaba de esta situación, no constituían la única fuente psicológica del nazismo. Los campesinos estaban resentidos con los acreedores urbanos a quienes debían, mientras los obreros se sentían contrariados y desalentados por sus constantes retiradas políticas posteriores a las victorias iniciales de 1918, bajo el efecto de una direc. ción que había perdido toda iniciativa estratégica. La gran mayoría de la población cayó presa del sentimiento de insignificancia individual y de impotencia que hemos descrito como típico del período del capitalismo monopolista en general.

Estas condiciones psicológicas no constituyeron, por cierto, la causa del nazismo, pero sí representaron su base humana, sin la cual no hubiera podido desarrollarse. Por eso un análisis de todo el fenómeno del surgimiento y la victoria del nazismo debería considerar tanto las condiciones estrictamente políticas y económicas como las psicológicas. Teniendo en cuenta la bibliografía existente sobre el primer aspecto y los fines específicos de este libro, no hay necesidad de entrar a discutir las cuestiones económicas y políticas relacionadas con ese movimiento. Sólo bastará recordar al lector el papel desempeñado en la implantación del régimen nazi por los representantes de la gran industria y por los junkers económicamente arruinados. Sin su ayuda Hitler nunca hubiera alcanzado la victoria, y su apoyo al movimiento se debió mucho más a la comprensión de sus intereses económicos que a factores psicológicos.

Esta clase de propietarios se veía enfrentada a un parlamento en el que el 40 por ciento de los diputados era socialista y comunista, representantes de grupos descontentos del sistema social existente, y que estaba integrado también por un número cada vez mayor de nazis, quienes por su parte representaban a otra clase que se hallaba en ruda lucha con los más poderosos representantes del capitalismo alemán. Un parlamento que en su mayoría sustentaba tendencias contrarias a los intereses económicos, debía, con razón, parecerles peligroso. Se dijeron entonces que la democracia no resultaba. Lo que hubiera podido afirmarse, en realidad, era que la democracia funcionaba demasiado bien. El Parlamento constituía una representación bastante adecuada de los intereses respectivos de las distintas clases existentes entre el pueblo alemán, y por esta misma razón el sistema parlamentario ya no podía conciliarse con la necesidad de preservar los privilegios de la gran industria y de los terratenientes semifeudales. Los representantes de estos grupos privilegiados esperaban que el nazismo trasladara el resentimiento emocional que los amenazaba hacia otros cauces y que, al mismo tiempo, dirigiera las energías nacionales poniéndolas al servicio de sus propios intereses económicos. En general, sus esperanzas no resultaron defraudadas. En verdad, se equivocaron en ciertos detalles. Hitler y su burocracia no se transformaron en instrumentos a las órdenes de los Thyssen y los Krupp, quienes, por el contrario, debieron compartir su poder con los dirigentes nazis y a veces hasta sometérseles; pero, aunque el nazismo, desde el punto de vista económico, resultó perjudicial para todas las clases, fomentó en cambio los intereses de los grupos más poderosos de la industria alemana. El sistema nazi es una versión perfeccionada del imperialismo alemán de preguerra, que volvió a emprender su marcha desde el punto en que la monarquía había fracasado. (Sin embargo, la república no interrumpió realmente el desarrollo del capital monopolista alemán, sino que lo fomentó con los medios que se hallaban a su alcance.)

En este punto surge una cuestión que, por cierto, habrá de presentarse al espíritu de más de un lector: ¿Cómo puede conciliarse la afirmación de que la base psicológica del nazismo se hallaba constituida por la vieja clase media, con aquella otra según la cual el nuevo régimen funcionaba en favor de los intereses del imperialismo alemán? La contestación a esta pregunta es, en principio, la misma que fue dada con respecto a la función de la clase media urbana durante el período del surgimiento del capitalismo. En el período de la posguerra era la clase media, especialmente la baja clase media, la que se sentía amenazada por el capitalismo monopolista. Su angustia, y por lo tanto, su odio tomaron origen en esa amenaza; se vio lanzada a un estado de pánico, cayó presa de un apasionado anhelo de sumisión y, al mismo tiempo, de dominación, con respecto a los débiles. Estos sentimientos fueron empleados por una clase completamente distinta para erigir un régimen que debía trabajar para sus propios intereses. Hitler resultó un instrumento tan eficiente porque combinaba las características del pequeño burgués, resentido y lleno de odios –con el que podía identificarse emocional y socialmente la baja clase media–, con las del oportunista, dispuesto a servir los intereses de los grandes industriales y de los junkers. Al principio representó el papel de Mesías de la vieja clase media, prometiendo la destrucción de los grandes almacenes con sucursales, de la dominación del capital bancario y otras cosas semejantes. La historia que siguió es conocida por todos: estas promesas no fueron nunca cumplidas. Sin embargo, eso no tuvo mucha importancia. El nazismo no poseyó nunca principios políticos o económicos genuinos. Es menester darse cuenta de que en su oportunismo radical reside el principio mismo del nazismo. Lo que importaba era que centenares de millares de pequeño-burgueses que en tiempos normales hubieran tenido muy pocas probabilidades de ganar dinero o poder, obtenían ahora, como miembros de la burocracia nazi, una considerable tajada del poder y prestigio que las clases superiores se vieron obligadas a compartir con ellos. Los que no llegaron a ser miembros de la organización partidaria nazi, obtuvieron los empleos quitados a los judíos y a los enemigos políticos; y en cuanto al resto, si bien no consiguió más “pan”, por cierto logró más “circo”. La satisfacción emocional derivada de estos espectáculos sádicos y de una ideología que le otorgaba un sentimiento de superioridad sobre todo el resto de la humanidad, era suficiente para compensar –durante un tiempo por lo menos– el hecho de que sus vidas hubiesen sido cultural y económicamente empobrecidas.

