
Gonzalo Vázquez. NBA
“Nada hay que temer de la evolución, salvo que llegue el día en que la intervención de la fuerza separe definitivamente a la inteligencia de la victoria” [Psicobasket, #50]
Visto con perspectiva histórica, un asomarse al paisaje entero, el baloncesto sigue siendo un gigantesco ensayo hacia delante, una mesa de pruebas en constante evolución. Por eso cualquier baloncesto pasado nos parece más rudimentario, cosa que nada tiene que ver con su encanto.
Para el avance, y simplificando, el motor principal fue siempre una mezcla de técnica individual y táctica colectiva. Pero el empuje constante, como un nutriente y combustible interno, fue obra de la inteligencia, siempre presente, siempre necesaria para resolver problemas, nuevas ecuaciones y desequilibrios de talla, de fuerza, de poder o de todas a la vez. La inteligencia se ha dado siempre tan por sentada como el suelo o el clima, y así ha vivido sin ser definida.
La inteligencia se ha llegado a confundir con la astucia, con esa llave que algunos jugadores parecen esconder. Jugadores que activaban pequeños resortes y artimañas del juego que saldaban con sospechosa frecuencia a su favor. Unir ejemplares tan dispares como Meneghin, Cutura, Ainge, Laimbeer, Rodman, Divac o Lowry es posible a través del hilo de la astucia, un arte de lo no enseñable en forma de maniobras y argucias. Ya fuera un rebote, un balón suelto, una colisión de cuerpos, un golpe oculto o la rifa de una falta, esos tipos parecían encerrar algo que marcaba sus cartas sin visos de trampa. Primero astutos, luego jugadores, si es que vale separar ambas cosas.
Por encima de ellos, más dueños del tablero de juego, otro género de jugadores –de costumbre directores– exhibió una facultad superlativa para comprender la estrategia, anticiparla y descifrar sus movimientos, hasta imponerlos. Estos ordenadores de mesa, de Frazier a Stockton, de Corbalán a Calderón, de Cheeks a Billups, coinciden todos en una habilidad natural basada en la lógica. Verlos consumir quietos unos segundos de balón es el arquetipo del vigía que observa y razona, que resuelve otro turno, otro envite, otra jugada.
En torno a estos orbitan otros a los que el orden sabe a poco, como si les aburriera la lógica. Cuentan con iguales virtudes de control del juego, pero añaden una irresistible potencia creativa que encuentra su sentido en el desorden. En Cousy, Archibald, Maravich, Cabrera, Magic, Isiah, Nash o Haliburton aflora el componente irracional del juego, como una frecuencia de onda distinta a la lógica. Tan lógica como ella pero una lógica en espiral, una forma de hacer orden del caos.
A veces, este dominio de la proyección espacial se dio también en jugadores de gran tamaño –Abdul-Jabbar, Walton, Sabonis–. Había en ellos un impulso por trascender el cometido habitual de su posición, un impulso de fuga que también dieron otros jugadores y tallas que añadían potencia creativa y componente irracional. Por eso el género transgresor es tan amplio y diverso; puede dar cabida a Maravich y Kukoc, Cosic y Sabonis, JWill y LeBron o cualesquiera que escaparan de entrada a los barrotes de la tradición. Y al hacerlo, el juego avanzaba desplazando lo anterior como rudimentario, como celdas que ahora dejar abiertas.
Otra forma de inteligencia se expresa en términos formales. La perfección técnica ajustada a canon agrupa a jugadores que por alguna razón resultan especialmente armónicos con el orden académico. Ejemplares como Petrovic, Komazec, Bodiroga o Bryant destacan por hacer de la técnica el misterio fundamental del baloncesto, como una ciencia del método, un lenguaje del talento.
Algunos de estos jugadores interpretaron la técnica superior de manera tan íntima y personal como los artistas la suya. De manera que es posible abrir otro plano, a caballo entre el canon y la transgresión, que se inclina por suavizar las formas y desprender sutileza en sus movimientos dotándolos de ritmo, cadencia y un conjunto de valores estéticos dominados por la elegancia. Los franceses acuñaron la finesse por ese motivo y el baloncesto la recoge en virtuosos como Monroe, Abdul-Jabbar, Delibasic, English, Erving o Gilgeous-Alexander.
