El sindicalismo que viene (I)

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V. I. LENIN

En el anterior número de LA FORJA publicamos un artículo, titulado El feminismo que viene, en el que tratábamos de mostrar —a través del caso especial del feminismo— cómo el reformismo, en la era del capitalismo monopolista y cuando el ambiente general no está influenciado en ningún sentido por la revolución, se torna reaccionario, se instala en el poder e, incluso, alimenta las tendencias ultras que el Estado burgués experimenta en esta época. La intención de ese artículo es la de iniciar la crítica del reformismo desde las posiciones teóricas del comunismo, con el fin de deslindar los campos de la revolución y de la contrarrevolución, tarea imprescindible para la Reconstitución. Nuestro movimiento lleva tanto tiempo conviviendo con el oportunismo que ha terminado confundiéndose con él y confundiendo a la vanguardia en numerosas cuestiones que tocan con la identidad y la singularidad de la táctica y de la línea política proletarias. Es hora ya de desbrozar este terreno y volver a clarificar dónde está la frontera entre lo que se corresponde y no con los principios del comunismo. La tesis principal que defendemos es que, a diferencia tal vez del siglo XIX, no es factible el desarrollo de la revolución desde el reformismo, no es posible el salto por acumulación de la reforma a la revolución (táctica predominante entre la vanguardia y adoptada con la burda excusa de la acumulación de fuerzas). La etapa actual de la evolución del capitalismo, el alto grado de desarrollo histórico alcanzado por la lucha de clases del proletariado y la ausencia de todo contexto revolucionario favorable, lo hacen imposible, imposibilitan toda construcción de un movimiento revolucionario desde la elevación de la lucha de resistencia de las masas. Esta lucha sólo podrá incorporarse a un movimiento revolucionario que, por muy incipiente que sea, exista previamente.

Esta cuestión es de vital importancia para la táctica revolucionaria del proletariado, pues su solución indicará cuál será el punto de partida que tomará la vanguardia para abordar las tareas de la revolución. De hecho, los distintos destacamentos de vanguardia pueden —como así es— coincidir en los objetivos estratégicos a corto plazo del movimiento comunista, como es la construcción del Partido Comunista, pero alejarse adoptando perspectivas totalmente antagónicas sobre el camino que debe recorrerse hasta alcanzar esos objetivos, en función de la posición adoptada en relación con aquella cuestión. Para nosotros, desde luego y como ya hemos reiterado en sucesivas ocasiones, no es posible alcanzar una perspectiva correcta al respecto sin antes haber resuelto el Balance del Ciclo de Octubre. Sin embargo, esto no quita para que todo espíritu libre de prejuicios, aplicando el método científico del materialismo histórico a la realidad actual de las clases y de la lucha de clases, pueda captar algunas manifestaciones casi obvias de esa tendencia; y aunque no le sea permitido comprender la naturaleza completa de sus causas, sí, al menos, prevenirse contra todo modelo político aparentemente incuestionable, por muy sancionado que parezca estar por la tradición, en cualquier caso, fracasada.

El movimiento obrero actual, prácticamente reducido al sindicalismo, es una muestra ejemplar de ese fenómeno de transformación del carácter de los movimientos sociales reformistas y de la sistemática tendencia a su instrumentalización por la clase dominante. Este hecho es del dominio público. Las masas ya lo perciben y sólo cierta vanguardia se resiste a abrir los ojos ante la verdad, confiando todavía en hacer del sindicato un organismo revolucionario. Por el contrario, el sindicato moderno es el paradigma de la utilización por parte del capital de la lucha de resistencia de las masas, y ha servido de modelo a imitar por todos los movimientos reformistas. De este modo, aunque el mencionado artículo se centraba en el feminismo, hubimos de introducirlo haciendo mención del sindicato obrero moderno, con el fin de presentar las características que hacen de él ese prototipo de integración funcional en el sistema. Sin embargo, en ese breve introito, nos limitamos al aspecto formal del sindicalismo, a su relación con el entramado jurídico-institucional del Estado burgués. Ahora, toca contribuir a desvelar el aspecto material del asunto, acercándonos a la relación del sindicalismo con el entramado económico del actual modelo de acumulación capitalista. Sin ninguna duda, las conclusiones de esta breve visita por los entresijos de las relaciones sociales y políticas del capitalismo moderno ayudarán al correcto diseño de una táctica política verdaderamente comunista.

