El 30 de agosto de 1918, la reaccionaria eserista Fanni Kaplan atentó contra la vida de Vladímir Ilich Lenin. Su mano no era individual: era la mano armada de la contrarrevolución, del odio de la burguesía, de los enemigos del pueblo que no soportaban ver cómo los explotados habían tomado en sus manos el destino de Rusia.
Kaplan encarnaba la desesperación de quienes, viendo derrumbarse el viejo orden de terratenientes y capitalistas, recurrieron al asesinato para intentar detener la marcha de la historia. Quisieron apagar con plomo lo que millones habían encendido con su lucha: el poder soviético, la organización de los obreros y campesinos, la esperanza comunista.
Lenin sobrevivió. Y aunque las heridas lo acompañarían hasta el final de su vida, el proyecto revolucionario siguió adelante, más firme que nunca. La bala de Kaplan no pudo doblegar la voluntad de un pueblo en pie ni desviar el rumbo histórico hacia la emancipación.
Hoy recordamos ese atentado como muestra de lo que siempre ha sido la contrarrevolución: violencia desesperada contra quienes construyen un mundo nuevo. Y recordamos también que ni las balas, ni la represión, ni la traición podrán jamás con las ideas de Lenin, vivas en cada lucha del proletariado internacional.