GREG GODELS: EL PODER DE LAS PALABRAS EN LA BATALLA IDEOLÓGICA

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Lenguaje y política: la importancia de usar los términos adecuados en el debate de las ideas

El uso del lenguaje en la batalla ideológica actual es crucial para alcanzar a entender las dinámicas de poder en la sociedad. En este artículo, Greg Godels examina una serie de términos comunes que de no ser sometidos a un análisis crítico, pueden distorsionar el debate convirtiéndose en dardos ideológicos envenenados.

POR GREG GODELS

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    Si crees, como yo lo creo, que la batalla de las ideas es un frente crucial en la lucha política, entonces la claridad y la lógica se vuelven indispensables. De hecho, la batalla de las ideas a menudo se convierte en una guerra de palabras o de frases. Cuando permitimos que frases como “el eje del mal” o palabras como “deplorables” entren en el discurso popular sin un análisis crítico, hemos perdido una escaramuza en la lucha ideológica.

     Este ejercicio no tiene nada que ver con la censura del lenguaje tan de moda entre los liberales. No se trata de una excusa para avergonzar, humillar o despreciar a las personas por su ignorancia o su desprecio por las normas de etiqueta liberales.

En cambio, se trata de una búsqueda de enfoque y rigor, de intentar afinar nuestras herramientas en la batalla de las ideas.

     Por lo tanto, es momento de señalar palabras o expresiones que confunden, distorsionan o contaminan nuestro discurso. A continuación, les propongo varios términos que deberían ser eliminados, utilizados con moderación o tratados con cautela.

«TERRORISMO»:
 

       Las elites en el poder han etiquetado de manera persistente a sus oponentes más débiles que se rebelan como “terroristas”. Prácticamente, todos los movimientos anticoloniales del período de posguerra fueron catalogados como “terroristas”, independientemente de las tácticas utilizadas en su lucha o de si esas tácticas fueron defensivas u ofensivas.

    Desde el Congreso Nacional Indio hasta el movimiento Mau Mau, pasando por la Organización para la Liberación de Palestina, el Frente Nacional de Liberación de Vietnam y el Congreso Nacional Africano, los opresores han denunciado a los oprimidos como terroristas. El término perdió cualquier credibilidad mínima con el uso inconsistente y flagrante del gobierno de Estados Unidos como calumnia contra la Cuba socialista. Es necesario retirar el término de una vez por todas.

«CLASE MEDIA»:


     La «clase media» no existe más que en las mentes nubladas de quienes se niegan a aceptar que los EE.UU. y otras sociedades capitalistas avanzadas son sociedades de clases. Claro que hay una media estadística cuando se dividen los ingresos y la riqueza en tres, cinco, siete o más partes, pero esas divisiones son arbitrarias y prácticamente carentes de significado real. Podemos hablar, eso sí, de un estrato medio, siempre y cuando entendamos que no existe una frontera social clara con los estratos de arriba o abajo. «Medio» por sí solo no identifica ninguna categoría socioeconómica útil.

     Por supuesto, existen clases y estratos importantes que se pueden identificar con criterios socioeconómicos. Un criterio que ha resistido el paso del tiempo es la distinción de clase marxista entre quienes poseen y controlan los activos que producen riqueza, y quienes deben conseguir empleo para subsistir. Esta sigue siendo una división clara y con vastas consecuencias sociales, políticas y económicas.

     Cuando los políticos y líderes sindicales hablan de “clase media”, podemos estar seguros de que no tienen ninguna intención de cuestionar la sociedad de clases realmente existente, ni sus inevitables desigualdades, opresiones y destrucciones.

«NEOLIBERALISMO»


      El período que comienza en la década de 1970, asociado con las políticas de Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos, ha sido llamado “neoliberalismo”. Tiene sentido llamar así a este período, destacando su similitud con una etapa anterior de capitalismo de laissez-faire, previa a la revolución keynesiana y a la mayor intervención gubernamental en la economía capitalista.

     Académicos como David Harvey y Gary Gerstle han entendido el término de manera más precisa, describiéndolo como un esfuerzo por “restaurar y consolidar el poder de clase”, en palabras de Harvey.

     Sin embargo, el término «neoliberalismo» ha pasado a connotar una desviación impuesta por la derecha respecto al supuesto régimen benévolo de la socialdemocracia, que prevaleció durante los treinta años gloriosos después de la guerra. Según esta interpretación, el capitalismo con rostro humano fue interrumpido por una contrarrevolución de extrema derecha, caracterizada por una masiva desregulación, privatización, mercantilización, fetichismo del mercado e individualismo desenfrenado.