Hemos visto, entonces, cómo ciertos cambios socio-económicos, en particular la declinación de la clase media y el surgimiento del poder capital monopolista, tuvieron un efecto psicológico profundo. Estas consecuencias se vieron aumentadas, o sistematizadas, por una ideología política –del mismo modo como había ocurrido con las ideologías religiosas del siglo XVI–, y las fuerzas psíquicas surgidas de esta manera ejercieron una acción efectiva justamente en la dirección opuesta a la de sus propios y originarios intereses económicos de clase. El nazismo operó la resurrección psicológica de la baja clase media y al mismo tiempo cooperó en la destrucción de su antigua posición económico-social. Movilizó sus energías emocionales para transformarlas en una fuerza importante en la lucha emprendida en favor de los fines del imperialismo alemán.

En las páginas siguientes trataré de mostrar cómo la personalidad de Hitler, sus enseñanzas y el sistema nazi, expresan una forma extrema de aquella estructura del carácter que hemos denominado autoritaria y que, por este mismo hecho, logró influir profundamente en aquellos sectores de la población que poseían –más o menos– la misma estructura del carácter.

La autobiografía de Hitler constituye una de las mejores ilustraciones del carácter autoritario, y puesto que además se trata del documento más representativo de la literatura nazi, lo emplearé como fuente principal para el análisis de la psicología del nazismo.

La esencia del carácter autoritario ha sido descrita como la presencia simultánea de tendencias impulsivas sádicas y masoquistas. El sadismo fue entendido como un impulso dirigido al ejercicio de un poder ilimitado sobre otra persona, y teñido de destructividad en un grado más o menos intenso; el masoquismo, en cambio, como un impulso dirigido a la disolución del propio yo en un poder omnipotente, para participar así de su gloria. Tanto las tendencias masoquistas como las sádicas son debidas a la incapacidad del individuo aislado de sostenerse por sí solo, así como a su necesidad de una relación simbiótica destinada a superar su soledad.

El anhelo sádico de poder halla múltiples expresiones en Mein Kampf. Es característico de la relación de Hitler con las masas alemanas, a quienes desprecia y “ama” según la manera típicamente sádica, así como con respecto a sus enemigos políticos, hacia los cuales evidencia aquellos aspectos destructivos que constituyen un componente importante del sadismo. Habla de la satisfacción que sienten las masas en ser dominadas. “Lo que ellas quieren es la victoria del más fuerte y el aniquilamiento o la rendición incondicional del más débil”.6

“Como una mujer que prefiere someterse al hombre fuerte antes que dominar al débil, así las masas aman más al que manda que al que ruega, y en su fuero íntimo se sienten mucho más satisfechas por una doctrina que no tolera rivales que por la concepción de la libertad propia del régimen liberal; con frecuencia se sienten perdidas al no saber qué hacer con ella y aun se consideran fácilmente, abandonadas. Ni llegan a darse cuenta de la imprudencia con la que se las aterroriza espiritualmente, ni se percatan de la injuriosa restricción de sus libertades humanas, puesto que de ninguna manera caen en la cuenta del engaño de esta doctrina.”7

Describe Hitler cómo el quebrar la voluntad del público por obra de la fuerza superior del orador constituye el factor esencial de la propaganda. Hasta no vacila en afirmar que el cansancio físico del auditorio representa una condición muy favorable para la obra de sugestión. Al tratar acerca del problema de cuál es la hora del día más adecuada para las reuniones políticas de masas, dice:

“Parece que durante la mañana y hasta durante el día el poder de la voluntad de los hombres se rebela con sus más intensas energías contra todo intento de verse sometido a una voluntad y a una opinión ajenas. Por la noche, sin embargo, sucumben más fácilmente a la fuerza dominadora de una voluntad superior. En verdad, cada uno de tales mítines representa una esforzada lucha entre dos fuerzas opuestas. El talento oratorio superior, de una naturaleza apostólica dominadora, logrará con mayor facilidad ganarse la voluntad de personas que han sufrido por causas naturales un debilitamiento de su fuerza de resistencia, que la de aquellas que todavía se hallan en plena posesión de sus energías espirituales y fuerza de voluntad.”8

El mismo Hitler se da cuenta de las condiciones que dan origen al anhelo de sumisión, proporcionándonos una excelente descripción del estado de ánimo de un individuo que concurre a un mitin de masas.

