Por Fulgencio Severino

Poder empresarial
Santo Domingo.- Recientemente, el presidente del CONEP, durante la celebración del 64 aniversario de esa entidad, destacó que los grandes desafíos de la República Dominicana son: mejorar la calidad educativa, aumentar la eficiencia del gasto público, reducir la informalidad, combatir la competencia desleal, eficientizar la gestión municipal y avanzar en el ordenamiento territorial.
Estamos de acuerdo en que esos son desafíos importantes, pero también lo son las injusticias sociales y judiciales, las profundas desigualdades económicas, la inequidad fiscal, el creciente endeudamiento público y la baja calidad del gasto estatal.
Además, existen desafíos éticos que impulsan los anteriores: la codicia, la sobreexplotación laboral, los bajos salarios, la evasión fiscal tanto legal como ilegal y la compra de voluntades políticas mediante el financiamiento de campañas electorales a congresistas, alcaldes y candidatos presidenciales.
El gobierno actual está dirigido por representantes de los grandes intereses económicos. Desde el presidente y la vicepresidenta hasta ministros y funcionarios de sectores estratégicos como el eléctrico, todos provienen o responden al poder corporativo. Hoy en día, la política ha dejado de gobernar: son los intereses privados quienes imponen su agenda. Estas élites económicas son responsables directas de muchos de los males que afectan al pueblo dominicano.
Impulsan un modelo de endeudamiento y déficit que ellos mismos no pagan; sostienen un sistema eléctrico ineficiente, con tarifas impagables para muchas familias y sin solución a los problemas de distribución; y promueven la explotación irracional de recursos naturales a través de la minería y el turismo sin una adecuada regulación ambiental.
En educación, a pesar de manejar un presupuesto elevado, desvían recursos hacia iniciativas lucrativas para sus aliados y han abandonado la mejora estructural y pedagógica del sistema. Aunque proclaman la importancia de la educación, mantienen a la población en condiciones de bajo nivel crítico, pues una ciudadanía desinformada les resulta funcional.
Su control sobre las políticas públicas explica también la limitada cobertura en salud y el nulo financiamiento de medicamentos para los asegurados. A pesar de los riesgos de un sistema de pensiones precario, sostienen un modelo que solo les favorece.
En cuanto a los ingresos, según el Banco Central, el 38% de los trabajadores formales perciben salarios inferiores a 13,500 pesos mensuales, condenando a millones a vivir en privación, enfermedad y muerte prematura. La estructura impositiva, diseñada para beneficiar a los más poderosos, genera déficits superiores al 3%, alimentando la deuda pública. Muchas corporaciones gozan de exenciones fiscales permanentes o evaden sus responsabilidades tributarias mediante el fraude o la manipulación contable.
La informalidad, en gran medida, es promovida por las propias empresas. Actividades clave como la agroindustria, el turismo, la construcción y ciertos servicios funcionan en la ilegalidad laboral para evitar pagar prestaciones y seguridad social. Esa estrategia ha marginado a los trabajadores dominicanos y abierto espacio a una fuerza laboral migrante, muchas veces indocumentada. El ahorro en costos laborales gracias a la evasión de obligaciones ronda el 30%, una cifra escandalosa.
A esto se suma la falta de impulso a la industria nacional, lo que reduce las posibilidades de empleos dignos y bien remunerados.
Finalmente, no puede obviarse el rol de las grandes corporaciones en la corrupción institucional. La mayoría de los escándalos de corrupción involucran empresarios que, a cambio de contratos o privilegios, financian campañas o compran directamente decisiones públicas.
Lamentablemente, en nuestro país, quien paga y quien cobra es el mismo. El viejo modelo de autoritarismo económico sigue vigente. La política no gobierna: lo hacen las grandes fortunas. Y esa es, quizás, nuestra mayor desgracia.