
Fuentes: Revista Izquierda
“A veces parece que el clima cultural que en la educación superior sea bastante menos hospitalario para los ideales de libertad, tolerancia y debate que el mundo que está tras las puertas de la universidad». -Frank Furedi, Qué le está pasando a la universidad. Un análisis sociológico de la infantilización, Narcea Ediciones, Madrid, 2018, p. 7
Desde hace varias décadas la universidad pública soporta una andanada neoliberal, cuya finalidad ha sido convertirla en un negocio rentable al servicio del capital académico. Para hacer posible ese objetivo, el neoliberalismo ha recurrido a diversos procedimientos, entre los cuales el más evidente ha sido el ataque desde afuera y por arriba. Con eso se hace alusión a la formula “clásica” que ya se ensayó desde los tiempos de Pinochet en Chile, consistente en imponer por la fuerza los intereses del capital y para hacerlo posible se recurrió a la represión, la destrucción de sindicatos de profesores y de organizaciones de estudiantes, a la censura, a la quema de libros, al asesinato y desaparición de los líderes docentes y estudiantiles, en suma, a la destrucción del tejido social crítico que pudiera existir y a la implantación del control militar y paramilitar en los campus universitarios.
Esta premisa, la Doctrina del Shock, fue la base de la imposición de las políticas neoliberales en materia de educación, entre las cuales figuran la privatización, la desfinanciación planificada, la mercantilización, la evaluación de resultados, la maximización de ganancias, la gestión privada de índole empresarial, la precarización laboral y el predominio de un lenguaje economicista (rentabilidad, eficiencia, eficacia, calidad, excelencia, competencias…).
Esto se ha impuesto en el mundo educativo en general y en la universidad en particular, lo cual ha implicado la represión de las diversas formas de oposición y resistencia que se han opuesto al modelo mercantil de la educación. A pesar de esa resistencia, el neoliberalismo ha calado duro y profundo en la vida de la universidad y ha propiciado la formación de un nueve sentido común, en el cual predomina el individualismo, el egoísmo, la competencia, la segmentación de la población universitaria y de los profesores y el darwinismo pedagógico de sálvese quien pueda que exalta el triunfo de una minoría de “exitosos” y condena a la vasta mayoría de “perdedores”. Una minoría ha ganado (entre la cual se encuentran unos cuantos académicos e investigadores) y se lucra con el neoliberalismo educativo, y esta es la base social de su éxito y duración.
Esto es de sobra conocido y estudiado en diversos lugares del mundo, pero lo que es menos referido concierne a la imposición del neoliberalismo desde adentro y desde abajo. Esta fase en la que nos encontramos desde hace unos pocos años puede denominarse la era de la autofagia de la universidad. Lo significativo estriba en que pocos catalogan esta nueva fase como parte del neoliberalismo y más bien lo conciben como un momento pretendidamente emancipador. En concreto, lo políticamente correcto y la ideología woke suelen ser presentados como grandes conquistas democráticas, inscritas en un pretendido proyecto progresista. Tal ha sido el éxito del sentido neoliberal que a lo que forma parte consustancia de ese proyecto, suele considerarse una alternativa crítica.
Por el contrario, sostenemos que esta última fase del neoliberalismo educativo es tan perversa como la anterior ‒que, por supuesto, no es rebasada, sino que permanece en el trasfondo de la lógica educativa del capitalismo realmente existente‒ con el agravante de que los agentes educativos (estudiantes, profesores, trabajadores y directivos) han hecho suyo el neoliberalismo (encubierto con nuevos sofismas), con lo cual se está destruyendo desde dentro y desde abajo a la universidad, mientras que los Estados y las clases dominantes contemplan con regocijo ese proceso de canibalismo que carcome al mundo educativo.
En gran medida este artículo se escribe a partir del conocimiento directo de la universidad pública de Colombia por parte del autor, pero lo que se plantea no pretende describir de manera exclusiva un caso concreto, sino que ha buscado incluir situaciones que tienden a hacerse comunes en universidades de diversos lugares del mundo occidental, con la intención de presentar un panorama amplio y general del impacto de la autofagia e infantilización en la universidad del capitalismo actual.
Una crítica anticapitalista a lo que sucede en la universidad es necesaria y debe diferenciarse de la crítica que desde la derecha y de posturas procapialistas se realiza a lo políticamente correcto y a la ideología woke en particular[1]. Debe señalarse que ese tipo de crítica desde la derecha es frecuente, y pretende denunciar, lo cual no es cierto, que lo woke está cargado de marxismo encubierto. Esa es una postura ideológica interesada, porque confunde las perspectivas de las izquierdas de hoy, muchas de las cuales están impregnados de lo woke ‒e incluso han recibido apoyo financiero e institucional para sus campañas en los campus universitarios por parte de la agónica USAID‒ que se denominan progresistas y que han abandonado la tradición de Marx y cualquier filón anticapitalista.
Lo woke es una expresión del neoliberalismo de izquierda, pero no representa ninguna tendencia emancipadora, ni es anticapitalista, lo que sostienen en forma directa muy poco autores, por aquello de no contrariar la corrección política, ni tender a confundirse con Donald Trump o Javier Milei, críticos abiertos de lo woke desde la extrema derecha, y que lo hacen para desmontar cualquier conquista democrática de mujeres, de grupos étnicos, de migrantes… a los cuales culpan de los problemas y la crisis que asola al capitalismo.
Una cosa son las reivindicaciones, luchas y derechos de mujeres, población de grupos étnicos, de diversas identidades sexuales, todas las cuales son legítimas y no desaparece en cualquier lucha anticapitalista. Otra muy distinta es pensar que lo woke es la expresión más avanzada y clarividente de esas reivindicaciones. Y, en consecuencia, si se crítica la ideología woke se estaría renunciando y oponiéndose a todas las luchas identitarias y de género. No, simplemente, que a partir del criterio elemental de que pensar es distinguir, no podemos suponer que el desmantelamiento del aparataje woke y de USAID en los Estados Unidos por parte de Donald Trump significa que lo woke es defendible, lo que termina reforzando esa nefasta política de respaldar al partido demócrata de los Estados Unidos, como si no fuera portavoz del capitalismo puro y duro y de las políticas imperialistas, aunque disfrazadas con su poder blando, de lo cual lo woke es una de sus más recientes expresiones.
AUTOFAGIA
“[…] los radicales de los sesenta organizaban movimientos a favor de la libertad de expresión y consideraban toda forma de censura como inaceptable. En la actualidad muchos estudiantes no se esconden a la hora de reclamar que se censure la expresión y se vete a individuos para que no hablen en los campus”.
Frank Furedi, Qué le está pasando a la universidad. Un análisis sociológico de la infantilización, Narcea Ediciones, Madrid, 201, p. 13.
Desde hace algunos años en diversas disciplinas críticas se constata que el capitalismo vive una fase de autodestrucción y rebasamiento de los límites que ponen en peligro no solo su supervivencia sino la de la humanidad. Para estudiar esa metamorfosis se han acuñado términos como Sociedad autofaga, capitalismo caníbal y etnofagía.
Sociedad autofaga es un concepto crítico que recalca las diversas formas en que el capitalismo se autodestruye debido a su desmesura inherente, a su carácter voraz e insaciable, con su sed desmedida de acumulación, con el arrasamiento de lo que encuentra a su paso. Y todo esto no es atenuado con la ciencia y la tecnología, sino que antes, por el contrario, estas forman parte de las fuerzas productivas-destructivas que siembran hambre, muerte, caos y desolación por doquier[2].
En la misma dirección, Nancy Frazer habla del capitalismo caníbal, para recalcar el carácter destructor y autodestructor del capitalismo, que arrasa con la naturaleza y con aquellos sectores sociales que permiten la producción y reproducción del capitalismo[3].
Como parte de esa lógica caníbal, el capitalismo en su expansión mundial promueve el culto a la diferencia y a las identidades fragmentadas e individualizadas con poco sustento colectivo. Y aquí adquiere sentido la noción de etnofagia, entendida como una fuerza que exalta discursivamente la diferencia con el fin de engullir a lo comunitario y devorar al que es distinto, pero ya no solo con las acciones brutales (genocidio y etnocidio, que tampoco son del pasado ni han desaparecido como queda claro en el caso de Palestina) sino mediante el impulso a sutiles fuerzas disolventes desde dentro y desde abajo. En palabras de Héctor Díaz Polanco, el principal estudioso de este asunto:
“La etnofagia expresa […] el proceso global mediante el cual la cultura de la dominación busca engullir o devorar a las múltiples culturas populares, principalmente en virtud de la fuerza de gravitación que los patrones «nacionales» ejercen sobre las comunidades étnicas. No se busca la destrucción mediante la negación absoluta o el ataque violento de las otras identidades, sino su disolución gradual mediante la atracción, la seducción y la transformación. Por tanto, la nueva política es cada vez menos la suma de las acciones persecutorias y de los ataques directos a la diferencia y cada vez más el conjunto de los imanes socioculturales y económicos desplegados para atraer, desarticular y disolver a los grupos diferentes. En síntesis, la etnofagia es una lógica de integración y absorción que corresponde a una fase específica de las relaciones interétnicas […] y que, en su globalidad, supone un método cualitativamente diferente para asimilar y devorar a las otras identidades étnicas«[4].
La nueva estrategia «es más pertinaz y potente en la misma medida en que busca socavar la unidad comunal desde adentro, poniendo más activamente en juego las fuerzas individualistas del mercado y utilizando pautas y mecanismos de atracción y seducción que excluyen (o reducen al mínimo necesario) los brutales o burdos medios de otras épocas»[5].
