El feminismo que viene

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De la suprema Mª Teresa Campos dicen que dijo que lleva diciendo, desde hace mucho en su telebasura, que el 8 de Marzo no debería conmemorarse como Día de la Mujer Trabajadora, sino como Día de la Mujer sin más. Viniendo de la reina del cotilleo, que se autopromociona como ejemplo de mujer progre y emancipada, no debe extrañar, pues se trata de una señorona que tiene a su alrededor todo un equipo de verdaderos trabajadores y trabajadoras que curran para que ella luzca su palmito de talla supergrande y pueda codearse con la beautiful people de Marbella, malayos incluidos. Que al explotador le interese presentar las cosas ocultando su verdadera naturaleza y se permita, de vez en cuando, un gesto de paternal-patriarcal condescendencia respecto a sus sirvientes, rebajándose hasta su nivel para simular un mundo de igualdad sin diferencias de clase, entra dentro de lo normal y previsible. Por esta razón, al explotador le importa ofrecer una imagen de la realidad sin adjetivaciones que ensucien la apariencia de fraternidad universal. Lo que sí es más extraño, sin embargo, es que también las herederas de la tradición del 8 de Marzo terminen cayendo en el mismo discurso generalista y sexista, a la vez que van desprendiéndose de sus contenidos clasistas originarios.

Feminismo y legalidad burguesa

Kant demostró que nada puede ser pensado sin determinación, que no existe el sujeto como sustrato en sí mismo, que la substancia puede existir como idea, como categoría intelectual, pero no como realidad. Marx decía lo mismo cuando afirmaba que lo real concreto no es sino la síntesis de múltiples determinaciones, que no existe la categoría general —añadía Engels— más que como abstracción de esas determinaciones. No existe, pues, la mujer en general, como no existe la democracia en general, etc. Este tipo de discursos substancialistas terminan aceptando una lógica idealista que no sólo admite la preexistencia de platónicas ideas-matriz sobre nuestras cabezas que supuestamente construyen el mundo desde su materialización, sino que también se permiten, sin el menor recato, meter en el mismo saco a las obreras del textil de Nueva York quemadas vivas aquel 8 de marzo de 1857 y a las hermanas Koplowitz. ¡Qué más da si todas son sufrientes mujeres! Sin embargo, aquí lo importante es precisamente la determinación social, el adjetivo, pues en política es tan importante señalar a qué mujeres nos referimos como de qué clase (es decir, para qué clase) de democracia hablamos. Igual que existen la democracia burguesa y la democracia proletaria, hay mujeres burguesas y mujeres proletarias. Pero, dadas las circunstancias —es preciso reconocerlo— resulta muy complicado mantener la sustantividad de un discurso que debe sostenerse desde lo adjetivo. Por esta razón, no debe extrañarnos la tendencia a enfatizar cada vez más en la parte substancial (género) sobre la adjetiva (clase) en todo discurso dirigido a la mujer trabajadora, y, con ello, a independizarse cada vez más el epos feminista de la problemática social general de la clase obrera. De hecho, el feminismo, en tanto que programa político, no es otra cosa que la maduración de este proceso de particularización y secesión del movimiento social —acelerado en nuestros días por el papel creciente del sufragio universal en la articulación de las relaciones de poder—, un capítulo más en esa continua cristalización política de intereses corporativos en el seno de la clase obrera y de la constante desvirtuación de su esencia universal como clase. De este modo, las mujeres socialistas de finales del siglo XIX y principios del XX, a la vez que iban alejándose del programa común de la revolución proletaria, terminaron convergiendo ideológicamente con las feministas de la época, las sufragistas, y de esta fusión surgió el feminismo moderno. Pero no realizaron ninguna operación inusitada o insólita: todo el movimiento obrero fue especializándose en frentes de resistencia que terminaron diluyendo el denominador común —el carácter social de clase— y subrayando lo que entonces pasaba a ser  propio en cada uno de ellos. Las cooperativas, las asociaciones de vecinos, los partidos obreros nacionales, los sindicatos de rama, etc. profundizaron un proceso de atomización política del proletariado donde su interés general como trabajador iba subordinándose sucesivamente a sus intereses particulares como consumidor, como ciudadano, como nacional, como empleado…, proceso al que se unió también la circunstancia de género.

