
Y, más adelante:
«En enero de 1933 Hitler se convirtió en canciller y comenzó a construir por etapas la dictadura nazi del “Tercer Reich”. El movimiento feminista aprobó con reservas estos acontecimientos. Desilusionado por el parlamentarismo, recibió con agrado la “revolución nacional”. A pesar de una cierta aversión a la vulgaridad machista de los nazis, las feministas alemanas aplaudieron la afirmación de Hitler de que “la igualdad de derechos para la mujer significa que recibirá la estima que merece en las áreas para las cuales la naturaleza la ha destinado”. Las feministas, como comentó la presidente de la Federación [de Asociaciones de Mujeres Alemanas], “no podían hacer otra cosa que dar su aprobación al gobierno nacionalista y apoyarlo”, y ofreció “emprender contactos personales con las mejores mujeres del nacionalsocialismo”. En las últimas elecciones en las que los alemanes gozaron todavía de alguna libertad de elección, las de marzo de 1933, la Federación [de Asociaciones de Mujeres Alemanas] apoyó de forma considerable a los nazis, expresando la esperanza de que Hitler introdujera pronto unos “principios biológicos” para preservar la familia alemana y una “ley de preservación” para protegerla de las “personas antisociales”. (…) En abril de 1933 recibió la orden de sumarse a la organización de mujeres que los nazis estaban creando. Gertrud Bäumer, la figura más destacada del movimiento feminista, apoyó este paso, aunque significaba la expulsión de los miembros judíos del movimiento. Creía que la organización de mujeres nazi era simplemente una versión aumentada de la Federación, una “fase nueva y espiritualmente diferente del movimiento de la mujer”, y declaró su deseo de unirse a ella.»[39]
En los Estados Unidos vemos el mismo proceso: del liberalismo al conservadurismo fascistizante… ¡por miedo a la irrupción de las masas en la política! Carrie Chapman Catt, una de las nuevas dirigentes feministas sucesora de la vieja dupla Stanton-Antony, argumentaba:
«El gobierno está amenazado por un gran peligro… Este peligro radica en los votos que poseen los hombres de los barrios bajos de las ciudades y el voto del extranjero ignorante que todos los partidos tratan de conseguir para hacerse con el triunfo político… En las zonas mineras el peligro ya ha llegado a este punto. Los mineros disponen de armas, y aguardan con ojos codiciosos el momento de comenzar su mortífera labor de expoliar la riqueza del país… Sólo hay una manera de evitar este peligro: limitar el voto de los barrios bajos y dárselo a las mujeres.»[40]
Los ejemplos son tan numerosos que tenemos que renunciar a citarlos todos. Valga decir que, entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, el movimiento feminista norteamericano se alineó en numerosas ocasiones con el supremacismo blanco sureño y quiso limitar el voto de negros, extranjeros y poor whites. Como vemos, la continuidad desde Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft –que tildaban de «chusma» a las masas rebeldes– hasta el feminazismo italiano o alemán, pasando por el nacionalismo imperialista del feminismo de inicios del siglo XX, es más que evidente.
Por lo demás, no hará falta insistir en qué estaba logrando, coetáneamente, la mujer soviética trabajadora dirigida por su Partido Comunista: el lector lo ha podido conocer en las páginas precedentes de este número de Línea Proletaria.
IV. El feminismo redivivo
Ya dijimos en Oportunismo y feminismo que el movimiento femenino burgués perdió importancia específica a partir de los años 20. Las mujeres de la burguesía y el proletariado se sumaron naturalmente a los movimientos políticos de sus respectivas clases o fracciones de clase. El destino de la humanidad se dirimía en la lucha entre el proletariado y la burguesía (y su punta de lanza fascista). En cierta medida por el coste de ese combate a muerte, el marxismo reveló su crisis interna –que llevaba madurando desde los años 20, cuando la primera gran ofensiva proletaria mundial no logró los resultados que Octubre había permitido esperar–, sobre todo, a partir de la segunda posguerra mundial. Como consecuencia, los intelectuales con preocupaciones sociales se fueron alejando del marxismo, y los movimientos espontáneos de protesta dejaron de ver en el comunismo su horizonte de referencia inmediato.