“El mitin de masas es necesario, al menos para que el individuo, que al adherir a un nuevo movimiento se siente solo y puede ser fácil presa del miedo de sentirse aislado, adquiera por vez primera la visión de una comunidad más grande, es decir, de algo que en muchos produce un efecto fortificante y alentador… Si sale por primera vez de su pequeño taller o de la gran empresa, en la que se siente tan pequeño, para ir al mitin de masa y allí sentirse circundado por miles y miles de personas que poseen las mismas convicciones… él mismo deberá sucumbir a la influencia mágica de lo que llamamos sugestión de masa.”9

Goebbels describe a las masas del mismo modo. “La gente no quiere otra cosa que ser gobernada decentemente», dice en su novela Michael.10 Ellas no son para el “líder” más que lo que la piedra es para el escultor. “Líder y masas constituyen un problema tan sencillo como pintor y color”.11

En otro libro Goebbels hace una descripción precisa de la dependencia de la persona sádica con respecto a los objetos de su sadismo; cuán débil y vacío se siente cuando no puede ejercer el poder sobre alguien y de qué modo ese poder le proporciona nuevas fuerzas. Esto es lo que nos cuenta Goebbels acerca de lo que él mismo sentía: “A veces uno se siente presa de una profunda depresión. Tan sólo se logra superarla cuando se está nuevamente frente a las masas. El pueblo es la fuente de nuestro poder”.12

Una descripción significativa de aquella forma especial de poder sobre los hombres, que los nazis llaman liderazgo, la hallamos en un escrito de Ley, el “líder” del Frente del Trabajo. Al referirse a las calidades requeridas en un dirigente nazi y a los propósitos que persigue la educación para el mando, afirma:

“Queremos saber si estos hombres poseen la voluntad de mando, de ser los dueños, en una palabra, de gobernar… Queremos gobernar y nos gusta hacerlo… Les enseñaremos a estos hombres a cabalgar… a fin de que experimenten el sentimiento del dominio absoluto sobre un ser viviente.13

En la formulación que hace Hitler de los objetivos de la educación hallamos la misma exaltación del poder. Afirma que «toda educación y desarrollo del alumno debe dirigirse a proporcionarle la convicción de ser absolutamente superior a los demás”.14

El hecho de que en alguna otra parte declare que debe enseñársele al muchacho a sufrir las injusticias sin rebelarse, ya no parecerá extraño al lector. Se trata de la típica contradicción, propia de la ambivalencia sadomasoquista, entre los anhelos de poder y los de sumisión.

El deseo de poder sobre las masas es lo que impulsa al miembro de la élite, al “líder” nazi. Como lo muestran las citas señaladas anteriormente, este deseo de poder es revelado, algunas veces, con una franqueza sorprendente. En otros casos se lo formula de una manera menos ofensiva, al subrayar que el ser mandadas es un deseo de las masas mismas. En algunas oportunidades la necesidad de halagar a las masas y, por lo tanto, de esconder el cínico desprecio que siente hacia ellas, conduce a tretas como ésta: al hablar del instinto de autoconservación, que para Hitler, como veremos luego, corresponde más o menos al impulso de poder, dice que en el ario ese instinto ha alcanzado su forma más noble, “porque está dispuesto a someter su propio ego a la vida de la comunidad y también, si surgiera esa necesidad, a sacrificarlo”.15

Si bien son los “líderes” quienes disfrutan del poder en primer lugar, las masas no se hallan despojadas de ningún modo de satisfacciones de tipo sádico. Las minorías raciales y políticas dentro de Alemania y, llegado el caso, el pueblo de otras naciones, descritos como débiles y decadentes, constituyen el objeto con el cual se satisface el sadismo de las masas. Al tiempo que Hitler y su burocracia disfrutan del poder sobre las masas alemanas, estas mismas masas aprenden a disfrutarlo con respecto a otras naciones, y de ese modo ha de dejarse impulsar por la pasión de dominación mundial.

Hitler no vacila en expresar el deseo de dominación mundial como fin personal y partidario. Ridiculizando el pacifismo dice:

“En verdad, la idea humanitaria pacifista es quizá completamente buena siempre que el hombre de más valor haya previamente conquistado y sometido al mundo hasta el punto de haberse transformado en el único dueño del globo”.16

Y también afirma que “un Estado que, en una época caracterizada por el envenenamiento racial, se dedica al fomento de sus mejores elementos raciales, deberá llegar a ser algún día dueño del mundo”.17

Generalmente, Hitler trata de racionalizar y justificar su apetito de poder. Las principales justificaciones son las siguientes: su dominación de los otros pueblos se dirige a su mismo bien y se realiza en favor de la cultura mundial; la voluntad de poder se halla arraigada en las leyes eternas de la Naturaleza y él (Hitler) no hace más que reconocer y seguir tales leyes: él mismo obra bajo el mando de un poder superior –Dios, el Destino, la Historia, la Naturaleza–; sus intentos de dominación constituyen tan sólo actos de defensa contra los intentos ajenos de dominarlo a él y al pueblo alemán. Él desea únicamente paz y libertad.

