Hay quien dice que a Polonia se le está ofreciendo hoy, junto con mucho armamento, establecer un eje militar-político-económico precisamente con Ucrania, alternativo a la propia Bruselas y más leal a la Casa Blanca
Foto: jpmas.com.ni
Los vientos de guerra se disipan con los frescos aires de la paz. Los primeros, soplan con inquietante fuerza en las últimas semanas entre las élites de Europa. Los segundos, inspiran desde antaño el ánimo de los mejores corazones europeos. Unas declaraciones y dos noticias timbraban recientemente la portada de uno de los diarios que, en España, conservan crédito periodístico por el oficio de sus profesionales: las declaraciones procedían de Donald Tusk, quien presidiera el Partido Popular Europeo, hoy Primer Ministro presuntamente moderado de Polonia, pero miembro del halconato civil empotrado en la cúpula militar de la OTAN; Tusk confesaba “estamos en una época de preguerra, no exagero” y pedía más armas europeas para Ucrania, “no para conseguir autonomía militar frente a Estados Unidos”, no, no, aclaraba, sino “para mostrar mayor fiabilidad como aliados suyos”.
Las dos noticias de la misma portada informaban, la primera, de la incorporación sobrevenida de una base naval española de Menorca a la diagonal trágica que, con Rota, Morón y Cartagena, configura el espinazo de la Alianza Atlántica en pleno Mediterráneo. La segunda información señalaba que la factoría valenciana de Almussafes mantendrá hasta 2027 su carga de trabajo con la fabricación de un nuevo modelo de automóvil Ford, la poderosa multinacional norteamericana. Dos palos bélicos, Tusk y Menorca, y una zanahoria económica, en Valencia, para contentar, de momento, a la clase obrera. Y todo el mismo día. Es la célebre política del two track way, de ida y vuelta, aplicada inmemorialmente por la superpotencia transoceánica.
Es difícil no ver en esta secuencia noticiosa el hilo conductor que las conecta: la pulsión implacable hacia la guerra en Europa que dan ya por segura distintas Cancillerías europeas, meras repicantes o abiertamente sumisas al dictado antieuropeo de Washington (recordemos el fuck Europa de la entonces Subsecretaria de Estado norteamericana, Victoria Nuland). Y, lo más grave aún, es que han interiorizado esa tóxica pulsión guerrera y se atreven a asegurarla sin haber consultado siquiera mínimamente a las mayorías sociales de los Estados europeos, reacios a esta guerra, a las que se amaga con exigir su comparecencia en el frente de batalla, donde la sofisticación del armamento en presencia garantiza una aniquilación o mutilación irremediables.
La falta de autonomía propia y la ausencia de control democrático de la política exterior europea deja autonomía y control en manos de Washington, donde su política interior, con su proyección planetaria, se encuentra manga por hombro, tras la indigesta digestión, no resuelta todavía, de un golpe de Estado inducido en enero de 2021 por el candidato presidencial con más expectativas, hoy, de volver a la Casa Blanca el próximo mes de noviembre, Donald Trump.
Úrsula von der Leyen, aspirante a seguir presidiendo la Unión Europea en las elecciones del 6 al 9 de junio de este año, quedó muy contenta con la elección el pasado octubre, en la siempre díscola Polonia, de Donald Tusk como Primer Ministro, desplazando parcialmente a la extrema derecha del Gobierno en Varsovia, encarnada por su predecesor, el ultra Kaczynski. Pero una cosa es el Gobierno varsoviano y otra bien distinta, el Estado polaco, donde sus fuerzas profundas, teñidas por la xenofobia contra la inmigración, muestran una atávica manía persecutoria, dada la agresividad de sus vecinos históricos, respecto a Rusia, Alemania, Suecia y hasta no hace mucho, la propia Ucrania, hacia la que hoy vuelca todo su apoyo.
Hay quien dice que a Polonia se le está ofreciendo hoy, junto con mucho, pero que mucho, armamento, establecer un eje militar-político-económico precisamente con Ucrania, alternativo a la propia Bruselas y más leal a la Casa Blanca, que haga sombra al tradicional eje París-Berlín, hegemónico, hasta ahora, en Europa occidental y con ciertas veleidades autonómicas, cada vez más exiguas, respecto a Washington. Tal vez ello explique la loca carrera de Emmanuel Macron por llevar soldados franceses a luchar a Ucrania o la insana querencia de Olaf Scholz, Canciller germano, por dotarse de la bomba nuclear.
A nadie parece preocuparle en Estados Unidos ni en el Reino Unido, especial metomentodo en los asuntos intra-europeos pese a su Brexit, el proceso de extrema ultraderechización, desdemocratización y militarización que sufre el Este de Europa a medida que la OTAN, en teoría defensora de la democracia, refuerza su presión y su presencia sobre la zona. A nadie se le oculta que el amago de la Alianza Atlántica de instalarse también en Ucrania, además de verse ya militarmente instalada en Letonia, Lituania, Estonia, Polonia, República Checa, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Turquía, Suecia y Finlandia, todas fronterizas con Rusia, salvo Bulgaria, fue el detonante de la invasión rusa de la zona oriental y rusófona del vecino país eslavo.