Es en este contexto, en esta correlación de fuerzas, donde Simone de Beauvoir escribe su influyente obra, El segundo sexo. Desde las coordenadas de la pequeñoburguesa filosofía existencialista[41] trata de estudiar la condición social de «la mujer» y actualizar la política feminista. Pero, ¿de las mujeres de qué clase? De Beauvoir lo confiesa explícitamente en su obra:
«No obstante, existe actualmente gran número de privilegiadas que encuentran en su profesión una autonomía económica y social. A ellas nos referimos cuando nos preguntamos sobre las posibilidades de la mujer y sobre su futuro. Por esta razón, aunque todavía no constituyan más que una minoría, es especialmente interesante estudiar de cerca su situación; si los debates feministas y antifeministas se prolongan, es para hablar de su situación.»[42]
La afirmación es tan clara como certera, y la previsión exacta: si el feminismo sigue coleando, es porque tiene una base social pequeñoburguesa (profesional, cualificada, funcionarial) que lo alimenta; y, añadimos nosotros, si es hegemónico incluso en el movimiento obrero es sólo por incomparecencia de la vanguardia. La transparencia de la pensadora francesa es digna de elogio, y seguro que contrariará a más de una feminista contemporánea; lo que no es óbice para que su vigorosa obra esté, evidentemente, en la trinchera de los enemigos del proletariado revolucionario. Más allá de sus filias socialistas (¡ya vimos lo ligero de esas filias en el caso de las Pankhurst!), de Beauvoir diseña una filosofía y una moral a medida de esta mujer pequeñoburguesa; una especie de renovación teórica del viejo liberalismo, caído en desgracia definitivamente con la Gran Guerra. ¿No nos creen? Veamos:
«Desde aquí consideramos que no hay más bien público que el que garantiza el bien privado de los ciudadanos; juzgamos las instituciones desde el punto de vista de las oportunidades concretas que procuran a los individuos.»[43]
En su planteamiento resulta inconcebible la lucha de clases, la revolución social o el horizonte de la civilización comunista. Sólo tenemos el bien privado de los ciudadanos y las oportunidades del individuo como vara de medir la calidad de las instituciones. Las raíces de este argumentario son evidentes: liberalismo político mezclado con la vieja doctrina del socialismo democrático y reformista. El monstruoso hijo que tendrían, por ejemplo, un Stuart Mill y un Eduard Bernstein. Exactamente lo que hoy llamaríamos socioliberalismo, el pilar político del imperialismo. De Beauvoir, hoy, sería una firme defensora del gobierno más progresista de la historia.
Quizá crean que exageramos. Pero veamos cómo, de partida, su doctrina es anticomunista, pues considera que
«las categorías “burguesa” o “proletaria” son igualmente impotentes para encerrar a una mujer concreta. En los dramas individuales, como en la historia económica de la humanidad, subyace una infraestructura existencial que es la única que permite comprender en su unidad esta forma singular que es una vida.»[44]
Y ¿cuál es la «infraestructura existencial» que revela todos los misterios de la historia? Pues no otro que «el imperialismo de la conciencia humana, que trata de reforzar objetivamente su soberanía», imperialismo en el que está inscrita «la categoría fundamental de la Alteridad, y una pretensión original al dominio del Otro».[45] Simone nos espeta, con Hobbes: ¡Homo homini lupus!
Si recapitulamos la propuesta de la francesa, prescindiendo de entrar en más detalles, nos queda un claro cuadro del asunto: la vida singular, el individuo –principio confeso de la filosofía existencialista– desborda las categorías de clase; tiene que realizarse y conquistar su «libertad» de manera trascendente en sus «proyectos» personales (así lo formula constantemente de Beauvoir); así, el «bien público» no es más que la sumatoria de los egoístas intereses «privados»; motivo por el cual el «ciudadano» debe sancionar las «instituciones» que garanticen «oportunidades» a los «individuos» y, nos permitimos suponer, reprobar las que no lo hagan. ¡Así lo dicta el «imperialismo de la conciencia humana», al que hay que domar cívicamente! ¿Acaso no es ésta una filosofía hecha a medida de la pequeña burguesía?
Mientras la señora de Beauvoir publicaba su obra (1949), el Partido Comunista de China tomaba definitivamente el poder en el país más poblado del mundo. El proletariado revolucionario chino continuaba su obra y, armado con la experiencia soviética, revolucionaba la vida de las mujeres (¡y los hombres!) de las clases productoras. La emancipación de la mujer seguía su curso, no sólo al margen, sino en contra de las estrechas prescripciones de las feministas. Pero el lector ya ha podido verlo en las páginas precedentes de este número de Línea Proletaria. En efecto, las comparaciones son odiosas… ¡para el credo feminista!
