Fue Dios que inauguró la palabra y el verbo. Fue prístino el mandato de “hágase la luz”.
Desde el albur, la magia de la palabra, en el principio los gemidos y el verbo trunco de la tartamudez, luego, la majestad del decir, el don de diseñar vocabularios que podaran los arbustos y gimoteos del animal circundante.
Primero la imagen auditiva, el don de la creación, los poblamientos del primate de la manada, reproducidos en su angustia y punición.
Los ciclos, los tiempos tortuosos de la escala evolutiva, saltar la urgencia primaria del vivir de la caza, la parvedad, la mudanza circundante.
No fue de un tirón la creación, fue múltiple, universal, bajo mandatos inapelables de creced y multiplicaos, la especie tenía que dar el salto hacia la universalidad, la desconstrucción del sortilegio.
La vida se hizo con palabras institutrices de reinos. Lo materiales de creación de la vida fueron mandatos verbales.
Venimos entonces de la palabra. Fue duro el recorrido y lo sigue siendo.
Etapas, códigos, escalafones para separar y reordenar los hemiciclos guturales, ir separando la bestia de la criatura humana, escindirla para que organice su hegemonía de acuerdo a mandatos infinitos de dioses y tormentos.
Desde aquellos siete días bíblicos hasta hoy la lucha es la misma, intermitente, implacable.
Nada es tan recurrente en ese animal destinado a diseñar el alma y aplacar las cuitas, que arribar por su propio destino a la idea del cielo prometido, esa magia que es verbo hierático. El legado fue el verbo fundacional, la palabra.
Si hay una herencia que resiste el cabrioleo de la perdición, de acuerdo al rito sagrado del bien y el mal, es la palabra, es el bien más apreciado para navegar en todas las lenguas y civilizaciones.
Por sobre lo disímil de las culturas y su complejidad axiomática, en los lenguaraces y en sus alfabetos inaugurales, la criatura humana es uniforme, padece las mismas zozobras, ramalazos y complejidades operativas del diario vivir.
En todas las lenguas y culturas el ser humano está identificado en su lucha de cielo e infierno, dentro de su propio albergue de pasiones, frustraciones y discontinuidades emocionales.
Sólo la palabra, el verbo, nos eleva, nos ilustra, transmite las culturas de origen terrestre.
Se puede prescindir de todo en medio del cálculo egoísta, pero jamás de la cultura, que nos moldea y de la palabra, que es el buque insignia de su travesía gallarda.
Negar al animal y no reproducirlo es adecentar el uso de la palabra, esa conquista en todas las latitudes y confines.
Todas estas grafías para censurar el uso deslenguado de la palabra en medios y tribunas públicas. Ahuyentando todo esfuerzo, toda gnosis de belleza de la palabra, se va creando una cultura miserable, que nos retorna a un principio oscuro que desconoce atributos y dones perennes.
Creo en la libertad de pensamiento y palabra pero no en la adulteración ni en la sucia iniquidad del agravio.
A quienes me dicen que el mundo ha llegado a ese extremo y que es inevitable ese derrotero, les digo que siempre en algún recodo del universo, habrá seres que crearán nuevos espacios, se amarán con nuevos sueños y dulces primores, se tomarán de las manos para mirar un cielo más limpio y esplendente.
Y sus lenguas hablarán de nuevos cielos y nuevos amores.