Al fondo, como causante de los males del cada vez más evanescente Occidente, surge la figura de Vladimir Putin, malo de todas las películas, al que la propaganda made in asocia con Ivan el Terrible, Rasputín, Stalin y el más pérfido Sacamantecas. Dicen de él que quiere comerse Europa de un bocado. Que, incluso, coquetea con el nacionalismo catalán, porque él mismo, ruso de toda la vida, parece que desconoce que la Federación Rusa cuenta con un centenar de nacionalidades que, si percibieran avances independentistas en Cataluña, seguirán el modelo para independizarse de la férula rusa. Pero es igual; el mantra sigue machaconamente presente en los medios desinformativos de Europa y Estados Unidos, incluso con impacto en el tortuoso mundo judicial. Una atmósfera de rusofobia 2.0 recorre las altas estancias donde las élites europeas vuelven a jugar con la diplomacia secreta, el belicismo y el nacionalismo exacerbado que tanto sufrimiento causaron a Europa desde la guerra franco-prusiana de 1870 hasta la Primera y la Segunda Guerras Mundiales.
No faltarán, de aquí a pocas semanas, apologetas que ahora preparan ya sus micrófonos, cámaras y ordenadores para comenzar a exaltar, una vez recibida la consigna, “el torrencial sentimiento de fraternidad de las masas de jóvenes patriotas” (postrados en el desempleo por el capitalismo de casino), a los que incitarán a apuntarse a la guerra en ciernes, “a cosechar honores y medallas”, omitiéndoles premeditadamente cuál suele ser el destino de los soldados mutilados de guerra, si es que sobreviven, mendigando como pordioseros por las ingratas calles de sus ciudades.
Si una brizna de realismo quedara en quienes deciden los destinos de Europa —algo parece quedar por aquí cuando Pedro Sánchez pedía a Donald Tusk omitir la palabra guerra para no acercarse más a ella y alarmar a la opinión pública europea o cuando Josep Borrell, halcón respecto a Ucrania pero denunciante de los crímenes de Netanyahu, el genocida cada vez más molesto hijo putativo de Europa— desde Bruselas cabría hacer un poco de pedagogía y explicar cómo, quién y cuándo comenzó todo en la guerra en Ucrania. Habría que explicar que Washington, a partir de 1991, desperdició intencionadamente la posibilidad de llegar a un mundo en paz tras la implosión de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría; y que, en vez de inaugurar una nueva y verdadera etapa de colaboración interestatal pacífica, respetuosa con la multilateralidad, la autodeterminación de los pueblos —en clave wilsoniana atemperada— y con los derechos humanos, optó por reeditar un hegemonismo que se propone mantener a sangre y fuego con sus 180 bases militares e innúmeras instalaciones desplegadas por todo el mundo; y ello, señaladamente con miras a controlar la periferia u hostigar a Rusia y a China, actitud que despierta en sendos países percepciones de amenazas no disipadas y rearmes cada vez más inquietantes.
Poner la moviola a cero y evitar la conflagración general en Europa es aún posible. La diplomacia es un arma mucho más humana y tan veterana como la guerra, a la cual es capaz de yugular con la fuerza que la razón, la palabra y la empatía otorgan. Halcones de Europa, halcones de América, halcones de Rusia, que también los hay, miren hacia atrás: vean la estela de desolación y muerte que esos vientos de guerra, que Ustedes hoy aventan tan irresponsablemente, causaron sobre los cuerpos y las mentes de tantos millones de ciudadanos del mundo, especialmente los europeos en los últimos 150 años y en tres siglos atrás.
A los poderosos, tiranos o no, se les desarma con la democracia, las libertades y la inteligencia. Las amenazas solo les embravecen y lejos de asustarles, les encabritan y es entonces cuando atacan. Propongan a Vladimir Putin que se retire de Ucrania, pero denle garantías, por escrito, no tan ingenuamente como admitió solo de palabra Mijail Gorbachov, de que Ucrania no instalará misiles con cabezas nucleares a lo largo de su frontera de 2.295 kilómetros de longitud con Rusia, tal como soñaba desplegar aquella perturbada Subsecretaria de Estado y exembajadora norteamericana en Kiev, Victoria Nuland, hoy felizmente apartada del cargo.
Solo así, la Federación Rusa, cuyos líderes aplican el realismo político y saben que comerse Europa es una estúpida quimera, retirará sus tropas de Ucrania y no tendrá otro remedio que convivir con su vecino sureño. China proseguirá entonces sin miedo sus avances comerciales y Europa convivirá con sus vecinos euroasiáticos, con los que nadie debe, ni puede, obligarnos a entrar en una guerra especialmente indeseada y verdaderamente letal. Los europeos, como todo ciudadano del mundo, tenemos derecho a esquivar los vendavales y respirar la brisa fresca de la paz.
Fuente: elobrero.es