El siguiente jalón en la triste historia del feminismo es seguramente, si pasamos por encima de Betty Friedan y La mística de la feminidad (un infumable estudio sociológico tan evidentemente burgués que no merece la pena detenerse en él), el nacimiento del feminismo radical, cuyas dos madres teóricas, Kate Millett y Shulamith Firestone, publican sus libros respectivos hacia 1970.
Aunque de la obra de la primera, Política sexual, tendremos ocasión de hablar en el siguiente número de nuestra revista, podemos señalar aquí un par de pasajes que ilustran su naturaleza política. Tras reconocer cierto mérito a la política soviética en materia familiar, la autora concluye, tan pancha, que «la propaganda que difundió [la URSS] sobre la familia tradicional fue indistinguible de la divulgada por otras naciones, incluida la Alemania nazi».[46] ¡Casi nada! Más allá del delirio positivista que encierra esta afirmación –un lugar común del trotskismo, por cierto– al prescindir absolutamente del proceso histórico, es empíricamente falsa. Mientras la política de la Alemania nazi para la mujer se resumía en el conocido lema «Kinder, Küche, Kirche» (niños, cocina, iglesia), la Unión Soviética había desplegado una ofensiva a gran escala para asegurar formas colectivas de cuidado y educación de los niños –y que, así, las mujeres no se vieran aplastadas por su peso–, había secularizado la vida social y promovido la ilustración científica de las masas y creado numerosísimas cocinas y restaurantes colectivos que libraran a la mujer de la atmósfera embrutecedora de los fogones domésticos. Por lo demás, la propuesta política más concreta que es capaz de formular Millett viendo el mundo con sus purple blinders, se resume así:
«En Norteamérica, cabe esperar que el nuevo movimiento feminista llegue a constituir, con los negros y estudiantes, una auténtica coalición tan radical como igualitaria. Es incluso posible que las mujeres representen una de las fuerzas impulsoras más cruciales a la hora de imprimir un giro decisivo a la mentalidad nacional que, en el momento presente, mantiene un equilibrio muy inestable entre esas dos vías opuestas que son el progreso y la represión política.»[47]
Y, ¿cómo lograr objetivos de tan poco vuelo? Con métodos igualmente infantiles:
«A este respecto, el mayor empuje debe derivar de una verdadera reeducación y maduración de la personalidad, y no tanto del despliegue teatral de la agitación armada (aun cuando éste se hiciese inevitable). Poseemos suficientes motivos para creer que la dedicación y la inteligencia creadora de un elevado contingente de personas podría incluso eliminar por completo la necesidad habitual de recurrir a los métodos violentos.»[48]
Como vemos, Kate Millett es una verdadera precursora de la trillada interseccionalidad. Quiere «imprimir un giro» de «progreso» a la «mentalidad nacional». Llama a esto «revolución social» (¡contengan la risa!) y, por supuesto, para tal empresa no necesita «métodos violentos», sino sólo la pacífica «inteligencia creadora» de un puñado de redentores (perdón: redentoras) de la humanidad, que «reeduquen» la «personalidad» de los individuos. «¿Y quién educa al educador, señorita Millett?», preguntaría irónicamente el viejo Marx recordando su tercera tesis sobre Feuerbach.
Fuera de bromas, es evidente que el moderadísimo programa millettiano está esencialmente cumplido: la «mentalidad» de las naciones imperialistas ha dado un «giro» pacífico (¡ahora veremos quién sufre la pax imperialista del programa feminista!) en el sentido indicado por las feministas; la burguesía hoy se ve a sí misma a través de una cegadora neblina morada.