Ahora bien, la etnofagia no se circunscribe a un aspecto restringido del dominio del capitalismo y de las estructuras estatales, sino que ahora está relacionado con los más diversos ámbitos de la sociedad, entre los que vale incluir a la universidad. Es un dispositivo clave de la dominación capitalista e imperialista en esta fase neoliberal, que no se reduce a actuar dentro de los límites de un estado-nación, siendo por el contrario un proceso mundial.
Estas categorías resultan útiles para analizar lo que ahora acontece en la universidad del capitalismo realmente existente, teniendo en cuenta que la autofagia, la etnofagia y el carácter caníbal del capitalismo se evidencian en las diversas esferas de la sociedad y en la relación con la naturaleza. La educación no está al margen de dicho proceso e incluso se convierte en un ámbito estratégico para difuminar la autofagia por gran parte del tejido social, en algo que podríamos llamar, parafraseando a Héctor Diaz Polanco, edufagia. Esta actúa de manera similar a la etnofagia, puesto que con mecanismos más sutiles y, en apariencia, progresistas, se exalta la diversidad hasta niveles micros, de forma tal que desde dentro se vaya minando la universidad y ese proyecto se presenta como un gran avance democratizador, al reconocer la diversidad cultural que florece en la vida universitaria. Eso, como veremos, es una falacia, porque el reconocimiento de la diversidad es una estrategia de sometimiento, a partir de la división y la fragmentación y, además, esta inscrita en los antivalores del neoliberalismo, el egoísmo narcisista, el individualismo, la competencia y el darwinismo pedagógico, que exalta la supervivencia de los más aptos y el triunfo de los exitosos y ganadores en el mercado de la diversidad. Es, en pocas palabras, la universidad caníbal que se devora así misma y destruye a su paso saberes, conocimientos, proyectos de nación y formas democráticas y anula cualquier carácter crítico, contestatario y anticapitalista que alguna vez tuvieron las instituciones de la educación superior.
En este contexto, la edufagia se presenta bajo la forma de lo políticamente correcto y, en los años más recientes, de la ideología woke. Ahora mismo, los dos procesos terminan siendo uno solo, expresado en el predominio indiscutible de lo woke, proveniente directamente del sistema universitario de Estados Unidos y en menor medida de Inglaterra.
El término woke (despierto en inglés) surgió en el seno de la comunidad afroestadounidense a finales de la década de 1930, para enfrentar el racismo. Fue un término anclado en las luchas de la comunidad negra de Estados Unidos con un claro sentido de dignificación y solo hasta mediados de la década de 2010 se convirtió en un término de más amplio espectro, al ser asumido por grupos identitarios, de género y LGTB+, y comenzó a formar parte de una nueva ortodoxia, excluyente, intolerante y censora.
Entre algunos de los elementos de la ideología woke que se imponen en las universidades se encuentran: culto a lo identitario (luchas individuales y de grupos particulares por separado); el victimismo y el elogio a la víctima; nuevas formas de censura y política de la cancelación; y la imposición de un nuevo lenguaje como parte de las “guerras culturales” que hoy acaparan la atención de propios y extraños.
Tribalismo y culto a lo identitario
Un elemento distintivo de las izquierdas mundiales hasta hace poco tiempo era su reivindicación del universalismo y del internacionalismo. En esa perspectiva, se apoyaban, sin distinción de fronteras, las luchas que las clases subalternas libraban en cualquier lugar del planeta. A esa lucha la unían las convicciones y no la sangre, al recalcar que, más allá de diferencias de tiempo y espacio, existe una conexión múltiple, motivada por una sed de igualdad, justicia y libertad que no tiene límites y mucho menos que estén determinados por los orígenes tribales, el género o la raza. Esa concepción universalista e internacionalista nutrió las luchas mundiales en diversos espacios nacionales desde el siglo XIX hasta la desaparición de la URSS.
Luego se ha impuesto la concepción posmoderna del repliegue identitario, que afirma que las reivindicaciones deben ser parciales, aisladas y fragmentarias, oscureciendo la existencia de una realidad estructural (el capitalismo), a pesar de que sigue siendo el fundamento de las diversas formas de dominación y opresión, contra la que según esos posmodernos no vale luchar y la cual se acepta pasivamente. Esto supone que cualquier grupo que reclame el derecho a su identidad, al margen del resto de la sociedad, tendría un privilegio especial que lo hace, por sí mismo y en sí mismo, merecedor del reconocimiento social. Esto ha dado pie a un proyecto tribalista que es uno de los componentes centrales de lo woke.
En este contexto adquieren fuerza las reivindicaciones de género y raza, y no es porque estas no sean demandas legitimas de importantes sectores de la sociedad, históricamente excluidas y marginadas. El problema es que las luchas de mujeres, homosexuales, transexuales y grupos racialmente subordinados se esencializan en el proyecto woke y se conciben como realidades puras y cerradas. Al respecto, resulta ilustrativo constatar la evolución (mejor, involución) de la categoría de género que, de ser un aporte fundamental del feminismo de clase, terminó siendo un vocablo tan amplio y etéreo que involucra los más diversos asuntos de identidad restringida y expresa una fragmentación extrema y forzada de la vida real. Es la diferencia llevada al extremo neoliberal, del individualismo egoísta y narcisista en que se predica que se debe ser diferente como tú, especial como lo eres tú y único como tú.
De allí se deriva ese disparate sobre la “libre autodeterminación de la identidad de género” que recorre los campus universitarios y muchos consultorios médicos. Con eso se sostiene que el sexo no existe, es una simple opción que se le impone a los niños desde la cuna, y que frecuentemente se nace con el sexo equivocado, y este puede ser cambiado según la ocurrencia de cada cual, con el beneplácito de padres de familia, educadores y directivos académicos y con la participación mercantil de un sistema médico en búsqueda de nuevos nichos de mercado y de ganancias. Al respecto se torna necesario
“parar y prevenir el daño a la infancia y la adolescencia basadas en ideas falsas sobre identidades sentidas en cuerpos equivocados, protegiendo sus cuerpos sanos en pleno crecimiento y desarrollo. Nunca se había permitido la entrada en los centros educativos tan acríticamente de una postura reaccionaria irracionalista y sexista como ésta, y es necesario trabajar para desenmascarar y denunciar públicamente las falsedades anticientíficas de la ideología de la identidad de género en escuelas y universidades”.[6]
La noción de género se ha degradado de tal forma que en este momento existen más de 4000 géneros, entre otros las de las personas que se creen perros o gatos y cuyos miembros y familiares demandan que se les trate como tales. En Estados Unidos, por ejemplo, la madre de un joven que se declaró gato exigió que fuera atendido por un veterinario, dado su identificación con un tipo de animal, que lo llevaba a reclamarse un miembro más de los mininos[7].
El culto a lo identitario ha conducido a que, en aras de una reivindicación legítima como lo es incluir en los relatos históricos a los sectores siempre marginados y excluidos (población afrodescendiente negra, mujeres, gays, lesbianas…) se llegué a plantear que solo los sujetos pertenecientes a cada uno de esos sectores están autorizados para escribir su historia, porque estarían dotados de una esencia superior y privilegiada que los sectores externos no tienen., como si el pasado no fuera un país extraño, al que cualquiera ser humano puede acceder si lo quisiera. Así las cosas, un “blanco” no puede escribir sobre la esclavitud africana, ni un varón podría indagar en la historia de las mujeres. Esto genera un tipo de historia restringida, solamente adecuada para un sector particular, pero carente de cualquier perspectiva universal, que es en última instancia uno de los rasgos centrales del conocimiento histórico. Esto quiere decir que, para comprender las particularidades e identidades parciales, deben inscribirse en el marco más amplio de lo general, atinente a una sociedad determinada.
En universidades de diversos lugares del mundo causa furor el repliegue identitario, sectario y excluyente, y el tipo de relatos que de allí se derivan, entre los cuales se promulga una historiografía parcializada que resulta centrándose en hechos triviales, y deja de lado grandes problemas de la humanidad, para concentrarse en sectores cada vez más restringidos y particulares. Por supuesto, estos sectores y sus voces deben tener presencia en el mundo universitario, pero algo bien distinto es que se convierten en hegemónicos y dominantes y a nombre de una pureza étnica, racial o de género, se imponga una agenda excluyente y neoliberal, que focaliza los problemas de la educación y la universidad en reivindicaciones identitarias y tribales, ocultando los grandes problemas de desigualdad y antidemocracia que carcomen a las instituciones de educación superior y a sus respectivos países.
Victimismo y centralización de la “víctima”
Lo woke pretende ser una reivindicación de las víctimas lo que supone que se lee la historia y el mundo contemporáneo no a partir de la agenda de lucha de sujetos de carne y hueso, con sus sueños, aspiraciones y esperanzas, en la que había conciencia y proyecto, sino a partir del sufrimiento de lo que se denomina “víctimas”. Después de la II Guerra Mundial emergió la noción de víctima, lo cual tenía el objetivo loable de reivindicar a quienes habían padecido la esclavitud, los campos de concentración, la limpieza étnica, la brutalidad colonialista e imperialista, entre otros aspectos relevantes en la historia del capital. En ese momento el término víctima no era un elogio, era un estigma, y por eso difícilmente alguien lo reclamaba ya que se recalcaba el espíritu de lucha, de sujetos activos, que soportaban la persecución por su compromiso y por enfrentar y resistir a la opresión, la discriminación y la explotación.
Eso parece ser de un tiempo lejano, porque en estos momentos se impuso el culto a la víctima y se enfatiza en la lógica del padecimiento. Entre más se sufre y se exhibe ese sufrimiento más reconocimiento se alcanza y más dadivas y concesiones pueden obtenerse de los que se autocalifican a sí mismos de “víctimas”. El victimismo es un negocio, otro nicho de mercado del capital, en el cual la exhibición del dolor es directamente proporcional al éxito alcanzado por ciertos individuos. Así, en Estados Unidos la inclusión por parte de universidades y empresas de la discriminación racial de la población negra supone un aumento exponencial de las ganancias y de la constitución de un nuevo y lucrativo negocio de millones de dólares, todo a nombre de la inclusión y del reconocimiento de las víctimas[8]. Esto es pura demagogia, porque los empresarios que eso promueven no están interesados en los millones de pobladores negros que soportan opresión, discriminación y explotación. Lo que se impulsa en forma directa es a las “víctimas exitosas” de manera individual, y máxime si su imagen victimizada produce fabulosos dividendos, como muestra del carácter incluyente y pretendidamente democratizador del capitalismo woke.
