
¿Por qué se intentó silenciar la revuelta más radical del siglo XVIII en Canarias? ¿Fue el Motin de Agüimes una suerte de preludio rural de las revoluciones que sacudirían Europa?
En el corazón de Gran Canaria, durante el siglo XVIII, una pequeña comunidad rural se alzó contra el poder oligárquico y feudal que intentaba arrebatarles su tierra y su forma de vida. El llamado «Motín de Agüimes» fue mucho más que un conflicto agrario: fue una señal temprana del colapso del Antiguo Régimen y una lección de dignidad que aún no ha dejado de resonar.
POR MANUEL MEDINA (*) PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
Hubo un tiempo en que los campos de Gran Canaria eran mucho más que paisajes postales o tierra de turismo. Eran el escenario vivo de una sociedad rural que luchaba por sobrevivir en medio de un sistema cada vez más opresivo, desigual y putrefacto.
La segunda mitad del siglo XVIII fue una etapa especialmente turbulenta en la isla, pero no lo fue por casualidad. Lo fue porque los pilares del antiguo régimen —ese entramado de poder señorial, corrupción institucional y violencia económica— empezaban a agrietarse. Y de esas grietas brotaron voces, manos y cuerpos dispuestos a resistir.
El llamado «Motín de Agüimes» no fue un estallido repentino ni una anécdota local. Fue una erupción social que concentró la rabia acumulada durante generaciones en una región golpeada por la codicia de unos pocos y el olvido de muchos.
Todo comenzó cuando el terrateniente Francisco Amoreto, usando sus lazos familiares con la aristocracia isleña y su astucia legal, emprendió una ofensiva para apropiarse de tierras comunales en zonas como Aldea Blanca, Llanos de Sardina y Castillo del Romeral. Estas tierras no eran simplemente “baldíos”. Eran el sustento de comunidades campesinas que dependían de ellas para criar ganado, cultivar alimentos y sobrevivir.
El intento de Amoreto fue más que un robo: fue un ataque frontal al modo de vida rural tradicional. Bajo el régimen feudal que todavía sobrevivía en Canarias, muchos campesinos no eran propietarios en el sentido moderno, pero sí usufructuarios con derechos históricos. Esos derechos estaban basados en costumbres ancestrales, reconocidas de facto, aunque no siempre por las leyes escritas. La tierra era comunal porque así había sido usada durante siglos, porque la justicia campesina la reconocía como tal, aunque la legalidad de los poderosos dijera lo contrario.
¿Qué ocurrió cuando los campesinos canarios decidieron enfrentarse al poder?
La situación estalló cuando los vecinos de Agüimes y de otras zonas próximas como Ingenio, Carrizal y Temisas se percataron de que estaban a punto de perderlo todo. No solo sus parcelas, sino también su dignidad y su derecho a existir como comunidad.
Frente a una justicia local alineada con los intereses de Amoreto, decidieron tomar el camino más peligroso, pero también el más liberador: la rebelión.
![[Img #85331]](https://canarias-semanal.org/upload/images/07_2025/747_motin.jpg)
La revuelta de Agüimes fue un levantamiento genuinamente popular. Se organizó desde abajo, con hombres y mujeres del campo que se movilizaron para impedir el avance del despojo.
En este proceso, la conciencia de clase se hizo carne, aunque no usaran ese término. Lo que sabían, lo que sentían, es que ellos y sus vecinos eran los de abajo, y que enfrente estaba un sistema que solo entendía el lenguaje de la fuerza y el dinero.
En las Islas Canarias, como en otras partes de Europa, la alianza entre terratenientes y autoridades civiles no era una anomalía. Era la norma.
Mientras en Francia comenzaban a calentarse los motores que llevarían a la Revolución de 1789, en Canarias se vivía una lucha paralela: una especie de «pre-revolución», deliberadamente silenciada por la historia oficial, pero cargada de enseñanzas.
Porque, al igual que los sans-culottes franceses, los campesinos canarios ya intuían que el sistema que los condenaba al hambre y la servidumbre no podía ser reformado, sino derrotado.
Lo más impresionante de aquel «gran Motín» no fue solo su alcance —que se expandió más allá de Agüimes— sino su claridad política.
