Julio Rozas, Daniel Raventós

“El siglo XX ha incorporado tanto conocimiento nuevo al almacén humano como todos los siglos anteriores juntos, aunque, por otro lado, el siglo XX ha incorporado aproximadamente el mismo nivel de credulidad sobrenatural que el XIX y bastante más hostilidad hacia la ciencia”
(Richard Dawkins).
El texto que a continuación presentamos tiene dos partes muy diferenciadas. La primera es un artículo firmado por Ignacio Apócrifo (IA). El autor es ficticio, el texto es parcialmente un producto de la Inteligencia Artificial. Recoge una serie de ideas que, aunque presentadas como escepticismo razonable hacia la ciencia, reproducen una corriente de opinión real, cada vez más extendida y potencialmente peligrosa. Bajo una apariencia de reflexión crítica, el texto incurre en tergiversaciones, errores conceptuales y analogías históricas forzadas. Lejos de promover un debate abierto y racional, el texto propone una visión distorsionada de la ciencia, la evidencia empírica y la propia historia de la ciencia. Una visión que sigue teniendo mucho predicamento. La segunda parte es la respuesta de los autores a los principales argumentos de IA. Veámoslo con algún detalle. Empecemos por el artículo de IA.
Artículo de Ignacio Apócrifo publicado en la Sección de Opinión de El científico alternativo, titulado “El debate necesario sobre la verdad científica ¿Estamos cayendo en el dogmatismo?”.
En los últimos años, la sociedad ha sido testigo de una creciente polarización en torno a temas como el cambio climático, las vacunas, o incluso el propio método científico y la ciencia en general. Mientras que algunos defienden una visión rígida y casi dogmática de lo que consideran “ciencia”, otros reclaman su derecho a cuestionar lo que perciben como verdades oficiales impuestas sin margen para el debate. Se nos insta a “seguir la ciencia”, pero pocas veces se nos invita a cuestionarla críticamente. El problema de fondo radica en que gran parte de lo que hoy consideramos consenso científico se basa en teorías en permanente revisión: hipótesis que han sobrevivido más por su aceptación mayoritaria que por la contundencia irrefutable de las pruebas. La ciencia no es neutral.
El negacionismo científico ha sido reiteradamente demonizado por los medios y foros científicos oficiales. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿acaso no es el cuestionamiento, riguroso y bien argumentado, la base misma del propio método científico? Poner en duda ciertos consensos no debería entenderse automáticamente como un acto de irresponsabilidad, sino como una expresión legítima de sano escepticismo crítico. A lo largo de la historia, muchos avances fundamentales surgieron precisamente de quienes se atrevieron a desafiar las ideas dominantes de su época. Galileo, Servet, Semmelweis o Wegener, fueron duramente cuestionados e incluso perseguidos por oponerse a las ideas aceptadas de su tiempo, aunque hoy sus aportaciones se consideran pilares esenciales del conocimiento científico. Además, no podemos ignorar que el sistema científico actual tampoco está libre de sesgos, muchos de ellos asociados a los tres pilares fundamentales de la generación y difusión del conocimiento: los investigadores, las entidades financiadoras y los medios de publicación. Existen casos documentados de fraude, conflictos de interés, presión por publicar resultados positivos o llamativos, y una tendencia preocupante a publicar solo los resultados con aplicabilidad o impacto aparente, dejando de lado los resultados negativos. A ello se suma la proliferación de publicación de estudios irrelevantes o poco replicables y a manifiestos negocios académicos de amiguetes, así como el auge de denominadas revistas depredadoras (predatory journals), que eluden controles básicos de calidad y revisión por pares (peer review), comprometiendo la fiabilidad del proceso científico. Todo ello nos obliga a plantear una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿hasta qué punto el llamado “consenso científico” refleja un conocimiento objetivamente validado, y hasta qué punto puede estar condicionado por intereses económicos, como los de las industrias que financian buena parte de la investigación, o por viciadas dinámicas propias del sistema académico, como la presión por publicar (publish or perish), el prestigio profesional, o las exigencias de promoción dentro de la carrera investigadora. Convertir cualquier forma de crítica en “negacionismo” no solo empobrece el debate, sino que, en última instancia, puede funcionar como una forma sutil de blindar certezas frágiles y dogmas bajo el manto de la autoridad científica.
Pongamos dos ejemplos: uno de carácter general y otro mucho más concreto. El general: los “vacíos” de la evolución por selección natural darwinista. El segundo: las afirmaciones que se hacen sobre las vacunas.
Empecemos por el general: es manifiesto que la selección natural tiene muchos vacíos, muchas respuestas aún por ofrecer, es una teoría, simplemente solamente una teoría, apenas una hipótesis según una de las acepciones del término recogidas en el diccionario Oxford.
