PRESENTACIÓN DE LA ANTIPEDAGOGÍA

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1) GENEALOGÍA DE LA ESCUELA
La Escuela (general, obligatoria) surge en Europa, en el siglo XIX, para resolver un problema
de gestión del espacio social. Responde a una suerte de complot político-empresarial,
tendente a una reforma moral de la juventud —forja del “buen obrero” y del “ciudadano
ejemplar”.
En Trabajos elementales sobre la Escuela Primaria, A. Querrien desvela el nacimiento de la
Escuela (moderna, regulada, estatal) en el Occidente decimonónico: en el contexto de una
sociedad industrial capitalista enfrentada a dificultades de orden público y de inadecuación
del material humano para las exigencias de la fábrica y de la democracia liberal, va tomando
cuerpo el plan de un enclaustramiento masivo de la infancia y de la juventud, alimentado por
el cruce de correspondencia entre patronos, políticos y filósofos, entre empresarios,
gobernantes e intelectuales. Se requería una transformación de las costumbres y de los
caracteres; y se eligió el modelo de un encierro sistemático —adoctrinador y moralizador—
en espacios que imitaron la estructura y la lógica de las cárceles, de los cuarteles y de las
factorías.
2) LA FORMA OCCIDENTAL DE EDUCACIÓN ADMINISTRADA. El “TRÍPODE”
ESCOLAR
A) El Aula
Supone una ruptura absoluta, un hiato insondable, en la historia de los procedimientos de
transmisión cultural: en pocas décadas, se generaliza la reclusión “educativa” de toda una
franja de edad (niños, jóvenes). A este respecto, I. Illich ha hablado de la invención de la
niñez:
“Olvidamos que nuestro actual concepto de «niñez» solo se desarrolló recientemente y en Europa
occidental (…). La niñez pertenece a la burguesía. Los hijos de los obreros, los de los campesinos y
los de los nobles vestían todos como lo hacían sus padres, jugaban como estos, y eran ahorcados
al igual que los mayores (…). Si no existiese una institución de aprendizaje obligatorio y para una
edad determinada, la «niñez» dejaría de fabricarse (…). Solo a «niños» se les puede enseñar en la
escuela. Solo segregando a los seres humanos en la categoría de la niñez podremos someterlos
alguna vez a la autoridad de un maestro de escuela”.
Desde entonces, el estudiante se define como un “prisionero a tiempo parcial”. Forzada a
clausura intermitente, la subjetividad de los jóvenes empieza a reproducir los rasgos de todos
los seres aherrojados, sujetos a custodia institucional. Son sorprendentes las analogías que
cabe establecer entre los comportamientos de nuestros menores en las escuelas y las actitudes
de los compañeros presos de F. Dostoievski, descritas en su obra El sepulcro de los vivos.
Pero para educar no es preciso encerrar: la educación “sucede”, “ocurre”, “acontece”, en
todos los momentos y en todos los espacios de la sociabilidad humana. Ni siquiera es
susceptible de deconstrucción. Así como podemos deconstruir el Derecho, pero no la justicia,
cabe someter a deconstrucción la Escuela, aunque no la educación. “Solo se deconstruye lo
que está dado institucionalmente”, nos decía J. Derrida en “Una filosofía deconstructiva”.
En realidad, se encierra para:
1) Asegurar a la Escuela una ventaja decisiva frente a las restantes instancias de socialización
(las familias, los centros sociales y culturales, “la calle”, etc.), en principio menos
controlables (A. Querrien, I. Illich).
2) Proporcionar, a la intervención pedagógica sobre la conciencia, la duración y la intensidad
requeridas a fin de solidificar habitus y conformar “estructuras de la personalidad”
reproductivas del sistema económico y político imperante (P. Bourdieu, J. C. Passeron).
3) Sancionar la primacía absoluta del Estado, que rapta todos los días a los menores y obliga
a los padres, bajo amenaza de sanción administrativa, a cooperar en tal secuestro, como nos
recuerda J. Donzelot en La policía de las familias. Se termina aceptando casi sin resistencia
la intromisión del Estado en el ámbito de la educación de los hijos, renunciando a lo que
podría considerarse constituyente de la esfera de privacidad y libertad de las familias.
B) El Profesor
Se trata, en efecto, de un educador; pero de un educador entre otros (educadores “naturales”,
como los padres; educadores elegidos para asuntos concretos, o “maestros”; educadores
fortuitos, tal esas personas que se cruzan inesperadamente en nuestras vidas y, por un lance
del destino, nos marcan en profundidad; actores de la “educación comunitaria”; todos y cada
uno de nosotros, en tanto auto-educadores; etcétera). Lo que define al Profesor, recortándolo
de ese abigarrado cuadro, es su índole “mercenaria”.
Mercenario en lo económico, pues aparece como el único educador que proclama consagrarse
a la más noble de las tareas y, acto seguido, pasa factura, cobra. “Si el Maestro es
esencialmente un portador y comunicador de verdades que mejoran la vida, un ser inspirado
por una visión y una vocación que no son en modo alguno corrientes, ¿cómo es posible que
presente una factura”? (G. Steiner). Mercenario en lo político, porque se halla forzosamente
inserto en la cadena de la autoridad; opera, siempre y en todo lugar, como un eslabón en el
engranaje de la servidumbre. Su lema sería: “Mandar para obedecer, obedecer para mandar”
(J. Cortázar).
