¿Qué viene después de la globalización?

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Ilustración de Ben Jones.

Branko Milanovíc

Traducción: Natalia López

El mundo tal y como lo conocemos es producto de la globalización, y esta era podría estar llegando a su fin.

Donald Trump ha vuelto al poder y, por decirlo suavemente, no es precisamente un fanático de la globalización. El presidente estadounidense afirma su patriotismo declarando públicamente su rechazo a un «globalismo» que, en sus palabras, «ha dejado a millones y millones de nuestros trabajadores sin nada más que pobreza y dolor». Para comprender mejor la era actual de la globalización a la que pretende poner fin y su trayectoria, resulta útil compararla con la globalización que tuvo lugar entre 1870 y el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Ambas globalizaciones representan períodos cruciales, años decisivos que dieron forma al mundo actual. Y ambas fueron testigo de la mayor expansión de la producción económica mundial hasta la fecha.

Sin embargo, también fueron muy diferentes en muchos aspectos. La primera globalización estuvo asociada al colonialismo y al dominio hegemónico de Gran Bretaña. Condujo a un gran aumento de la renta per cápita en lo que más tarde se conocería como el «mundo desarrollado». Al mismo tiempo, provocó el estancamiento en el resto del planeta e incluso la disminución de los ingresos en China y África. Las cifras más recientes de la base de datos de estadísticas históricas del Proyecto Maddison muestran que el aumento acumulado del PIB real (ajustado a la inflación) per cápita del Reino Unido entre 1870 y 1910 fue del 35%, mientras que el PIB per cápita se duplicó en Estados Unidos durante el mismo período. Sin embargo, el PIB per cápita de China disminuyó un 4%, y el de la India solo aumentó ligeramente, un 16%. Este tipo particular de desarrollo creó lo que más tarde se conoció como el Tercer Mundo y reforzó las diferencias en los ingresos medios de los países de Occidente y el resto.

Desde el punto de vista de la desigualdad mundial, que es en gran medida un reflejo de estos hechos, la «Globalización I» produjo un aumento de la desigualdad, ya que las zonas ya ricas crecieron más rápidamente y las más pobres se estancaron o incluso retrocedieron.

Además de la creciente brecha entre naciones, la desigualdad también aumentó dentro de muchas de las economías ricas, incluida la de Estados Unidos, como se observa en la línea ascendente de la figura 1, en la que los deciles más ricos crecieron más. El Reino Unido fue una excepción, ya que el pico de desigualdad se alcanzó justo antes del inicio de la Globalización I, durante las décadas de 1860 y 1870. En las tablas sociales británicas, la principal fuente de información sobre la distribución de los ingresos en el pasado, la elaborada por Robert Dudley Baxter en 1867 (casualmente el año de publicación de El capital de Karl Marx) marca el año de mayor desigualdad del siglo XIX. La desigualdad británica se redujo posteriormente gracias a una serie de leyes progresistas, que iban desde la limitación de la jornada laboral hasta la prohibición del trabajo infantil y la ampliación del derecho al voto. Datos recientes muestran también un aumento de la desigualdad en Alemania tras su unificación a finales de la década de 1860. 

François Bourguignon y Christian Morrisson, en cuyas cifras se basa la figura 1, no disponían de información sobre los cambios en la desigualdad en la India y China, por lo que ambos países están representados por una línea recta a lo largo de los deciles de ingresos (lo que implica que han crecido al mismo ritmo). Los nuevos datos fiscales de la India, centrados en la parte superior de la distribución, elaborados por los economistas Facundo Alvaredo, Augustin Bergeron y Guilhem Cassan, muestran igualmente una desigualdad estable, aunque muy elevada. Así, en general, ambos componentes de la desigualdad mundial (entre naciones y, en la mayoría de los casos, dentro de las naciones) aumentaron durante la Globalización I.