Como ejemplo del primer tipo de racionalización podemos citar este párrafo de Mein Kampf:

“Si en su desarrollo histórico el pueblo alemán hubiese disfrutado de aquella misma unidad social que caracterizó a otros pueblos, entonces el Reich alemán sería hoy, con toda probabilidad, el dueño del mundo”. La dominación mundial germana conduciría, según Hitler, a una “paz apoyada no ya en las ramas de olivo de llorosas mujeres pacifistas profesionales, sino fundada en la espada victoriosa de un pueblo de señores, que coloca el mundo al servicio de una cultura superior”.18

En los años más recientes las afirmaciones de que sus fines no se dirigen solamente al bienestar de Alemania, sino que también sirven los intereses de la civilización en general, han llegado a ser bien conocidas por todo lector de diarios.

La segunda racionalización –que su deseo de poder se halla fundado en las leyes de la naturaleza– significa algo más que una simple racionalización; surge también del deseo de someterse a un poder ajeno, tal como resultará expresado, especialmente, en la cruda divulgación popular del darwinismo sustentada por Hitler. En efecto, en el “instinto de conservación de la especie” ve la causa primera de la formación de las comunidades humanas.19

Este instinto de autoconservación conduce a la lucha del fuerte que quiere domniar al débil y, desde el punto de vista económico, a la supervivencia del más apto. La identificación del instinto de autoconservación con el deseo de poder sobre los demás, halla una expresión particularmente significativa en la afirmación de Hitler, según la cual “la primera cultura de la humanidad dependía, por cierto, menos de los animales domésticos que del empleo de pueblos inferiores”.20 Proyecta su propio sadismo sobre la naturaleza, que llama “Reina cruel de toda la sabiduría”,21 cuya ley de conservación se halla “encadenada en este mundo a la ley de bronce de la necesidad y del derecho a la victoria de los mejores y más fuertes”.22

Es interesante observar que en conexión con este crudo darwinismo, el «socialista» Hitler aboga por los principios liberales de la competencia sin restricciones. En una polémica contra la cooperación entre distintos grupos nacionalistas, afirma: «Por medio de tal combinación se estorba al libre juego de las energías, la lucha para la elección del mejor se ve detenida y, por lo tanto, la victoria necesaria y final del hombre más sano y más fuerte resulta impedida para siempre”.23 En otras partes habla del libre juego de las energías como de la sabiduría de la vida.

Por cierto, la teoría de Darwin como tal no constituía una expresión de los sentimientos del carácter sadomasoquista. Por el contrario, muchos de sus adherentes se sentían atraídos hacia ella por la esperanza de una ulterior evolución de la humanidad hacia etapas superiores de cultura. Para Hitler, sin embargo, representaba la expresión y al mismo tiempo la justificación de su propio sadismo. Él mismo nos revela de una manera muy ingenua cuál era el significado psicológico que tenía para él la doctrina darwiniana. Cuando vivía en Munich, todavía completamente desconocido, acostumbraba despertarse a las cinco de la mañana. Había “adquirido el hábito de arrojar pedacitos de pan a los ratones que se hallaban en la pequeña habitación, y mirar cómo estos graciosos animalitos brincaban y reñían por aquellos pocos alimentos”.24 Este “juego” representaba en pequeña escala la “lucha por la existencia” darwiniana. Para Hitler se trataba del sustituto pequeñoburgués de las luchas circenses históricas que iba a originar.

La última racionalización de su sadismo, su justificación del dominio como una defensa frente a ataques ajenos, halla múltiples expresiones en sus propios escritos. Él y el pueblo alemán son siempre los inocentes; en cambio, los enemigos son los brutos sádicos. Gran parte de su propaganda consiste en mentiras deliberadas y conscientes. En cierto grado, sin embargo, posee la misma “sinceridad” emocional de las acusaciones paranoicas. Éstas ejercen la función de impedir que se descubra su sadimo o destructividad. Se producen de acuerdo con la fórmula: Tú eres el que tiene intenciones sádicas; por lo tanto, yo soy inocente. En Hitler, este mecanismo defensivo es irracional en grado extremo, pues acusa a sus enemigos de tener aquellos mismos propósitos que él admite como suyos con toda franqueza. De este modo acusa a los judíos, comunistas y franceses de esas mismas cosas que afirma constituyen los objetos más legítimos de sus acciones. Y casi no se preocupa de ocultar estas contradicciones mediante alguna racionalización. Así, acusa a los judíos de llevar tropas francesas de color hasta el Rin con la intención de destruir la raza blanca –por medio de la bastardía subsiguiente– “a fin de asumir de este modo la posición de dueños”.25 Hitler, sin embargo, debe haberse percatado de la contradicción de acusar a los otros por aquello mismo que él proclama ser el fin más noble de su raza, y trata de racionalizar tal contradicción afirmando que en los judíos el instinto de autoconservación carece de esos caracteres ideales que pueden hallarse en el impulso de dominación de los arios.26