Desde la antipedagogía se execra particularmente su auto-asignada función demiúrgica
(“demiurgo”: hacedor de hombres, principio activo del mundo, divinidad forjadora), solidaria
de una “ética de la doma y de la cría”, en palabras de F. Nietzsche. Asistido de un verdadero
poder pastoral (M. Foucault), ejerciendo a la vez de Custodio, Predicador y Terapeuta (I.
Illich), el Profesor despliega una operación pedagógica sobre la conciencia de los jóvenes,
labor de escrutinio y de corrección del carácter tendente a un cierto “diseño industrial de la
personalidad”. Tal una aristocracia del saber, tal una élite moral domesticadora, los
profesores se aplicarían al muy turbio Proyecto Eugenésico Occidental, siempre en pos de un
Hombre Nuevo —programa trazado de alguna manera por Platón en El Político, aderezado
por el cristianismo y reelaborado metódicamente por la Ilustración. Bajo esa determinación
histórico-filosófica, el Profesor trata al joven como a un bonsái: le corta las raíces, le poda las
ramas y le hace crecer siguiendo un canon de mutilación. “Por su propio bien”, alega la
ideología profesional de los docentes… (A. Miller).
C) La Pedagogía
Disciplina que suministra al docente la dosis de autoengaño, o “mentira vital” (F.
Nietzsche), imprescindible para atenuar su mala conciencia de agresor. Narcotizado por un
saber justificativo, podrá violentar todos los días a los niños, arbitrario en su poder, sufriendo
menos… Los oficios viles esconden la infamia de su origen y de su función con una
“ideología laboral” que sirve de disfraz y de anestésico a los profesionales: “Estos disfraces
no son supuestos. Crecen en las gentes a medida que viven, así como crece la piel, y sobre la
piel el vello. Hay máscaras para los comerciantes así como para los profesores” (F.
Nietzsche).
Como “artificio para domar” (F. Ferrer Guardia), la pedagogía se encarga también de
readaptar el dispositivo escolar a las sucesivas necesidades de la máquina económica y
política, en las distintas fases de su conformación histórica. Podrá así perseverar en su
objetivo explícito (“una reforma planetaria de las mentalidades”, en palabras de E. Morin,
suscritas y difundidas sin escatimar medios por la UNESCO), modelando la subjetividad de
la población según las exigencias temporales del aparato productivo y de la organización
estatal.
A grandes rasgos, ha generado tres modalidades de intervención sobre la psicología de los
jóvenes: la pedagogía negra, inmediatamente autoritaria, al gusto de los despotismos
arcaicos, que instrumentaliza el castigo y se desenvuelve bajo el miedo de los escolares, hoy
casi enterrada; la pedagogía gris, preferida del progresismo liberal, en la que el profesorado
demócrata, jugando la carta de la simpatía y del alumnismo, persuade al estudiante-amigo de
la necesidad de aceptar una subalternidad pasajera, una subordinación transitoria, para el
logro de sus propios objetivos sociolaborales; y la pedagogía blanca, en la vanguardia del
Reformismo Pedagógico contemporáneo, invisibilizadora de la coerción docente, que
confiere el mayor protagonismo a los estudiantes, incluso cuotas engañosas de poder,
simulando espacios educativos “libres”.
En El enigma de la docilidad, valoramos desabridamente el ascenso irreversible de las
pedagogías blancas:
“Se produce, fundamentalmente, una «delegación» en el alumno de determinadas incumbencias
tradicionales del profesor; un trasvase de funciones que convierte al estudiante en sujeto/objeto
de la práctica pedagógica… Habiendo intervenido, de un modo u otro, en la rectificación del
temario, ahora habrá de padecerlo. Erigiéndose en el protagonista de las clases re-activadas, en
adelante se co-responsabilizará del fracaso inevitable de las mismas y del aburrimiento que
volverá por sus fueros conforme el factor rutina erosione la capa de novedad de las dinámicas
participativas. Involucrándose en los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién revolverse
cuando sufra las consecuencias de la calificación discriminatoria y jerarquizadora. Aparentemente
al mando de la nave escolar, ¿a quién echará las culpas de su naufragio? Y, si no naufraga, ¿de
quién esperará un motín cuando descubra que lleva a un mal puerto?
En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico, la Democracia confiará al estudiante las
tareas cardinales de su propia coerción. De aquí se sigue una invisibilización del educador como
agente de la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que definen la
lógica interna de la Institución”.