Alcanzar el éxito individual, a nombre del dolor y del trauma, es neoliberalismo de pura cepa y es políticamente desmovilizador, porque el que se dice “víctima” quiere que a él le arreglen la situación y obtenga beneficios, desligándose de cualquier lucha colectiva. Es una postura procapitalista, en la medida en que esencializar a un individuo o a un grupo particular, y no como sujetos activos sino como entes pasivos, conduce a una permanente conmiseración, porque la víctima no genera compasión, sino lastima. Emerge un ansia de reconocimiento, propio por demás del replegué identitario, con las consecuencias políticas que ello genera: “A la pregunta ¿‘qué hacer’?, que ha dominado la política moderna ha sucedido un quejumbroso ‘¿quién soy?’”[9].
En resumen:
“La prosopopeya de la víctima refuerza a los poderosos y debilita a los subalternos. Vacía la agency. Perpetúa el dolor. Cultiva el resentimiento. Corona lo imaginario. Alimenta identidades rígidas, y a menudo ficticias. Hinca al pasado e hipoteca el futuro. Desalienta la transformación. Privatiza la historia. Confunde la libertad con la irresponsabilidad. Enorgullece la impotencia o la encubre con una potencia usurpada. Se las entiende con la muerte mientras finge compadecerse con la vida. Cubre el vacío que subyace a toda ética universal. Obvia ‒e incluso rechaza‒ el conflicto y se escandaliza de la contradicción. Impide captar la verdadera falta ‒o carencia‒, que es un defecto de praxis, de política, de acción común”[10].
La universidad es el escenario privilegiado de las “olimpiadas del victimismo”, donde se rinde culto y se reverencia a las “víctimas”, que son todos aquellos que se autoproclamen con tal apelativo. Se sostiene que la víctima no se equivoca nunca y es la portadora de la verdad, sin importar si hay evidencias o no. Esto ha llevado que las universidades estén repletas de “ofendiditos” que dicen sufrir por cualquier cosa: aquellos a los que un profesor no les puede alzar la voz porque los está violentando; otros que forma parte de algún grupo identitario y se sienten agredidos cuando se cuestiona algún aspecto de esa identidad, como por ejemplo, si los bebedores de Coca-Cola o consumidores de comida basura forman un nuevo género, y si se critica a la “chispa de la muerte” o a McDonald’s consideran que se les ataca emocionalmente por cualquier afirmación que cuestione sus fibras identitarias más sensibles; están los que se sienten agredidos y victimizados por determinados libros y escritos, a los que censuran porque les generan dolor y sufrimiento, y se niegan a asistir a un curso sobre la esclavitud, porque sienten que allí se remueven traumas históricos de vieja data, que no pueden soportar; están los que no son capaces de sostener ningún debate ni controversia porque eso implica ser maltratados, puesto que el desacuerdo ya no existe, ha sido sustituido por el daño y las microagresiones.
Este victimismo generalizado encubre los verdaderos problemas de acoso y violencia que soportan diferentes sectores de la universidad, porque ahora todo es un espacio asolado por una quejadera generalizada, lo cual tiene repercusiones al psicologizar todas las acciones humanas y judicializarlas con protocolos burocráticos. Como consecuencia, cualquier persona del mundo universitario es susceptible de soportar persecuciones y procesos disciplinarios por trivialidades, tales como preguntarle a un estudiante si es de tal región o cuál es su origen étnico o geográfico, porque eso se consideran terribles ofensas, que causan dolor y traumatizan…
En las universidades se ha impuesto la lógica victimista, que promueven los directivos académicos y sectores del profesorado, lo cual conduce a la proliferación de códigos de conductas, a censuras y autocensuras, a la imposición de un lenguaje aséptico y pretendidamente neutro ‒entendido como aquel que no debe ofender a nadie. Este sí que es el triunfo del neoliberalismo ‒el capitalismo realmente existente‒ con su énfasis en el individualismo absoluto, dado que el yo ‒cada estudiante aislado‒ es el centro del mundo con sus problemas y fragilidades. En esa dirección, “los manifestantes estudiantiles en la actualidad dirigen su atención hacia su frágil identidad y alardean de su sensibilidad a la hora de sentirse ofendidos. Con frecuencia adoptan un lenguaje terapéutico, y lo que es más importante: hablan constantemente de ellos mismos y de sus sentimientos”[11].
En este contexto de victimización generalizada se ha presentado una mutación del militante (político) estudiantil a un adalid de la moral que busca que los escolares sean protegidos de los riesgos que suponen las libertades académicas, de catedra, de pensamiento y se asume como normal la censura y el control de pensamiento. Se ha impuesto la victimización generalizada en que los agentes educativos (en primer lugar, los estudiantes) no son considerados sujetos autónomos que deben aprender al calor de los retos de la vida cotidiana, sino que son niños desprotegidos a los que debe evitárseles el más mínimo riesgo, porque pueden ser víctimas, para señalar un caso, de un profesor que les sugiere leer libros desgarradores, como los referidos a las guerras, a la esclavitud, a las dictaduras, a los crímenes imperialistas. Contra todo esto debe protegerse a los pobrecitos estudiantes, de donde se desprende que la victimización es un camino directo y seguro hacia la ignorancia generalizada, claro, porque el saber genera traumas que deben evitárseles a los infantilizados estudiantes universitarios de nuestro tiempo. Lo único que no causa traumas es la ignorancia generalizada, la desinformación y la mentira, para tener contentos a los niños wokisados de nuestras universidades, y que todos parezcamos felices y contentos con el mundo en que nos toco vivir, para que este, el capitalismo, sea considerado como el único horizonte posible y deseable.
En estas circunstancias, el profesor adecuado para la universidad victimista es aquel que valide todas las formas de dolor y de traumas que dicen sentir los estudiantes, ante cualquier hecho de la vida en un campus. El profesor adecuado es aquel que no discute, que no polemiza, por temor a ofender, que renuncia a la libertad de catedra porque eso puede generar daño emocional. El buen profesor es aquel que este contagiado de la “epidemia de las disculpas”, que consiste en disculparse de todo lo que se haga o diga, porque siempre hay más de un ofendidito tras bambalinas, y de ofrecer disculpas a granel incluso por faltas y errores cometidos hace décadas.
La política de la cancelación, la censura y autocensura
Uno de los elementos más destructivos y dañinos del método woke es la política de la cancelación, por lo que se entiende que una persona debe ser condenada de manera permanente por cualquier falta que haya cometido, hoy o ayer, y que ponga en cuestión la corrección política. Y no estamos hablando de grandes delitos, por los que es apenas obvio deberían ser juzgados y condenados si se comprueba que son culpables los agentes del mundo universitario, incluyendo a los profesores. No, lo que ahora se consideran delitos graves están referidos a cualquier palabra o acción que ofenda a alguien y quien se siente agredido denuncie a tiempo, como parte de la “cultura de la delación” que se ha impuesto en las universidades.
Esto se sustenta en una lógica binaria, entre buenos y malos, que se convierte en el rasero para medir lo que es aceptable y lo qué no es. Quien ha cometido un error deberá pagarlo por el resto de su vida y debe ser cancelado. Además, vulnerando elementos básicos del derecho liberal, se da el caso que cuando una persona pague penalmente por una falta, eso no se considera suficiente porque lo woke sostiene que la culpa es eterna y la pena no tiene límites temporales. Esto implica que los cancelados deben purgar una pena eterna, lo cual equivale a la muerte moral, intelectual, política y cultural. Quien sea cancelado deberá desaparecer por completo de la vida pública y siempre se le recordarán sus faltas, reales o imaginarias, y para hacer más opresiva y omnipresente la cancelación las redes (anti)sociales del odio se encargan de atizar, difundir y revivir, cada vez que sea necesario, la persecución de los nuevos herejes, y eso genera verdaderos linchamientos virtuales, algo fácil porque esas redes son el refugio de los cobardes e imbéciles.
La cancelación tiene otra forma perversa de censura y revisionismo histórico, en la medida en que se aplican a personajes y sucesos de otras épocas, borrando cualquier contexto temporal, los criterios de corrección política hoy imperantes. Nos encontramos ante casos tragicómicos de censuras y prohibiciones de autores clásicos de todos los tiempos, por ser considerados esclavistas, sexistas, racistas, misóginos, de lo que no se libran Platón, Aristóteles, Shakespeare… Allí se incluyen, lo cual parecería pintoresco, hasta los cuentos de hadas. Al respecto, baste mencionar que en ciertos círculos académicos de Inglaterra se ha prohibido la Bella durmiente, porque, según una lectura estrecha de género, allí se fomenta la violencia sexual y el machismo puesto que la protagonista, que dormía placida y eternamente, es despertada por un intruso que la besa sin su consentimiento[12].
Lo mismo acontece con la ópera Carmen de Georges Bizet, obra en la que al final el soldado español mata a Carmen en un ataque de celos. Esta escena fue considerada como peligrosa para las mujeres por los que la presentaban en la ciudad italiana de Florencia, lo que obligó a modificar el final para que Carmen no muriera y tuviera un happy end al más vulgar estilo hollywoodense[13].
