Arte: Alice Vasconcellos
«Como educadoras y educadores somos políticos, hacemos política al hacer educación. Y si soñamos con la democracia debemos luchar día y noche por una escuela en la que hablemos a los educandos y con los educandos, para que escuchándolos podamos también ser oídos por ellos.» Paulo Freire
Texto del filósofo y pedagogo brasileño Paulo Freire, publicado en el libro «Cartas a quem ousa ensinar»
Por: Paulo Freire
Partamos del intento de comprender el enunciado de arriba, en cuyo primer cuerpo dice: «de hablarle al educando a hablarle a él y con él». Podríamos organizar este primer cuerpo de la siguiente manera sin perjudicar su sentido: «Del momento en que le hablamos al educando al momento en que hablamos con él»; o: «de la necesidad de hablarle al educando a la necesidad de hablar con él»; o aun: «es importante que vivamos la experiencia equilibrada y armoniosa entre hablarle al educando y hablar con él». Esto quiere decir que hay momentos en los que la maestra, como autoridad, le habla al educando, dice lo que debe ser hecho, establece límites sin los cuales la propia libertad del educando se pierde en la permisividad, pero estos momentos se alternan, según la opción política de la educadora, con otros en los que ella habla con el educando.
No está de más repetir aquí la afirmación, todavía rechazada por mucha gente no obstante su obviedad: la educación es un acto político. Su no neutralidad exige de la educadora que asuma su identidad política y viva coherentemente su opción progresista, democrática o autoritaria, reaccionaria, aferrada a un pasado, o bien espontaneísta; que se defina por ser democrática o autoritaria. Es que el espontaneísmo, que a veces da la impresión de que se inclina por la libertad, acaba trabajando contra ella. El ambiente de permisividad, de vale todo, refuerza las posiciones autoritarias. Por otro lado, el espontaneísmo niega la formación del demócrata, del hombre y de la mujer liberándose en y por la lucha en favor del ideal democrático, así como niega la «formación» del obediente, del adaptado, con la que sueña el autoritario. El espontaneísta es anfibio —vive en el agua y en la tierra—, no tiene entereza, no se define congruentemente por la libertad ni por la autoridad. Su ambiente es la licencia en la que disfruta de su miedo a la libertad. Por eso es que he hablado sobre la necesidad de que el espontaneísta supere su indecisión política y se defina finalmente en favor de la libertad, viviéndola de manera auténtica, o que esté contra ella.
Éste es, según estamos viendo en el análisis que realizamos, un problema en el que se inserta la cuestión de la libertad y de la autoridad en sus relaciones contradictorias. Cuestión menos comprendida que lúcidamente entendida entre nosotros.
El mismo hecho de ser una sociedad marcadamente autoritaria, con fuerte tradición mandona, con inequívoca inexperiencia democrática enraizada en nuestra historia, puede explicar nuestra ambigüedad frente a la libertad y la autoridad.
También es importante notar que esa ideología autoritaria, mandona, de la que nuestra cultura está impregnada, corta las clases sociales. El autoritarismo del ministro, del presidente, del general, del director de la escuela, del profesor universitario, es el mismo autoritarismo del peón, del cabo o del sargento, del portero del edificio. Entre nosotros, cualesquiera diez centímetros de poder con facilidad se convierten en mil metros de poder y de arbitrio
Pero precisamente porque aún no hemos sido capaces de resolver este problema en la práctica social, de tenerlo claro frente a nosotros, tendemos a confundir el uso correcto de la autoridad con el autoritarismo, y así, por negar ese uso, caemos en la licenciosidad o en el espontaneísmo pensando que, al contrario, estamos respetando las libertades, haciendo entonces democracia. Otras veces somos realmente autoritarios pero nos pensamos y nos proclamamos progresistas.
Es un hecho que por rechazar el autoritarismo no puedo caer en lo licencioso, así como rechazando esto no puedo entregarme al autoritarismo. Cierta vez afirmé: el uno no es el contrario positivo del otro. El contrario positivo, ya sea del autoritarismo manipulador o del espontaneísmo licencioso, es la radicalidad de la democracia.
