La igualdad que más preocupa a los socialistas es la de poder

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La igualdad de poder en el lugar de trabajo es también una condición previa para la igualdad de poder en la sociedad en su conjunto. (Viñeta política sin fecha / Getty Images)

Ben Burgis

Traducción: Pedro Perucca

Cuando los socialistas hablamos de crear una sociedad más igualitaria, no nos referimos a una sociedad en la que todo el mundo tenga exactamente la misma parte de todo. Nos referimos a una sociedad en la que el poder se haya igualado extendiendo la democracia a la economía.

En la película Casino de Martin Scorsese, de 1995, Robert De Niro interpreta a Ace Rothstein, un jefe de casino vinculado a la mafia. Ace intenta asegurarse de que todos los aspectos de su operación sean perfectos. En una escen de lo más divertida, está comiendo un muffin de arándanos durante una reunión de negocios en el restaurante del casino. Cuando se da cuenta de que hay menos arándanos en su magdalena que en la de su socio, regresa furioso a la cocina y dicta la ley. «¡A partir de ahora quiero que pongas la misma cantidad de arándanos en cada magdalena!». El chef lo mira incrédulo y pregunta: «¿Sabes cuánto tiempo llevaría eso?».

Cuando los socialistas hablan de superar la desigualdad económica, los conservadores y los libertarios a veces reaccionan como si esto fuera tan absurdo y poco realista como asegurarse de que cada magdalena tenga exactamente el mismo número de arándanos. ¿Cómo podríamos imponer la igualdad perfecta? Incluso si todos empezaran con partes iguales de los recursos sociales, ¿no ganaría inevitablemente alguna gente activos con el tiempo mientras que otros los perdían? ¿Cómo podríamos evitar que surjan naturalmente tales desigualdades?

¿Qué tipo de igualdad?

Imagina que Jane ahorra parte de cada sueldo para poder comprarse una casa, mientras que su compañero de trabajo James se gasta la misma cantidad en whisky escocés caro. Al final, Jane será propietaria de una casa. Quizás el valor de la casa aumente con el tiempo y, al final, pueda venderla por más de lo que pagó. James, por su parte, no tiene nada que mostrar de sus decisiones, salvo recuerdos felices y un hígado un poco deteriorado. ¿Es esta desigualdad de alguna manera objetable o injusta?

El filósofo Robert Nozick hizo una versión sofisticada de este argumento anti igualitario en Anarquía, Estado y utopía (1974), donde escribió su famosa frase: «la libertad rompe los patrones». El argumento de Nozick era que si parejas de individuos como James y Jane son libres de participar en lo que él llama «actos capitalistas entre adultos que consienten», es decir, pueden gastar su dinero como quieran, el resultado no se parecerá a la igualdad perfecta ni a ningún otro patrón de distribución que puedan imaginar los filósofos. Deberíamos respetar la libertad económica, piensa Nozick, aunque el resultado sea una gran desigualdad.

Hay al menos dos razones por las que argumentos como este no deberían molestarnos a los socialistas. En primer lugar, se puede pensar que los recursos de una sociedad deben distribuirse de manera razonablemente equitativa sin exigir la igualdad de «exactamente la misma cantidad de arándanos en cada magdalena». En 2020, por ejemplo, el director general medio ganaba un salario trescientas cincuenta veces superior al del trabajador medio. Se puede pensar que eso es mucha más desigualdad de la que permite la justicia sin insistir en que cada persona tenga la misma cantidad en su cuenta bancaria.

Si el «patrón» que nos importa es que nadie gane absurdamente trescientas cincuenta veces más que otra persona, en teoría ni siquiera tenemos que impedir que la gente participe en «actos capitalistas». Podemos intervenir de vez en cuando, por ejemplo, cada 15 de abril, para redistribuir parte de la riqueza de las personas en la cima a las personas en la base. Los libertarios pueden afirmar que esto es una violación de la «libertad» económica porque estamos «robándole» a los ricos, pero como argumenté en otros lugares, no hay razón alguna para tomar en serio esa afirmación.

En segundo lugar, aunque todo el mundo, desde los socialistas hasta los liberales del New Deal, pueda estar de acuerdo en que las disparidades de ingresos de 350:1 son obscenas, desde una perspectiva socialista el tipo de igualdad económica más importante no es la desigualdad de ingresos per se, sino la desigualdad de poder económico. Bajo el capitalismo, la gente compra y vende no sólo posesiones, sino la propiedad (o acciones de propiedad) de empresas. Eso significa que la sociedad está dividida en una clase de propietarios y una clase de trabajadores, y existe un asombroso desequilibrio de poder entre ellos.

El nivel obsceno de desigualdad de ingresos dentro de las empresas capitalistas se deriva de esta desigualdad básica de poder. En lugar de que todos en una empresa decidan democráticamente cómo dividir los ingresos generados por su esfuerzo colectivo, alguien como Jeff Bezos puede decidir unilateralmente quedarse con suficientes beneficios de Amazon como para poder comprar literalmente su propia nave espacial. Esto es lo que los socialistas queremos decir cuando hablamos de «explotación»: se trata de la parte de los ingresos producidos colectivamente que un propietario obtiene no porque tenga algún argumento que pueda convencer a los trabajadores para que acepten esto, sino simplemente porque tiene el poder de quitársela.

