El modo de producción capitalista está históricamente agotado. Que el futuro –de haberlo– pertenece a un orden civilizatorio superior, el comunista, lo demostró positivamente el ciclo de experiencias revolucionarias que abrió la Gran Revolución Socialista de Octubre. Pero sabemos también que el plano histórico y el político, pese a estar mutuamente determinados, no coinciden inmediatamente: las conquistas universales de la Revolución Proletaria Mundial (RPM) necesitan ser re-producidas en nuestro concreto presente, y en un nivel superior al que históricamente pudieron acceder. Esta disintonía nos permite –o nos obliga– a demostrar, de nuevo, que el orden social actual necesita –¡y puede!– ser subvertido… atendiendo, en esta ocasión, a la última de sus crisis, que no por ser particular escapa a la inestable normalidad capitalista. Y es que, cuando nuestra arrogante y ensimismada civilización científica e hipertecnológica se ve súbitamente sacudida por un inocente agente patógeno, todas las agónicas contradicciones de la sociedad burguesa desfilan ante nosotros, caleidoscópicamente, al posar la vista en el ocular del microscopio.
En primer lugar, el modo en que la clase dominante ha afrontado la crisis del SARS-CoV-2 (el coronavirus que provoca el COVID-19) responde a su íntima naturaleza: literalmente, ha declarado la guerra a un microorganismo que amenazaba con disminuir su tasa de ganancia. Una clase parasitaria que vive de, por y para su enriquecimiento a costa del trabajo ajeno no puede concebir, ni consentir, que se detenga el mecanismo de la extracción de plusvalía. Keep Calm and Carry On, parece volver a afirmar –como en 1939– el gobierno británico, que se ha convertido en el epítome de la actitud capitalista ante esta emergencia epidemiológica. En efecto, el histriónico Boris Johnson anunciaba hace unos días, lozano, que lo principal era “proteger la economía”. Horas después, desde las mismas islas, nos llegaba la poco sutil estimación de que alrededor de 20.000 muertos por el coronavirus sería un buen outcome. ¡Valiente apología de la matanza de proletarios! Laissez faire, laissez passer (el Keep Calm… sólo es una burda copia del original francés, siempre más elegante): contagiaos y desarrollad “inmunidad de grupo”… ¡o no, lo mismo da!: que los más débiles mueran y sobrevivan los más fuertes. Indisimulado “darwinismo” social. Todo ventajas: nos deshacemos de parte de la superpoblación relativa (¡que para algo tenemos un ejército industrial de reserva!)… y sin coste adicional para las arcas públicas: win-win! Casi agradecemos la descarnada falta de cinismo de la burguesía británica, que quita el velo a la retórica continental, hipócrita y taimada; nos pone ante los ojos, como retándonos con soberbia y desprecio de clase, el contenido esencial del mundo presente: cada mercancía que logra valorizarse en el mercado está, en el orden de jerarquía de esta sociedad, absolutamente por encima de las vidas de cuantos proletarios hayan participado en su proceso de producción. Pero, insistamos, esta criminal política capitalista no es cosa de la burguesía de tal o cual país.[1] Como en la película del ahora aclamado Bong Joon-ho, Snowpiercer, el único consenso mundial inamovible es que la máquina no puede parar. Y si, sin detenerse, tiene que ralentizar su marcha (cosa ya traumática para la clase dominante), está claro quién pagará el precio: los esclavos asalariados. Esto lo podemos ver, naturalmente, también en el Estado español, que nos brinda no pocos ejemplos.
A principios de esta semana ya se agolpaban las primeras imágenes de aglomeraciones en los medios de transporte de masas de las principales ciudades del Estado, demostrando la coherente irracionalidad que gobierna nuestro mundo. Con el estado de alarma anunciado el viernes de la semana anterior y decretado el día siguiente, las incompetentes “autoridades competentes” exhortaban a la población a renunciar al muy judeocristiano día del señor, confinarse solitariamente en casa… ¡e ir el lunes a trabajar, ahora confinados colectivamente en vagones de metro atestados de sus semejantes asalariados! Si sufrís el contagio… ¡que sea por negocio y no por ocio!, parecía exclamar a coro la burguesía patria. Convendrá, además, tener algo de memoria y recordar –a pesar de que ahora parezca que cada hora transcurre tan pesada como todo un día– que, una semana atrás, el gobierno de coalición “socialista-comunista” (¡perdón!) todavía minimizaba la virulencia del SARS-CoV-2 e incitaba con despreocupado regocijo a participar en las previsiblemente masivas –aunque menguadas– movilizaciones feministas del 8-M.[2] Cierto es: el ejecutivo tampoco pospuso ni canceló ningún otro concurrido evento social ese día (lo cual sólo agrava la carta de acusación contra este consejo de administración de la clase capitalista), pero resulta obvio que también los intereses de su agenda reformista (¡había que presentar en sociedad la flamante legislación feminista!) valen más que la vida de las masas a las que logran arrastrar. En su torpe maquiavelismo, aprendido a saltos entre la cochambrosa facultad de Somosaguas y consultores políticos que se venden al que prometa el mejor implante capilar, todavía han logrado que alguno de los suyos contraiga el virus, como es el caso de la excajera Ministra de Igualdad (¡el oportunismo es el mejor ascensor social!), la respetabilísima primera dama, etc. ¡Que la providencia se las lleve en suplencia de nuestros hermanos y hermanas de clase!