Con toda probabilidad, la actual descomposición será una etapa necesaria por la que debamos transitar de cara a la maduración del proletariado como clase revolucionaria. El movimiento obrero nació con vocación universal. La Internacional dio carta de naturaleza a este espíritu cosmopolita. Pero el oportunismo, el reformismo y el revisionismo que terminaron dominándole —y que reflejaban tanto el origen espontaneísta de su nacimiento como el interés del capital por dividir a su enemigo— fueron minando aquella voluntad para disgregarla entre particularismos de todo tipo. Desde luego, este escenario terminará favoreciendo la aparición de las condiciones que permitirán a la vanguardia comprender, por fin, que no es posible el retorno hacia una construcción universal del movimiento obrero más que como movimiento revolucionario, como Partido Comunista, y que este proyecto nada tiene que ver con la simple unión de esos distintos frentes reivindicativos. Más aún, ésta es, en realidad, la vía contrarrevolucionaria de construcción del movimiento obrero. Los múltiples e incluso contradictorios intereses que han ido cristalizando desde esos frentes, cada vez más ajenos entre sí, han terminado compenetrándose con los de la clase dominante para consolidar grupos de presión interesados en sostener el sistema de dominación capitalista. El sindicato obrero moderno no sólo es la primera y más antigua expresión de esta simbiosis, sino también el modelo a imitar por los que han ido siguiendo su estela.

En realidad, desde el punto de vista jurídico-institucional, no es la evolución material del sindicato como asociación obrera la que explica esa posición de alianza con el capital, sino más bien las condiciones económicas y políticas que lo han investido como agente social sujeto de derecho. Es el hecho de este reconocimiento jurídico como interlocutor social, como sujeto colectivo y como parte contratante lo que sitúa al sindicato en esa posición de dominio social y político que hoy disfruta. No es, por tanto, el sindicato en tanto que tal, sino el sindicato como parte del Convenio Colectivo. Éste, el convenio colectivo, fue, en su momento, una aberración y al mismo tiempo una revolución institucional. Una aberración porque trastocaba las reglas del juego del liberalismo doctrinario decimonónico, basado en el reconocimiento del individuo como único sujeto de derecho. La introducción de iure de un sujeto colectivo ponía patas arriba todo el edificio del Estado liberal. En esto consistía la revolución: la introducción del iusnaturalismo y el sufragio universal, la ampliación de los derechos por medio de la agregación de la carta social al listado de los derechos civiles y, en definitiva, la constitución del llamado Estado social y democrático de Derecho —Estado del bienestar, para los economistas burgueses—, en el que los trabajadores aparecen reconocidos como clase y reciben un rol funcional como tal clase, no fueron sino el resultado en la sociedad capitalista de la lucha de clases del proletariado, en general, y del triunfo de las primeras revoluciones socialistas, en particular. Pero todo se resumía, a fin de cuentas, en el reconocimiento formal por parte del capital de un representante colectivo de la otra clase como sujeto con capacidad contractual. Y es desde este hecho, en esta esfera de la superestructura de la sociedad, desde donde —en convergencia y, al mismo tiempo, como reflejo de transformaciones en las relaciones entre las clases y en el propio seno del proletariado que estaban teniendo lugar con el surgimiento del capitalismo monopolista— se realizará la conversión de un suceso que fue revolucionario (en el sentido de que significó progreso para las masas en tanto que subproducto reformista dentro de un contexto más amplio de ofensiva revolucionaria del proletariado internacional) en su contrario, en un hecho con efectos contrarrevolucionarios. El sindicato moderno dejó de evolucionar a la par que el desarrollo revolucionario del proletariado y tendió a adaptarse a las condiciones de dominación política del capital hasta convertirse en un magnífico ejemplo de enquistamiento político y conservadurismo social. La capacidad otorgada a este agente social, en virtud del principio de representación, de decidir sobre los destinos de todo un colectivo, independientemente de que los individuos que lo componen hayan decidido voluntariamente asociarse o no con él, consigue el curioso efecto contrario de anular los escasos beneficios que aún podría reportar el ejercicio de los derechos individuales de la democracia burguesa, al mismo tiempo que volatiliza el potencial político de la unión asociativa de la masa trabajadora. El sindicato moderno decide por el trabajador individual al mismo tiempo que no educa su conciencia social, colectiva y solidaria, sino su conciencia individualista.

