EDUCACIÓN.- Las condiciones educativas de una ciudadanía crítica

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Nico Hirtt

Las condiciones educativas de una ciudadanía crítica

¿Para qué sirve la escuela? ¿Para qué me sirve estudiar, a mí, hijo o hija de obrero y futuro obrero u obrera? ¿A mí, hijo o hija de empleado o empleada, de inmigrante, de parado o parada? ¿A mí, futuro empleado o empleada, futuro parado o parada, futuro excluido o excluida? Esta cuestión la oye cien veces al año cada enseñante, cada educador o educadora, confrontado a niños y niñas de medios populares. ¿Por qué debo aprender estas ecuaciones y estas reglas de gramática? ¿Qué es lo que queréis que haga con vuestras lecciones de historia cuando sea empleado o empleada de oficina? Paso de vuestros ribosomas y de vuestros cromosomas… ¡Quiero ser mecánico! 

De la respuesta que demos a estas cuestiones legítimas dependerá a menudo la motivación que logremos suscitar o conservar entre el alumnado. Es aquí, sobre un silencio, una duda o una respuesta puramente formal, de donde puede nacer el abandono.

Dos grandes respuestas se presentan al cuestionamiento del alumnado: una individualista, otra societal. La primera, la más corriente, suena aproximadamente como sigue: “la escuela te va a permitir encontrar tu lugar en la sociedad, ser feliz, tener éxito y ejercer una profesión que te gustará”. La segunda, más difícil y más rara, toma más altura: “la escuela”, proclama, “echa las bases del buen funcionamiento democrático de nuestra sociedad y de la competitividad de nuestra economía, es decir, finalmente, de nuestro bienestar”. Nueve veces sobre diez, con uno u otro matiz, la respuesta a la cuestión de ¿por qué debo aprender? es un tejido bordado con estos dos hilos. Sin embargo, estas dos respuestas tipo, merecen una crítica firme. Las dos manifiestan una concepción reaccionaria del papel de la enseñanza. Ninguna permite construir, una relación positiva con la escuela y el saber para los niños y niñas de las clases populares.

¿Reproducir la sociedad?
La respuesta societal propuesta anteriormente equivale, de una forma u otra, a legitimar la organización política y social existente. ¡Estudia! Serás un trabajador o trabajadora productiva… y podremos despedir a veinte de tus camaradas. ¡Estudia! Serás un capataz eficaz… que podrá conseguir que las y los trabajadores acepten aumentar los ritmos. ¡Estudia! Serás un ingeniero competente; fabricarás máquinas que sustituirán a cien trabajadores y trabajadoras y, a quienes queden, les obligará a trabajar más intensamente. ¿Caricatura? Para nada. Promover la competitividad de nuestra economía en el régimen social actual, ya sea a través de la educación o de cualquier otro medio, siempre equivale a fomentar el desarrollo de capacidades tecnológicas, leyes y relaciones de fuerza que permitan a las empresas explotar a las trabajadoras y trabajadores de manera más eficiente y barata. Para las y los trabajadores esto significa: racionalización y pérdida de empleos, trabajo nocturno y de fin de semana, presión sobre los salarios y austeridad presupuestaria. 

Pero, dirán algunos, ¿al menos podemos motivar al estudiantado defendiendo nuestra democracia? ¿De qué estamos hablando exactamente? ¿Qué democracia para las decenas de millones de pobres de Europa occidental? ¿Qué democracia para los cientos de millones que sufren el dominio de estas multinacionales? ¿Qué democracia para el trabajador o trabajadora que es desechado como un calcetín viejo después de treinta años de servicio? ¿Qué democracia cuando los medios están bloqueados por poderosos grupos privados? 

Incluso si tratamos de ignorar la radical desigualdad de poder que separa a propietarios y trabajadores, capitalistas y proletarios, incluso si pretendemos creer que estos domingos electorales que nos sirven a intervalos regulares podrían reemplazar el proceso democrático, ¿cómo podríamos hacer la vista gorda ante la terrible barbarie que fundó y aún fundamenta esta opulencia y esta libertad: las guerras de conquista, el saqueo de materias primas, la explotación inhumana de la mano de obra barata en los países del tercer mundo, las insoportables condiciones de vida impuestas por el FMI, la desintegración de sus economías locales… En un mundo occidental donde las zapatillas de deporte, el teléfono inteligente y la hamburguesa sirven como símbolos de libertad, olvidamos muy pronto que el par de Nike que llevas en los pies vale más que el salario mensual de la trabajadora o el trabajador indonesio que los ha cortado, cosido y ajustado; mientras, los miembros de la junta directiva de Nike, que disfrutan plenamente de la libertad que les ofrece la mayor democracia del mundo, reciben aproximadamente varios millones de dólares al año. 

