Dachau: el inicio de la barbarie que el «New York Times» no quiso ver

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80 aniversario del fin de la II Guerra Mundial y la derrota del nazi-fascismo

Dachau: el inicio de la barbarie que el «New York Times» no quiso ver

Heinrich Himmler, cabeza de las SS, inspecciona el campo de concentración de Dachau en mayo de 1936 | Foto: Bundesarchiv Bild 152-11-12, Dachau, Konzentrationslager, Besuch Himmlers / Wikimedia commons

El 12 de abril de 1933 morían por disparos los primeros presos del recientemente creado campo de concentración de Dachau. Como era todavía de rigor, el fiscal de Múnich, Josef Hartinger, se personó al día siguiente en Dachau acompañado del forense Moritz Flamm para investigar esas muertes violentas. Coincidiendo con ello, el flamante nuevo jefe de la policía de Múnich, Heinrich Himmler, ofrecía una rueda de prensa en la que explicaba que los guardias de las SS, que el día antes se habían hecho cargo de la seguridad de Dachau, habían disparado contra cuatro comunistas que habían tratado de huir del campo de concentración, matando a tres de ellos e hiriendo gravemente a un cuarto que había sido hospitalizado. Esta fue la información que publicaron los medios bávaros. Esa misma tarde, en su edición vespertina el Fürther Anzeiger titulaba: “TRES COMUNISTAS MUERTOS A TIROS CUANDO INTENTABAN ESCAPAR DEL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE DACHAU”. (*)

Hartinger y su forense descubrieron que los tres cadáveres habían sido disparados en la nuca a escasos centímetros y que el cuarto se había librado de ser rematado gracias a que lo impidió uno de los funcionarios de prisiones que se encontraba ayudando a los SS. Milagrosamente, el cuarto hombre (Erwin Kahn) había salvado la vida gracias a la intervención hospitalaria y había tenido tiempo de contar al médico y a su mujer lo que realmente había ocurrido. Varios SS habían seleccionado a cuatro presos judíos y se los habían llevado a limpiar maleza fuera del campo. Una vez allí, les dispararon en la nuca a quemarropa. Tres días después de estar ingresado, moría por un supuesto empeoramiento, aunque la sospecha es que fue estrangulado. La mujer le contó al fiscal lo que le había dicho su marido, que concordaba con los datos del forense y los testimonios de los presos que había interrogado.

El fiscal Hartinger redactó el correspondiente escrito de acusación y se lo llevó al jefe de la fiscalía, Karl Wintersberger, para que le diese curso, pero este se negó a hacerlo, alegando que no estaba dispuesto a creer tal cosa. Wintersberger había dirigido en 1924 la acusación contra los colaboradores de Hitler en el intento de golpe de Estado de la cervecería de Múnich y había conseguido su condena, aunque el tribunal dejó en suspenso la sentencia. Nueve años después, aquellos acusados ocupaban los principales resortes del poder, por lo que es hasta cierto punto comprensible que no quisiera ver. No fue el único que no pudo o no quiso ver lo que estaba ocurriendo. Al New York Times le ocurrió lo mismo.

En contra de lo que mucha gente piensa, los campos de concentración no fueron ningún secreto. En sus inicios, se informaba sobre ellos con asiduidad, incluidas informaciones con fotos de los prisioneros realizando trabajos forzosos. El Dachauer Zeitung publicó un reportaje antológico sobre las virtudes del nuevo campo de concentración de Dachau que no solo metía en cintura a los comunistas sino que había revitalizado la venta de pan y carne de las tiendas de la ciudad.

Fuera de Alemania, los exiliados empezaron a difundir informaciones sobre los crímenes nazis. Con el fin de refutarlas, especialmente las que hacían referencia a la persecución de los judíos, que tanto Hitler como Himmler negaban, Goebbels invitó a varios periodistas extranjeros a visitar varios campos de concentración. Al corresponsal del New York Times en Berlín le ofrecieron la exclusiva de visitar Dachau. Allí fue servilmente acompañado por el responsable del campo, el comandante de las SS Hilmar Wäckerle al que preguntó por los muertos. Wäckerle le respondió que eran comunistas que habían intentado escaparse y eso fue lo que publicó el New York Times de forma destacada diez días después de los hechos: “LOS NAZIS DISPARAN Y MATAN A PRISIONEROS QUE HUÍAN”. El subtítulo no tenía desperdicio: “Tres rojos muertos cuando intentaban escapar del campo de concentración de Dachau.”