Igual que hay una inteligencia creativa hay una inteligencia ejecutiva, que elimina obstáculos por la vía rápida. En ella predomina el rendimiento, la pura producción, la misteriosa relación con el aro de los grandes anotadores, en especial los ligeros. Gervin, Oscar, Dalipagic, Carmelo, Durant o Kawhi sugieren el poder de alguna destreza natural, un pacto de repetición que va más allá del trabajo, un don que no es propiamente mecánica rutina.
Dentro de este género subyace otro más escaso para los que el acierto parecía favorable cuanto más hostiles las condiciones y la presión del crono. Havlicek, West, Bird, Jordan, Miller o Bryant fortalecen la idea de algún tipo de agudeza concentrada en la anotación terminal donde encontrar acomodo, una facultad como inmune al estrés. A esas condiciones hostiles Stephen Curry añadió la distancia extrema como un territorio virgen en el que ahora estamos.
La inteligencia ejecutiva tiene su reverso en la defensa, otro vastísimo campo donde medrar talento y destreza. En realidad es suficiente.
Estos y otros muchos campos de la sensibilidad, como la plástica figurativa de los atletas del aire –Erving, Jordan, Carter, Bryant–, la comprensión espacial de los mejores pasadores, el control de situación de los más agudos –Kicanovic, Dennis Johnson, Kidd– o la coordinación psicomotriz en grandes estaturas –McHale, Olajuwon, Shaq–, no aparecen reflejados en ningún sitio. Resbalan al campo estadístico, a la narración de sucesos y con frecuencia a la percepción visual.
La analítica refleja su valor productivo, pero no establece una relación formal entre ellos. La analítica registra, sin importar las razones. Y sin embargo existen: los mueve la inteligencia, puede que el mayor poder de todos. El baloncesto, contrariamente a la ciencia, apenas se ha preguntado por la inteligencia. En realidad lo hizo. Pero tan pronto formulaba la pregunta, la respuesta se escapaba y enseguida había que hacer pie en el suelo, en el terreno de lo mensurable.
Tal vez porque en nuestro juego no sea tan importante definirla como admitir su existencia. Saber que está ahí y que de costumbre reina. Que se declara con éxito por sí sola. Que se manifiesta y acecha sin necesidad de aprobación igual que la luz ilumina aunque no haya nadie para comprobarlo.
A diario el baloncesto registra volúmenes ingentes de información. Pero apenas se verán líneas en torno a la inteligencia. De vez en cuando se califica a tal o cual jugador como inteligente sin añadir más, dándose por sentada la cualidad como el color de su camiseta, lo que a veces convierte al adjetivo en un acto de fe.
Cuando el baloncesto no puede explicar determinados fenómenos se apela a términos de difícil cobertura como los intangibles, expresión caída hoy en desuso por el peso de los datos. Preguntarse en 2007 cómo era que Garbajosa fuese titular en los Raptors y Tyrus Thomas suplente en los Bulls puede basarse en una mera configuración de plantilla, pero la respuesta más fiable vendría de manos de sus entrenadores, uno de los cuales zanjaba cualquier discusión aludiendo continuamente al primero como inteligente y al equipo mejorado por esa misma condición. Y aquí asoma ya una señal fiable. Una de las primeras voces en alertar de este grado fue el técnico de los Bullets campeones de 1978, Dick Motta, al destacar en su plantilla a Bob Dandridge como la clave del éxito. “Cuando está en pista nuestra inteligencia colectiva hace cumbre; es el motivo de que cristalice”. Es decir, una especie de conector que sugiere la idea de inteligencia compartida. Es a través de esos jugadores que el baloncesto se hace inteligente y el equipo eleva sus prestaciones como una red neuronal. Desde luego, una forma más honrosa que el axioma “hace mejores a sus compañeros” (como si estos no lo fueran).