Existe una significativa coincidencia entre la cancelación woke de la literatura que no es correcta políticamente y la censura conservadora de los libros. Al respecto es bueno recordar que en escuelas de Estados Unidos se prohíben e incluso se queman libros, porque no se avienen con la ideología mojigata de los padres de familia, por lo general conservadores y retrógrados. Si sus creencias (como las que figuran en la Biblia) no aparece en los libros es porque estos textos son diabólicos. En este caso, lo woke revela su carácter profundamente conservador porque se identifican plenamente con la extrema derecha cristiana en la censura y la prohibición de “literatura peligrosa”, para retirar del escenario público a aquellos autores incomodos, que no deben ser leídos por las tribus identitarias.
Se llega al punto que para, purificar la bibliografía, en ciertas universidades se ha inventado un novedoso cargo burocrático, “los lectores de sensibilidad”, esto es, “expertos” en asesoría lingüística y gramatical para que cuando los autores escriban tenga en cuenta los efectos que sus dichos pueden tener en las diversas tribus de víctimas. De esta forma,
“Si un autor blanco escribe sobre personajes indígenas, debe contratar a un lector de esa raza para asegurarse de no ofenderlo. Como las burocracias universitarias encargadas de lidiar con la fragilidad emocional de los estudiantes, los “lectores de sensibilidad” constituyen una nueva profesión emergida de la cultura del victimismo predominante hoy día y que tiene todos los incentivos para multiplicar la detección de ofensas y activar los aparatos de linchamiento público contra aquellos que se nieguen a utilizar sus servicios”[14].
La cancelación se relaciona directamente con el victimismo, puesto que se considera que cualquier “microagresión” (alzar la voz, sugerir un libro, debatir con otra persona, cuestionar un punto de vista, hacer alguna sugerencia que no guste a x o y persona) debe ser castigada y uno de los castigos que se infringe es la cancelación y, en el mejor de los casos, la censura y la autocensura.
Con esta perversa forma, ahistórica, de juzgar personajes y situaciones, una gran parte de escritores, pensadores, artistas, políticos, revolucionarios… hoy por hoy son cancelados, simplemente porque su vida y acciones no se corresponden con los cánones de seudomoralidad que se han impuesto en los campus universitarios, como si fueran válidos en sí mismos y tuvieran tal carácter transhistórico que permitiera juzgar con los mismos parámetros de hoy a los autores y pensadores de otras épocas.
La cancelación está referida a una corrección política estricta, una policía del lenguaje y de la memoria, que censura a aquel o aquella que se desvía un centímetro de lo que dictan los nuevos cánones de lo woke. Esta cancelación es una práctica cultural que persigue la destrucción reputacional, la censura, la muerte moral y la sanción penal de aquellos y aquellas que desafíen los cánones de la ideología identitaria hoy en boga. Es, en pocas palabras, el asesinato puro y duro de la imagen de una persona para destruirlo intelectual, política y moralmente.
El culto al lenguaje y las “guerras lingüísticas”
La gramática woke, como derivado de sus fuentes originarias (posmodernismo y posestructuralismo), se caracteriza por usar un lenguaje incomprensible, una verdadera tortura para los simples mortales. Sus textos son ilegibles, de esos que resultan porque sus autores no tienen nada que decir o no están seguros de lo que afirman. Se ha impuesto una jerga impenetrable solo para los iniciados de las respectivas tribus, una nueva lengua en la cual todo es neo, post o trans.
Se ha impuesto el lenguaje inclusivo, suponiendo que con el cambio de apelaciones se transforma la realidad y las cabriolas terminológicas, cada vez más enmarañadas, modifican a los sujetos. Solo basta hablar de los, las y les para que todos estén felices y contentos y no haya ofendiditos que se siente excluidos por la imposición de un lenguaje heteropatriarcal. El feminismo queer ‒con fuerte influencia en la academia de los Estados Unidos e Inglaterra, y con ecos en tierras latinoamericanas‒ se distingue por la invención de nuevas palabras o el uso de viejas con un nuevo sentido. Un ejemplo es ilustrativo: en lugar de hablar de mujeres debe decirse “personas no poseedoras de próstata”, como lo hizo la revista Teen Vogue en 2019[15].
Adicionalmente, existe un lenguaje del reemplazo, puesto que ciertos términos son vetados en la academia universitaria y la lista es amplia: en lugar de decir ciego se dice con limitaciones visuales o “personas neuroalternativas en lo visual”, a los inválidos se les debe decir que sufren de diversidad funcional, en lugar de violar la ley, se debe decir incurrir en infracciones delictivas y mil casos por el estilo.
Otro ejemplo contundente sobre el “novedoso significado” de ciertos términos, aparece en la edición española de la guía Sexo más seguro para cuerpos trans. Y la cita no tiene desperdicio:
“Pene: Usamos esta palabra para describir los genitales externos. Los penes viene en todas las formas y tamaños, y personas de todos los géneros pueden tenerlos.
Orificio delantero: usamos esta palabra para referirnos a los genitales internos, a veces denominados vagina. El orificio delantero puede autolubricarse, dependiendo de la edad y las hormonas.
Strapless (sin correa): utilizamos esta palabra para describir los genitales de las mujeres que no han sido sometidas a reconstrucción genital (o “cirugía inferior”), a veces denominado pene.
Vagina: utilizamos esta palabra para referirnos a los genitales de las mujeres trans que han sido sometidas a cirugía inferior”[16].
Obsérvese la cabriola lingüística que pretende cambiar la realidad biológica, producto de la evolución de millones de años de la especie humana: la palabra vagina se reserva a las mujeres trans, mientras que los genitales de las mujeres biológicas se denominan orificio delantero.
Pero, sin duda, la verdadera revolución lingüística que está transformando a las universidades del capitalismo occidental se presenta en el ámbito de los géneros. Hay una profusión de nuevos géneros para referirse a los rasgos identitarios de cualquier persona no binaria, y la lista aumenta todos los días. Cualquier rasgo, por banal, absurdo e impreciso vale para dar paso a un nuevo género. En 2016 en España se hablaba de la existencia de 251 géneros, entre ellos estos tan pintorescos: “Healgenero: género que trae paz mental a le identificade”; Felinogénero: género correspondiente a gatos. Cuando te sientes peludite y mullide y quieres que te acaricien la barbilla; Aerogénero: género que cambia según la atmosfera, nivel de confort, quién está alrededor, la temperatura, la época del año…”[17].
Esto confirma que la identidad de género, y el lenguaje que la nombra, es subjetivo, inclasificable, polimorfo, fluido e invalorable que allí todo cabe y puede ser incluido, aunque no haya argumentos convincentes, sino que sean meros caprichos de marketing. En conclusión:
“Así como el 1 por ciento de la humanidad acapara el 99 por ciento de la riqueza del planeta, el 1 por ciento de la humanidad pertenece al 99 por ciento de los géneros humanos que existen. Las combinaciones de las rayas horizontales de las banderas no dan para distinguirlas y hay que empezar a poner triángulos laterales, líneas diagonales, lo que sea para representar simbólicamente tanta diversidad”[18].
En conclusión, lo woke y todas sus manías sobre género, raza, trans, emparentadas con el feminismo queer forman parte de la lógica autofaga y el capitalismo caníbal que está erosionado desde dentro y desde abajo a la universidad contemporánea. Esto conduce a una universidad caníbal, complemento elemental de ese capitalismo devorador de todo lo existente. Por si existieran dudas al respecto tal vez el mejor ejemplo es el de Israel, un país genocida, que limpia su imagen criminal con la máscara woke. Sus universidades, coparticipes directos del genocidio de los palestinos, por supuesto que son portaestandartes de la ideología woke, el cual es funcional a la población israelí para presentarse como liberal y democrática, y esos mismos militantes woke son asesinos reales y potenciales de los otros, de los palestinos, a los que bestializan y masacran porque incluso le niegan su carácter de humanidad. Mientras esa sociedad y sus universidades presumen de ser muy woke, con promoción de la libertad de género, al tiempo apoya el exterminio de los palestinos. Es decir, que lo woke en la otra cara de la moneda del genocidio sionista.
Paradójicamente, hay que mencionar que, en otras universidades del mundo occidental, donde la ideología woke ha sido hegemónica en los últimos años, en la práctica se le ha dejado de lado, en la medida en que se han movilizado miles de estudiantes para apoyar al pueblo palestino y denunciar el genocidio sionista. Este rechazo efectivo de lo woke por los estudiantes de diversas universidades es criticado desde la derecha y cierta socialdemocracia como antisemitismo que, supuestamente sería un resultado de lo woke, como muestra de la confusión reinante, en que se cree que todo lo que se hace desde posturas de izquierda es woke.
Al mismo tiempo, ciertas feministas occidentales y grupos de diversidad sexual no ocultan su admiración por Israel, por su cultura woke y su libertad de género, y eso las lleva a legitimar el genocidio sionista porque repitan los mantras de que Israel tiene derecho a defenderse y es la única democracia de la región, que supuestamente garantiza la libertad sexual y de género.
Esto pone de presente que, por más monolítico que se pretenda, lo woke tiene sus fisuras y estás se evidencian ante uno de los peores crímenes de nuestra época, perpetrado por un detestable régimen que presume de ser muy woke y con el que están relacionadas las universidades que promueven la diferencia y la diversidad sexual, y que presumen de su liberalidad y democracia.
INFANTILIZACIÓN
“La infantilización de la vida del campus se basa en una visión disminuida de la subjetividad humana que contempla a los individuos no como agentes de cambio, sino como víctimas potenciales de las circunstancias a las que se enfrentan. […] [E]stos sentimientos de vulnerabilidad humana y fragilidad […] en los campus se han convertido en una doctrina sistemática de victimización expansiva”.
Frank Furedi, Qué le está pasando a la universidad. Un análisis sociológico de la infantilización, Narcea Ediciones, Madrid, 201, p. 13.