No fue un estallido sin cabeza. Fue una reacción consciente frente al abuso, un grito de justicia frente a un modelo social que había perdido toda legitimidad entre quienes trabajaban la tierra. Como bien observaron algunos destacados historiadores europeos al estudiar procesos similares, el campo no era un lugar de pasividad ni de ignorancia, sino un espacio donde se gestaban resistencias profundas, enraizadas en la memoria colectiva y en la lucha cotidiana por la supervivencia.
«La historia la escriben los poderosos, pero también los que no se dejaron vencer»
A diferencia de otros episodios aislados, el Motín de Agüimes no terminó rápido. Durante años, la tensión entre las comunidades rurales y el poder oligárquico se mantuvo viva, y su eco se dejó sentir incluso en el siglo XX, cuando el apellido de los Vega Grande seguía pesando sobre la vida política y económica del Archipiélago.
Esta persistencia nos obliga a entender que lo que ocurrió en Agüimes no fue solo una revuelta puntual, sino un síntoma de un mal estructural: el agotamiento de un modelo feudal en crisis frente a un mundo que ya empezaba a girar hacia otras formas de organización social.
DE LA TIERRA AL JUICIO: LA RESISTENCIA CAMPESINA Y LA REACCIÓN DEL PODER
La lucha que se encendió en Agüimes no tardó en incomodar a las altas esferas del poder insular. No era para menos. Un nutrido grupo de campesinos del suroeste de la Isla, desafiando las decisiones de los Cabildos, cuestionando las concesiones de tierras avaladas por escribanos y jueces, y negándose a entregar parcelas que consideraban suyas por derecho consuetudinario, resultaba una amenaza directa a la autoridad del Antiguo Régimen en el archipiélago.
Y como solía ocurrir en esos tiempos, el Estado no se mostró como un árbitro imparcial, sino como el guardián de los intereses de los más poderosos.
Francisco Amoreto, lejos de retroceder, intensificó su ofensiva. Con la complicidad de la Administración colonial y el aparato judicial, activó toda una batería de denuncias y acusaciones contra los líderes del movimiento insurrecional.
La estrategia fue clara: transformar una legítima protesta campesina en un “motín”, un acto de rebeldía criminal contra el orden establecido. No importaba que las comunidades estuvieran defendiendo tierras que venían trabajando desde hacía generaciones; lo relevante era que habían osado cuestionar la autoridad de un sistema basado en la desigualdad legal, económica y social.
En este punto, la historia del Motín de Agüimes se conecta con múltiples episodios similares que se vivían simultáneamente en otras partes de Europa. En Francia, por ejemplo, la revuelta de los campesinos contra el pago de diezmos a la Iglesia, las cargas feudales y los abusos del clero y la nobleza fueron uno de los motores fundamentales de la Revolución francesa de 1789.
En Escocia e Irlanda, los conflictos por la tierra se mezclaban con disputas étnico-religiosas, pero el fondo era el mismo: el rechazo al despojo y a la mercantilización de los derechos históricos campesinos.
En Canarias, sin embargo, el aislamiento geográfico y la fragmentación insular dificultaban la articulación de una resistencia más amplia. Aun así, el caso de Agüimes logró encender una chispa. La revuelta se expandió como pólvora por otras localidades del sur de Gran Canaria.
En Temisas, Carrizal e Ingenio, campesinos y pastores comenzaron a organizar reuniones, a bloquear caminos, a ocupar tierras que consideraban comunales y a enviar cartas colectivas a las autoridades exigiendo justicia.
Pero el poder no respondió con diálogo. Respondió con castigos ejemplares. Varios campesinos fueron arrestados, algunos juzgados por sedición. Las autoridades eclesiásticas y civiles trataron de quebrar la solidaridad comunitaria, imponiendo multas, confiscaron aperos de labranza, e incluso mandaron cerrar accesos a pastizales y manantiales.
En un mundo rural donde cada recurso era vital, estas medidas eran una condena indirecta a la ruina.
Aun así, la memoria colectiva campesina no se doblegó. La figura del “motinero” comenzó a adquirir una carga simbólica poderosa. Se convirtió en una especie de héroe rural, alguien que, con más dignidad que medios, había intentado frenar el avance de una injusticia encarnada por la figura del cacique.