 

Evolución histórica del sindicalismo

En 1920, en el contexto de los debates sobre la línea de masas de los partidos comunistas durante el II Congreso de la Internacional Comunista, Lenin sintetizó magistralmente el sentido histórico de la evolución del sindicalismo:

“Los sindicatos fueron un progreso gigantesco de la clase obrera al iniciarse el desarrollo del capitalismo, pues significaban el paso de la dispersión y la impotencia de los obreros a los rudimentos de su unión como clase. Cuando comenzó a extenderse la forma superior de unión clasista de los proletarios, el partido revolucionario del proletariado (que será indigno de este nombre mientras no sepa agrupar a los líderes con la clase y las masas en un todo único e indisoluble), en los sindicatos empezaron a manifestarse fatalmente ciertos rasgos reaccionarios, cierta estrechez gremial, cierta tendencia al apoliticismo, cierto espíritu rutinario, etc.”[1]

Independientemente de los derroteros por los que se dirigió el debate en aquel Congreso y la posición de Lenin en él —posición inaplicable hoy, dada la enorme distancia y diversidad de circunstancias que rodean al movimiento comunista de entonces en comparación con el de hoy—, e independientemente de la importancia de la definición de Lenin del Partido Comunista como “forma superior de unión clasista” —en sintonía perfecta con nuestra Tesis de Reconstitución, a la vez que escollo difícil de compaginar con la visión organicista del Partido, dominante entre los destacamentos de vanguardia—, que no vamos a tratar, lo importante consiste en resaltar que, ya en 1920, Lenin detecta la tendencia reaccionaria que comienza a embargar al sindicato, precisamente —y esto no es en absoluto casual— cuando nace una forma nueva, progresiva y superior de organización del movimiento obrero. Esta valoración es fundamental porque sirve de necesario punto de partida, en tanto que ofrece la panorámica histórica de la evolución del proletariado como clase organizada para su lucha de clases. Sin embargo, esta perspectiva ha sido abandonada, cuando no despreciada, por los autodenominados marxistas-leninistas.

En cuanto a las bases económicas de esa evolución, los resultados de ésta se harán más ostensibles algunos años después de la apreciación leniniana. La socialización de las fuerzas productivas alcanzó tal grado, después de la Segunda Guerra Mundial, que ya no bastó el monopolio para resolver las contradicciones que generaba el mercado: se hizo preciso el Estado monopolista. La involucración directa del Estado burgués en la gestión de los intereses de la clase capitalista y en la regulación del sistema de relaciones de producción capitalistas erigió un modelo de acumulación fundado en el capitalismo monopolista de Estado, que, a su vez,  traía de la mano al sindicato como cogestor. Y la involucración del sindicato en la cogestión de los intereses de la clase capitalista suponía la entrada de un sector privilegiado del proletariado, la aristocracia obrera, en el bloque de alianzas del gran capital financiero, por un lado, y, por el otro, suponía la conversión del sindicato en apéndice del aparato del Estado.