Dirige la misma acusación a los franceses. Los acusa de querer estrangular a Alemania y despojarla de Su fuerza. Al mismo tiempo que esta afirmación es empleada como un argumento en apoyo de la necesidad de destruir “la tendencia francesa hacia la hegemonía europea”,27 no deja de confesar que él (Hitler) habría obrado como Clemenceau si hubiera estado en su lugar.28

A los comunistas los acusa de brutalidad, y el éxito del marxismo es atribuido a su voluntad política y a su actividad brutal. Sin embargo, Hitler declara al mismo tiempo que “lo que faltó a Alemania fue la cooperación estrecha entre un poder brutal y una intención política inteligente”.29

La crisis checa de 1938 y la segunda guerra mundial nos proporcionan muchos ejemplos de la misma especie. No hubo un solo acto de opresión nazi que no fuera explicado como una defensa contra la opresión ajena. Puede presumirse que estas acusaciones eran meras falsificaciones y que no poseían la “sinceridad” paranoica que pudo haber teñido, en cambio, a las dirigidas contra judíos y franceses. Tales acusaciones conservaron todavía una parte de su valor de propaganda y hubo sectores de la población, especialmente la baja clase media, que fueron tan receptivos con respecto a estas acusaciones paranoicas, a causa de su propia estructura de carácter, que siguieron creyendo en ellas.

El desprecio de Hitler hacia los que carecían de poder se hizo especialmente visible al hablar de gente cuyos fines políticos –la lucha por la liberación nacional– eran similares a los que él mismo profesaba tener. Quizás en ningún caso resultó más estridente la insinceridad del interés de Hitler por la libertad de las naciones que en su desprecio de los revolucionarios débiles e impotentes. Así lo vemos hablar irónica y despectivamente del pequeño grupo de nacionalsocialistas que se habían reunido en Munich. He aquí su impresión del primer mitin al que concurrió:

“Terrible; terrible; esto no era más que un club de la peor especie y estilo. ¿Yyo debería afiliarme ahora precisamente a este club? Luego empezaron a discutir las nuevas afiliaciones, y ello significaba que ya había caído en la trampa”.30

A estos nacionalsocialistas los llama una “organización ridiculamente pequeña”, cuya única ventaja era la de ofrecerle “la oportunidad de una verdadera actividad personal”.31 Hitler dice que jamás se habría afiliado a alguno de los grandes partidos existentes, y esta actitud es muy característica de su manera de ser.

Forzosamente debía iniciar su actividad en un grupo que consideraba inferior y débil. Su coraje e iniciativa no se hubieran sentido estimulados en una constelación en la que hubiese tenido que combatir algún poder preexistente o competir con iguales.

Muestra análogo desprecio por los débiles en lo que escribe acerca de los revolucionarios hindúes. Ese mismo hombre que había usado más que ninguno el slogan de la libertad nacional para sus propios propósitos, no sentía sino desprecio por aquellos revolucionarios que carecían de fuerza y no osaban atacar al poderoso imperio británico. Tales revolucionarios nos hacen recordar, dice Hitler:

“…a algún faquir asiático o quizás a algún verdadero hindú “combatiente de la libertad”, de aquellos que estaban recorriendo Europa y tramando la manera de transmitir, aun a personas inteligentes, la idea fija de que el imperio británico, cuya piedra fundamental es la India, estaba al borde de su destrucción precisamente en ese momento… Los rebeldes hindúes, sin embargo, nunca lo lograrán. Es sencillamente algo imposible para una coalición de lisiados el atacar a un Estado poderoso… Por el solo hecho de conocer su inferioridad racial, me es imposible ligar el destino de mi nación con el de estas llamadas “naciones oprimidas”.32

El amor al poderoso y el odio al débil, tan típicos del carácter sadomasoquista, explica gran parte de la acción política de Hitler y sus adeptos. Mientras el gobierno republicano pensaba que podría “apaciguar” a los nazis tratándolos benignamente, no solamente no logró ese propósito, sino que originó en ellos sentimientos de odio que se debían justamente a esa falta de firmeza y poderío que mostraba. Hitler odiaba a la república de Weimar porque era débil, y admiraba, en cambio, a los dirigentes industriales y militares porque disponían de poder. Nunca combatió contra algún poder fuerte y firmemente establecido, sino que lo hizo siempre contra grupos que consideraba esencialmente impotentes. La “revolución” de Hitler, y a este respecto también la de Mussolini, se llevaron a cabo bajo la protección de las autoridades existentes, y sus objetos favoritos fueron los que no estaban en condiciones de defenderse. Hasta nos podríamos aventurar a suponer que la actitud de Hitler hacia Gran Bretaña fue determinada, además de otros factores, por este complejo psicológico. Mientras siguió considerándola un Estado poderoso, la amaba y admiraba. Su libro expresa este amor hacia Inglaterra. Pero cuando se dio cuenta de la debilidad de la posición inglesa, antes y después de Munich, su amor se trocó en odio y en el deseo de destruirla. Desde este punto de vista el “apaciguamiento” era una política que, frente a una personalidad como la de Hitler, estaba destinada a originar odio antes que amistad.