¿En qué se diferencia esto de la globalización actual, la «Globalización II», que convencionalmente se fecha desde la caída del Muro de Berlín en 1989 hasta la crisis del COVID-19 en 2020? Cabe señalar que el punto final exacto de la Globalización II puede ser objeto de controversia; se podría situar en la imposición de aranceles a las importaciones chinas por parte de Trump en 2017 o, incluso, de forma simbólica, en la segunda llegada al poder de Trump en enero de 2025. Pero la fecha que elijamos no cambia las características esenciales de la Globalización II.

Durante este tiempo, Estados Unidos, el Reino Unido y el resto del mundo rico experimentaron un crecimiento, pero a tasas que, en comparación con los países asiáticos, fueron bastante modestas. Entre 1990 y 2020, el PIB real per cápita de Estados Unidos aumentó a una tasa media anual del 1,4% (más lento que en la primera globalización) y el PIB per cápita británico creció solo un 1% anual. Los países poblados y relativamente pobres (pobres, al menos, al inicio de la Globalización II) crecieron mucho más rápido: Tailandia un 3,5% per cápita, India un 4,2%, Vietnam un 5,5% y China a una tasa asombrosa del 8,5%.

El contraste se muestra en las figuras 1 y 2. En la figura 1, que muestra los datos del periodo 1870-1910, todas las partes de la distribución de los países ricos crecieron más rápido que todas las partes de la distribución de los países pobres. En la figura 2, que muestra los datos de 1988-2018, las tasas de crecimiento de todas las partes de la distribución de la renta de China y la India superan a las de todas las partes de la distribución de la renta de Estados Unidos y el Reino Unido.

Esto ha transformado por completo la economía y la geopolítica mundial: la primera, al desplazar el centro de gravedad económico hacia el Pacífico y afectar a la posición relativa de los ingresos de las poblaciones de Occidente y Asia, y la segunda, al convertir a China en un rival serio para la hegemonía estadounidense.

Es innegable que, en las últimas tres décadas, la posición de ingresos globales de amplios sectores de las clases medias y trabajadoras occidentales ha empeorado. Esto ha sido especialmente dramático en los países occidentales que no han crecido; por ejemplo, el decil de ingresos más bajo de Italia cayó del percentil 73 al 55 a nivel mundial entre 1988 y 2018. En Estados Unidos, los dos deciles inferiores retrocedieron en su posición mundial, aunque las caídas fueron menores (7 y 4 puntos porcentuales, respectivamente) que las de Italia. Además, las clases medias occidentales salieron perdiendo en comparación con sus propios compatriotas situados en la cima de las respectivas distribuciones de sus países. Las clases medias occidentales fueron, por tanto, doblemente perdedoras: frente a las clases medias asiáticas en rápido ascenso y frente a sus compatriotas mucho más ricos. Metafóricamente, se las puede ver atrapadas entre ambos.

A diferencia de lo que ocurrió durante la primera globalización, la desigualdad mundial disminuyó durante la segunda, impulsada por las altas tasas de crecimiento de los grandes países asiáticos. Sin embargo, dentro de las naciones, la desigualdad aumentó en general. Esto fue más evidente en China, donde el coeficiente de Gini, una medida común de la desigualdad, casi se duplicó tras las reformas liberales. Lo mismo ocurrió en la India. La figura 2 muestra que el crecimiento de los ingresos de los indios y chinos ricos superó al de los pobres de sus países. Pero la desigualdad también aumentó en los países desarrollados, primero con las reformas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, cuyos efectos continuaron incluso durante los gobiernos de Tony Blair y Bill Clinton, para finalmente estabilizarse en la segunda década de este siglo.