El capitalismo realmente existente impulsa la infantilización a escala general, para tener a unos seres humanos dóciles, pasivos, obedientes, dependientes de los artefactos electrónicos y, sobre todo, consumidores compulsivos, que nunca se cuestionan ni tengan en su horizonte mental algún tipo de atisbo crítico sobre el mundo real y mucho menos alguna perspectiva de horizonte colectivo o lucha organizada.
El objetivo es que los seres humanos seamos niños-adultos y el libre mercado y la competencia generen irrefrenables deseos de comprar y consumir, sin límite, porque se supone que el deseo infantil es inagotable y debe ser saciado con más y más mercancías. No por casualidad, uno de los nichos de mercado que más ganancias le producen al capitalismo mundial sea el de los niños, porque desde la tierna edad se moldea su mente y su personalidad para que sean prisioneros por el resto de su existencia del consumo y de las marcas de las empresas que destruyen el planeta y a los seres humanos (Coca-Cola, McDonald’s, Microsoft, Apple…).
El control desde la primera infancia de los seres humanos busca que cuando estos crezcan en términos físicos sigan siendo los niños consumidores que vienen siendo desde sus primeros años de vida, lo cual ahora se evidencia en el culto al celular. Nada hay más patético que ver a niños manipulando primero el celular que a un juguete y a los padres a su alrededor en la misma postura infantilizada, sin contemplar a los hijos, y rendidos ante el nuevo tótem del que no pueden despegarse ni un minuto. Luego cuando ese niño crece corporalmente sigue siendo mentalmente niño y piensa que esa va a ser su condición permanente durante toda la vida, dado que el neoliberalismo además exalta la falacia de que el mundo pertenece a los adolescentes, y quienes no estén en esa condición son seres desechables.
La infantilización se expresa en la música, en el cine (con la exaltación de los superhéroes y la imposición de los dibujos animados como forma preferida de esparcimiento y divulgación) en la información que circula a través de los artefactos microelectrónicos, en el lenguaje-bebe que usa la gente adulta y que replica el que circula a través de las redes antisociales, en el deporte, en la educación, en las costumbres y en la forma de comer y vestir. Para solo mencionar un ejemplo, según el notable compositor mexicano Gabino Palomares:
“Hicimos un análisis de las canciones comerciales con un grupo de expertos y encontramos que se hacen para ser entendidas por una mentalidad de ocho años […] Me parece que con ese tipo de canción tan elemental, que da pena, hemos educado a la gente para que no pase de los ocho años. A mí no me interesa un país de ocho años, quiero que la gente crezca, pido un país de adultos, no de retrasados mentales, porque también a los niños se les chinga porque no saben pensar”[19].
La infancia ‒esencial en la vida de los seres humanos, pero que es una etapa limitada en el tiempo que da paso a otras fases de la vida‒ es el modelo que el capitalismo busca prolongar para que la gente conciba el ahora como perpetuo e insuperable presente, que busque divertirse como si no hubiera mañana y deba comprar en forma compulsiva. Ya no existe responsabilidad, compromiso a largo plazo, ni mesura, lo cual impide afrontar los grandes retos de nuestro tiempo, como la desigualdad, la explotación, la opresión, la injustica, las guerras, el trastorno climático…
La infantilización de la sociedad implica que los adultos sean tratados y considerados como niños, generando un ciclo de dependencia tal que aquellos no sepan qué hacer y siempre estén condicionados por lo que les digan los padres, puesto que el paternalismo es la otra cara de la infantilización, aunque con la paradoja que el papel de padres no lo asuman ellos sino el celular. Por eso, el adulto infantilizado solo sabe qué le ofende (prácticamente todo) y quiénes lo ofenden, pero no tiene idea ni le interesa saber algo que vaya más allá de sus intereses inmediatos y cortoplacistas. Lo que caracterizan a la gente infantilizada en el capitalismo es el narcisismo que lleva a que cada uno se considere el centro del mundo, en torno al cual deben girar los demás, lo que produce un individualismo ególatra e irresponsable. Se pretende permanecer en la edad infantil porque se supone que allí todo es fácil y sencillo, no existe autosuficiencia, y no deben afrontarse los retos de la edad adulta, con todos los riesgos e incertidumbre de la vida en el capitalismo.
Esa infantilización también ha llegado a la universidad, siendo una consecuencia directa de la imposición de lo políticamente correcto. Mencionemos algunos de los componentes de la infantilización de la universidad en los tiempos actuales.
Reivindicación exclusiva del yo y de la propia identidad como el centro de la vida y del mundo
Hasta no hace mucho tiempo se pensaba que la llegada de los adolescentes y jóvenes a la universidad significaba un paso transcendental en la vida de quienes lograban acceder a los estudios superiores. Este era un salto hacia la mayoría de edad, en el sentido kantiano de la palabra, fundamental para asumir el paso a la madurez y afrontar los retos de la vida con autonomía y responsabilidad. Esa conducta individual estaba dada por entender la importancia de los demás, forjar intereses generacionales comunes, con ideales compartidos con otro grupo de estudiantes, de acuerdo con el origen y pertenencia de clase.
Eso ha cambiado en forma drástica y ahora nos encontramos con que la universidad es otra fase infantil que replica y reproduce las características de la educación primaria y secundaria, pero ahora con adolescentes y jóvenes. Estos cargan tras de sí el peso de la formación neoliberal de la personalidad, con un acendrado individualismo y culto al consumo y prisioneros de las lógicas darwinianas de la competencia y la supervivencia de los millonarios y los exitosos. Esa carga viene acompañada de una inseguridad absoluta para asumir la nueva fase de la vida, que en teoría debería ser la universidad, a la cual los jóvenes llegan manteniendo y reforzando su estancado comportamiento infantil de no asumir responsabilidad alguna, de necesitar protección, de considerar que los nuevos retos que les plantea la vida son problemas irresolubles e innecesarios, que son asediados por peligros que no puede afrontar sino es por la intermediación de terceros, en una clara réplica del paternalismo que se preserva y reproduce dentro de las universidades.
La conducta narcisista no se abandona, sino que se refuerza en aras de seguir manteniendo los privilegios de sobreprotección que le brinda esa prolongación de la infancia y el consecuente paternalismo. Para esa individuo narcisista todos los demás son enemigos, de los que debe ser protegido. Y esa protección se la brindan en las universidades de manera directa y explicita las autoridades académicas y administrativas.
Esta centralización del yo es conservadora y desmovilizadora en términos políticos, porque lo político es esencialmente colectivo e implica la búsqueda del bien común. Se renuncia a cualquier acción política, que requiere cierto nivel de conciencia y comprensión del papel de los individuos en la sociedad, y se asume como natural el seguir siendo protegido de los riesgos y traumas que genera la universidad como un espacio conflictivo y poco seguro para estos jóvenes infantilizados.
“Esta actitud infantilizada no sólo es tolerada por las autoridades universitarias, sino que se cultiva. En algunas instituciones, se brindan ‘salas de relajación’ con juguetes blandos y mascotas para los estudiantes que sufren de ‘estrés ante los exámenes’ y ansiedades asociadas”. Y en la Universidad de Bufalo, Estados Unidos, las autoridades académicas han introducido doce perros en el campus para que cumplan una labor de acompañamiento educativo y sicológico, consistente en ayudar a los estudiantes a combatir el estrés[20]. Otro gran aporte de la universidad infantilizada: el estrés en los campus no se enfrenta con libros, conciertos, discusiones, conferencias, clases… sino con perros de compañía.
Psicologización, medicalización y judicialización de la vida universitaria
Como de entrada se piensa a la universidad como un espacio inseguro, repleto de peligros que asechan a los niños grandes que allí ingresan, todo lo que sucede en los campus es examinado a partir de una mirada estrechamente psicológica, médica y judicial. De ahí se desprende la consideración que cualquier palabra o acción es una amenaza y genera traumas en los noveles estudiantes e incluso en muchos profesores. La universidad de hoy está llena de jóvenes traumatizados, que necesitan urgentemente tratamiento sicológico o asistencia médica, por cosas que en la mayor parte de los casos tienen otro origen. Por ejemplo, en las universidades latinoamericanas ‒cuyas sociedades son terriblemente desiguales‒ se reproducen las diferencias sociales (empezando por las diferencias de clase) y una parte significativa de los estudiantes tienen problemas de subsistencia, de alimentación, para asumir los costos y gastos que implica ir y estar en una universidad. Eso no es ni mucho menos una cuestión sicológica de base, es un asunto de desigualdad y de clasismo. Obvio que de allí surgen problemas sicológicos y médicos, pero el remedio inicial para “curar la desigualdad” no es sicológico ni mucho menos.
Eso no se considera porque los grandes temas, referidos al carácter impopular y antidemocrático de la universidad, han desaparecido de la agenda política de los estudiantes de hoy, como tendencia dominante, para ser reemplazados por la búsqueda obsesiva de la terapia, de la ayuda sicológica y del apoyo emocional. Los problemas estructurales de la educación superior (privatización, desfinanciación, precarización laboral, antidemocracia, falta de autonomía, represión estatal…) ya no están en el horizonte de los niños-adultos que habitan los campus. En estos momentos todo son riesgos y traumas que solo pueden afrontarse con tratamiento psicológico y terapias de autoayuda.