El ejemplo de Mondragón

Incluso bajo el capitalismo, los trabajadores pueden introducir un grado de democracia en su lugar de trabajo organizando un sindicato. Ese es un gran paso en la dirección correcta. Pero los trabajadores siguen teniendo menos control sobre las decisiones de sus jefes que el que tenían los parlamentos sobre las acciones de los reyes en algunas versiones del feudalismo.

Compárese eso con la empresa dirigida por trabajadores más exitosa del mundo: Mondragón, en España, una federación de cooperativas con decenas de miles de miembros. Ningún trabajador miembro de Mondragón gana más que unas seis veces y media el salario del miembro peor pagado. Si la economía española estuviera dominada por cooperativas —para que Mondragón no tuviera que competir por el talento directivo y técnico con las empresas capitalistas habituales—, esas diferencias salariales serían probablemente menores.

Sin embargo, es revelador que la brecha en Mondragón sea tan pequeña en comparación con la norma capitalista. No se termina en una situación en la que algunas personas ganen cientos de veces más que otras cuando todos pueden votar las escalas salariales. Podrías convencer a tus compañeros de trabajo de que deberías recibir un poco más si asumes más estrés o responsabilidad, o si tienes que realizar tareas particularmente sucias o peligrosas. Pero vas a necesitar mucha buena suerte  para persuadirlos de que necesitas ganar tanto para poder comprarte tu propia nave espacial.

El veto empresarial

La igualdad de poder en el lugar de trabajo también es una condición previa para la igualdad de poder en la sociedad en su conjunto. Dije antes que, «en teoría», las peores desigualdades del capitalismo pueden corregirse a nivel político sin cambiar el sistema económico. Eso es cierto hasta cierto punto, pero solo hasta cierto punto, dado que las desigualdades en el poder económico siempre se traducen en desigualdades en el poder político.

Si eres dueño de una fábrica que emplea a la mitad de los trabajadores de tu distrito electoral, tienes un voto en las elecciones al igual que tus empleados, pero si llamas a la oficina de tu congresista, hay muchas posibilidades de que te pongan en contacto con el propio congresista. Un trabajador de línea de tu fábrica tendría suerte si pudiera mantener una conversación prolongada con un becario. Incluso en los países capitalistas con leyes estrictas de financiación de campañas, los políticos tienen todas las razones para aplacar a los propietarios. Después de todo, los capitalistas tienen una carta de triunfo en la manga: pueden ejercer su «veto empresarial» sobre las políticas que no les gustan, cerrando su empresa y trasladándose a otro lugar.

El único «poder de veto» del que disponen los trabajadores es el de renunciar. Pero, tarde o temprano, tienen que volver a insertarse en la economía, en otro lugar de trabajo igual de jerárquico, donde probablemente enfrenten las mismas quejas. Ah, y mejor no renunciar con demasiada frecuencia ni tomarse demasiado tiempo para evaluar opciones, porque esos huecos en el historial laboral serán un problema en la próxima entrevista de trabajo.   

Más allá de que este tipo de desigualdad en el lugar de trabajo tiene numerosos efectos negativos, desde lugares de trabajo inseguros hasta la subcontratación y el vaciamiento de la democracia política, los desequilibrios extremos de poder son inaceptables en sí mismos. Sin duda, toda empresa compleja que implique una cooperación humana a gran escala requiere cierto grado de jerarquía operativa.

Si no se faculta a determinadas personas para que tomen decisiones concretas en el día a día sin tener que consultar a todos sobre cada detalle, se hará muy poco. Sin embargo, si las personas que dan órdenes no rinden cuentas democráticamente ante las personas que las reciben, se acaba teniendo a algunos seres humanos que dependen de los caprichos de otros de una manera que es innatamente degradante.

Socialismo e igualdad

Como señala el difunto sociólogo marxista Erik Olin Wright en su libro Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI, tu derecho como individuo a hacer lo que quieras en contextos en los que nadie más se vea perjudicado por tus decisiones está estrechamente relacionado con el derecho común a opinar en las decisiones que afectan a todos. Ambos son aspectos del único valor que él llama «autodeterminación».

Si quiero sentarme a fumar marihuana y a ver películas de Harold y Kumar en la intimidad de mi hogar, no debería importar el hecho de que pienses que es un mal uso de mi tiempo, porque somos iguales y no deberías tener el poder de tomar decisiones por mí. Pero si soy tu jefe y quiero cambiar tu vida cerrando la tienda de comestibles en la que trabajas junto a otras decenas de personas, no debería poder tomar esa decisión por exactamente la misma razón.

En un sistema totalmente socialista, todas las empresas serían propiedad de los trabajadores, de propiedad pública o una combinación de ambas. No me hago ilusiones de que una sociedad así sería una utopía prístina en la que todos tuvieran exactamente lo mismo que los demás. Algunas personas disfrutarían de éxitos y ventajas en una parte u otra de sus vidas de las que otros carecerían. Persistirían los conflictos interpersonales, los resentimientos y los celos. Lo mismo ocurriría con los conflictos políticos sobre miles de cuestiones que no desaparecerían solo porque la sociedad no estuviera dividida en clases económicas.

Pero, independientemente de los conflictos que tuviéramos, podríamos tenerlos como iguales. Y eso lo es todo.

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