     Lo que se omite en esta narrativa es que el consenso socialdemócrata de la posguerra ya se estaba desmoronando bajo la presión de la competencia global, la caída de las ganancias, la inflación y el desempleo. Esa desviación del liberalismo económico clásico también dejó profundas cicatrices en la clase trabajadora. La crisis del modelo del New Deal, ampliamente seguido a nivel internacional, abrió la puerta a las opciones que luego fueron ocupadas por los fanáticos de la derecha del fundamentalismo de mercado.

      Entender el neoliberalismo como la enfermedad, en lugar de un síntoma, desvía la atención del diagnóstico correcto: el capitalismo.

«AUTORITARISMO»:


      Cuando implosionó la Unión Soviética, las clases dominantes capitalistas reservaron el término gastado de la Guerra Fría, “totalitarismo”, para referirse a la China Popular y los países que aún eran gobernados por partidos comunistas. Sin embargo, había muchos países que, estructuralmente, adoptaban las instituciones de la democracia burguesa, como elecciones regulares, cuerpos representativos, instituciones legales y constituciones, pero que, aun así, despertaban la ira de las clases dominantes euroamericanas y sus medios de comunicación y académicos serviles. Entonces, se acuñó un nuevo término para condenar a los disidentes por supuestamente abusar, corromper o manipular esas instituciones: «autoritarismo».

     Países como Rusia, Venezuela o Irán, aunque comparten instituciones que se asemejan a las de las democracias “liberales”, son condenados como autoritarios, incluso cuando sus instituciones funcionan de manera similar o, en ocasiones, mejor que las de sus críticos. Que Estados Unidos acuse a otros países de autoritarios es particularmente hipócrita, viniendo de una nación donde los resultados políticos están más influenciados por el dinero y el poder que en cualquier otro lugar del planeta. Encuestas internacionales muestran consistentemente que la gente de los países supuestamente autoritarios confía más en sus gobiernos que sus contrapartes en Euroamérica, un hallazgo que debería enviar el término “autoritarismo” al basurero de la historia.

«FASCISMO»:
 

      La palabra “fascismo” tiene un uso legítimo cuando se refiere a un período histórico específico, sus características esenciales y las condiciones comunes que propiciaron su surgimiento. El ascenso del fascismo en el siglo XX, tras la Revolución Bolchevique, en medio de la volatilidad post-guerra mundial y una inestabilidad económica severa, no fue una mera coincidencia, sino un proceso vital para entender su naturaleza. Así como las condiciones que lo generaron fueron inéditas, el fascismo también lo fue, surgido como una reacción desesperada ante  un poderoso movimiento revolucionario de la clase trabajadora, una creciente ilegitimidad política y un colapso económico. El uso riguroso del término exige que estas condiciones estén presentes.

    Sin embargo, hoy en día, el término ha sido utilizado por operadores políticos sin escrúpulos, de la misma manera que la acusación de comunismo fue usada por quienes practicaban el anticomunismo, apelando a las emociones. Falta de argumentos convincentes, los políticos recurren a la etiqueta de «fascista» para asociar a sus oponentes con imágenes de Camisas Negras, Stormtroopers o la Gestapo. Este uso distorsionado del término distrae de los verdaderos obstáculos para el cambio y desvía la atención de las soluciones reales a esos problemas.

«AUTORITARISMO«:

       El período que comienza en la década de 1970, asociado con las políticas de Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos, ha sido llamado “neoliberalismo”. Tiene sentido llamar así a este período, destacando su similitud con una etapa anterior de capitalismo de laissez-faire, previa a la revolución keynesiana y a la mayor intervención gubernamental en la economía capitalista. Académicos como David Harvey y Gary Gerstle han entendido el término de manera más precisa, describiéndolo como un esfuerzo por “restaurar y consolidar el poder de clase”, en palabras de Harvey.

      Sin embargo, «neoliberalismo» ha pasado a connotar una desviación impuesta por la derecha respecto al supuesto régimen benévolo de la socialdemocracia, que prevaleció durante los treinta años gloriosos después de la guerra. Según esta interpretación, el capitalismo con rostro humano fue interrumpido por una contrarrevolución de extrema derecha, caracterizada por una masiva desregulación, privatización, mercantilización, fetichismo del mercado e individualismo desenfrenado.