En resumen, la primera globalización vio el auge de Occidente, la segunda el auge de Asia; la primera condujo a un aumento de las desigualdades entre países, la segunda a su disminución. Ambas globalizaciones tendieron a aumentar las desigualdades dentro de las naciones. La desigualdad en las tasas de crecimiento de los países durante la Globalización I situó a la mayoría de la población occidental en la cima de la pirámide de ingresos mundial. Rara vez se reconoce lo alto que estaban incluso los deciles pobres de los países ricos en la distribución mundial de los ingresos. El economista Paul Collier, en su libro El futuro del capitalismo, escribe con nostalgia sobre la época en que los trabajadores ingleses estaban en la cima del mundo. Pero para que ellos se sintieran en lo alto, alguien tenía que sentirse en el fondo.

La segunda globalización expulsó a algunas de las clases medias occidentales de estas posiciones privilegiadas y provocó una gran redistribución de los ingresos, al ser superadas por una Asia en auge. Este declive relativamente imperceptible se produjo junto con otro mucho más perceptible de las clases medias occidentales con respecto a sus propias élites nacionales. Esta circunstancia provocó un descontento político que se reflejó en el auge de líderes y partidos populistas.

Por último, cabe señalar que la convergencia de los ingresos mundiales no se extendió a África, que siguió su camino de declive relativo. Si esto no cambia —y la probabilidad de que cambie parece baja—, el declive relativo de África, en las próximas décadas, revertirá las fuerzas que actualmente empujan la desigualdad mundial hacia abajo y dará paso a una nueva era de aumento de la desigualdad mundial.

Una coalición de intereses improbable

Lo que quizá no se percibió al comienzo de la Globalización II, pero que se hizo cada vez más evidente a medida que avanzaba, fue la alianza de intereses entre los sectores más ricos del mundo occidental y las masas pobres del Sur global. A primera vista, este vínculo parece extraño, ya que ambos grupos no tienen casi nada en común, ni en cuanto a educación, ni en cuanto a origen o a ingresos. Se trató de una alianza tácita, que ninguna de las partes percibió plenamente hasta que se hizo evidente.

La globalización empoderó a los ricos de los países desarrollados mediante cambios en su estructura económica interna: reducción de impuestos, desregulación y privatización, pero también les brindó la capacidad de trasladar la producción local a lugares donde los salarios eran mucho más bajos. La sustitución de la mano de obra nacional por mano de obra extranjera barata enriqueció aún más a los propietarios del capital y a los empresarios del Norte global. También permitió a los trabajadores del Sur global conseguir empleos mejor remunerados y escapar del subempleo crónico.

Los perdedores en todo esto fueron los trabajadores de clase media de los países desarrollados, que fueron sustituidos por mano de obra mucho más barata procedente del Sur global. Por lo tanto, no es de extrañar que el Norte global se desindustrializara, no solo como resultado de la automatización y la creciente importancia de los servicios en la producción nacional en general, sino también debido al hecho de que gran parte de la actividad industrial se trasladó a lugares donde podía realizarse de forma más barata. No es de extrañar que Asia Oriental se convirtiera en el nuevo taller del mundo.

Esta particular coalición de intereses se pasó por alto en el pensamiento original sobre la globalización. De hecho, se creía que la globalización sería perjudicial para las grandes masas trabajadoras del Sur global, que serían explotadas aún más que antes. Muchas personas cometieron este error basándose en los acontecimientos de la Globalización I, que efectivamente condujo a la desindustrialización de la India y al empobrecimiento de las poblaciones de China y África. Durante esta época, China estaba prácticamente gobernada por comerciantes extranjeros, y en África los agricultores perdieron el control de la tierra, que habían trabajado colectivamente desde tiempos inmemoriales. La falta de tierras los empobreció aún más. Así pues, la primera globalización tuvo efectivamente un efecto muy negativo en la mayor parte del Sur global. Pero no fue así en la Globalización II, que trajo una relativa mejora salarial y mayor oferta de empleo para gran parte del Sur global.