No extraña que en el lenguaje de las universidades sobresalga la retórica de la vulnerabilidad y se haya establecido un “guion cultural de la vulnerabilidad” en el cual las emociones están en el centro de las preocupaciones. Ya no es importante discernir, comprender, problematizar, asumir las diversas visiones del mundo como una riqueza cognoscitiva cultural y política, sino que todo eso es traumático y debe evitárselo al joven infantilizado, para no ofenderlo. Así nos encontramos con el hecho de que las universidades están repletas de “ofendiditos y ofendiditas”, por cualquier cosa. Un caso tragicómico demuestra hasta donde se está llegando en las trivialidades que hoy se imponen en los campus universitarios de diversos lugares del mundo y sucedió en la afamada Universidad de Yale (Estados Unidos) a propósito de la celebración de la fiesta de Halloween en octubre de 2015, cuando el Comité de Asuntos Interculturales sugirió en una carta pública dirigida a los estudiantes que tuvieran cuidado en los disfraces que escogieran, puesto que el motivo seleccionado podía herir sensibilidades, generar traumas y producir víctimas. Sugería que se tuvieran en cuenta algunas pautas para actuar en un asunto tan “grave y complejo” como los efectos que podrían tener sus mascaras en determinados sectores de la comunidad. Realizaba una profundísima “reflexión filosófica” para que los estudiantes tuvieran en cuenta preguntas de alto calado ‒que, de seguro, podían definir el futuro del mundo y de la humanidad‒ antes de proceder a disfrazarse:
“¿Llevas un disfraz divertido? ¿El humor se basa en “burlarse” de personas reales, rasgos humanos o culturas?
¿Llevas un traje histórico? Si este traje pretende ser histórico, ¿es más información errónea o inexactitudes erróneas y culturales?
¿Llevas un traje “cultural”? ¿Este traje reduce las diferencias culturales a bromas o estereotipos?
¿Llevas un traje “religioso”? ¿Este disfraz se burla o menosprecia la profunda tradición de fe de alguien?
¿Podría alguien ofrecerse con tu disfraz y por qué?”[21].
Con esto desaparece la esencia del carnaval, originado en la edad media, que sublimaba la dominación a través de la risa, la sátira, la ironía, el sarcasmo. Pobres François Rabelais y Mijaíl Bajtín, que tanto contribuyeron a clarificar la importancia de la risa carnavalesca en la historia. Pero, que va, eso no es solo cosa del pasado, sino de un sentimiento festivo que no cabe en la lógica woke. Con el tiempo esos dos autores van a ser cancelados, porque así lo determina la corrección política de la Universidad de Yale.
Sobre la persecución de la risa Umberto Eco escribió una memorable novela ‒que se convirtió en película‒ sobre el miedo que el humor les inspira a los inquisidores. En esa novela y película, El hombre de la rosa, se dice, por ejemplo, por boca del inquisidor de la obra: “Un monje no debe reír, porque solo un tonto alza su voz con risas”; “La risa es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne”.Al inquisidor de la novela lo desvela que un creyente se ría, y quien lo haga es un impío, un hereje, un portavoz del diablo, que merece ser condenado y quemado. Ahora, en las universidades ha resucitado este tipo de inquisición, donde se prohíbe y sanciona cualquier asomo de risa o de burla, con lo que se niega nuestra propia humanidad y nuestra imperfección.
En la nueva condición de infantilización de las universidades, las emociones son el centro de la atención y se convierten en un arma de la guerra cultural contra el presente y el pasado. Contra el presente, porque a partir del estado emocional de un estudiante se juzga una situación; si este se ha ofendido quiere decir que el hecho que lo altera es traumático. Puede sentirse afectado por un libro que le ha recomendado un profesor, por un tema planteado en clase en que se cuestiona de manera directa o indirecta algún elemento identitario de su yo y esto resulta agresivo e insoportable. Puede verse agredido por una pregunta elemental (de donde eres, qué haces, cuál es tu nacionalidad, de que equipo de futbol eres hincha, si eres creyente cuál es tu religión, y cualquier banalidad de ese estilo) que significa según su criterio narcisista y ególatra que aquél que le pregunta lo está agrediendo y subvalorando. Puede sentirse brutalmente interpelado porque alguien (otro estudiante, profesor o directivo) le alce la voz o le haga algún reproche, crítica o sugerencia, porque entiende que, como niño que se sigue considerando, cualquier corrección es inaceptable y esa no es la función de la educación, sino que simplemente se estás vulnerando los derechos de su ego narcisista de niño estancando en el tiempo… Y así hasta el infinito.
Contra el pasado, porque el adulto infantilizado de las universidades de hoy considera que no se deben traer los traumas del ayer al mundo de hoy. Eso quiere decir que cualquier asunto del conocimiento histórico en el que sea necesario destacar asuntos atinentes a la guerra, la explotación, la opresión, el genocidio o los crímenes se considera, casi por definición, como generadores de traumas, que deben evitarse. Eso implica una guerra cultural e individual contra el pasado, porque se piensa que el conocimiento de la historia es innecesario al revivir traumas que no debieran mencionarse y que agreden a los niños-jóvenes de nuestro tiempo. Para qué hablar de genocidios en la historia, a la hora de examinar el genocidio de los palestinos, y reconstruir la destrucción de las comunidades indígenas de toda América (empezando por las de Estados Unidos) si eso supone que, para quienes tienen algún nexo étnico con grupos desaparecidos violentamente, recordar su propia historia los afecta emocionalmente. Hablar de esos temas traumáticos no solo debe evitarse, sino que el profesor que lo haga es un agresor al que debe denunciarse y perseguirse por tener el atrevimiento de vulnerar con hechos del pasado a los de por si vulnerables jóvenes de hoy.
Es la reivindicación de la ignorancia, porque todo verdadero conocimiento es traumático, genera problemas, lleva a hacer preguntas, a dudar y cuestionar, pero nada de eso es hoy tolerado por la policía del trauma que ronda en las universidades, en la cual son coparticipes gran parte de los estudiantes, que andan a la casa de todos los herejes a los que hay que denunciar porque en sus clases y charlas usan un lenguaje inapropiado y traumático, al hablar de desigualdad, explotación, opresión, capitalismo, patriarcado…, términos cargados de una dureza conceptual e histórica que no puede ser admitida en la universidad infantilizada de nuestro tiempo. Adicionalmente a la terapia psicológica debe agregarse el tratamiento médico derivado, porque gran parte de los traumas de los niños-adultos que pueblan las universidades requieren atención sanitaria especializada, medicamentos y acompañamiento terapéutico de índole física, que se complementa con el de índole espiritual, que brindan los psicólogos del trauma perpetuo que acosa a la población universitaria. Ese es otro nicho de mercado para el capitalismo, en el cual juegan un papel central las terapias e intervenciones médicas de cambio de orientación sexual y sexo, una práctica cada vez más recurrente en ciertas universidades del mundo, entre las que sobresalen las de Estados Unidos, Inglaterra, España…
Al lado de la psicologización y medicalización de la vida universitaria se desarrolla la judicialización, porque es obvio que los niñas grandes deben ser protegidos con leyes, protocolos, normas, sanciones, penas, excomuniones, nuevos tribunales de la inquisición que se han impuesto en la universidad, y la mayoría de los cuales niega las normas elementales del derecho liberal burgués, como son las del derecho a la defensa y a no ser condenados sin juicio previo.
A los estudiantes de hoy, desde cuando pisan por primera vez a una universidad, se les instruye en una serie de protocolos, tendientes a protegerlos de las microagresiones (otro término central del universo jurídico de las universidades), que puede ser cualquier dicho o hecho. El estudiante antes que conocer la vida real dentro de los campus ya está amparado por una serie de normas que buscan penalizar todo lo que suceda a su alrededor y a quienes se acuse de ser los responsables de sus traumas.
Esas normas lo cubren todo, desde el lenguaje que se emplea, inscrito en el ámbito de la corrección política, los contenidos de los programas que se enseñan, el tono de la voz de los profesores en las clases y cualquier relación entre profesores y estudiantes. Esto destruye un aspecto elemental de la pedagogía para asumir los problemas normales y cotidianos de la vida educativa: que las cuestiones, conflictos, malentendidos y dudas que se generan en una clase deben ser resueltos dentro del aula, sin necesidad de llevarlos fuera de allí, salvo que sean de tal gravedad que desborden ese espacio. Pero no, ahora las cosas se hacen al revés, y se empieza con acusaciones que se ventilan fuera de los espacios académicos y desde allí se inicia el procedimiento judicial con la apertura de costosos y tortuosos procesos disciplinarios contra profesores, principalmente. Y esto tiene un agravante woke, pues todo aquel que denuncia es por definición axiomática una víctima indefensa, que tiene la razón y es portadora de verdad sin discusión alguna. Es un razonamiento tautológico (la víctima dice la verdad y lo que dice es cierto porque es víctima) que se ha impuesto en los campus y que lleva a que cualquier hecho traumático (muchos de los cuales son malos ratos o momentos desagradables o malentendidos) sea denunciado por parte de quien en adelante se declara víctima e ingresa en la interminable cadena de quejosos y ofendidos, que pueblan hoy las universidades y cuentan con el aval y respaldo de las directivas académicas, situadas en los políticamente correcto. Dicho en forma sintética:
“El desacuerdo invita a la discusión, mientras que la declaración ‘Me siento ofendido’ clausura la conversación y el debate. […] Esta actitud infantilizada no sólo es tolerada por las autoridades universitarias, sino que se cultiva […]. El hecho de que quienes dirigen las universidades se hayan convertido en cómplices de la infantilización de sus campus indica que la línea que tradicionalmente dividía la educación secundaria de la superior se ha vuelto inexacta”[22].
Todo esto tiene un costo económico alto e implica que los escasos recursos de las universidades se dirijan a mantener un creciente equipo de psicólogos y abogados, encargados de tramitar todos los traumas y microagresiones que a cada minuto se presentan en los campus y que son denunciados al instante por quienes se declaran víctimas porque alguien los miro mal o les dijo una palabra con un tono alto de voz.
No quiere decir, según lo planteado hasta acá, que en las universidades no se deban perseguir los delitos que allí se cometan, incluyendo el acoso y las violencias sexuales, lo que es una necesidad imperiosa y un deber. Eso debe hacerse con resolución y determinación. Pero lo que sucede, precisamente, es que el discurso de las microagresiones oculta esos problemas reales y lleva a que la judicialización sustituya a cualquier dialogo pedagógico, que se supone debería ser la esencia de cualquier proyecto educativo medianamente serio.