     Lo que se omite en esta narrativa es que el consenso socialdemócrata de la posguerra ya se estaba desmoronando bajo la presión de la competencia global, la caída de las ganancias, la inflación y el desempleo. Esa desviación del liberalismo económico clásico también dejó profundas cicatrices en la clase trabajadora. La crisis del modelo del New Deal, ampliamente seguido a nivel internacional, abrió la puerta a las opciones que luego fueron ocupadas por los fanáticos de la derecha del fundamentalismo de mercado.

       Entender el neoliberalismo como la enfermedad, en lugar de un síntoma, desvía la atención del diagnóstico correcto: el capitalismo.

«ESTADO PROFUNDO»:


     La idea de que existe un Estado visible y superficial que la mayoría cree que gobierna, pero que en realidad es solo una fachada de un aparato más profundo y secreto, es una narrativa atractiva en contraste con los mitos oficiales de soberanía popular. Desde diferentes perspectivas, ese aparato puede ser la CIA, los masones, los seguidores de Lyndon LaRouche, George Soros o incluso zombis.

    El problema es que el llamado «estado profundo» es lo que cualquier conspiranoico dice que es. La idea vaga de un titiritero escondido tras bambalinas es el origen de teorías de conspiración y debe ser vista como tal.

    Existe un concepto mucho más robusto, comprobado y científico para describir la falsa idea de un gobierno transparente y democrático que supuestamente practican los países capitalistas avanzados. Ese concepto es el de clase dominante, desarrollado por los marxistas pero no exclusivo de ellos. Una clase dominante tiene tanto aspectos visibles como encubiertos, que trabajan juntos para mantener el dominio de clase. Si bien los miembros de la clase dominante pueden discrepar sobre cómo garantizar mejor sus intereses, todos coinciden en que promoverán y protegerán esos intereses.

     Mientras que el concepto «estado profundo» evoca la imagen de marionetas manejadas en las sombras, el concepto de clase dominante ofrece una visión más precisa de la asimetría de poder y riqueza que genera un aparato gobernante dedicado a preservar esa desigualdad. A menos que una fuerza organizada logre quitarles el poder, es lo que cabe esperar de un orden social basado en la desigualdad de riqueza e ingresos.

      No son los complots o conspiraciones lo que determina cómo somos gobernados, sino la composición social de nuestros Estados. El concepto del «estado profundo» nos aleja de esa comprensión.

«MICROAGRESIONES» Y «ESPACIOS SEGUROS» :
 

     La “industria de la justicia social”, que incluye a académicos, ONG, organizaciones sin fines de lucro y consultores, ha creado su propio lenguaje para promover el avance social. Muchos de los que participan en esta industria tienen buenas intenciones, pero también actúan de manera transaccional. Creen que sus servicios son más valiosos si se comercializan y se pagan con ascensos, donaciones, subvenciones y compensaciones. En consecuencia, tienen un interés en crear nuevos términos y servicios que parecen prometer justicia social, como las microagresiones y los espacios seguros.

     En una sociedad justa, todos los espacios deberían ser seguros. Sin un compromiso para hacer que todos los espacios públicos sean seguros, designar ciertos lugares como «seguros» necesariamente privilegia a quienes tienen acceso a esos espacios, ya sea por sorteo, mérito o características especiales. La seguridad, al igual que la salud, no es algo que deba estar reservado para un tiempo, lugar o grupo específicos. Los espacios seguros se asemejan a la lógica de una comunidad cerrada.

    Las microagresiones son relevantes en un mundo donde no hay guerra, pobreza, genocidio o explotación. Hasta que esas grandes agresiones desaparezcan, las microagresiones, que son ofensas menores, siguen siendo cuestiones de etiqueta. Las heridas en los sentimientos, los desaires o el lenguaje corporal incómodo pertenecen al ámbito de los conflictos interpersonales, no al de la injusticia social.

    La industria de la justicia social nos falla porque está atrapada entre los intereses de patrocinadores, donantes y administradores que están profundamente vinculados al orden existente, y las necesidades radicales de las víctimas de ese orden. Con demasiada frecuencia, ofrecen a las víctimas palabras vacías o inútiles como alivio superficial para heridas profundas.

     Nuevamente, el objetivo aquí no es avergonzar, acusar o denigrar, sino afinar el lenguaje para avanzar en la lucha por la justicia social y ganar la batalla de ideas. Aquellos que se oponen al cambio social se benefician cuando las palabras se eligen por su poder emotivo, cuando reflejan sutilmente un sesgo de clase o cuando distorsionan una verdad importante.

    Las palabras tienen poder, un inmenso poder. Por eso debemos usarlas con mucho cuidado.

https://canarias-semanal.org/art/31906/greg-godels-el-poder-de-las-palabras-en-la-batalla-ideologica

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