La respuesta posterior del ejecutivo, que empezó a tomar forma sólo a partir del día 9, tampoco se ha quedado atrás, y es una elocuente muestra de cómo, en cada crisis, la burguesía se lanza resoluta a una nueva ofensiva antiobrera. El “escudo social” presentado a bombo y platillo por el apuesto hámster pendenciero es, básicamente, una masiva transferencia de plusvalía a la burguesía, que tiene en los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTEs) una genial arma para hacer que la clase obrera pague el costo de esta crisis. Acogiéndose a esta modificación de la legislación laboral, la clase capitalista podrá suspender “temporalmente” (¡ja!) los contratos de trabajo, ahorrarse la totalidad o buena parte de las contribuciones a la Seguridad Social (que hasta el presente recaían en sus espaldas, y que ahora sufragará el Estado) y contraer el poder adquisitivo de los proletarios en un 30% de manera inmediata.[3] El gobierno confía en los empresarios y les pide que despidan lo menos posible. La satisfecha carcajada que se oyó en los barrios burgueses del Estado español no tiene onomatopeya que le haga justicia, por lo que hemos renunciado a intentar transcribirla. Entretanto, al menos mientras escribimos estas líneas, no se ha suspendido el abono de los alquileres, aunque sí se ha dispuesto una moratoria en el pago de las hipotecas. En plata: la mafia de los propietarios inmobiliarios, verdadera casta de sanguijuelas, seguirá percibiendo los ingresos de manos de sus depauperados inquilinos proletarios mientras ellos, acomodados rentistas, estarán exentos de satisfacer sus cuotas hipotecarias. ¡Para algo son otra falange de la clase dominante!
Por lo demás, el gobierno del Reino ni siquiera puede vanagloriarse de la gestión de los aspectos más técnicos de la crisis. Acartonado por el federalizante Estado de las Autonomías, el Estado español ha sido incapaz de proporcionar a la crisis sanitaria una respuesta unitaria, coordinada y efectiva. Y, reaccionando tarde y mal, como quien se despierta tropezando de una siesta que se ha ido de las manos, su viraje centralizador ha colmatado la esperpéntica función. Pondremos un ejemplo que, lo juramos, no sale de una comedia de José Luis Cuerda, sino de la más reciente actualidad: tras la declaración del estado de alarma, la plenipotenciaria administración central creyó incautarse, de la mano de los “picoletos”, de varias decenas de miles de mascarillas que, en realidad, una empresa andaluza estaba cediendo de buena gana; tras la correspondiente sacada de pecho del jefecillo de la benemérita en rueda de prensa por el éxito de la operación, el consejero de salud de la Junta de Andalucía escribió una misiva al todopoderoso ministro nacional, de nombre Salvador (¡ironías de destino!): acaba usted de requisar 150.000 mascarillas destinadas en origen al Servicio Andaluz de Sanidad (SAS), que ahora está desabastecido y agotando sus protecciones para los sanitarios. Las últimas informaciones apuntan a que la misiva es fruto tanto del conflicto institucional que se ha desatado entre administraciones de distinto rango y signo político como de la obvia descoordinación que ha provocado esta repentina recentralización: parece que, lejos de ser para el SAS, las mascarillas incautadas iban a ser… ¡un regalo promocional de un periódico local! ¡Virtudes de la sociedad de mercado… y del centralismo burocrático!
Otro agente social que, muy al pesar del revisionismo –luego iremos con él–, se ha cubierto de gloria en estos aciagos días son los sindicatos. Tanto UGT como CCOO solicitaron, codo con codo con las principales organizaciones de los capitalistas (CEOE y CEPYME) y con la mediación de la ministra de trabajo comunista, la flexibilización de la legislación relativa a los ERTEs que antes hemos diseccionado brevemente.[4] ¿Qué más hace falta para demostrar que los sindicatos son una correa de transmisión de los intereses de la burguesía en la clase obrera? Cualquiera que conozca algo la historia del movimiento obrero y sindical podrá imaginar sin mucho esfuerzo que, hace un siglo, una situación similar (en la que se ha militarizado el territorio nacional, la masa de los proletarios son obligados a trabajar poniendo severamente en riesgo su salud y la de los suyos, y el resto son despedidos sin miramientos) hubiera sido contestada con poco menos que una Huelga General indefinida… ¡hasta que se parase completamente la producción no esencial y los capitalistas asumieran todo el coste posible de la crisis! ¡Qué tiempos, los de la jovialidad y fortaleza de los sindicatos! Pero no tenemos derecho a ponernos nostálgicos, ni falta que nos hace: un siglo de Revolución Proletaria Mundial ha entronado al Partido Comunista como instrumento y sujeto de la revolución; no queda nada que esperar de los sindicatos, salvo constatar –una y otra vez– que, sencillamente, ahora son lo contrario de lo que fueron cuando el proletariado todavía tenía por delante el reto de madurar históricamente y compactarse como clase antagónica a la burguesía. Tempus fugit!