El periodista de New York Times (NYT) [1], que presentaba su visita a Dachau como una exclusiva, no tuvo a bien preguntar al fiscal, ni al resto de los presos, de los que escribió que “muchos daban la impresión de que la sociedad agradecería su reclusión, pero algunos deben de haber sido víctimas de la oleada de denuncias por resentimientos privados que siguió a la revolución nazi”. No hubo ninguna oleada de denuncias. Hubo una oleada de detenciones de las SA contra todos los que consideraba comunista o afines. En resumen, el periodista del NYT, tal vez agradecido a la exclusiva que le habían dado, se limitó a hacer de portavoz del comandante Wäckerle sin indagar en lo sucedido, ni molestarse en hablar con la viuda del Ernst Kahn o con los médicos del hospital. De hecho, no se enteró de que los muertos eran cuatro y no tres, y que todos eran judíos.

Al igual que sus gobiernos, la actitud general de la prensa internacional hacia el gobierno de Hitler fue de “comprensión”. El corresponsal del Chicago Tribune, Edgar Mowerer, fue una digna excepción: invitado junto con otros periodistas a visitar la prisión de Sonnenberg, próxima a Berlín, donde pudieron hablar con los detenidos en prisión preventiva. Días antes de la visita, Mowerer había publicado que había visto la espalda de un preso “convertida en pulpa”.

El comandante de la prisión le dijo a Mowerer: “Sabe, hubo un momento en el que estábamos indignados con usted. Incluso pensamos en mandar a un destacamento de chicos de las SA a ver si lograban algo de razonabilidad a golpes. ¿Qué le hubiera parecido eso?”. Mowerer le respondió: Si hubiera quedado algo de mí supongo que habría ido dando tumbos a buscar una máquina de escribir para dejar constancia de lo que opinaba”. El comandante le preguntó cuál habría sido esa opinión y Mowerer le contestó que lo habría considerado una “típica victoria nazi”.

—“¿Qué significa eso?”, preguntó el comandante.

—“Quince hombre armados contra uno desarmado”, respondió Mowerer.

Tras la visita y el artículo del New York Times, la normalidad y sus crímenes volvieron a Dachau de la mano de ese comandante “tranquilo, rubio y de ojos azules”. El 27 de abril era asesinado (suicidio en el informe) un policía que había estado infiltrado en las SA y que había quedado al descubierto al ocupar Himmler el mando de la policía bávara. El 7 de mayo era asesinado (suicidio según las SS) el expresidente del KPD (Partido Comunista) en el parlamento de Baviera, Fritz Dressel. Dos días después asesinan (intento de fuga) al dirigente del KPD Josef Götz mientras intenta huir. El 12, matan a golpes (supuesto incendio) al abogado de origen judío Wilhelm Aron; cuatro días después asesinan (suicidio) al comerciante de origen judío Louis Schloss;  el 18 de mayo matan (intento de fuga) al dirigente comunista Leonhard Hausmann, miembro del Consejo Municipal de Augsburgo; el 24 de mayo matan (intento de fuga) a Alfred Strauss, un abogado que había tenido enfrentamientos con el líder nazi Hans Frank; el 25 de mayo moría de un disparo en la cabeza (defensa propia) el militante comunista judío Karl Lehrburger, y el 26 era asesinado (supuesto suicidio) el comerciante e infiltrado de la policía Sebastian Nefzger. Una nueva acusación del fiscal Hartinger por estos asesinatos llevó a Himmler a sustituir al comandante Warkele por otro que sería tristemente famoso: Theodor Eicke, el creador de las SS de la calavera: las Totenkopf SS. Los autos de acusación por asesinato y las órdenes de arresto del fiscal Hartinger contra Hilmar Wärckele y varios subordinados acabaron enterrados en el cajón del ministro del Interior de Baviera, Adolf Wagner. Formarían parte del escrito de acusación de la fiscalía en los juicios de Nuremberg.