Contrariamente a los números, que vemos y manoseamos, la inteligencia se escabulle, se infiltra y escurre entre ellos. Por eso se sospecha de toda inteligencia que no sea estadística.
Un jugador podrá ser un gran anotador, otro un gran reboteador, otro un gran pasador, otro un gran defensor y muchos de ellos luchadores. Pero describir a un jugador como inteligente equivale a decir que prácticamente todo lo hará bien. Es como si la inteligencia fuera un manto que arropa el juego y sus mil detalles, solo que esto suele zanjarse de forma simple: “Play the game the right way”. Una descripción tan blanda y genérica que haría indistinguibles a Luka Doncic y Tyus Jones. Es evidente que hace falta algo más.
La falacia del cuerpo
Algunas de las más hermosas discusiones del baloncesto, todas de carácter teórico, habrían girado en torno a la inteligencia en caso de haberse promovido. No a su definición, esfuerzo de costumbre baldío, sino a su expresión en el juego. A formular dónde se manifiesta y cómo, y no tanto por qué. A lo sumo, se ha venido a señalar a los jugadores inteligentes. Y no a muchos sino a más bien pocos. Como si la inteligencia fuera más bien rara y solo cosa de superdotados. Y llama la atención que siendo el debate tan marginal, la noción tan imprecisa y tan pocos los premiados sea la inteligencia la cualidad que goza de más alto prestigio.
Para esta escasez de nombres hay una incómoda razón histórica, una distorsión de raíz cultural en la que rara vez se ha reparado. Se trata de una vieja inercia que terminó por instalar en el imaginario como una aparente oposición entre inteligencia y cuerpo. Como si fueran entes separados y, en su peor expresión, como si las mejores anatomías en términos atléticos estuvieran inhabilitadas para los brillos del cerebro.
Esta terrible falacia que opone materia atlética a materia gris resulta aún más absurda en los deportes de equipo. Condenó siempre a las naturalezas más fuertes (Chamberlain, Shaq, LeBron) por serlo, al tiempo que se indultaba a cuerpos menos poderosos. Como si en la inteligencia cupiera todo menos la fuerza y en la jerarquía genética ocupara esta el último lugar. Esos jugadores se vieron obligados a derribar muchos más muros que el resto para demostrar que eran, también, atletas mentales.
El ejemplo más persistente de esta deformación descansa en la figura de Larry Bird. Su caso define casi por sí solo qué es la inteligencia aplicada en el baloncesto. Sin embargo, hubo durante mucho tiempo tal empeño en hacerlo único acreedor a esa monarquía de inteligentes que pudiera parecer que Magic Johnson brillara por otra cosa que no fuera inteligencia pura. Se atribuyen eternamente a Bird incapacidades del cuerpo, pero nunca a Magic Johnson. A pesar del dudoso atletismo de ambos, que uno fuera negro y el otro blanco inclinó de modo inconsciente a Bird la percepción pública de la inteligencia, como su único gran propietario. Uno de sus grandes cronistas, Bob Ryan, escribía en su nombre: “Lo que separa lo verdaderamente irremplazable de las superestrellas es una cualidad de inteligencia, instinto y saber que promueve una empatía tácita con los aficionados”. En el fondo, ese larvado sesgo fue exactamente lo denunciado por Isiah Thomas en 1987. Conveniente o no, no era otro el motivo.