Por supuesto, también es cierto que la duración de la jornada laboral y las condiciones de trabajo en el Sur global a menudo eran muy difíciles y seguían siendo mucho peores que las de los trabajadores del Norte. Las quejas de los trabajadores sobre el horario 996 (trabajar de 9 de la mañana a 9 de la noche, seis días a la semana) no son exclusivas de China, sino que son una realidad en gran parte del mundo en desarrollo. Pero estas malas condiciones representaban una mejora con respecto a lo que había antes y se aceptaban como tales.

Incluso cuando los críticos contemporáneos de la Globalización II estuvieron errados al afirmar que la nueva globalización significaría un deterioro para la situación económica de las grandes masas del Sur global —en lugar de ello, como hemos visto, perjudicó a las clases medias del Norte global—, tuvieron razón en cuanto a quiénes se beneficiarían más de estos cambios: los ricos de todo el mundo.

Neoliberalismo nacional vs. neoliberalismo internacional

Cuando hablamos de neoliberalismo debemos hacer una importante distinción analítica entre, por un lado, las políticas nacionales de neoliberalismo y, por otro, las políticas neoliberales internacionales. El primer tipo incluye el paquete habitual de reducción de impuestos, desregulación, privatización y un retroceso general del Estado. El segundo tipo consiste en la reducción de los aranceles y las restricciones cuantitativas y, por lo tanto, en la promoción del libre comercio en general, así como en la flexibilidad de los tipos de cambio y la libre circulación de capitales, tecnología, bienes y servicios. La mano de obra siempre se trató de forma diferente, es decir, su movimiento nunca fue tan libre como el del capital, aunque su movilidad global era una de las aspiraciones del modelo.

Esta distinción analítica es especialmente importante para comprender a China y para averiguar qué nos depara la segunda administración de Trump. Deja claro de inmediato que China no siguió los preceptos del neoliberalismo en sus políticas internas, mientras que sí lo hizo en su mayoría en sus relaciones económicas internacionales. Eso distingue a China de muchos otros países desarrollados y en desarrollo que se tomaron muy en serio tanto la parte interna como la internacional de la globalización. A partir de la década de 1980, Estados Unidos inició el giro neoliberal, que no se limitó a las políticas internas, sino que abarcó la reducción de los aranceles, la creación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el aumento de las inversiones extranjeras entrantes y salientes. Lo mismo ocurrió con la Unión Europea. También fue el caso de Rusia y los antiguos países comunistas.

El único gran resistente fue China. Solo este país mantuvo un papel importante para el Estado, que siguió siendo el actor preponderante en el sector financiero y en industrias clave como el acero, la electricidad, la fabricación de automóviles y las infraestructuras en general. Aún más importante, el Estado siguió siendo poderoso en la formulación de políticas y mantuvo lo que Vladimir Lenin denominó los «altos mandos» de la economía. Estas políticas chinas, especialmente bajo Xi Jinping, pueden entenderse mejor como algo similar a la Nueva Política Económica de Lenin. Bajo las reglas de estos regímenes, el Estado permite que el sector capitalista se expanda en los sectores menos importantes pero mantiene el control sobre las partes fundamentales de la economía y toma las decisiones clave que tienen que ver con el desarrollo tecnológico. El Estado chino ha participado activamente en el desarrollo de las tecnologías de punta en la actualidad, como la tecnología verde, los coches eléctricos, la exploración espacial y, más recientemente, la inteligencia artificial y la aviónica.

Esa implicación ha ido desde simples incentivos en forma de reducciones fiscales hasta presiones más directas, en las que se dice a las empresas privadas lo que deben hacer si quieren mantener buenas relaciones con el Gobierno. Un ejemplo evidente de la diferencia de poder entre el Estado y el sector privado se puso de manifiesto en 2020, cuando el gobierno canceló la que habría sido la mayor salida a bolsa de la historia, la de Ant Group, filial de Alibaba, que le habría permitido expandirse al sector fintech, en gran medida no regulado.