Culto a la seguridad y rechazo al riesgo y la incertidumbre
Como la universidad de nuestro tiempo no está habitada por adultos en mayoría de edad que piensan con cabeza propia, sino por niños-adultos que requieren protección frente a todos los riesgos que los asechan a cada minuto, dentro de los campus se está desarrollando un culto a la seguridad total, algo así como la tolerancia cero del punitivismo jurídico de estirpe estadounidense. Para ello se ha creado la noción de “la universidad como espacio seguro”. La pregunta básica es: ¿Qué se entiende por espacio seguro?, si la vida está llena de inseguridades y el paso de la infancia a la madurez, que se supone se desarrolla en los campus, está repleto de retos e incertidumbres, que forman parte del afianzamiento de esa madurez, de la autonomía, confianza y el aprendizaje riesgoso que eso implica.
La noción de “espacio seguro” que tiende a imponerse en la universidad es aquella que postula que, como en los jardines de infancia, los niños-adultos deben estar completamente seguros y tranquilos que no tendrán ningún trauma ni nada que los afecte o aflija. Si esos jóvenes infantilizados sufren “acoso bibliográfico” por parte de un profesor que los hace leer libros traumáticos [El Capital, Otelo, Crimen y Castigo, El Siglo de las Luces, La Perla…] pues ellos ya no deben asistir a las bibliotecas o centros de lectura ‒si es que todavía quedan en la Universidad de la ignorancia de nuestro tiempo‒ porque estos han dejado de ser espacios seguros.
Si esos jóvenes infantilizados no pueden soportar una discusión, un debate (términos que en sí mismos generan inseguridad existencial, porque para los ofendiditos esas son microagresiones traumáticas) en una cafetería, en una aula de clases, en un teatro… pues hay que clausurar esos espacios para que aquellos se sientan seguros.
Si esos jóvenes infantilizados no pueden soportar una clase con temas sensibles que los afectan emocionalmente (la esclavitud, el genocidio, las guerras…) pues hay que evitar que asistan a esas clases o debe obligarse a los profesores a cambiar la bibliografía y el énfasis temático por asuntos más agradables que suenen bien a los oídos de los traumatizados niños-adultos y solo de esa forma, a punta de control y represión, las aulas de clase pueden ser espacios seguros, lo cual significa el regreso a la universidad medieval.
Una de las consecuencias de la búsqueda insaciable de espacios seguros es la ruptura del tejido universitario y de la comunidad educativa, y es el paso, ese sí seguro e inexorable, hacia la segregación y al apartheid universitarios. Al paso que vamos, pronto se propondrá que las mujeres estén separadas de los hombres y estos de los trans, porque la sola relación entre todos ellos es fuente de inseguridad, con lo que retornaremos a formas conservadoras de educación que se pretendían superadas en las universidades contemporáneas, y que implican el retorno de la “normal de señoritas” (en donde solo haya mujeres estudiantes y profesoras) y de niños-adultos de sexo masculino, cada una por su lado.
Y otro elemento que se desprende de la noción de espacios seguros, que reivindican muchos profesores y estudiantes, es el de la educación virtual, en el que ya no exista presencialidad y se rompa cualquier nexo directo entre profesores y estudiantes. De esa manera, se fortalece la tendencia neoliberal de privatización y de cierre de campus y su sustitución por computadores, terminales e internet, tendencia que se acentuó durante la reciente pandemia de la Covid-19. Obsérvese como una reivindicación típicamente woke, la de “espacios seguros”, termina mostrando el filo neoliberal y neoconservador del falso progresismo y como tiene una veta procapitalista que conduce a la clausura de los campus, por la vía de formar guetos o implantar la virtualización plena de los espacios educativos, lo cual además es un negocio jugoso para las multinacionales que se lucran de vender cachivaches tecnológicos que son presentados como la garantía de una irreversible “revolución educativa”.
En fin, en nombre de “espacios seguros” se abre la puerta para vetar opiniones, libros, temas de conversación, romper la catedra presencial y reivindicar lo virtual, para evitar el incomodo contacto entre profesores y estudiantes, en lugar de afrontar los problemas de manera directa y discutir con rigor y seriedad, sin eludirlos y aplazarlos, para que mañana sean más explosivos que hoy. En forma perversa, “El espacio mismo puede convertirse en un foco de competición en el que los grupos llegan a sentir que su seguridad depende de excluir a la gente que no es como ellos”[23].
Censura y restricción de la libertades de catedra y de expresión.
En la universidad infantilizada existen palabras que pueden ofender a los niños-adultos y que, por lo tanto, deben ser prohibidas y restringidas, porque no puede ser que se permita que se mantengan las fuentes fundamentales de las microagresiones y de los traumas emocionales de los estudiantes. Es la restricción pura y simple de la libertad de catedra y de pensamiento, una de las conquistas irrenunciables de la universidad como espacio democrático que alguna vez fuera.
En esa dirección, gran parte de la energía de los alumnos ‒aupados por muchos profesores y directivos‒ se destina no a estudiar, dudar, cuestionar, preguntar, sino a delatar, censurar y perseguir a aquellos profesores cuyas voces son terriblemente incomodas porque, se rumora, que sus dichos y acciones generan efectos traumáticos entre los niños-adultos. Eso se palpa en campus universitarios de diversos lugares del mundo occidental, en los cuales se censura, prohíbe y, en el mejor de los casos, los profesores se autocensuran para inscribirse en lo políticamente correcto.
Algunos ejemplos son ilustrativos al respecto. En la academia de Alemania, cuando una obra se promocionó con la frase “Este libro te abrirá los ojos”, la autora fuera matoneada y se le obligara a retirar el anuncio y a ofrecer excusas porque esas palabras “podían causar sufrimiento a los ciegos”[24]. Así las cosas, pronto serán cancelados libros clásicos como los de José Saramago o Ernesto Sábato en donde se habla de los ciegos y la ceguera.
La Asociación Humanista Americana, que premió al científico Richard Dawkins en 1996 con el galardón el Humanista del año, se lo quitó en 2021, basándose en un tuit que escribió en 2015 en el que comentaba «¿Es la mujer trans una mujer? Es puramente semántico. Si se define por los cromosomas, no. Si es por la autoidentificación, sí. La llamo ‘ella’ por cortesía». Fue acusado de «degradar a los grupos marginados» utilizando «el disfraz del discurso científico». Lo significativo es que 25 años antes le habían otorgado el premio por la facilidad del autor en comunicar “conocimientos científicos al público”[25]. Como puede verse, la cancelación no tiene límites temporales y trabaja con la pedestre lógica de que, sí te desvías de lo políticamente correcto, te cancelan sin remedio, y más en un mundo en el que se encuentran académicos correctísimos, como los de la Asociación Humanista de Estados Unidos.
Y la cancelación supone entrar a prohibir cierto lenguaje, como se hace en universidades de los Estados Unidos, donde no puede decirse “lavado de cerebro” porque eso supuestamente afecta a los estudiantes que sufren de epilepsia o en lugar de hablar de las sociedades de la Edad de Piedra ahora debe decirse “sociedades complejas y diversas”[26]. Se ha llegado al extremo cómico que en algunas facultades de Derecho se está pidiendo a sus profesores que no hablen de “violación de la ley”, porque esa palabra afecta en forma negativa las emociones de los estudiantes y los hace imaginar en forma inmediata la violación sexual.
En los Estados Unidos, La Universidad Estatal Evergreen, decretó el “día de la ausencia”, que consiste en que durante 24 horas al año la población afrodescendiente no asiste al campus, para mostrar su importancia. Después se decretó el día de la ausencia para blancos, con la misma lógica de que estos no estuvieran presentes en el campus. Al respecto, un profesor afirmó en un correo electrónico:
“Hay una gran diferencia entre que un grupo o coalición decida de forma voluntaria ausentarse de un espacio compartido con el fin de destacar su minusvalorado papel social […] y que un grupo invite a otro a marcharse. Lo primero representa una contundente llamada a la atención que, claro está, debilita la lógica de la opresión. Lo segundo es una demostración de fuerza y un acto de opresión en y por sí mismo. El derecho a expresarse -o a ser- nunca puede depender del color de la piel”[27].
Ese profesor, un respetado académico de biología, fue expulsado de la universidad por emitir estas opiniones, que no tienen nada ni de racistas ni de sexistas. Y uno de los estudiantes, que se sintió ofendido ‒de los ofendiditos que tanto abundan hoy en las universidades del mundo‒ dijo: “Deja de decirle a la gente de color que son unos putos inútiles. Tu si eres un inútil. Anda lárgate. Lárgate, pedazo de mierda”[28].
Estos son ejemplos del clima que predomina hoy en una universidad infantilizada, en la que no existe crítica, se ha impuesto la censura abierta y velada, los asuntos cotidianos se han convertido en problemas médicos o sicológicos porque todo es un trauma ‒hasta recomendar algún libro o lectura incómoda, que genere inquietud o zozobra en el lector se volvió algo traumático y una microagresión…
Lo peor de todo, es que lo políticamente correcto no afecta solamente a los estudiantes, sino a gran parte del profesorado y las directivas de las universidades, con lo cual se ha creado un ambiente inquisitorial, hipócrita, de doble moral, en donde ya no interesa lo que se dice o se piensa y se manifiesta en forma libre, sino solo aquello que conviene para que nadie se sienta víctima. De esta forma, “La universidad, con sus alumnos infantilizados y sus cínicos profesores apoltronados en inofensivas transgresiones, deberá figurar en la lista de las condiciones de fondo que nos han traído hasta aquí”, es decir, hasta el predominio de lo woke, con todas sus estupideces y sandeces[29]. En este contexto,
“Defender la libertad de cátedra y la libertad de expresión es una causa importante por derecho propio. Pero hay otra cuestión fundamental en juego. La socialización de los jóvenes por parte de una narrativa medicalizada que de manera sesgada subraya su fragilidad y vulnerabilidad debe cuestionarse. Los estudiantes necesitan de universidades que los formen para una vida de libertad e independencia, no de espacios seguros que les conviertan en unos infantilizados lloricas que exigen protección”[30].