Frente a la tradición del Reformismo Pedagógico (movimiento de las Escuelas Nuevas,
vinculado a las ideas de J. Dewey en EEUU, M. Montessori en Italia, J. H. Pestalozzi en
Suiza, O. Decroly en Bélgica, A. Ferrière en Francia, etc.; irrupción de las Escuelas Activas,
asociadas a las propuestas de C. Freinet, J. Piaget, P. Freire,…; tentativa de las Escuelas
Modernas, con F. Ferrer Guardia al frente; eclosión de las Escuelas Libres y otros proyectos
antiautoritarios, como Summerhill en Reino Unido, Paideia en España, la “pedagogía
institucional” de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez en América Latina o los centros
educativos inspirados en la psicoterapia de C. R. Rogers en Norteamérica; y la articulación de
la Escuela Socialista, desde A. Makarenko hasta B. Suchodolski, bajo el comunismo), no
existe, en rigor, una tradición contrapuesta, de índole antipedagógica.
La antipedagogía no aparece como una corriente homogénea, discernible, con autores que
remiten unos a otros, que parten unos de otros. Deviene, más bien, como “intertexto”, en un
sentido próximo al que este término conoce en los trabajos de J. Kristeva: conjunto
heterogéneo de discursos, que avanzan en direcciones diversas y derivan de premisas también
variadas, respondiendo a intereses intelectuales de muy distinto rango (literarios, filosóficos,
cinematográficos, técnicos,…), pero que comparten un mismo “modo torvo” de contemplar la
Escuela, una antipatía radical ante el engendro del praesidium formativo, sus agentes
profesionales y sus sustentadores teóricos. Ubicamos aquí miríadas de autores que nos han
dejado sus impresiones negativas, sus críticas, a veces sus denuncias, sin sentir
necesariamente por ello la obligación de dedicar, al aparato escolar o al asunto de la
educación, un corpus teórico riguroso o una gran obra. Al lado de unos pocos estudios
estructurados, de algunas vastas realizaciones artísticas, encontramos, así, un sinfín de
artículos, poemas, cuentos, escenas, imágenes, parágrafos o incluso simples frases, apuntando
siempre, por vías disímiles, a la denegación de la Escuela, del Profesor y de la Pedagogía.
En este intertexto antipedagógico cabe situar, de una parte, poetas románticos y no
románticos, escritores más o menos “malditos” y, por lo común, creadores poco
“sistematizados”, como el Conde de Lautréamont (que llamó a la Escuela “Mansión del
Embrutecimiento”), F. Hölderlin (“Ojalá no hubiera pisado nunca ese centro”), O. Wilde (“El
azote de la esfera intelectual es el hombre empeñado en educar siempre a los demás”), Ch.
Baudelaire (“Es sin duda el Diablo quien inspira la pluma y el verbo de los pedagogos”), A.
Artaud (“Ese magma purulento de los educadores”), J. Cortázar (La escuela de noche), J. M.
Arguedas (Los escoleros), Th. Bernhard (Maestros antiguos), J. Vigo (Cero en conducta),
etc., etc., etc. De otra parte, podemos enmarcar ahí a unos cuantos teóricos, filósofos y
pensadores ocasionales de la educación, como M. Bakunin, F. Nietzsche, P. Blonskij
(desarrollando la perspectiva de K. Marx), F. Ferrer Guardia en su vertiente “negativa”, I.
Illich y E. Reimer, M. Foucault, A. Miller, P. Sloterdijk, J. T. Gatto, G. Steva, J. Larrosa con
intermitencias, J. C. Carrión Castro,… En nuestros días, la antipedagogía más concreta,
perfectamente identificable, se expresa en los padres que retiran a sus hijos del sistema de
enseñanza oficial, pública o privada; en las experiencias educativas comunitarias que asumen
la desescolarización como meta (Olea en Castellón, Bizi Toki en Iparralde,…); en las
organizaciones defensivas y propaladoras antiescolares (Asociación para la Libre Educación,
por ejemplo) y en el activismo cultural que manifiesta su disidencia teórico-práctica en redes
sociales y mediante blogs (Caso Omiso, Crecer en Libertad,…).
3) EL “OTRO” DE LA ESCUELA: MODALIDADES EDUCATIVAS
REFRACTARIAS A LA OPCIÓN SOCIALIZADORA OCCIDENTAL
La Escuela es solo una “opción cultural” (P. Liégeois), el hábito educativo reciente de apenas
un puñado de hombres sobre la tierra. Se mundializará, no obstante, pues acompaña al
Capitalismo en su proceso etnocida de globalización…
En un doloroso mientras tanto, otras modalidades educativas, que excluyen el mencionado
trípode escolar, pugnan hoy por subsistir, padeciendo el acoso altericida de los aparatos
culturales estatales y para-estatales: educación tradicional de los entornos rural-marginales,
educación comunitaria indígena, educación clánica de los pueblos nómadas, educación
alternativa no-institucional (labor de innumerables centros sociales, ateneos, bibliotecas
populares, etc.), auto-educación,…
Enunciar la otredad educativa es la manera antipedagógica de confrontar ese discurso
mixtificador que, cosificando la Escuela (desgajándola de la historia, para presentarla como
un fenómeno natural, universal), la fetichiza a conciencia (es decir, la contempla
deliberadamente al margen de las relaciones sociales, de signo capitalista, en cuyo seno nace
y que procura reproducir) y, finalmente, la mitifica (erigiéndola, por ende, en un ídolo sin
crepúsculo, “vaca sagrada” en expresión de I. Illich).

Pedro García Olivo
www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

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