Y en la figura del cacique se condensaba todo: la corrupción institucional, la apropiación privada de lo común, y la connivencia entre Iglesia, nobleza y aparato judicial.
Esto no era un fenómeno exclusivamente isleño. De hecho, si uno mira con atención lo que ocurría en Europa, verá que el siglo XVIII fue un momento de efervescencia social precisamente por eso: porque los mecanismos tradicionales de dominación —el derecho señorial, los vínculos clientelares, la justicia patrimonializada— empezaban a resquebrajarse ante la presión creciente de un campesinado cada vez más consciente de su fuerza colectiva.
El sistema había empezado a oxidarse. Y mientras la burguesía emergente ya negociaba su ascenso en los salones de las capitales, en las aldeas rurales de media Europa y también en Canarias, los pobres de la tierra protagonizaban una resistencia que rara vez aparece en los manuales escolares.
En el caso de Agüimes, lo significativo no es solo la «gran revuelta», sino lo que esta revela: que incluso en los márgenes del imperio español, los campesinos no eran súbditos pasivos, sino actores activos que luchaban por conservar su modo de vida frente al avance de un sistema que convertía la tierra en mercancía y la justicia en instrumento del privilegio.
Como señala la sociología marxista, el campo no fue un espacio de inercia, sino de disputas constantes. Las relaciones sociales de producción estaban en plena transformación, y esa transición no fue pacífica. En Agüimes, como en otros lugares, lo que se estaba produciendo era una auténtica guerra de clases en miniatura, con la tierra como campo de batalla.
HERENCIA Y SILENCIO: LO QUE NOS DEJÓ LA REBELIÓN
Hoy, cuando uno pasea por las calles soleadas de Agüimes o se recorren los caminos de Temisas, poco queda, al menos a simple vista, de aquella gran revuelta que sacudió la Isla en el siglo XVIII.
La historia oficial ha tendido un manto de olvido sobre aquel motín campesino. En los libros escolares rara vez se lo menciona, y cuando se hace, se lo reduce a una simple anécdota local. Salvo destacadas y valiosas iniciativas de grupos culturales a cargo de desinteresados entusiastas, no se ha hecho mucho para que este singular acontecimiento tenga el lugar que históricamente le corresponde en la memoria del Sureste grancanario.
Pero esa amnesia no es casual: forma parte de un patrón sistemático de silenciamiento que se ha repetido en muchos otros lugares. A los poderosos no les gusta recordar los momentos en que los de abajo se atrevieron a decir basta.
Sin embargo, esa lucha continúa latiendo. No solo como recuerdo de resistencia, sino como síntoma de una estructura social que ha mutado, pero que no ha desaparecido.
Muchos de los apellidos ligados al caciquismo del siglo XVIII siguen presentes en los ámbitos empresariales y políticos canarios. La transición del poder feudal al poder burgués no implicó una ruptura completa, sino una transformación, una adaptación.
El control sobre la tierra dio paso al control sobre el capital, el agua, el turismo y los medios de comunicación. Pero la lógica sigue siendo la misma: acumulación para unos pocos, desposesión para la mayoría.
Por eso, recuperar la memoria del motín de Agüimes no es solo un acto de justicia histórica, sino también una herramienta de comprensión política. Entender que el conflicto no fue entre “vecinos y autoridades”, sino entre explotados y explotadores, entre los que querían vivir dignamente y los que querían enriquecerse a su costa, nos permite reinterpretar el presente con mayor claridad y precisión.
«El motín de Agüimes fue una chispa en un campo seco: breve, intensa, pero imposible de olvidar»
Con este reportaje no pretendemos cerrar el tema, sino tratar de reabrirlo. Invitar a mirar con otros ojos las plazas, los caminos y los nombres de calles. Preguntarnos quién los nombró, por qué, y qué se quiso olvidar. Porque detrás de cada silencio hubo una historia.
Y, también, ¿cuáles fueron las razones por las que, incluso en épocas más recientes, muchos intentaron pasar de puntillas por la memoria de aquellos acontecimientos. ¿Qué razones tenían?
Y detrás de cada historia silenciada, hay una lucha por recuperar la palabra.
(*) MANUEL MEDINA ES PROFESOR DE HISTORIA Y DIVULGADOR DE TEMAS RELACIONADOS CON ESA MATERIA.