Al viejo espectador europeo estas cosas pueden sonar extrañas, tal vez algo forzadas. El espectador europeo no habrá conocido en su cultura fenómenos ni remotamente cercanos a la sociedad americana y sus estereotipos. La final universitaria de 1966 pasó a la historia por muchos motivos, el principal de los cuales medía un frente racial. Cinco jugadores blancos (Kentucky) ante lo inédito: cinco jugadores negros (Texas Western). Mientras los jugadores de Adolph Rupp practicaban, a la óptica de prensa, un baloncesto perfecto de decisiones correctas, “el rápido y tirador quinteto texano puede hacer más cosas con el balón que un mono en una liana de la selva” (The Baltimore Sun). Estos códigos han sido estudiados por innumerables investigadores con el propósito de denunciar la trampa. Uno de ellos, David J. Leonard, profesor de la universidad de Washington State, concluía que el patrón de referencia actuó siempre como un sustrato ideológico invisible: el baloncesto negro era atlético y el blanco, inteligente. A juicio del sociólogo del deporte Harry Edwards, esto pudo deberse a un impulso de supervivencia ante la masiva integración de los jugadores negros hasta su predominio. Para resistir “era necesaria la coartada de la inteligencia” en quienes estaban perdiendo la batalla. Esta dualidad permanecería viva en la cosmovisión del deporte hasta bien entrado el siglo XXI.
La figura de Michael Jordan aclara un poco más el asunto. Del infinito yacimiento de adjetivos que se le adscriben –el mayor de todos en cualquier orden– rara es la vez que alguno de ellos lo ilustra como inteligente. Como si uno de los más grandes deportistas de la historia lo hubiera sido por competencia, atletismo, destreza, voluntad y entorno, pero no por sustancia inteligente (siendo, de todas, la mayor inteligencia ejecutiva de la historia).
Esa misma inercia, que no suele sentirse a sí misma, conduce a pensar antes en Ginobili que en Dumars, en Bodiroga que en Durant. Como si los primeros brillaran por inteligencia y los otros por algo distinto. Así la sutileza en Pau Gasol era inteligente y la agresiva condición en Kevin Garnett era, a lo sumo, eficaz.
Una óptica de esta naturaleza, mucho más generalizada de lo que se presume, nos enseña que la percepción de la inteligencia, aun pudiendo ser correcta, está tercamente vinculada al etnocentrismo, las pulsiones culturales y los silencios de raza.
Y va siendo hora de incorporar como certeza que el cuerpo es indisoluble de la mente, incapaz de operar sin aquel y aún menos en el mundo del deporte. De esta prisión ideológica fueron también víctimas los cuerpos más grandes. El gigantismo encerró grandes inteligencias en barrotes que el tiempo hacía más y más gruesos. Como una pena que arrastrar de por vida tal y como dieron cuenta Muresan, Tkachenko o Dueñas.
Un ejemplo sangrante de esta dramática relación indisoluble entre cuerpo y cerebro lo ofrece el caso de Anfernee Hardaway, al que su primer gran contratiempo físico acabó por vaciar de todas las cualidades que le habían hecho brillar, haya discusión o no, por una inteligencia sublime (1993-1996). Si esta se mide también en términos de avance y el cuerpo quiebra, tiende a olvidarse la inteligencia, como si también quebrara.
Con la inteligencia no se es indulgente. Una vez aparece, las demandas son muy grandes y la tregua inadmisible. Si un jugador ha encendido la luz no podrá ya apagarla. Esta exigencia de continuidad, de igual magnitud al rendimiento dado (expectativa), explica por sí sola la confusión en torno al genio de Luka Doncic, una suerte de presión exterior para la mejora de sus condiciones físicas.
Para un acuerdo general
En el baloncesto la definición de inteligencia sigue pastando en el terreno más etéreo y menos concreto. Los intentos por atraparla apenas se distinguen de lo que admite superficialmente la ciencia, una metodología derivada hacia el test y el cociente. Por eso es mucho menos acertada la noción de inteligencia total que la de inteligencia parcial, dado que el juego se fragmenta en mil cuadrantes donde los jugadores derraman sus capacidades. Unos en pocas, otros en muchas. Pero allá donde se repita el éxito, el acierto, la destreza, por muy pequeño el campo, habrá inteligencia.