Cruzada inquisidora contra el pensamiento crítico
El asunto crucial de la infantilización de la universidad es que forma parte de una cruzada orquestada contra todo pensamiento crítico e independiente, porque los estudiantes, con la complicidad de grupos de profesores y el grueso de los directivos académicos y administrativos, atacan en forma acotada a quienes se nieguen a plegarse a la nueva ortodoxia woke y a sus rasgos de infantilización. Esto deriva en ataques, denuncias, censuras, expulsiones y juicios arbitrarios de quienes entran a ser considerados enemigos según la nueva inquisición de estudiantes infantilizados.
Todo pensador crítico, profesor independiente, investigador autónomo que requiere de libertad para expresarse libremente es visto como un obstáculo que impide la consolidación de las pautas de infantilización en la universidad. Se requiere que nadie piense, ni dude, ni cuestione y si alguien lo llegase a hacer debe ser callado, censurado y, sobre todo, cancelado. Esto ha llegado a extremos que en otros tiempos no hubieran sido tolerados, como los que se están estableciendo en universidades de los Estados Unidos, en las cuales se institucionalizan sistemas de denuncia tendientes a evaluar en los profesores las microagresiones. En la Universidad de Emery, Estados Unidos, un grupo de estudiantes ha dicho respecto:
“Exigimos que las evaluaciones del profesorado que todo estudiante debe completar por cada uno de sus profesores incluyan al menos dos preguntas abiertas como: “¿El profesor ha cometido contra ti alguna microagresión por tu raza, etnicidad, género, orientación sexual, idioma, y/o cualquiera otra identidad?” y “¿Crees que el profesor encarna la visión de la Universidad de Emery en tanto que una comunidad atenta a los individuos de todas las identidades raciales, de género, de capacidad y de clase?”[31].
Otras universidades llaman a que se denuncien, además de manera anónima, todos los actos que consideren microagresiones y las universidades están formando “equipos de reacción a los prejuicios” que tramiten las quejas de los estudiantes. Al respecto, puede decirse que “Animar a los miembros de una comunidad académica a denunciarse el uno al otro representa un nuevo nivel en la burocratización de la vida del campus. Al informarte, una vez considerado como la personificación de la corrupción moral, ahora se le admira por contribuir a la cruzada contra la microagresión”[32].
Este control seudo moralista destruye el tejido universitario y promueve los comités que intervienen en el desarrollo de las actividades en el aula y en la investigación, para impedir que aquellos que transgredan las normas de infantilización establecidas sean censurados e incluso expulsados, simplemente por expresar sus ideas libremente, impartir cátedras disonantes con lo woke y sugerir lecturas de autores cancelados. Y todo ello se hace a partir de la concepción neoliberal más economicista (la soberanía del consumidor, en el que el consumidor es el que manda) de que los estudiantes tienen todo el derecho para enfrentar todo lo que consideren microagresiones porque son consumidores indignados con las prácticas académicas que se les venden. Si no les gustan porque los temas no les atraen, les parecen incomodos o los traumatizan… pues procedan como cualquier consumidor soberano y exijan el cambio de aquel que les ofrece o les vende un producto académico, al que antes se llamaba profesor. Y para que el procedimiento sea más efectivo y expedito están los comités que dictaminan, en consonancia con el sentir de sus consumidores indignados y ofendidos, qué es bueno y qué es malo para sus infantilizados estudiantes.
Los efectos sobre la vida universitaria son perversos y destructivos, ya que se enrarece la libertad de cátedra y de pensamiento, y genera el silencio y la autocensura para no ofender a los niños-adultos que de ninguna manera pueden afrontar debates, discusiones, polémicas ‒que forma parte consustancial de la vida académica‒ ya que todo eso es visto como malas acciones, microagresiones que aumentan la vulnerabilidad de los estudiantes en los campus.
Ese es un resultado de lo políticamente correcto y de la infantilización que están destruyendo la universidad desde dentro, en un brutal proceso de autofagia, mientras los acuciantes problemas de nuestra sociedad reclaman una universidad pública, amplia, democrática que contribuya a solucionarlos. Mientras los profesores y estudiantes se ocupan de traumas ficticios, microagresiones, vulnerabilidades individuales y el narcisismo se convierte en el centro de atención de la vida académica América Latina y el mundo se deshacen a pedazos, como si esos asuntos cruciales que afronta la humanidad no tuviera que ver con las comunidades universitarias.
Esto confirma que, en las actuales circunstancias, la universidad está dejando de ser un lugar en el que se piensen y se elaboren proyectos alternativos y críticos, que repercutan en el beneficio de las sociedades y de las naciones, para convertirse en un nicho de mercado capitalista, en el cual el neoliberalismo woke está destruyendo los últimos resquicios de democracia que existían. De esa manera, se impone la dictadura de lo políticamente correcto, el último peldaño en el proceso de destrucción de la universidad, con el agravante que ahora opera desde dentro y desde abajo, agenciado por gran parre de estudiantes, profesores y directivos.
Pese a eso, en muchas universidades siguen existiendo voces críticas de estudiantes y profesores que no se pliegan a los nuevos dictados del neoliberalismo educativo y mantienen, en medio del aislamiento y la marginación, otra forma de concebir la universidad. Allí se encuentra la esperanza para reconstruir una universidad al servicio de la población, donde quepan muchos mundos y saberes y que rompa con la destructora hegemonía de lo políticamente correcto.
Renán Vega Cantor: Investigador independiente
Publicado en Revista Izquierda (Bogotá), No. 123, agosto de 2025.
Una versión abreviada fue publicada en Argentina, por Huellas del Sur, en el Dossier titulado La universidad pública en la encrucijada.
NOTAS:
[1]. Entre algunas de las críticas hechas desde una defensa abierta o algo matizada del capitalismo y de sus pretendidas libertades se encuentran: Axel Kaiser, La neoinquisición. Persecución, censura y decadencia cultural en el siglo XXI, Ariel, Bogotá, 2020; Douglar Murray, La masa enfurecida. Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura, Península, Barcelona, 2022; Alessia Putin Ghidini, Cancelación. Manual contra la dictadura de la ideología, el pensamiento binario y el odio político, Almuzara, Córdoba [España], 2024. Entre algunas críticas a lo políticamente correcto y a lo woke desde la izquierda están: Frank Furedi, Qué le está pasando a la universidad. Un análisis sociológico de la infantilización, Narcea Ediciones, Madrid, 2018; Susan Neiman, Izquierda no es woke, Debate, Bogotá, 2024; José Errasti y Marino Pérez Álvarez, Nadie nace en un cuerpo equivocado. Éxito y miseria de la identidad de género, Deusto, Barcelona, 2022. En estas obras nos hemos apoyado para escribir este artículo.
[2]. Anselm Jappe, La sociedad autófaga, Capitalismo, desmesura y autodestrucción, Pepitas de Calabaza, La Rioja, 2020.
[3]. Nancy Frazer, Capitalismo caníbal. Qué hacer con este sistema que devora la democracia y el planeta y hasta pone en peligro su propia existencia, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2023.
[4]. Héctor Díaz Polanco, Etnofagia y multiculturalismo, Disponible en: https://antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=1020, octubre 17 de 2006. (Énfasis nuestro).
[5]. Ibid.
[6]. J. Errasti y M. Pérez Álvarez, op. cit., p. 94.
[7]. A. Putin Ghidini, op. cit., p. 231.
[8]. A. Kaizer, op. cit., pp. 65 y ss.
[9]. Daniel Giglioni, Crítica de la víctima, Herder, Barcelona, 2020, p. 94.
[10]. Ibíd. p. 109.
[11]. F. Furedi, op. cit., p. 14.
[12]. A. Kaiser, op. cit, p. 109.
[13]. Ibíd, p. 138.
[14]. Ibíd, pp. 112-113.
[15]. J. Errasti y M. Pérez Álvarez, op. cit., p. 248.
[16]. Citado en J. Errasti y M. Pérez Álvarez, op. cit., pp. 248-249.
[17]. J. Errasti y M. Pérez Álvarez, op. cit. p. 250.
[18]. Ibid. p. 253.
[19]. Elena Poniatowska, “Gabino Palomares: Las canciones no hacen la revolución, pero las revoluciones se hacen cantando”, La Jornada, septiembre 10 de 2017. Disponible en https://www.jornada.com.mx/2017/09/10/opinion/a04a1cul
[20]. Citado en F. Furedi, op. cit., pp. 43 y 29.
[21]. Citado en A. Kaiser, op. cit., p. 42.
[22]. F. Furedi, op. cit, p. 15.
[23]. Ibid., p. 104.
[24]. Citado en Susan Neiman, Izquierda no es Woke, Debate, Bogotá, p. 18.
[25]. Información disponible en: https://www.airedesantafe.com.ar/mundo/le-retiraron-un-premio-al-biologo-evolutivo-richard-dawkins-sus-comentarios-personas-trans-n198423
[26]. F. Furedi, op. cit. p. 116.
[27]. Citado en D. Murray, op. cit., pp. 176-177.
[28]. Ibid., p. 177.
[29]. J. Errasti y M. Pérez Álvarez, op. cit., pp. 284-285.
[30]. Ibid., p. 29.
[31]. F. Furedi, op. cit. p. p. 136.
[32]. Ibid., p. 137.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.