Hasta ahora nos hemos referido al aspecto sádico de la ideología hitlerista. Sin embargo, tal como lo hemos visto al tratar acerca del carácter autoritario, también eixste un aspecto masoquista al lado del sádico. Existe el deseo de someterse a un poder de fuerza abrumadora, de aniquilar su propio yo, del mismo modo que existe el deseo de ejercer poder sobre personas que carecen de él. Este aspecto masoquista de la ideología y práctica nazis resulta evidente sobre todo con respecto a las masas. Se les repite continuamente: el individuo no es nada y nada significa. El individuo debería así aceptar su insignificancia personal, disolverse en el seno de un poder superior, y luego sentirse orgulloso de participar de la gloria y fuerza de tal poder. Hitler expresa esta idea con toda claridad en su definición del idealismo: “Solamente el idealismo conduce a los hombres al reconocimiento voluntario del privilegio de la fuerza y el poder, transformándolos así en una partícula de aquel orden que constituye todo el universo y le da forma”.33 Goebbels formula una definición similar de lo que él llama socialismo: “Ser socialista –escribe– significa someter el yo al tú; el socialismo representa el sacrificio del individuo al todo”.34

Sacrificar al individuo y reducirlo a una partícula de polvo, a un átomo, implica, según Hitler, renunciar al derecho de afirmar la opinión, los intereses y la felicidad individuales. Este renunciamiento constituye la esencia de una organización política en la que “el individuo deje de representar su opinión personal y sus intereses…”.35 Alaba el altruismo y enseña que en la búsqueda de su propia felicidad la gente se precipita cada vez más del cielo al infierno”.36 El fin de la educación es enseñar al individuo a no afirmar el yo. Ya en la escuela el muchacho debe aprender “no sólo a quedar silencioso cuando ha sido justamente reprendido, sino que también debe saber soportar en silencio la injusticia”.37 Acerca de este último objetivo de la educación, escribe:

“En el Estado del pueblo la visión popular de la vida ha logrado por fin realizar esa noble era en la que los hombres ponen su cuidado no ya en la mejor crianza deperros, caballos y gatos, sino en la educación de la humanidad misma; una época en la que algunos renuncian en silencio y con plena conciencia y otros dan y se sacrifican de buen grado.”38

Esta frase es algo sorprendente. Podría esperarse que después de la descripción del tipo de individuos que “renuncian en silencio y con plena conciencia”, se describiera un tipo opuesto, quizás el que manda, asume responsabilidades, u otro tipo similar. Pero, en lugar de éste, Hitler describe al “otro” tipo también por su capacidad de sacrificio. Resulta difícil ver la diferencia que va entre “renunciar en silencio” y “sacrificarse de buen grado”. Si me es permitido aventurar una conjetura, yo diría que Hitler realmente tenía en su espíritu la intención de diferenciar entre las masas que deben renunciar y el gobernante que debe mandar. Pero, si bien ciertas veces admite con toda franqueza su deseo de poder (así como el de su élite), frecuentemente lo niega. En esta fase aparentemente no quiso ser tan franco y, por lo tanto, sustituyó el deseo de gobernar por el de “dar y sacrificarse de buen grado”.

Hitler reconoce con toda claridad que su filosofía de autonegación y sacrificio está destinada a aquellos cuya situación económica no les permite disfrutar de felicidad alguna. No desea realizar un orden social que haga posible la felicidad personal para todos; por el contrario, quiere explotar la pobreza misma de las masas para inculcarles su evangelio de autoaniquilación. Con toda franqueza declara: “Nos dirigimos al gran ejército de aquellos que son tan pobres que sus vidas personales no tienen el menor significado”…39

Toda esta predicación del autosacrificio posee un propósito obvio: las masas deben resignarse someterse si es que el deseo de poder por parte del “líder” y de la élite ha de realizarse efectivamente. Pero idéntico anhelo masoquista puede hallarse en el mismo Hitler. Para él, el poder superior al que se somete es Dios, el Destino, la Necesidad, la Historia, la Naturaleza. En realidad todos estos término poseen el mismo significado para Hitler: constituyen símbolos de un poder dotado de fuerza abrumadora. Inicia su autobiografía observando que fue “una gran suerte que el destino fijara Branau del Inn como lugar de mi nacimiento”.40 Y sigue diciendo que todo el pueblo alemán debe unirse en un único Estado, porque sólo entonces, cuando el mismo resultara demasiado pequeño para todos ellos, la necesidad les dará “el derecho moral de adquirir suelo y territorio”.41

La derrota en la guerra de 1914-18 significa, según él “un merecido castigo debido a la retribución eterna”.42 Las naciones que se mezclan con otras razas «pecan contra la voluntad de la eterna Providencia”,43 o, como dice en otra parte, “contra la voluntad del Creador eterno”.44