Pero, ¿qué hay de Firestone, la más radical de las radicales, la más ambiciosa y sistemática de las feministas de nuevo cuño? Creemos que los greatest hits de La dialéctica del sexo espantarán hasta a la más dogmática de las feministas. En la distopía tecnológica que nos tiene preparada Firestone, «tendríamos que adoptar en primer lugar –para el éxito completo de nuestros objetivos– un socialismo que actuara dentro de un estado cibernético», «aun cuando siguiera siendo una economía monetaria», que aboliera de facto el «trabajo». En un arrebato de maltusianismo, nos dice que habría que crear «profesiones célibes»… ¡«como solución al problema demográfico»! Las criaturas que sí tengan el permiso de Firestone para ver el mundo, tendrán, eso sí, que nacer en asépticas probetas (Firestone aborrece la «gestación», culmen de «la tiranía de la biología reproductiva» de la mujer), ya que «es probable que –una vez eliminados los intereses del ego en la paternidad– la reproducción artificial se desarrolle y consiga amplia aceptación». En el terrorífico mundo ideal pergeñado por su mente perturbada, con la maternidad progresivamente abolida y sus «unidades de convivencia» funcionando a todo trapo, «si el niño escogiera la relación sexual con los adultos, aun en el caso de que escogiera a su propia madre genética, no existirían razones a priori para que ésta rechazara sus insinuaciones sexuales». De hecho, desde el punto de vista de los adultos, «las relaciones con los niños incluirían la cantidad de sexualidad genital de que el niño fuera capaz –probablemente bastante más de lo que creemos en la actualidad–», dado que «los tabús sexuales adulto-niño (…) desaparecerían».[49]
Resumimos: un «socialismo cibernético» que comporta una «economía monetaria», niños-probeta y maltusianismo, y «unidades de convivencia» abiertas al incesto y la pederastia. Una distopía situada en el punto geométrico exacto donde se cruzan la China socialfascista, Matrix y un lumpenar parking de caravanas hippies donde no rigen las normas mínimas de la civilización.
Mientras Millet y Firestone, entre muchas otras, trataban de dar cobertura teórica al renovado movimiento femenino burgués (que resurgió de sus cenizas en la segunda mitad de los años 60), en China todavía resonaban los poderosos ecos de la Gran Revolución Cultural Proletaria (GRPC). Y, como toda verdadera revolución, ésta también conmocionó los pilares de la opresión de la mujer, como habrá visto el lector en este mismo número de Línea Proletaria.[50]
Por acabar este lúgubre repaso, señalemos que en 1989, mientras el Partido Comunista del Perú se acercaba al equilibrio estratégico de su Guerra Popular (con una masiva presencia femenina en sus filas, de la base a la dirección), Judith Butler publicaba El género en disputa. En el prólogo posterior confesaba que llamaba a las «minorías sexuales» a conformarse con «sobrevivir» y «conseguir una vida llevadera».[51] Pero el proletariado revolucionario, a diferencia de todo el oportunismo, no quiere una opresión llevadera ni limitarse a sobrevivir. Ése es el discurso hipócrita de los esclavistas, que quieren siervos satisfechos, y de los esclavos cómplices de su propia condición. Los comunistas queremos, precisamente, que la opresión resulte insoportable; y no porque crezca el padecimiento de los marginados, sino porque su conciencia revolucionaria los ponga en contradicción absoluta con una sociedad caduca que sólo merece ser destruida. ¡Los comunistas queremos, como las obreras de la Francia revolucionaria, la libertad o la muerte!
V. ¿Qué ha logrado el feminismo contemporáneo?
Hasta el presente, y como reconocía ya en 1970 Shulamith Firestone, la historia no sabe de ninguna revolución feminista. No ha existido tal cosa, ni existirá mientras la palabra revolución todavía conserve algún significado. Ni siquiera las propias feministas tienen claro en qué consistiría tal hipotética cosa, agotándose las propuestas del movimiento femenino burgués realmente existente en el corporativismo, la solución policial-judicial de las manifestaciones de la opresión de la mujer y vagas ideas educativas… ¡por parte de los Estados burgueses! El proletariado revolucionario, aunque hoy derrotado, sí ofreció a las generaciones futuras un camino de emancipación para toda la humanidad. Dieron los primeros pasos en ese difícil pero luminoso sendero. Su periplo, como venimos insistiendo, nos proporciona las materias primas necesarias para retomar el camino mejor pertrechados… ¡si es que nos atrevemos a explotarlo a través del Balance!
Lo que ha producido el feminismo mientras el proletariado nacía, maduraba organizándose y hacía su revolución ya lo hemos visto: odio de clase contra las proletarias, moderantismo político –cuando no su explícito alineamiento con la reacción fascista–, y, finalmente, abierta oposición al comunismo. Pero, ¿qué nos ofrece la historia reciente del movimiento femenino burgués, crecientemente emancipado de la condicionante presión del proletariado revolucionario y de la hegemonía del marxismo?