El capitalismo es sólo una democracia para una minoría de propietarios. A escala de nuestros países, a veces hay que tomarse la molestia de tomar prestado el punto de vista de los trabajadores y trabajadoras más modestos para convencernos de ello. A escala planetaria, deberíamos vendarnos los ojos y taparnos los oídos para no quedar cegados por las imágenes y ensordecidos por los gritos que nos dicen: ¡vuestras democracias son nuestras dictaduras! 

¿Estimular el éxito personal?
La respuesta individualista a la pregunta ¿para qué la escuela? (estudia por tu propio bien, por tu propio futuro) no es mucho mejor. Sólo tiene sentido para quienes pueden tener una posibilidad razonable de construir un futuro en esta sociedad; es decir, para quienes su situación social les dará la oportunidad de beneficiarse efectivamente de los conocimientos y habilidades adquiridos en la escuela. 

Durante los dos primeros tercios del siglo XX, mientras persistía la esperanza de avance social a través de la escuela, el discurso individualista aún podía despertar la motivación de algunos de los hijos e hijas del pueblo. Para la minoría que tenía acceso a él, aprender latín y matemáticas tenía al menos un propósito: obtener un diploma que les permitiera escapar de la condición de trabajo o, al menos, de la del trabajador o trabajadora no cualificada. Para esta fracción de niños y niñas del entorno de la clase trabajadora, esta motivación individualista era suficiente; para el resto, la pregunta ni se planteaba. 

Hoy las cosas han cambiado mucho. La propia masificación de la educación ha reducido considerablemente las posibilidades de avance social a través de la escuela. Las tasas de desempleo y la inestabilidad laboral han acabado con las últimas ilusiones al respecto. Por tanto, la respuesta individualista sólo sirve para alimentar el egoísmo; para la mayoría de a quienes va dirigida, al final resulta que no es más que un engaño. Si nosotros, docentes progresistas, tenemos tanto interés en educar a los hijos e hijas del pueblo, está claro que no es para permitir que unos pocos o pocas escapen al sistema o, más bien, para cambiar su papel en él. Hay jefes o dirigentes que provienen del pueblo, pero su éxito académico personal, por meritorio que sea, no ha contribuido de ninguna manera a la emancipación colectiva de la que tenemos que hablar.

Ahora bien, si queremos dar un nuevo sentido a la escolarización de los hijos e hijas del pueblo, tenemos que hablar de emancipación colectiva.

Escuela democrática y emancipación colectiva
¿Qué debo estudiar para mejorar la suerte de mi gente? ¿Qué escuela puede contribuir a la transformación de la sociedad en dirección a una mayor justicia social, de una democracia verdadera para quienes hoy no tienen ningún poder, de una organización racional y planificada de la economía según las necesidades de la población? ¿Qué escuela puede mejorar el destino de los pueblos de África, Asia o América Latina y contribuir a poner fin a su explotación y opresión? ¿Cómo puede la educación ayudar a los trabajadores y trabajadoras a resistir mejor las mentiras de la ideología dominante? ¿Qué enseñanza necesita el pueblo para poder, algún día, ser el dueño único de las decisiones económicas y políticas? ¿Cuál es el tipo de sociedad que quiero inducir a través de mi trabajo educativo? Estas deberían ser las primeras preguntas que se deberían plantear las y los educadores progresistas. Las únicas que pueden dar fundamento a una práctica a la vez moralmente legítima y pedagógicamente eficaz. 