La misión de Alemania está ordenada por el “Creador del Universo”.45 El Cielo es superior a los hombres, pues felizmente a éstos se los puede engañar, en cambio el “Cielo no puede ser sobornado”.46

Pero el poder que ejercía sobre Hitler una influencia mayor que Dios, la Providencia o el Destino, era la Naturaleza. Mientras la tendencia del desarrollo histórico de los últimos cuatro siglos era la de reemplazar la dominación sobre los hombres por el sometimiento de la naturaleza, Hitler insiste que se puede y se debe mandar a los hombres, pero que no es posible gobernar sobre la naturaleza. Ya he citado su afirmación de que probablemente la historia de la humanidad no se inició con la domesticación de los animales, sino con la dominación sobre los pueblos inferiores. Hitler ridiculiza la idea de que el hombre pueda conquistar la naturaleza y se ríe de aquellos que creen poder llegar a ser sus dominadores, “por cuanto –dice– estas personas no disponen sino de una idea”. Afirma así que el hombre no domina a la naturaleza, sino que, fundándose sobre el conocimiento de unas cuantas leyes y secretos naturales, se ha erigido en la posición de dueño de aquellos otros seres que carecen de tal conocimiento.47 Hallamos aquí una vez más la misma idea; la naturaleza es el gran poder al que tenemos que someternos, y es, en cambio, sobre los seres vivientes que debemos ejercer nuestro dominio.

He tratado de mostrar en los escritos de Hitler la presencia de las dos tendencias que ya he descrito como fundamentales en el carácter autoritario: el anhelo de poder sobre los hombres y el de sumisión a un poder exterior omnipotente. Las ideas de Hitler son más o menos parecidas a la ideología del partido nazi. Las ideas que expresa en su libro son las mismas que manifestó en una infinidad de discursos que le sirvieron para lograr la adhesión de la masa a su partido. Esta ideología resulta de su misma personalidad, que, con sus sentimientos de inferioridad, odio a la vida, ascetismo y envidia hacia quienes disfrutan de la existencia, constituye la fuente de los impulsos sadomasoquistas, y se dirigía a gente que, a causa de su similar estructura de carácter, se sentía atraída y excitada por tales enseñanzas, transformándose así en ardientes partidarios del hombre que expresaba sus mismos sentimientos. Pero no era solamente la ideología nazi lo que satisfacía a la baja clase media; la práctica política realizaba las promesas de la ideología. Se creó así una jerarquía en la que cada cual tenía algún superior a quien someterse y algún inferior sobre quien ejercer poder; el hombre que se hallaba en la cumbre tenía sobre él al Destino, la Historia, la Naturaleza, que representaba el poder superior en cuyo seno debía sumergirse. De este modo la ideología y la práctica nazis satisfacían los deseos procedentes de la estructura del carácter de una parte de la población y proporcionaban dirección y orientación a aquellos que, aun no experimentando ningún goce en el ejercicio del poder o en el sometimiento, se habían resignado a abandonar su fe en la vida, en sus propias decisiones y en todo lo demás.

¿Proporcionan estas consideraciones algún indicio que nos permita formular un pronóstico acerca de la estabilidad del nazismo en el futuro?48 Si bien no me siento especialmente preparado para hacer tales predicciones, creo que vale la pena señalar algunos puntos significativos, y en particular los que pueden derivarse de las premisas psicológicas de que nos hemos ocupado hasta ahora. Dadas las condiciones psicológicas existentes, ¿satisface el nazismo las necesidades emocionales de la población y constituye esta función un factor que pueda permitir su creciente estabilidad?

Por todo lo que se ha afirmado hasta ahora resulta evidente que la respuesta a esta pregunta ha de ser negativa. El hecho de la individuación humana, de la destrucción de todos los vínculos primarios, no puede ser invertido. El proceso de destrucción del mundo medieval ha insumido cuatrocientos años y en nuestra era estamos presenciando su cumplimiento. A menos que todo el sistema industrial y el modo de producción fueran destruidos y reducidos a su nivel de la época preindustrial, el hombre seguirá siendo un individuo que ha emergido completamente del mundo circundante. Hemos visto que el hombre no puede soportar la libertad negativa; que trata de evadirse hacia nuevos lazos destinados a sustituir los vínculos primarios que ha abandonado. Pero estos nuevos lazos no representan una unión real con el mundo. Tiene que pagar la seguridad recién adquirida, despojándose de la integridad de su yo. La dicotomía existente de hecho entre él y las autoridades a quienes se somete no desaparece por eso. Ellas amputan y estropean su vida, aun cuando conscientemente se haya sometido de acuerdo con su propia voluntad. Al mismo tiempo vive en un mundo en el que no se ha desarrollado solamente para ser un átomo, sino que también le proporciona todas las potencialidades necesarias para transformarse en individuo. El sistema industrial moderno posee no sólo la capacidad virtual de producir los medios para una vida económicamente segura para todos, sino también la de crear las bases materiales que permitan la plena expresión de las facultades intelectuales, sensibles y emocionales del hombre, reduciendo al mismo tiempo de manera considerable las horas de trabajo.