Como hasta ahora, usaremos fuentes feministas para que las palabras, obras y omisiones del movimiento femenino bailen al son de su propia melodía. Como en un confesionario, queremos eliminar todo el ruido ambiental para que las “mejores” cabezas del feminismo hablen sin tapujos en su propio idioma. Intentaremos traducirlo. En este sentido, hay dos interesantes textos en que un par de autoras feministas intentan hacer un balance de las últimas décadas de conquistas del movimiento femenino burgués: El feminismo, el capitalismo y la astucia de la historia, de Nancy Fraser, y ¿Qué feminismos?, de Susan Watkins. Estos documentos servirán para revisar la hoja de servicios del feminismo y comprobar que su currículum vitae es una lamentable sucesión de contribuciones al sostenimiento del sistema imperialista.
Comencemos con Fraser, que admite estar convencida de que
«la difusión de las actitudes culturales nacidas de la segunda ola del feminismo ha formado parte de otra transformación social, involuntaria e imprevista para las activistas feministas: una transformación social del capitalismo de posguerra (…) [pues] los cambios culturales propulsados por la segunda ola, saludables en sí mismos, han servido para legitimar una transformación estructural de la sociedad capitalista que avanza directamente en contra de las visiones feministas de una sociedad justa.»[52]
¡Menudo chasco! Lo que Fraser afirma, con tanta perspicacia como cínica ingenuidad, es que las feministas han sido las tontas útiles del imperialismo; que la lógica del capitalismo no sólo puede absorber cualquier reivindicación parcial, sino que estos mismos reclamos son consecuencia de la constante transformación de las relaciones de producción. Nosotros, poco amigos de tratar con paternalismo a nadie –y menos aún a nuestros enemigos–, creemos que el problema es más fácil: este discursito condescendiente es la única salida que tiene el feminismo para conciliar su práctica objetiva (reformista, imperialista, antiproletaria, etc.) con las mistificadas quimeras ideológicas (de una «sociedad justa», ¡sea eso lo que sea!) que el movimiento femenino burgués necesita elaborar para sí mismo, y, sobre todo, para prometer algo a las proletarias que se ven sumergidas en el movimiento de la clase enemiga.
Fraser admite, de hecho, que el objetivo del feminismo de la segunda ola «no era tanto el de desmantelar las instituciones estatales como transformarlas en agencias que promoviesen, y de hecho expresasen, una justicia de género»; porque, «lejos de querer mercados libres del control estatal, buscaban democratizar el poder del Estado, maximizar la participación ciudadana, fortalecer la responsabilidad y aumentar los flujos comunicativos entre el Estado y la sociedad».[53] De lo que nos habla aquí Fraser es del evidente papel del feminismo como engranaje entre las masas y Estado, del movimiento femenino burgués como factor (¡y actor!) de la constante reforma del imperialismo, mecanismo adaptativo por antonomasia que garantiza la precaria estabilidad de la civilización burguesa. Y si esto es sólo la cobertura cultural y política del fenómeno, sus fundamentos económicos no dejan de ser los que son, pues
«las mujeres han entrado en tromba en los mercados de trabajo de todo el mundo; la consecuencia ha sido la de menoscabar de una vez por todas el ideal del salario familiar que el capitalismo organizado de Estado propugnaba. En el “desorganizado” capitalismo neoliberal, ese ideal se ha sustituido por la norma de la familia con dos perceptores de salario. No importa que la realidad que subyace al nuevo ideal sean los niveles salariales deprimidos, la caída en la seguridad en el trabajo, el descenso del nivel de vida, un fuerte aumento del número de horas trabajadas a cambio del salario por familia, la exacerbación del doble turno –ahora a menudo triple o cuádruple– y el aumento de los hogares en los que el cabeza de familia es una mujer. El capitalismo desorganizado saca peras del olmo elaborando una nueva narrativa del avance femenino y la justicia de género.»[54]
Y ¿qué consecuencias tiene eso para la lucha de clase del proletariado? Fraser sigue diciendo que