Creo que estas consideraciones vienen aclarando el tema de esta carta. Ahora puedo afirmar que si la maestra es coherentemente autoritaria, siempre es ella el sujeto del habla y los alumnos son continuamente la incidencia de su discurso. Ella habla a, para y sobre los educandos. Habla desde la altura hacia abajo, convencida de su certeza y de su verdad. Y hasta cuando habla con el educando es como si le estuviese haciendo un favor a él, subrayando la importancia y el poder de su voz. No es ésta la manera como la educadora democrática habla con el educando, ni siquiera cuando le habla a él. Su preocupación es la de evaluar al alumno, la de comprobar si él la acompaña o no. La formación del educando, como sujeto crítico que debe luchar constantemente por la libertad, jamás agita a la educadora. Si la educadora es espontaneísta, en la posición de «dejemos todo como está para ver cómo queda», abandona a los educandos a sí mismos y acaba por no hablar a ni con los educandos.
Sin embargo, si la opción de la educadora es la democrática y la distancia entre su discurso y su práctica viene siendo cada vez menor, en su vida escolar cotidiana, que siempre somete a su análisis crítico, vive la difícil pero posible y placentera experiencia de hablarles a los educandos y de hablar con los educandos. Ella sabe que el diálogo sobre los contenidos a enseñar, así como el diálogo sobre la vida misma, si es verdadero, no sólo es válido desde el punto de vista educativo, sino que también es creador de un ambiente abierto y libre dentro del seno de la clase.
Las consideraciones anteriores sobre la posición autoritaria, sobre la posición espontaneísta y sobre la que llamo sustantivamente democrática pueden ser aplicadas, como es obvio, al problema de escuchar al educando y de ser escuchado por él. Ésa es la razón crucial del derecho a voz que tienen las educadoras y los educandos. Nadie vive la democracia plenamente, ni la ayuda a crecer, primero, si es impedido en su derecho de hablar, de tener voz, de hacer su discurso crítico; y en segundo lugar, si no se compromete de alguna manera con la lucha por la defensa de ese derecho, que en el fondo también es el derecho de actuar.
Y del mismo modo como la libertad del educando en clase necesita límites para no perderse en la licenciosidad, la voz de la educadora necesita de límites éticos para no deslizarse hacia el absurdo. Es tan inmoral tener nuestra voz silenciada o nuestro «cuerpo prohibido» como inmoral es usar la voz para falsear la verdad, para mentir, engañar, deformar.
Mi derecho a la voz no puede ser un derecho ilimitado a decir todo lo que me parece bien sobre el mundo y los otros; el de una voz irresponsable que miente sin ningún tipo de malestar ya que espera de la mentira un resultado favorable a los deseos y a los planes del mentiroso.
Es preciso y hasta urgente que la escuela se vaya transformando en un espacio acogedor y multiplicador de ciertos gustos democráticos como el de escuchar a los otros, ya no por puro favor sino por el deber de respetarlos, así como el gusto de la tolerancia, el del acatamiento de las decisiones tomadas por la mayoría, en el cual no debe faltar sin embargo el derecho del divergente a expresar su contrariedad. El gusto por la pregunta, por la crítica, por el debate. El gusto del respeto hacia la cosa pública que entre nosotros es tratada como algo privado, que se desprecia.
Es increíble la manera como se desperdician las cosas entre nosotros, en qué medida y profundidad. Basta leer la prensa diaria y seguir los noticiarios de la televisión para darnos cuenta de los millones que se desperdician por la falta de uso de aparatos carísimos en los hospitales, por las obras que por deshonestidad se deterioran en su construcción antes de tiempo; obras millonarias que se evaporan misteriosamente dejando tan sólo vestigios. Si los administradores responsables fuesen castigados por semejantes descalabros, si pagasen a la nación o bien fueran encarcelados —evidentemente con derecho a una defensa—, la situación mejoraría.
Una actividad que hay que incluir en la vida normal político-pedagógica de la escuela podría ser la discusión, de vez en cuando, de casos como los que he comentado ahora; la discusión con los alumnos sobre lo que representa para nosotros semejante desvergüenza, tanto a corto como a largo plazo, tanto desde el punto de vista de la estafa material a la economía de la nación como del daño ético que esos descalabros nos causan a todos nosotros. Es preciso mostrar los números a los niños y adolescentes y decirles con claridad y con firmeza que el hecho de que los responsables se comporten de ese modo, sin ningún pudor, no nos autoriza, en la intimidad de nuestra escuela, a romper las mesas, echar a perder las tizas, desperdiciar la merienda o ensuciar las paredes.
No vale decir: «¿Por qué no lo hago yo si los poderosos lo hacen? ¿Si los poderosos roban por qué no robo yo? ¿Si mienten los poderosos por qué yo no miento también?». Eso no vale. Decididamente no vale. No se construye ninguna democracia seria —lo cual implica cambiar radicalmente las estructuras de la sociedad, reorientar la política de la producción y del desarrollo, reinventar el poder, hacer justicia a los expoliados, abolir las ganancias indebidas e inmorales de los todopoderosos— sin —previa y simultáneamente— trabajar esos gustos democráticos y esas exigencias éticas.