Este fenómeno conlleva ciertas consecuencias que, no por harto evidentes, pasaron desapercibidas en su momento. En primer lugar, el escenario social de posguerra, la correlación de fuerzas entre las clases entre 1950 y 1975, permite derribar un mito que fue pieza clave del paradigma revolucionario vigente durante todo el Ciclo de Octubre, según el cual, la clase obrera sólo podía acceder al poder como clase revolucionaria. Esta presunción se basaba en la tesis economicista-espontaneísta del carácter revolucionario del proletariado dado, no por su conciencia socialista o comunista, sino por su modo de existencia, por el reflejo inmediato en su conciencia de la posición que ocupa en el proceso de producción y de la oposición existente entre sus intereses y los del capital. La participación, en los países imperialistas, de una fracción del proletariado de amplia base social —en muchos casos mayoritaria— en el sistema de relaciones de poder era consecuencia del lugar que ocupan esos países en el entramado internacional de relaciones económicas y del pacto firmado por esos sectores de la clase obrera con el capital para compartir los frutos de la explotación imperialista de los países oprimidos. El reflejo en la conciencia de los obreros de aquella posición económica que ocupaban no impidió el pacto, sino, muy al contrario, supuso un espaldarazo para la influencia reformista de la socialdemocracia entre las masas, conformistas de bastante buen grado. Por consiguiente, el proletariado entraba por primera vez en el escenario de la historia como clase dominante reaccionaria. Ningún momento mejor para recordar la oportunidad, el acierto y el nada superfluo calificativo añadido por Marx al poder obrero cuando lo definió, en su Crítica del Programa de Gotha, como dictadura revolucionaria. Y eso que en aquella época nadie pensaba que el proletariado pudiese acceder al poder en otras condiciones y con un programa distinto de la revolución. Décadas después, sin embargo, aunque continuaba siendo correcta la tesis marxista de que el proletariado es la última clase social de la historia y de que de ella no puede surgir una nueva clase, era preciso matizar ya que, bajo ciertas condiciones, el obrero en el poder podía convertirse o asimilarse en alguna especie de las viejas clases; al mismo tiempo, se ponían de manifiesto, en toda su crudeza, todas las consecuencias del hecho constatado por Lenin de la escisión histórica del movimiento obrero en dos alas. Todo esto, acarreará, naturalmente, la quiebra de otras tesis políticas que la socialdemocracia y el revisionismo sostenían gracias al señuelo de la conquista del poder por los trabajadores.

El programa de extensión de la economía pública que, junto a las políticas sociales, se aplicó predominantemente durante la posguerra bajo los auspicios del codominio político del obrero de cuello duro, permitieron y permiten aún más hoy refutar, del mismo modo, otra vieja opinión, también vigente a lo largo del ciclo revolucionario y aplicada tanto por socialdemócratas como por trotskistas, estalinistas y revisionistas, que igualaba estatalización de la economía con socialización de la economía, o, lo que es lo mismo, que presumía suficiente la apropiación de los medios de producción por el Estado para hablar de socialismo (de ahí la vía pacífica hacia el socialismo de la socialdemocracia y del eurocomunismo; de ahí la búsqueda afanosa por los soviéticos de la hegemonía de la propiedad estatal sobre otras formas económicas, hegemonía que garantizaría, según ellos, la sociedad socialista completa), tanto más si en la configuración gubernamental de ese poder político participaba la clase trabajadora a través de sus partidos de izquierda. La historia ha demostrado de manera meridianamente clara la falsedad de la tesis del socialismo como conjunción de la titularidad política del poder del Estado y de la titularidad jurídica de los medios de producción. El correlato de esta refutación supone la bancarrota del punto de vista econimicista, materialista vulgar, del marxismo, según el cual la apropiación de los medios de producción traerá consigo el control de la sociedad por parte de las masas. El dominio del pensamiento metafísico en la vanguardia del movimiento obrero permitió que terminase dominando la lógica mecanicista que suplantaba toda la labor de revolucionarización consciente de todas las relaciones sociales —cometido que da sentido a la Dictadura del Proletariado— por la vana esperanza de que el cambio de las relaciones de propiedad en la base económica propiciase el cambio de las relaciones en el resto de las esferas sociales. No es extraño que todos los partidos obreros terminasen eliminando, antes o después —o no aceptando nunca—, la Dictadura del Proletariado de su propaganda y de sus programas políticos, pues el principal instrumento de la acción revolucionaria consciente de las masas resulta superfluo cuando se espera que la socialización de la economía traiga la conciencia socialista de la mayoría.

Continuará
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