«el feminismo de la segunda ola ha aportado involuntariamente un ingrediente clave del nuevo espíritu del neoliberalismo. Nuestra crítica al salario familiar proporciona ahora buena parte de la narrativa que inviste al capitalismo flexible de un significado más elevado y de un argumento moral. Dotando a sus luchas diarias de un significado ético, la narrativa feminista atrae a las mujeres de ambos extremos del espectro social: en un extremo, los cuadros femeninos de las clases medias profesionales, decididas a romper el techo de cristal; en el otro, las temporeras, las trabajadoras a tiempo parcial, las empleadas de servicios con bajos salarios, las empleadas domésticas, las trabajadoras del sexo, las migrantes, las maquiladoras y las solicitantes de microcréditos (…). En ambos extremos, el sueño de la emancipación de las mujeres [sólo en su pálida versión feminista, añadimos nosotros] va atado al motor de la acumulación capitalista. Así, la crítica del feminismo de la segunda ola al salario familiar (…) sirve hoy para intensificar la valorización del trabajo asalariado del capitalismo.»[55]
El resumen es, de nuevo, evidentísimo. Plano económico: tras los 30 gloriosos del capitalismo de posguerra, con el peligro rojo desvaneciéndose, la burguesía incorpora masivamente a mujeres a la producción social (¡progresiva tendencia!) y lamina drásticamente a la vieja aristocracia obrera. Plano político: estos cambios económicos encuentran expresión en el Estado burgués a través del resurgido movimiento femenino burgués, que trata de «infundirles a dichas instituciones unos valores feministas». Plano ideológico: las feministas elaboran sus teorías y formulan sus valores culturales como expresión de los cambios económicos y políticos que el modo de producción capitalista ha sufrido; y, siendo expresión superestructural suya, no pueden menos que retroalimentar y legitimar el proceso, borrando del horizonte de lo imaginable una revolución social que apunte a la libre asociación de los productores de ambos sexos, emancipados del yugo de la maquinaria burocrática estatal.
¿Qué hay, para acabar con Fraser, de las consecuencias en el plano internacional? Pues, entre otras cosas, que
«la crítica al androcentrismo del Estado desarrollista se transformó en un entusiasmo por las ONG, que emergieron por todas partes para cubrir el vacío dejado por los Estados cada vez más reducidos. (…) Sin embargo, a menudo el efecto fue el de despolitizar los grupos locales y desviar sus agendas hacia direcciones favorecidas por los financiadores del Primer Mundo.»[56]
Así que, si traducimos el eufemístico lenguaje feminista de Fraser a la sencilla lengua del proletariado, vemos que la autora no hace sino reconocer que las ONGs feministas han sido una correa de transmisión entre las potencias imperialistas y los países oprimidos, esto es, instrumentos de injerencia imperialista de las metrópolis que, entre otras cosas, buscan la pacificación interna de la lucha de clases en las «poscolonias», como las llama Fraser, para mejor beneficio del capital financiero occidental. ¡Hay que tener mucho cuajo para enorgullecerse de ser feminista![57]
Por su parte, Susan Watkins también da cuenta de este proceso y afirma incluso que «la nueva maquinaria del feminismo global se estaba construyendo así sobre el empeoramiento de las condiciones de vida de las mujeres en gran parte del mundo».[58] Más adelante, dice con franqueza:
«En los albores del nuevo siglo había cobrado consistencia un espeso caparazón de burocracia feminista global. En el ámbito de las cumbres mundiales, las feministas activas en Washington DC, plenamente acomodadas en los corredores de la riqueza y el poder, redactaban los objetivos del “empoderamiento de las mujeres”. Las instituciones financieras internacionales –Banco Mundial, FMI– ampliaban sus unidades forjadas en el feminismo convencional para asegurar que las medidas de globalización que imponían tuvieran en cuenta la agenda feminista. Contaban con el respaldo de un estrato internacional de profesionales feministas altamente cualificadas y educadas en Occidente, que mediaban entre las agencias de desarrollo, los “donantes” –funcionarias escandinavas de los servicios de ayuda exterior, fundaciones (Gates, Ford, Rockefeller), banco de inversión y corporaciones (Walmart, Coca-Cola, Goldman Sachs)– y una jerarquía ahora mucho más homogeneizada de organismos internacionales, regionales y locales, que empleaban a cientos de miles de trabajadoras y trabajadores a tiempo completo en las ONG, muchas de ellas profundamente comprometidas con la causa. Esa era la infantería del feminismo global, cuya magnitud atestiguaba su creciente presencia.»[59]