La operación propagandística de Goebbels incluyó una entrevista con la revista estadounidense más popular del momento. El 18 de mayo Collier´s Weekly publicaba una entrevista con Hitler realizada por Thomas Russell Ybarra quien describió a un Hitler comedido y cortés, un hombre de Estado que circunscribió el conflicto con los judíos a un problema de inmigración de “los judíos del este de Europa”: “Cualquier brote de violencia que pudiera haber habido es cosa del pasado. En Alemania reina una calma perfecta. No se han destruido ni una calle ni una casa. ¿De qué terror hablan?”

Para cargarse de razón, Hitler se aferró a la acusación que circulaba contra los nazis sobre el incendio del Reichstag: “Se ha acusado a miembros de mi partido de haber incendiado el Reichstag, ¿De verdad creen los norteamericanos que, suponiendo que quisiera necesito hacer algo así para luchar contra los comunistas?”. La amenaza comunista ocupó el resto de la entrevista. El anticomunismo ambiental en Estados Unidos era de tal calibre que seguían sin relaciones diplomáticas con la Unión Soviética desde la Revolución de Octubre: “Ustedes tienen… déjeme ver, ¿Cuántos desempleados tienen? ¿Ocho millones? ¿Diez millones? Ahora imagínese que todos esos millones de norteamericanos parados son comunistas que reciben órdenes. En Alemania hay seis millones de comunistas, el 10 por ciento de nuestra población”.

Tan grata fue a los nazis la visita del New York Times a Dachau que dos meses y varias decenas de asesinados después le volvió a invitar. El 26 de julio el New York Times publicaba otro artículo sobre el campo de concentración en el que hablaba de Dachau como de un “campo educativo”. El nuevo comandante se presentaba como el administrador de un campo de reposo en el que había impuesto disciplina a guardias y detenidos. Eicke encargó a su segundo, el teniente de las SS Hans Lippert, que acompañase al periodista en su excursión. Le enseño las ametralladoras montadas en las torres de vigilancia, el muro, las alambradas y los barracones. “Allí había todo tipo de personas: trabajadores fornidos e intelectuales con gafas y rostros que uno normalmente esperaría encontrar en los bajos fondos de la ciudad”. El reportero observó que todos parecían “amargados, tristes, taciturnos y deprimidos o simplemente apáticos”. Las quejas de los presos eran las mismas de meses atrás. Muchos no sabían por qué estaban allí ni por cuánto tiempo. Aunque oyó hablar de celdas de castigo, el periodista no las vio. Sí vio a hombres limpiando maleza, a otros que “jugaban al ajedrez, unos pocos leían, la mayoría simplemente no hacían nada”.

Nuevamente, el periodista vio lo que querían que viese, tal vez porque no tenía mayor interés en ver lo que no interesaba ni a los nazis ni a sus jefes. Pasada la tormenta, a mediados de agosto fue asesinado Franz Stenzer, iniciando una nueva lista de ejecutados.

(*) La mayor parte de la información de este artículo ha sido sacada del libro Las primeras víctimas de Hitler, de Timothy W. Ryback. Se trata de un libro de fácil lectura a pesar de la inmensa información que en sus 300 páginas nos va regando a partir de las vidas de los primeros asesinados en Dachau por las SS. Una lectura imprescindible. Ryback es el autor de otra joya: Los libros del gran dictador.


Nota:

[1] El artículo se publicó sin firma el 23 de abril, aunque todo apunta a que lo escribió Frederick Birchall, que se encontraba en Munich esos días cubriendo las celebraciones del cumpleaños de Hitler. Birchall recibió ese año el premio Pullitzer por sus reportajes sobre el ascenso de los nazis al poder.

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