Por eso es respetable una descripción genérica, aceptada desde hace décadas por el círculo de entrenadores y academias en Estados Unidos: en líneas generales, el CI del baloncesto significa “la capacidad de jugar instintivamente y adaptarse a cualquier situación que surja”. O bien, una facilidad natural para “leer el juego, anticipar jugadas y saber qué decisión correcta tomar en el momento adecuado”. Son atajos que facilitan el corte natural entre jugadores, entre aquellos que esperan y aquellos que no, que de hecho brillan haciendo brillar, los conectores de una luz que ejerce de guía al resto. Mike Fratello, técnico de los Hawks en los años ochenta, ponía entonces el énfasis en la intuición, en “saber anticipar qué van a hacer los demás”, o sea el conocimiento de los propios recursos y la detección de los ajenos, incluidos los jugadores rivales.
En este sentido de radar los ensayos más comunes, obra del scouting profesional, insisten en una noción fragmentada de la Basketball IQ. Son ensayos que contemplan un conjunto de variables que al igual que el CI (cociente intelectual) opera también en términos numéricos. Como una psicometría del baloncesto en campos/parcelas de aplicación que ilustrar gráficamente en organigramas.
Pese al razonable margen de error, para los ingenieros en la prospección del talento son lecturas de relativa solidez y precisión, son registros válidos. Informes que parcelan el juego en funciones concretas y por tanto susceptibles de nota. De manera que la IQ equivalga a un producto asociativo que pondere un valor a los llamados skills, los recursos que el sujeto pondrá en juego para cada circunstancia. Se conoce a este comercio de habilidades como read & react y ejerce hoy día el papel principal en la evaluación de los jugadores, la prueba material de su inteligencia.
Y aun con eso, la complejidad de lo inteligente, su múltiple expresión con frecuencia no mensurable, convierte el asunto en una realidad escurridiza. Una cualidad que percibir y no una cantidad que comprobar. De ahí que la noción de intangibles no sea, pues, más que una pobre coartada lingüística para referir lo inexplicable. Fruto de ese vacío nació uno de los sobrenombres más célebres de todos los tiempos, cuando el cronista Fred Stabley creyó estar viendo magia en las acciones de un jugador al que bautizó como Magic Johnson.
Y de lo inexplicable el baloncesto va lleno. Nada explica mejor la naturaleza inteligente del juego que ser un juego sin delimitaciones precisas.
Hechas estas aclaraciones, no más que un prólogo para un trabajo mayor, seguirá dándose un fenómeno recurrente. Que cada vez que toque a la historia rescatar sus ejemplos de inteligencia despuntarán únicamente los genios, un mal típico y necesario de los rankings. Contra eso ni cabe ni conviene hacer gran cosa. Salvo recordar todo lo que bajo ellos brilla, un estrato mucho más modesto y común, más al alcance de jugadores por encima del promedio.
Al fin y al cabo también es prueba de inteligencia detectarla y admirarse por ella.
Ese es el principal motivo de que el lenguaje del baloncesto contenga hoy día la respiración con Nikola Jokic. Porque puede estar ante la mayor expresión conocida de inteligencia que tal vez haya conocido nuestro juego desde su misma creación. El serbio encarna en sí mismo lo que la inteligencia supone: clarividencia, armonía y oposición a la fuerza: una fluencia sostenida de gestos ninguno de los cuales figura un vacío. La inteligencia como única respuesta al juego.
Entre la neurociencia y la biométrica del rendimiento los nuevos doctores refieren un fenómeno llamado “inferencia prospectiva”, algo así como la cualidad de proyectar secuencias a partir de una información inacabada. Y puede ser ahí donde Jokic mejor se defina y acabar con todo esto “en su capacidad prodigiosa de obtener el dato flotante, de adelantarlo en su favor, de previsualizar un hecho y hacerlo suyo” (La trascendencia de Jokic y el sentido del baloncesto líquido). En una pieza reciente Fred Katz daba aún otro giro: “Jokic, como los murciélagos, sabe dónde están los demás por el movimiento de las ondas sonoras”. Una hipérbole que remite a una imagen clásica de la inteligencia como un tercer ojo, un sexto sentido, un don sobrenatural.
Pero esto sería recurrir otra vez al genio para explicar la inteligencia, cosa que a veces sigue siendo necesaria.