El 13 de noviembre de 1992, cuatro fascistas que salieron a la caza de migrantes dispararon a la mujer en el barrio de Aravaca. Fue el primer crimen xenófobo tras la Transición y supuso una sacudida en una España que empezaba a recibir trabajadores extranjeros.
MADRID
JAIRO VARGAS MARTÍN@JAIROEXTRE
Eran alrededor de las nueve de la noche cuando Lucrecia Pérez compartía un poco de sopa caliente con sus compañeros de refugio. Sobrevivían allí, entre las paredes de una discoteca abandonada, la Four Roses, cerca del barrio madrileño de Aravaca. Sin trabajo, sin dinero, sin apenas recursos, ese destartalado local era la casa de decenas de personas migrantes, la mayoría dominicanos que, como Lucrecia, empezaban a llegar en los primeros compases migratorios del país buscando un futuro más próspero. Aquel 13 de noviembre de 1992, una vela iluminaba la estancia cuando la puerta se abrió de golpe, aparecieron cuatro personas encapuchadas y dispararon a matar.
«Se han comido tres plomos como tres chuletas de cordero. Que se los repartan como puedan». Luis Merino, neonazi reconocido y guardia civil de 25 años, resumía así los hechos mientras conducía el Talbot rojo en el que le acompañaban sus cómplices, Javier Quílez Martínez, Víctor Flores Reviejo y Felipe Carlos Martín Bravo. Otros tres neonazis madrileños. Todos tenían 16 años. Regresaban a la Plaza de los Cubos de Madrid, donde un rato antes se habían envalentonado tras unos tragos y unos porros, entre camaradas ultraderechistas.
Pudieron incluso alardear crípticamente de su miserable gesta. «Mañana os enteraréis por los medios de dónde hemos estado», dijeron a sus amigos a su vuelta, según recogen varias crónicas de la época. Habían cometido el primer crimen racista que fue condenado como tal en la España democrática.Hoy, una placa en la glorieta que lleva su nombre recuerda a Lucrecia Pérez en Aravaca. Hace cuatro años, por el 25 aniversario de su muerte, diferentes colectivos del barrio pintaron un mural en la Plaza Corona Boreal. Un rostro multicolor de Lucrecia fue su particular homenaje, aunque ahora se encuentra amenazado por unas obras que el Ayuntamiento está realizando en el edificio.
La noticia ha desatado el malestar y las protestas de vecinos y partidos como Más Madrid, que piden conservar lo que ya es un emblema antirracista que recuerda a los más jóvenes quién fue Lucrecia y lo que significó su asesinato.Lucrecia quería que su hija Kenya pudiera estudiar y tener una casa decente
Ella era una madre dominicana que se endeudó para llegar a España desde su localidad natal, Vicente Noble. Voló a Nueva York, de allí a París y, de ahí, en tren, a Madrid. Era la ruta que se empezaba a usar para evitar las deportaciones en el aeropuerto de Barajas. Lucrecia quería que su hija Kenya pudiera estudiar y tener una casa decente. Tuvo que ser asesinada para dárselo gracias a la indemnización de 20 millones de pesetas (120.000 euros) que el Estado tuvo que abonar como responsable civil subsidiario de su muerte.
Encontró trabajo al poco tiempo de llegar, como trabajadora doméstica. Sin contrato, sin papeles, sin derechos; como sigue ocurriendo actualmente en gran parte del empleo doméstico migrante. Le duró poco el trabajo, apenas unas semanas, y eso la llevó a dormir en la discoteca abandonada que se convirtió en su tumba.
Esos «tres plomos» a los que se refería Merino fueron cuatro en realidad. Y, en el reparto, Lucrecia se llevó dos. Uno le atravesó el costado y el corazón. Tenía 33 años. Llevaba un mes y medio en España. Murió en el acto. Otra bala hirió de gravedad en la pierna a César Augusto Vargas, de 36 años, amigo de Lucrecia. La cuarta fue encontrada en la pared de la discoteca. Eran del calibre 9mm Parabellum y fueron disparadas por el arma reglamentaria de Merino, que intentó disimularlo cambiando el cañón de la pistola por el de otro compañero. Pero la unidad de balística de la Guardia Civil hizo su trabajo y detectó la maniobra en una inspección general de todas las armas de su compañía.