¿Y, entre todo este caos, a qué se dedica la vanguardia revisionista? Los unos, a lamentar lacónicamente el desafortunado papel de los sindicatos en todo este embrollo; los otros, a presionar a sus mayores, miembros del gobierno de coalición; y los de más allá… ¡a quién le importa! Sólo hay una cosa que genera el inmediato acuerdo de todo el espectro revisionista: están dispuestos a ser la reserva del Estado, su retaguardia, a atender su reclamo de disciplina social, a ser los agentes de la normalidad capitalista en las situaciones de excepción. El revisionismo, como extrema izquierda del espectro político de la burguesía, ha sido siempre el policía de esa última frontera que es el Estado burgués.[5] Es precisamente en esta cartografía donde cobra sentido el concepto de socialfascismo.[6] Siendo la aristocracia obrera un pilar estructural del imperialismo –pues logra vincular al capital financiero con la lucha espontánea de los asalariados– y representando el revisionismo a su ala radicalizada, él –el revisionismo– es el recurso final de la democrática dictadura de la burguesía, la postrera forma de lograr cierta agregación social que evite el desastre: más allá del revisionismo sólo puede haber desintegración o revolución social.[7] Por lo mismo, cuando falla el revisionismo (el reformismo radical que trata de conjurar la revolución), emerge sin tapujos el fascismo: la dictatorial dictadura de la burguesía se convierte en la única forma de gobernar a los desposeídos… y de unificar el mando de los poseedores. Sea como sea, la realidad inánime del movimiento obrero hace innecesarios y superfluos (a ojos de la burguesía) a los revisionistas que, aun sabiéndose inútiles, no cejan en su hiperactivo empeño. Por ello, en su patética insignificancia, todos han convertido sus partidos en consultorías laboralistas y sus juventudes en agrupaciones de Boy Scouts. ¿No se lo creen? Veamos. La patética sumisión del revisionismo es tal que, por ejemplo, el PCTE, ejerciendo su vocación de Pepito Grillo del gobierno, pide (disculpen: ¡exige!) al ejecutivo que cumpla con su lastimera lista de los reyes magos; lista de reclamaciones que, dicho sea de paso, cualquier persona informada verá preocupantemente similar a la posición defendida por Podemos dentro del consejo de ministros (¿ahora comprenden por qué, desde el punto de vista del oportunismo, es más útil votar a los morados que a los rojos?)[8]. Pero, por si el show fuera pequeño, el PCTE blande la estéril amenaza de que, si Sánchez e Iglesias osan no atender sus temibles demandas, entonces llamarán a los trabajadores… ¿a qué? ¿A la Huelga General, quizá? ¡Por supuesto que no! El PCTE es un partido de orden, responsable y alejado del “izquierdismo”. Nos anima, muy ejemplarmente, a utilizar “las herramientas que prevé la Ley de Prevención de Riesgos Laborales” para parar la producción taller por taller –siempre y cuando la burocracia sindical dé su bendición– y, por supuesto, “poniendo estos hechos [la falta de garantías para “la salud y seguridad de los trabajadores”] en conocimiento de la Inspección de Trabajo”[9]. ¡Toma educación revolucionaria: la lucha de clase mediada y sancionada por el Estado burgués! ¿Y las juventudes de ésta y otras organizaciones revisionistas? Pues, si el economismo ruso quería “dar a la lucha económica misma un carácter político”, parece que nuestros jóvenes revisionistas, hoy día, se conforman con “dar a las relaciones vecinales mismas un carácter comunista”: se han propuesto sistematizar, ¡como política partidaria!, la asistencia a los ancianos para hacer la compra o el echar un cable a los hijos del vecino con los deberes. Es el precio de ir siempre por detrás de las masas, a rebufo suyo: uno termina confundiendo su dignísima ayuda mutua espontánea con las tareas de la revolución, y rebajando al militante comunista a la condición de vecino ejemplar. Así, el obrerismo, siempre razonablemente crítico con la noción de ciudadano, ha terminado por hacer de la ética cívica una bandera “marxista”. ¡Sean al menos coherentes con su miseria ideológica!
FUENTE: RECONSTITUCION.NET