Es esta estrategia de integración en el sistema sobre la base del reconocimiento —de iure o de facto— del colectivo como sujeto social, de la cristalización en su seno de determinados intereses corporativos que vinculen su supervivencia a su reconocimiento legal como grupo de interés —o sea, como lobby, como grupo de presión—, y de su asimilación por el aparato de dominación ideológica a través de la subversión en clave reaccionaria y conservadora de unos principios o de un programa de origen pretendidamente progresista, la que ha servido y está sirviendo de modelo a otros movimientos sociales, verbi gratia, el feminismo, pujante hoy gracias al apoyo que recibe desde el poder. Desde los 60, el movimiento feminista ha ido evolucionando en la dirección de su adaptación al statu quo y en la de su incorporación al terreno de juego de las relaciones de poder del Estado. Para ello, al mismo tiempo que se deshacía de todo resabio y de todo recuerdo del marxismo, ha ido elaborando un discurso basado en el reconocimiento de la mujer —del género femenino— como sujeto social, sin la menor sensibilidad sobre las consecuencias políticas y jurídicas de tal reivindicación, que tiran directamente contra algunos de los pilares fundamentales de la democracia burguesa, precisamente en la parte que más puede beneficiar a los sectores menos privilegiados y más desprotegidos de la sociedad. En este sentido, es ilustrativo que el discurso feminista haya ido basculando desde la reivindicación de la igualdad en el disfrute del derecho a la de la igualdad en el disfrute del poder. Consecuencia lógica, por otra parte, cuando se está hablando de la “igualdad como diferenciación”, es decir, cuando se enfatiza y resalta la diferencia ante la ley como resultado del ejercicio del Derecho; justo al contrario que la doctrina liberal —que cabalmente adoptó el Estado de Derecho—, para la cual, la ley garantizaba la igualdad jurídica entre los originariamente diferentes (debido a las distintas condiciones, económicas y de todo tipo, de partida entre los individuos). La lógica jurídica feminista niega toda posible construcción conceptual y legal de un sujeto de derecho universal, destruye el pedestal sobre el que la burguesía erigió al ciudadano. Por el contrario, la ley se fundamenta en lo particular, en la especificidad del cuerpo social tomado en sus distintas partes. La sociedad civil ya no puede ser contemplada como suma de individuos iguales en derechos, sino como agregado de intereses corporativos; y la sociedad política debe reflejar esos intereses dispares en su Constitución. No es de extrañar, pues, que algunas ideólogas del feminismo hablen de la necesidad de un “nuevo pacto social” o de “refundar el Estado”.

El principio corporativo va conquistando espacios dentro del entramado ideológico de legitimación del Estado capitalista. Lo paradójico —aparentemente— es que para el doctrinario burgués el corporativismo es lo contrario del liberalismo y de la democracia, es el padre del totalitarismo. En plata, el corporativismo es el elemento generatriz de la constitución política del Estado fascista, como la historia ha mostrado en sucesivas ocasiones. La consigna que resume el aporte feminista a este proceso de corporativización del poder político se denomina democracia paritaria, y su perniciosa secuela, discriminación positiva. Curiosamente, este año, la celebración institucional del 8 de Marzo ha estado dirigida a celebrar el 75 aniversario de la introducción del voto femenino, con el lema: Del derecho al voto a la democracia paritaria. Irónicamente, en esta proclama se encuentra recogida toda la evolución del feminismo (y, general, de todo el reformismo): de la democracia a la reacción.