Dos semanas después, Merino era detenido durante su servicio en la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid. También detuvieron a los tres menores, que confesaron el crimen. El agente neonazi fue condenado a 54 años de cárcel, 30 por el asesinato de Lucrecia y 24 por el intento de asesinato de César Augusto. Los tres menores fueron sentenciados a 24 años por los mismos delitos que Merino. Cumplieron seis años y medio. Cuando entró en vigor la Ley del Menor quedaron en libertad.
«Extranjera negra y pobre»
El crimen fue una sacudida para un país poco acostumbrado a la presencia de personas extranjeras en sus barrios. Los días siguientes al asesinato, decenas de miles de personas salieron a las calles de Madrid, Barcelona, València y otras ciudades para clamar contra el racismo. A Lucrecia la mataron «por ser extranjera, negra y pobre«, aseguró el fiscal José Ignacio Campos durante el juicio en la Audiencia Nacional. Esos son los rasgos que, en Europa, condenan a las personas a la invisibilidad. En el caso de Lucrecia, la condenaron a muerte, aunque rescataron su vida del anonimato y marcaron un antes y después en la conciencia de gran parte de la sociedad.
En Aravaca todavía se recuerda el clima que condujo a este crimen. La plaza que hoy luce el rostro pintado de Lucrecia era el punto de encuentro de la todavía incipiente comunidad dominicana en la ciudad. Varios días a la semana, decenas de compatriotas se daban cita allí en un ambiente festivo. «Aquí empezaron a encontrar trabajo y eran cada vez más. Comenzaron a aparecer quejas de vecinos, hablaban de molestias y había malestar», recuerda Meli Romero, vecina y expresidenta de la Asociación Osa Mayor del Barrio.
Muchos temían que las quejas fueran dando lugar a un clima de odio. La hemeroteca habla de que pronto se empezó a responsabilizar a los dominicanos de los problemas locales, a asociarlos con la delincuencia, el tráfico de drogas y la prostitución. Los encuentros de la comunidad dominicana en las calles de Aravaca no tardaron mucho tiempo en ser tratadas por la Policía como un problema de orden público.
El 1 de noviembre, 12 días antes del asesinato de Lucrecia, la Policía realizó una redada en la zona, y no era la primera vez. Ante la detención de varias personas, un grupo de dominicanos, hartos del «acoso constante», intentó impedirlo y hubo cargas policiales que derivaron en disturbios. El suceso acaparó las portadas de los diarios nacionales, de los telediarios y de los programas de radio.
Meses antes ya habían empezado a aparecer en los muros de Aravaca pintadas xenófobas, recuerda Romero. «Emigrantes maleantes» o «los españoles primero» eran los lemas que manchaban las paredes. También circulaban octavillas fascistas que llamaban a la acción «contra la invasión». «Nos están arrebatando nuestro territorio, nuestras viviendas, nuestras tiendas, nuestros puestos de trabajo, las camas de nuestros hospitales, nuestra Seguridad Social, nuestra pacífica convivencia, nuestras costumbres, nuestra identidad», decía uno de los pasquines que circulaban, según recoge un informe sobre el crimen realizado por Jóvenes Contra la Intolerancia.
Tras varios enfrentamientos con la Policía y su correspondiente cobertura mediática, Aravaca terminó convirtiéndose en el escenario del denominado primer crimen xenófobo a manos de militantes ultraderechistas. Lucrecia pudo ser cualquier otra víctima. Hoy, ella es el triste símbolo del movimiento antirracista en Madrid y en España. Para muchos vecinos, eliminar su mural es una forma de borrarla de la memoria social y política. Justo en este momento, cuando los discursos de esos pasquines fascistas vuelven a escucharse, ahora desde la tribuna del Congreso.