Cuando la burguesía luchó contra el feudalismo necesitó impulsar la ciencia, acceder libremente a ella y difundirla a través de la educación. Hoy, esta sed de ciencia debería pertenecer a los trabajadores y trabajadoras. Para liberarse, no como personas individuales, sino como clase, necesitan amplios conocimientos y habilidades para dejar tras ellos toda la ciencia distorsionada, parcial y fútil dictada por la búsqueda del beneficio, la defensa de un sistema injusto o la búsqueda individual del éxito. Mientras pelea por su emancipación política y económica, la clase trabajadora debe conocer la realidad y las causas de la explotación, dondequiera y en cualquier forma en que se ejerza. Debe redescubrir su propia historia, la de todos los pueblos oprimidos, la de sus luchas. Las y los trabajadores del futuro deben aprender a pensar con sus propias cabezas. Deben cultivar un espíritu científico y crítico, una visión del mundo libre de supersticiones de todo tipo, de la estupidez colectiva dispensada por los medios de comunicación y de los condicionamientos impuestos por la ideología dominante. Deben saber partir de los hechos objetivos para ver la realidad en todos sus aspectos, múltiples, cambiantes y contradictorios. Necesitan entender las últimas tecnologías más avanzadas para imaginar el mundo que podrían construir. Necesitan descubrir las ciencias ambientales para conocer los límites naturales en los que deben ubicarse esos proyectos. Deben dominar las más variadas formas de expresión, las herramientas de la comunicación más sofisticada, para propagar sus ideas, intercambiar los argumentos, organizar su acción.

Atrevámonos a decir a nuestros alumnos y alumnas: “La escuela no puede hacer mucho por cada uno de vosotros o vosotras individualmente. No os ofrecerá, personalmente, la garantía de bienestar material o intelectual. Pero puede brindaros un poco de esa felicidad que proviene del orgullo propio. Mañana seréis personas trabajadoras o empleadas, funcionarias o artesanas o quizás desempleadas. Para defender vuestros puestos de trabajo, vuestros salarios, vuestras condiciones de trabajo y vuestros derechos, tendréis que informaros, organizaros y luchar. Por eso es necesario entender las estadísticas, adquirir una perspectiva histórica, saber descifrar documentos complicados, escribir textos bien estructurados en un lenguaje claro, investigar, razonar y argumentar bien. Mañana seréis ciudadanos o ciudadanas de un mundo al que el poder del dinero está provocando desastres sociales, militares y ecológicos. ¿Qué haréis para cambiar esta sociedad? ¿Y qué podéis hacer si no habéis aprendido nada?”. 

Sólo una concepción como esta de la educación corresponde a las prioridades que todo hombre y mujer progresistas deberían fijarse. Sólo una concepción así permite responder positivamente a los grandes problemas pedagógicos y educativos de la educación en los entornos populares.

Construir una relación positiva con la escuela y los saberes
El primero de estos problemas es el abandono escolar. “Ya no quieren ir a la escuela”. Al situar, desde el principio, la educación en una perspectiva de transformación social y de lucha de clases, el enseñante progresista permite a los hijos e hijas del pueblo dar un sentido a su escolaridad, reconstruir una relación positiva con el conocimiento y la escuela. Al hacerlo, se cumple la condición primordial para una lucha eficaz contra el fracaso escolar. Como decía Bernard Charlot: 

Reintegrar a los hijos del pueblo en situación de fracaso en el campo del conocimiento significa hacerles comprender que el conocimiento es una cuestión social, que es también su problema precisamente en la medida en que están excluidos de él: esto vale la pena de saberlo. Puedo, debo, y no sólo como individuo que desarrolla su potencial intelectual, sino como miembro de una clase social que lucha contra la opresión 1.

Un segundo problema apremiante en la educación, en las llamadas zonas desfavorecidas, es el de la violencia. Problema complejo, porque la violencia es a la vez producto de una sociedad donde está omnipresente la brutalidad más agresiva y la expresión del rechazo de esta sociedad, del rechazo a la relegación educativa y social, del rechazo al no futuro en el sistema capitalista. Con esta juventud es de vital importancia encontrar salidas, darles un sentimiento de orgullo y, por tanto, una alta conciencia de clase. También hay que presentarles objetivos de lucha, para sustituir la violencia individual y gratuita por el combate colectivo y organizado.

Algunos objetarán que existe otra motivación para aprender: la alegría, el placer, la satisfacción personal. Si hablamos de la alegría de saber, de la alegría de descubrir cosas nuevas, entonces me temo que estamos dando vueltas en círculo, que apenas avanzamos, porque esta alegría sólo puede descubrirse al final de aprendizaje. Es la culminación y el logro supremo de la reconstrucción de una relación positiva con el conocimiento. No puede ser su fuerza impulsora. Pero existe alegría para aprender: la de anticipar todo lo que podremos lograr algún día. Hay para quienes esta alegría puede surgir de la perspectiva de acceder a altos cargos, y hay quienes quedarán satisfechos sabiendo que algún día ejercerán una profesión útil o apasionante. Pero la mayor felicidad surgirá de la perspectiva de luchar contra la injusticia y transformar el mundo. El famoso educador soviético Anton Makarenko escribió:

El verdadero estímulo de la vida humana es la alegría del mañana. En la técnica educativa, esta alegría es uno de los principales objetos de trabajo. Debemos transformar persistentemente las formas más simples de alegría en otras más complejas y de mayor valor humano. Cuanto más grande es la comunidad cuyas perspectivas ha adoptado el ser humano, más hermoso y noble es el ser humano 2.