Watkins traza un balance de «resultados» decepcionante para cualquier feminista que quiera sinceramente luchar por una sociedad sin clases y mire las cosas con un mínimo grado de objetividad:
«El cambio social concreto atribuible a la agenda feminista global ha sido menos espectacular y se ha concentrado en gran medida en la cima de la pirámide social. (…) Ha habido una leve feminización de las élites globales (…). En promedio, la equiparación económica ha sido en gran medida un proceso de “nivelación hacia abajo” entre los varones, al disminuir su salario e irse erosionando el modelo del cabeza de familia (…). Las políticas reproductivas del feminismo global también han conservado un apremio coercitivo. Las ONG se han concentrado en la supresión farmacéutica de la fertilidad, en lugar de desarrollar las condiciones sociales para la autonomía de las mujeres (…). Fue en los microcréditos donde el feminismo global y las finanzas globales se unieron para crear una nueva “frontera subprime” valorada en 100 millardos de dólares: “Lucha contra la pobreza, rentablemente”, como le gusta decir a la fundación de Bill y Melinda Gates. (…) Pero las pruebas de cualquier efecto emancipador para las mujeres pobres son escasas.»[60]
Repetimos las generosísimas palabras de esta feminista: las pruebas de cualquier efecto emancipador del feminismo para las mujeres pobres son escasas. Nosotros diríamos que nulas. La propia Watkins se pregunta anonada por este fracaso, y se responde a sí misma:
«¿Por qué son tan decepcionantes los resultados de tanto esfuerzo y tan sesgados los beneficios hacia la clase media-alta? Las limitaciones del proyecto feminista global están inscritas en parte en su modelo estratégico: “incorporar a las mujeres a la corriente principal” del orden existente, sobre todo a los estratos empresariales y profesionales.»[61]
Como hemos dicho, el movimiento femenino burgués ha tenido siempre como meta la integración de las mujeres en la sociedad burguesa y su representación en el Estado. Por lo que, siendo las masas hondas del proletariado lo inasimilable por el sistema, el resto siempre sobrante pero necesario, el feminismo sólo puede ofrecer a la proletaria un opiáceo púrpura que la distraiga con quimeras reformistas y le impida pensar con su propia clase. Y, por supuesto, las mujeres privilegiadas de la aristocracia obrera se encargan de mediar en el deal: como el camello que pasa para pagar su propio consumo, cortan la mierda morada con polvos rojizos de colorete de segunda, con los que maquillan la venenosa mercancía. Por eso el artículo de Watkins es instructivo en la medida en que explora numerosos resultados concretos, alrededor de todo el mundo, del feminismo realmente existente: campañas de esterilización, legitimación de injerencias imperialistas, subversión del derecho penal, promoción de la usura de las instituciones financieras con la cobertura moralista del “empoderamiento” femenino, etc. ¡He aquí la pax feminista, impuesta sobre el sufrimiento de los desposeídos, y muy especialmente de las mujeres trabajadoras! Aun así, nosotros nos hemos limitado a señalar los aspectos generales que resultan de todo el proceso, porque la crítica teórica de la ideología feminista sólo puede basarse en estos mimbres históricos y políticos: el estado de la cuestión antes de Octubre (LP5), la experiencia revolucionaria del proletariado durante el Ciclo (LP6) y la práctica coetánea del reformista del movimiento femenino burgués, que hemos explorado en este artículo.
Como vemos, pues, el feminismo no sólo no tiene a sus espaldas ni una sola experiencia que se asemeje en algo a una revolución social; por el contrario, toda su historia, tan o tan poco longeva como la del marxismo, ha discurrido siempre en la trinchera burguesa de la historia, ofreciéndose gustoso a reformar el capitalismo, estabilizarlo y protegerlo del peligro comunista. El comunismo, por su parte, ha sido «el gran emancipador del sexo femenino», como dijera Zetkin hace un siglo. ¿Con qué derecho alegan las feministas que el comunismo no se ha preocupado de la condición social de la mitad de la humanidad? Sus acusaciones recuerdan al Macbeth de Shakespeare, quien, para ocultar sus manos manchadas de la sangre de a quien decía servir, acusa del magnicidio, con fingida e histérica afectación, a los protectores del rey, a los que acaba de apuñalar con nocturna alevosía.