La traducción normativa de la revisión bajo cuerda de los presupuestos del constitucionalismo político —que en este país ha sido iniciada por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero— acarrea consecuencias varias, todas ellas con efectos nefastos para las bases del sistema legal vigente. En primer lugar, algo tan evidente como la liquidación del principio de no discriminación por razón de sexo, uno de los pilares jurídicos —junto a la inocuidad legal de la raza y las creencias del individuo— del Estado de Derecho. Todas las reformas legales del gobierno PSOE que, según dicen, persiguen atajar la discriminación de la mujer, parten de la demolición de ese precepto, sancionado por la Constitución de 1978. Suponen, por lo tanto, un retroceso, no sólo desde el punto de vista de la Carta Magna española, ya de por sí bastante cortita en eso de expedir libertades, y también desde el de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (lo cual no quita para que sus altos funcionarios, instalados tanto en la incongruencia como en la corrupción, coqueteen servilmente, ya por motivos electorales ya por mezquinos intereses de promoción burocrática, con el discurso cuya aceptación incondicional se ha convertido en marca de fábrica de lo establecido como políticamente correcto, además de índice de lo que ha logrado progresar el lobby feminista en las sociedades opulentas que hoy deciden los destinos de la humanidad), sino sobre todo con respecto a lo que supuso de progreso la revolución burguesa en general.

La promulgación de legislación del tipo del anteproyecto de Ley Orgánica de Igualdad entre Hombres y Mujeres, aprobado por el gobierno a principios de marzo, que inaugura y sanciona la política de cuotas en función del sexo, no sólo profundiza el socavamiento de las bases del Derecho burgués, fundado sobre la igualdad formal, sino que introduce un nuevo principio que termina de subvertir los fundamentos jurídicos de la legalidad burguesa. La política de cuotas trae implícito el principio de escasez en el disfrute del Derecho, introduce la idea de la necesidad del reparto en el uso de los bienes jurídicos que, entonces, son considerados como escasos o limitados. Para la doctrina, el límite del Derecho procedía sólo de su regulación normativa, de la tutela del poder público en su aplicación, pero sin limitación alguna como marco abierto proclive al desenvolvimiento pleno de la proyección del individuo en la vida civil. Ahora, en cambio, el propio Derecho está limitado de partida por un criterio que no sólo es externo, sino que contraviene la naturaleza misma de ese Derecho. Así, por ejemplo, según el mencionado antrepoyecto, cualquier persona, hombre o mujer, candidata a integrar una lista electoral no posee el derecho al 100% de posibilidades, contrastables después en función de los méritos personales, etc., sino sólo el 60% de posibilidades de partida en razón del sexo. Igual que los sindicatos ocultan la incapacidad manifiesta del capital para crear los puestos de trabajo necesarios para terminar con el paro detrás de falacias como la de que el trabajo es un bien escaso que hay que repartir, las feministas ocultan la incapacidad del régimen burgués para ofrecer más democracia y más libertad al pueblo con la política de cuotas y la doctrina del reparto del Derecho y de la cola de la compra para su usufructo. El reformismo feminista persigue la igualdad real desde la desigualdad formal. Esta última aberración del Derecho positivo, al contrario que la que en un principio introdujo el movimiento obrero, lejos de ser revolucionaria es reaccionaria, y supone un retroceso que liquida las garantías jurídicas del viejo liberalismo a la vez que, en lo material, no asegura más que la promoción de una determinada casta privilegiada de señoronas dispuestas a vivir del cuento del victimismo de género y a repartirse su correspondiente parte alícuota del pastel. El reformismo feminista es la demostración palpable de la situación límite en la que se encuentra el sistema de dominación burgués para encontrar una alternativa distinta de la revolución que no sea el reaccionario corporativismo protofascista ante la incorporación de cada vez más sectores de las masas a la vida pública y a la política. El feminismo expresa en la actualidad, de la manera más patente, la bancarrota general de todo el reformismo y de su papel como dique de la revolución, al mismo tiempo que pone en evidencia el verdadero papel de la izquierda institucional, de la socialdemocracia y el eurocomunismo. El feminismo aplicado es la prueba de cargo contra el fiasco de la vía reformista, contra los embaucadores que pretenden reformar la democracia burguesa, democratizar la democracia, contra los publicanos de la política que se han hecho republicanos porque han renunciado a implantar la verdadera democracia de la mayoría, la dictadura del proletariado, único modo de que las masas puedan disfrutar sin límites del Derecho, de la libertad y de la igualdad. 

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