Educación general y politécnica
La escuela democrática y emancipadora será, por tanto, la que proporcione efectivamente a todas las y los jóvenes una formación que abarque un vasto campo de conocimientos y habilidades, al mismo tiempo técnicas, científicas, sociales, literarias y artísticas; una enseñanza que combine estrechamente teoría y práctica, sin olvidar la educación física.

Hoy en día, demasiados niños y niñas abandonan la escuela sin ninguna formación histórica. La mayoría no sabe mucho sobre las realidades sociales y económicas del planeta o incluso del país o región donde viven. Y son muchos y muchas quienes no tienen ninguna cultura científica y menos aún conocimiento de las tecnologías más importantes. A menudo no dominan su lengua materna. En nombre de la formación profesional, hay quienes se especializan prematuramente en conocimientos y habilidades muy específicos y que se ven privados del conocimiento que les permita comprender las bases materiales de la producción de riqueza. Sin embargo, para poder comprender y transformar el mundo, lo que las y los ciudadanos del mañana necesitan es justamente lo contrario: una formación tanto general como politécnica lo más amplia y diversificada posible.

¿Por qué politécnica? Porque el desarrollo de las tecnologías tiene una gran influencia en la evolución de nuestras sociedades, orienta la organización y división del trabajo, a veces entrando en contradicción con las formas existentes, y define el círculo de posibilidades, aquel en el que debe tener lugar cualquier acción de transformación social. Por tanto, no podemos comprender –y menos aún transformar– las relaciones económicas y sociales sin comprender de dónde proviene la riqueza, sin haber aprendido, tanto a nivel teórico como práctico, qué es una cadena de producción, un robot, una máquina herramienta programada o manual, cómo funciona una granja, cómo se organiza el transporte, cómo se produce y transporta la energía, cómo se gestionan los hospitales, las guarderías, las obras públicas, cómo se construyen las casas, cómo funcionan los motores de los coches y los ordenadores…

“El hombre”, decía Benjamín Franklin, “es un animal que fabrica herramientas” (a toolmaking animal). La característica de nuestra especie no es utilizar herramientas, sino fabricarlas y, más aún, diseñarlas. Durante milenios, de hecho desde la prehistoria hasta principios del siglo XIX, el ser humano productor había vivido en relativa armonía con la tecnología. A pesar de la división del trabajo y de no ser siempre los dueños de las herramientas, los trabajadores y las trabajadoras seguían siendo sus amos: manejaban la herramienta, le marcaban su ritmo, comprendían en general su funcionamiento y su fabricación… Esta observación es cierta para el siervo o el campesino pobre de la Edad Media, para el obrero y para el artesano de las ciudades del Renacimiento e incluso para el obrero de las primeras manufacturas. 

Sólo con la aparición de la fábrica mecanizada a partir de finales del siglo XVIII y especialmente en el XIX se produjo lo que Marx llamó la alienación del trabajador respecto a la máquina. 

Antes de la maquinaria y del advenimiento del capitalismo industrial, la socialización y la formación profesional de la gente joven se realizaban de forma conjunta (en la familia rural y/o en el aprendizaje). Se trataba de una educación completa, que permitía comprender todos los aspectos de las relaciones técnicas de producción en las que se trabajaba. Con la llegada de la enseñanza escolar en el siglo XIX, esta dimensión politécnica de la educación desapareció. A partir de entonces, la tecnología sólo está presente en la forma restringida de especializaciones profesionales que, en lugar de abrir la vista a la sociedad, encierran al trabajador y a la trabajadora en la ignorancia de los procesos generales. 

Ya es hora de inventar una escuela que reconecte con esta visión politécnica. Una escuela que combine, en un enfoque único, la formación general y tecnológica, la enseñanza teórica y la formación profesional. 

Tronco común hasta los 16 años
Por lo tanto, hay que empezar por intentar eliminar el sistema de líneas y de especializaciones tempranas que confinan a una parte del estudiantado en orientaciones técnico-profesionales y que reservan para la otra una formación general limitada. Al menos hasta los 16 años, el conjunto de las y los jóvenes deberían beneficiarse de una educación polivalente y, fundamentalmente, común. Se trata también de rechazar cualquier profesionalización precoz de la formación académica.