La función de una ideología y práctica autoritarias puede compararse a la función de los síntomas neuróticos. Éstos resultan de condiciones psicológicas insoportables y, al mismo tiempo, ofrecen una solución que hace posible la vida. A pesar de ello no constituyen una solución capaz de conducir a la felicidad o a la expansión de la personalidad. Dejan inmutables las condiciones que originaron la solución neurótica. El dinamismo de la naturaleza humana constituye un factor importante que tiende a buscar soluciones más satisfactorias, si existe la posibilidad de alcanzarlas. La soledad e impotencia del individuo, su búsqueda para la realización de las potencialidades que ha desarrollado, el hecho objetivo de la creciente capacidad productiva de la industria moderna, todos estos elementos son factores dinámicos que forman la base de una creciente búsqueda de libertad y felicidad. Refugiarse en la simbiosis puede aliviar durante un tiempo los sufrimientos, pero no los elimina. La historia de la humanidad no sólo es un proceso de individuación creciente, sino también de creciente libertad. El anhelo de libertad no es una fuerza metafísica y no puede ser explicado en virtud del derecho natural; representa, por el contrario, la consecuencia necesaria del proceso de individuación y del crecimiento de la cultura. Los sistemas autoritarios no pueden suprimir las condiciones básicas que originan el anhelo de libertad; ni tampoco pueden destruir la búsqueda de libertad que surge de esas mismas condiciones.

* * *

NOTAS:

1. L. Mumford, Faith for Living, Londres, Secker and Worhury, 1941, pág. 118.

2. Cf. para todo este capítulo, y especialmente para el papel desempeñado por la baja clase media, el interesante artículo de H. D. Lasswell, “The psychology of Hitlerism”, en Polítical Quarterly, IV (1933), pág. 374, y F. L. Schumann, Hitler and the Nazi Dictatorship, Londres, Hale, 1936.

3. La opinión que aquí se presenta se funda en los resultados de un estudio inédito sobre el “Carácter de los obreros y empleados alemanes en 1929-30”, emprendido por A. Hartoch, E. Herzog, H. Schachtel y el autor (con una introducción histórica de F. Neumann), realizado bajo los auspicios del International Institute of Social Research de la Universidad de Columbia. El análisis de las contestaciones de 600 personas a un cuestionario detallado, mostró que la minoría presentaba el carácter autoritario, un número más o menos igual, una tendencia a la libertad, y la gran mayoría exhibía una. mezcla indeterminada de distintos rasgos.

4. Schumann, op. cit., pág. 104.

5. Adolph Hitler, Mein Kampf. Londres, Hurst and Blackett, 1939, pág. 3.

6Op. cit., pág. 469.

7. Op. cit., pág. 56.

8Op. cit., págs. 710 y sigts.

9. Op. cit., págs. 715, 716.

10. Joseph Goebbels, Michael, München, F. Eher, 1936, página 57.

11. Op. cit., pág. 21.

12. J. Goebbels, Vom Kaiserhoj zur Reichskanzlei, München, F. Eher, 1934, pág. 120.

13. Ley, Der Weg zur Ordensburg, Sonderdruck des Reichsorganisationsleiters der N. S. D. A. P. für das Führer-corps der Partei; citado por Konrad Heiden, Ein Mann gegen Europa, Zürich, 1937.

14. Mein Kampf, pág. 618.

15Op. cit., pág. 408.

16Op. cit., págs. 394 y sigts.

17. Op. cit., pág. 994.

18. Op, cit., págs. 598 y sigts.

19Op. cit., pág. 197.

20. Op. cit., pág. 405.

21. Op. cit., pág. 170.

22. Op. cit., pág. 396.

23Op. cit., pág. 761.

24. Op. cit., pág. 295.

25. Op. cit., págs. 488 y sigts.

26Op. cit., pág. 414.

27Op. cit., pág. 966.

28Op. cit., pág. 978.

29Op. cit., pág. 783.

30Op. cit., pág. 28.

31Op. cit., pág. 300.

32Op. cit., págs. 955 y sigts.

33Op. cit., pág. 411.

34. J. Goebbels, Michael, cit., pág. 25.

35. A. Hitler, Mein Kampf, pág. 408.

36. Op. cit., pág. 412.

37. Op. cit., págs. 620 y sigts.

38Op. cit., pág. 610.

39Op. cit., pág. 610.

40Op. cit., pág. 1.

41Op. cit., pág. 1.

42Op. cit., pág. 309.

43Op. cit., pág. 452.

44Op. cit., pág. 392.

45Op. cit., pág. 289.

46Op. cit., pág. 972.

47Op. cit., págs. 393 y sigts.

48. Escrito antes del fin de la guerra y la derrota del nazismo alemán. Las consideraciones que siguen conservan sin embargo su valor con referencia al problema del fascismo en general. [T.]

FUENTE: EL SUDAMERICANO

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