La historia del movimiento femenino burgués es, en resumidísimas cuentas, la que acabamos de relatar apoyándonos en los jalones que constituyen las propias palabras, obras y omisiones de las feministas. Sus opiniones antipopulares y pequeñoburguesas están registradas. Su actividad antiproletaria e imperialista está más que demostrada. Su absoluta incapacidad para concebir –no digamos generar– revolución, probada. ¡Son las feministas las que nunca se han preocupado realmente de los intereses de las mujeres proletarias que, como todos sus hermanos de clase, necesitan la revolución comunista para ser verdaderamente libres!
Por el contrario, la historia del comunismo, gran emancipador histórico del sexo femenino, es la que proletarios y proletarias deben retomar, levantándose, para que ni un solo ser humano quede postrado en la tierra.
Comité por la Reconstitución
[39] Ibíd., pp. 239-240.
[40] Cfr. Ibíd., pp. 241-242.
[41] Conviene tener presente el objetivo ideológico explícito de Sartre al formular su filosofía existencialista. En 1936 ya decía: «Siempre me ha parecido que una hipótesis de trabajo tan fecunda como el materialismo histórico en modo alguno exigía como base el absurdo que constituye el materialismo metafísico [dialéctico]». Y, en 1960, completaba: «Entiendo por marxismo el materialismo histórico (…) y no el materialismo dialéctico, si se entiende por ello ese ensueño metafísico que cree descubrir una dialéctica de la naturaleza». ¡Ah, la concepción marxista del mundo denunciada como absurda metafísica! ¿No se cansan los intelectuales críticos de rumiar esta obsesión por despojar al proletariado de su cosmovisión? Cfr. Jean-Paul Sartre; en VV.AA. La filosofía en el siglo XX. Siglo XXI Editores. Madrid, 1981, p. 216 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[42] DE BEAUVOIR, S. El segundo sexo. Ediciones Cátedra/Universitat de València/Instituto de la Mujer. Madrid, 2001, v. II, p. 495.
[43] Ibíd., v, I, p. 63.
[44] Ibíd., p. 122.
[45] Ibíd., p. 120 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[46] MILLETT, K. Política sexual. Ediciones Cátedra, Universitat de València/Instituto de la mujer. Madrid, 1995, p. 304 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[47] Ibíd., p. 608.
[48] Ibíd. (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[49] Todas los fragmentos citados en el párrafo pertenecen a FIRESTONE, S. La dialéctica del sexo. Editorial Kairós. Barcelona, 1976, pp. 262-301.
[50] Otro testimonio de interés acerca de cómo la GRCP siguió transformando la vida de las trabajadoras chinas es La mitad del cielo, de Claudie Broyelle. La autora, aun a pesar de traer de occidente los prejuicios feministas de moda por entonces –y obviando su posterior condición de reaccionaria renegada–, no puede menos que admitir que todas sus baratijas feministas estaban de sobra en la China revolucionaria, donde las obreras y campesinas transformaban realmente las relaciones sociales que las conforman bajo la dirección ideológica y política del Partido Comunista… ¡sin recurrir, y combatiendo, toda la arrogante basura feminista!
[51] BUTLER, J. El género en disputa. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona, 2007, pp. 32-33.
[52] El feminismo, el capitalismo y la astucia de la historia; en NEW justify REVIEW, nº 56, mayo/junio de 2009, p. 89.
[53] Ibíd., p. 95 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[54] Ibíd., p. 98 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[55] Ibíd., p. 99 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[56] Ibíd., p. 99 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[57] Después del análisis, Fraser nos recuerda la radicalidad del feminismo: servir de apoyo crítico al criminal partido demócrata, que, según creía nuestra autora, con la reciente elección de Obama podía haber abierto el camino del fin el neoliberalismo. ¡Sería gracioso si no fuera trágico!
[58] ¿Qué feminismos?; en NEW justify REVIEW, nº 109, marzo/abril de 2018, p. 45 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[59] Ibíd., p. 53 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[60] Ibíd., pp. 58-62 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
[61] Ibíd., p. 63 (la negrita es nuestra –N. de la R.).
https://www.reconstitucion.net/Documentos/LP_6/Feminismo_retaguardia_historia.html