¿No hay por mi parte un cierto elitismo, una forma de desprecio por el trabajo manual? ¿Un rechazo de la inteligencia concreta en favor, únicamente, de la inteligencia abstracta? Los críticos de izquierda tal vez incluso me acusen de glorificar formas de conocimiento burguesas y teóricas, en detrimento de las formas populares y prácticas. Por el contrario, creo que el desprecio del pueblo consiste precisamente en ponerle esta etiqueta de inteligencia concreta. El obrero o la obrera y su hijo o hija son tan capaces de producir razonamientos abstractos como el burgués y sus descendientes, incluso si difieren las formas de expresión y las condiciones en las que el esfuerzo teórico se produce espontáneamente. 

Evidentemente, no se trata de rechazar la idea de una formación profesional, la necesidad de un aprendizaje técnico o la adquisición de habilidades manuales. Eso sería absurdo. Pero lo que hay que rechazar es que, so pretexto de una formación profesional o técnica, se priven al niño y a la niña de una educación completa; que bajo la presión de la búsqueda de competitividad y productividad les encerramos en una especialización estrecha. Nadie discute que la escuela pueda enseñar una profesión. Ni siquiera que pueda hacerlo en relación con el mundo del trabajo. Pero desde un punto de vista democrático y progresista es inaceptable que las y los jóvenes se lancen a la vida laboral sin haber adquirido un conocimiento profundo del entorno social, económico, político, tecnológico, científico y, sí, incluso cultural o artístico en el que se van a encontrar. Y, sobre todo, cuando les hemos hurtado la esperanza de adquirirlos nunca, porque hemos conseguido apartarles de el para siempre, aniquilando en ellos y ellas el gusto por descubrir y comprender o por haberles convencido de que son incapaces de ello.

 Que un chico o una chica de 14 o 16 años, que tiene un dominio muy aproximado de su lengua materna, que desconoce la historia de su propio pueblo, que es ajeno a cualquier cultura científica, esté obligado a pasar la mitad de su tiempo escolar haciendo casi sólo mecánica o casi sólo cocinando, esto ya no tiene nada que ver con la educación del pueblo, sino sólo con el entrenamiento de una fuerza de trabajo que se verá obligada a trabajar forzadamente. En cambio, enseñar a los niños y niñas, ¡a todos los niños y niñas!, los conceptos básicos de mecánica, cocina, trabajo de oficina y agricultura, eso sería algo excelente. Sobre todo, deberíamos familiarizarles con las tecnologías modernas, como la electrónica, la informática o las múltiples técnicas de producción multimedia. Esta es la transposición actualizada del programa de la escuela única y politécnica, que Anatole Lunacharsky, Comisario del Pueblo para la Educación, explica aquí en el contexto de un país atrasado: la URSS de 1920, donde la industrialización seguía siendo una de las prioridades absolutas: 

No tenemos como objetivo, para esta edad –de 12 a 16 años–, formar artesanos o buenos obreros, un contramaestre de una producción concreta, un metalúrgico o un curtidor. Hay que conseguir que un chico de 16 años que sale de la escuela tenga una idea de la industria en general, que tenga una idea clara de lo que es una fábrica, un establecimiento, una máquina de vapor, una dínamo, un sistema de correas de transmisión, los principales tipos de máquinas-herramientas, la división de la fábrica en talleres especializados, que sepa cómo funciona un almacén, el transporte, cómo se obtiene un producto básico, cómo es la gestión de una fábrica… que tenga una idea clara de todo eso 3

Teoría y práctica
No basta romper con la especialización y la compartimentación entre formación general y formación técnica; también es necesario conciliar la teoría y la práctica en la pedagogía. Hoy en día, ya sea en las líneas generales o en las profesionales, los conocimientos teóricos todavía se dispensan con demasiada frecuencia como una poción que se traga sin preguntarse realmente de dónde viene. Por el contrario, en la era basada en las competencias, la práctica tiende a realizarse sin haber estado sólidamente fundamentada en una base de conocimientos teóricos. De hecho, todo sucede como si la relación teoría-práctica se redujera a la única función utilitaria del conocimiento. 