Uno de los errores de los marxistas mecanicistas fue vivir —y no sólo pensar o afirmar— que la educación, por ser superestructura, no tiene nada que hacer antes de que la sociedad se transforme radicalmente en su infraestructura, en sus condiciones materiales. Antes, lo que se puede hacer es la propaganda ideológica para la movilización y la organización de las masas populares. En esto, como en todo, fallaron los mecanicistas. Y aún peor, atrasaron la lucha en favor del socialismo que ellos contrapusieron a la democracia.
Otro gusto democrático, cuyo antagonista está entrañado en nuestras tradiciones culturales autoritarias, es el gusto del respeto hacia los diferentes. El gusto de la tolerancia del que tanto el racismo como el machismo huyen como el diablo huye de la cruz.
El ejercicio de ese gusto democrático, en una escuela realmente abierta o abriéndose, debería cercar al gusto autoritario, racista, machista, en primer lugar en sí mismo, como negación de la democracia, de las libertades y de los derechos de los diferentes, como negación de un humanismo necesario; en segundo lugar, como expresión de todo eso y aun como contradicción incomprensible cuando el gusto antidemocrático, no importa cuál, se manifiesta en la práctica de los hombres o de las mujeres reconocidos como progresistas.
¿Qué podemos decir, por ejemplo, de un hombre considerado progresista que a pesar de su discurso en favor de las clases populares se comporta como si fuese dueño de su familia? ¿Un hombre cuyo mando asfixia a la mujer y a los hijos e hijas?
¿Qué decir de la mujer que lucha en defensa de los intereses de su categoría pero que en su casa raramente agradece a la cocinera por el vaso de agua que ésta le trae y en las pláticas con sus amigas se refiere a ella como «esa gente»?
Realmente es difícil hacer democracia. Es que la democracia, como cualquier sueño, no se hace con palabras descarnadas y sí con la reflexión y con la práctica. No es lo que digo lo que afirma que soy un demócrata o que no soy racista o machista, sino lo que hago. Es preciso que lo que hago no contradiga lo que digo. Es lo que hago lo que habla de mi lealtad o no hacia lo que digo.
En esa lucha entre el decir y el hacer, en la que debemos comprometernos para disminuir la distancia entre ambos, es posible tanto reconstruir el decir para adecuarlo al hacer como cambiar el hacer para ajustarlo al decir. Por eso es que la coherencia finalmente fuerza una nueva opción. Si en el momento en que descubro la incoherencia entre lo que digo y lo que hago —discurso progresista, práctica autoritaria—, reflexionando a veces con sufrimiento, aprehendo la ambigüedad en que me encuentro, siento que no puedo continuar así y busco una salida. De esta forma una nueva opción se me impone: o cambio el discurso progresista por un discurso coherente con mi práctica reaccionaria o cambio mi práctica por una democrática, adecuándola al discurso progresista. Finalmente, existe una tercera opción: la opción por el cinismo asumido que consiste en encarnar lucrativamente la incoherencia.
Creo que una de las formas de ayudar a la democracia entre nosotros es combatir con claridad y seguridad los argumentos ingenuos pero fundamentados en la realidad, o en parte de ella, según los cuales votar no vale la pena; que la política siempre es así, ese descaro general, vergonzoso; que todos los políticos son iguales: «Por eso voy a votar por quien hace, aunque robe».
En realidad, las cosas son diferentes. Ésta es la forma de hacer política que se nos hace posible, pero no es necesariamente la forma que siempre tendremos de hacer política. No es la política la que nos hace así. Nosotros somos los que hacemos esta política, y es indiscutible que aquella que hoy hacemos es de mejor calidad que la que se hacía en mi infancia. Y por fin, no son todos los políticos los que hacen política de este modo en los diferentes niveles del gobierno ni en los diferentes partidos políticos.
Como educadoras y educadores no podemos eximirnos de responsabilidad en la cuestión fundamental de la democracia brasileña y de cómo participar en la búsqueda de su perfeccionamiento. Como educadoras y educadores somos políticos, hacemos política al hacer educación. Y si soñamos con la democracia debemos luchar día y noche por una escuela en la que hablemos a los educandos y con los educandos, para que escuchándolos podamos también ser oídos por ellos.
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