Por lo tanto, cuando hablamos del éxito de la globalización en la reducción de la pobreza y el aumento del crecimiento en muchos países asiáticos, especialmente en China, debemos tener muy presente la distinción entre políticas nacionales e internacionales. Se podría argumentar que el éxito de China se debe precisamente a su capacidad para combinar estas dos partes de una manera única, que ha dejado intacto en gran medida el poder del gobierno a nivel nacional al tiempo que ha permitido que las ventajas del comercio se aprovechen al máximo para sacar partido de sus puntos fuertes. Esa estrategia concreta podría funcionar bien también en otros países grandes, como la India o Indonesia. Sin embargo, tiene claras limitaciones en los países pequeños, ya que carecen de economías de escala y, lo que es quizás más importante, no tienen el mismo poder de negociación con el capital extranjero que permitió a China beneficiarse de importantes transferencias tecnológicas de los países más desarrollados.

Trump, sentencia de muerte para la segunda globalización

La ola internacional de globalización que comenzó hace más de treinta años está llegando a su fin. En los últimos años se ha asistido a un aumento de los aranceles por parte de Estados Unidos y la Unión Europea; la creación de bloques comerciales; fuertes restricciones a la transferencia de tecnología a China, Rusia, Irán y otros países «hostiles»; el uso de la coacción económica, incluidas las prohibiciones de importación y las sanciones financieras; severas restricciones a la inmigración y, por último, políticas industriales con la subvención implícita de los productores nacionales.

Si los principales actores —es decir, Estados Unidos y la Unión Europea— se apartan del régimen comercial neoliberal ortodoxo, las organizaciones transnacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial no podrán seguir predicando al resto del mundo los preceptos habituales de la política de Washington. Por lo tanto, estamos entrando en un nuevo mundo de políticas comerciales y económicas exteriores específicas para cada nación y región, alejándonos del universalismo y el internacionalismo y acercándonos al neomercantilismo.

Trump encaja casi a la perfección en ese molde. Le encanta el mercantilismo y considera la política económica exterior como una herramienta para obtener todo tipo de concesiones, a veces totalmente ajenas a la economía en sentido estricto, como su amenaza de imponer aranceles a Dinamarca si se niega a ceder Groenlandia. Quizás todo sea solo bravuconería. Sin embargo, esto demuestra la opinión de Trump de que las amenazas económicas y la coacción deben utilizarse como herramientas políticas. Estas políticas fragmentarán aún más el espacio económico mundial. El objetivo de Washington es frenar el ascenso de China y reducir la capacidad del Estado chino para desarrollar nuevas tecnologías que puedan utilizarse no solo con fines económicos, sino también militares.

Sin embargo, por otro lado, la parte nacional del paquete neoliberal estándar solo se verá reforzada bajo Trump. Esto ya se aprecia en sus intenciones de reducir los impuestos sobre la renta de las personas físicas, desregular prácticamente todo, permitir una mayor explotación de los recursos naturales e impulsar aún más la privatización de las funciones gubernamentales, lo que supone, en esencia, redoblar todos los preceptos nacionales del neoliberalismo. Así, nos encontraríamos ante una contradicción solo en apariencia: un aumento del mercantilismo a nivel internacional y un aumento del neoliberalismo a nivel nacional, es decir, la combinación opuesta a las políticas de China.

Algunos economistas, citando ejemplos históricos, creen que las políticas mercantilistas deben ir necesariamente acompañadas de políticas de mayor control y regulación estatal a nivel nacional. Pero ese no es el caso del nuevo gobierno de Estados Unidos. La nueva combinación que promueve Trump —una inmigración estrictamente controlada junto con un neoliberalismo interno extremo y mercantilismo en el exterior— probablemente resulte atractiva para muchas personas en Francia, Italia y Alemania.

El mundo está entrando así en una nueva era en la que los países ricos seguirán una política inusual de doble cara: abandono de la globalización neoliberal en el ámbito internacional e impulso decidido de un proyecto neoliberal en el plano doméstico.

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