Como escribía Célestin Freinet: 

El trabajo será el gran principio, el motor y la filosofía de la pedagogía popular, la actividad de la que brotarán todas las adquisiciones 4

El “trabajo” del que habla aquí Freinet debe entenderse en sentido amplio: la práctica productiva, la práctica social, la práctica científica y la práctica artística. Es allí donde se presentan los problemas prácticos –lo que no necesariamente significa concretos y menos aún directamente útiles– donde surge la necesidad de la abstracción; es a través de tales prácticas como puede construirse y adquirir significado el conocimiento teórico. 

Todo esto se opone a tres concepciones comunes:

  • el utilitarismo profesional, que reduce la práctica al ejercicio de tareas repetitivas: “El trabajo en la escuela debe ser educativo –dijo Lunacharski–, es decir, realizado según normas tales que el niño aprenda, y si el niño no adquiere nada trabajando, entonces es un crimen de la escuela. El trabajo no tiene derecho a una sola hora en la escuela si, gracias a él, el niño no se ha vuelto más inteligente y más hábil”; 
  • la valorización elitista de un saber gratuito y desinteresado que no es más que el desprecio burgués por la práctica. Esta concepción refleja la división social del trabajo entre las clases dominantes –poseedoras de los grandes conocimientos teóricos– y las clases populares –responsables de la aplicación práctica–;
  • el enfoque basado en las competencias, ahora en boga, que reduce el conocimiento a su dimensión utilitaria y considera la práctica escolar sólo como el ejercicio del uso del conocimiento. Esta concepción equivale a negar el valor intrínseco del conocimiento, como capacidad de comprender el mundo.

A modo de conclusión: ¿obsolescencia del modelo escolar?
Ciertos discursos de moda hoy en día, a veces incluso en los círculos de izquierda, afirman que el modelo escolar tradicional está obsoleto. En la era de Internet que permitiría, se nos dice, acceder con un clic a todo el conocimiento de la humanidad, en la era de la explosión del conocimiento que crece a un ritmo exponencial, la era del individuo-rey, dueño autónomo de su destino, la escuela tradicional con sus programas imprescindibles, sus horarios rígidos, su disciplina anticuada, sus enseñantes transmitiendo conocimientos… ya no tendría razón de existir. 

Estoy convencido que este tipo de discurso es profundamente reaccionario. Bajo el pretexto de una laxitud benevolente, equivale a privar a las clases trabajadoras de su única oportunidad de acceder a una comprensión global del mundo y, por tanto, a la capacidad de transformarlo. 

Cierto, una educación escolar más ambiciosa y más democrática no será suficiente para cambiar el mundo, para derribar el sistema basado en el capitalismo y reemplazarlo por una sociedad verdaderamente democrática, racional, capaz de afrontar los inmensos desafíos sociales, tecnológicos, culturales, climáticos, ambientales y geopolíticos que se plantean a las generaciones actuales y futuras. Esto implicará movilizaciones y luchas. Pero la educación puede y debe ayudar a preparar a las generaciones futuras para estas batallas. 

También es cierto que nunca habrá un consenso en torno a la escuela emancipadora que acabo de mencionar aquí. Las clases dominantes y sus representantes políticos nunca organizarán una educación que los prepare para su caída. Pero corresponde a las y los enseñantes progresistas aprovechar las contradicciones del sistema para transformar la escuela en todos los niveles: desde su práctica diaria, en clase, hasta las grandes cuestiones de los programas, la financiación y la organización de la educación. 

Porque como escribía Georges Snyders hace ya medio siglo: 

La escuela no es el bastión de la clase dominante, es un campo de lucha entre la clase dominante y la clase explotada; es un terreno donde chocan las fuerzas del progreso y las fuerzas conservadoras. Lo que sucede allí refleja tanto la explotación como la lucha contra la explotación. La escuela es al mismo tiempo una reproducción de las estructuras existentes, una correa de transmisión de la ideología oficial, de la domesticación, pero también amenaza al orden establecido y posibilidad de emancipación.

Traducción: Mikel de La Fuente

Nico Hirtt,es miembro del Llamamiento por una escuela democrática (Bélgica) autor de numerosos artículos y libros sobre los problemas de la escuela contemporánea y los sistemas educativos europeos.

  • 1Charlot Bernard (1987) L’Ecole en mutation, Paris: Payot.
  • 2Makarenko Anton (1967) Problèmes de l’éducation scolaire soviétique, Moscú: Progreso.
  • 3Lounatcharski Anatole (1984) De l’école de classe, in À propos de l’éducation. Moscú: Progreso.
  • 4Freinet Célestin (1969) Pour l’école du peuple. Paris: Maspero.

https://vientosur.info/author/6825

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