Tomemos el ejemplo concreto: el caso de las vacunas. Se insiste una y otra vez en su seguridad y eficacia, pero rara vez se habla con la misma claridad de las muertes o efectos secundarios graves asociados a su uso. Esta falta de matices resulta aún más evidente en el caso de las denominadas vacunas de nueva generación, como las basadas en el ARN mensajero utilizadas contra el COVID-19, o aquellas actualmente en desarrollo frente al SIDA o ciertos tipos de cáncer. Además, pocos ciudadanos conocen que buena parte de los estudios que las avalan están financiados, directa o indirectamente, por la propia industria farmacéutica, lo que plantea dudas legítimas sobre la objetividad del proceso de validación científica. De hecho, la rapidez con que se desarrollaron algunas de las últimas vacunas, acortando a pocos meses procesos que antes requerían años, ha generado interrogantes legítimos sobre la rigurosidad con que se llevaron a cabo las fases clínicas, especialmente en lo relativo a su duración y seguimiento a largo plazo. Rara vez se menciona que muchas de estas vacunas no han sido sometidas a ensayos prolongados bajo condiciones de doble ciego. Tampoco se comenta que la eficacia vacunal no es universal, puede depender del genoma de cada individuo, así como de factores epigenéticos que aún no comprendemos del todo, según reconoce la inmunología moderna. No solo eso: estudios recientes, aunque minoritarios y marginales, han sugerido posibles vínculos entre ciertas vacunas, y trastornos neurológicos, incluido el autismo, en personas con predisposición genética. ¿No debería esto ser motivo suficiente para abrir la puerta a un debate más transparente? Se afirma insistentemente que “la evidencia es concluyente”, pero el verdadero espíritu científico exige someter las certezas a constante verificación, repetir experimentos y mantener abierta la posibilidad de revisión. No sería la primera vez que prácticas avaladas por la ciencia terminan cuestionadas con el tiempo, como ocurrió con el uso masivo de antibióticos o la administración de talidomida. Además, resulta llamativo que se destinen muchos más recursos a soluciones farmacológicas patentables que a investigar alternativas naturales, como la mejora del sistema inmunológico a través de la dieta y el estilo de vida. Parece que solo interesa investigar aquello que puede ser patentado y comercializado. ¿Y qué decir de las ciencias alternativas que surgen como contestación a la ciencia oficial?
En definitiva, el método científico debería ser un camino hacia el conocimiento, no una herramienta de control o de imposición ideológica. La ciudadanía tiene derecho a exigir más transparencia, un debate abierto y menos etiquetas descalificadoras como “negacionista” cada vez que se plantea una duda razonable. Porque preguntar no es negar, y la ciencia verdadera, la que ha impulsado los mayores avances de la humanidad, siempre ha tenido espacio para el disenso. Paradójicamente, el propio método científico, tan ensalzado por la comunidad académica, es también una construcción social moldeada por los valores, prejuicios y contextos históricos de cada época. Si en siglos pasados fue la Iglesia la que marcaba los límites del pensamiento aceptable, hoy es la “ciencia oficial” la que dicta qué puede o no puede investigarse, discutirse o publicarse. Más que estigmatizar posiciones alternativas como negacionistas o pseudocientíficas, quizá deberíamos cuestionarnos si la ciencia actual está verdaderamente abierta al debate o si hemos construido un nuevo sistema de creencias incuestionables. La historia nos enseña que muchas veces la verdad ha estado en manos de quienes se atrevieron a desafiar el consenso.
Hasta aquí el artículo firmado por IA. A continuación, los autores de este texto responden punto por punto a sus planteamientos:
Confusión entre cuestionamiento científico legítimo y negacionismo
En un contexto saturado de información y desinformación, es imprescindible distinguir entre el escepticismo genuino y fundamentado, y un negacionismo disfrazado de pensamiento crítico. En nombre de la crítica y el cuestionamiento, el texto de IA, como tantos otros que circulan en medios y redes sociales, algunos aún mucho más bastos, rechaza consensos científicos establecidos sin ofrecer alternativas coherentes ni respaldadas en evidencia. En nombre del (supuesto) pensamiento libre, y con un lenguaje moderado y aparentemente razonable, promueve una desconfianza sistemática que no distingue entre preguntas legítimas y ataques infundados. Lo que a primera vista puede parecer un ejercicio de reflexión, revela tras una lectura cuidadosa, una serie de falacias lógicas, y tergiversaciones que, en más de una ocasión, vemos abrazadas por personas que políticamente se sitúan tanto a la derecha como a la izquierda. En esto no hay distinciones. Estas falacias y tergiversaciones creemos que deben ser corregidas, no por mera polémica, sino por responsabilidad intelectual y defensa del conocimiento. Vamos por partes.
Si bien es cierto que la ciencia progresa mediante la revisión constante de sus teorías, esta revisión se fundamenta en evidencias sólidas, experimentos replicables y revisión crítica por pares. No basta con «formular dudas razonables»: para cuestionar un consenso científico se requieren pruebas robustas y metodológicamente válidas. Comparar el escepticismo hacia la evolución por selección natural o las vacunas con los avances históricos protagonizados por Galileo o Wegener es una falacia de falso paralelismo. Estos científicos no se limitaron a «cuestionar»; aportaron datos, observaciones y pruebas que, con el tiempo, convencieron a la comunidad científica. ¿Podrían las manzanas ascender en vez de caer del árbol a partir de la semana que viene? Es posible, pero a esta posibilidad como decía Steve Gould, “no merece que se le dedique la misma cantidad de tiempo en las clases de física”. En contraste, el negacionismo contemporáneo carece de esa base empírica rigurosa. Es cierto que el sistema científico, pese a sus fortalezas, no está exento de sesgos y vulnerabilidades estructurales; de hecho, una de sus mayores virtudes reside en cómo responde a estos desafíos. Existen casos documentados de fraude, conflictos de interés y presiones para publicar resultados llamativos o positivos, mientras que los datos negativos a menudo quedan invisibilizados o se publican apresuradamente en las denominadas revistas depredadoras. Sin embargo, el método científico permite precisamente detectar y corregir estas fallas a través de la replicabilidad de los experimentos en distintos laboratorios, la revisión constante por pares y la realización continua de nuevos estudios que contrastan y actualizan el conocimiento previo. Quien practica la ciencia parte de la convicción según la cual existe una verdad objetiva que no es una “verdad cultural”. En palabras de Richard Dawkins “si dos científicos se hacen la misma pregunta, deberían llegar a la misma verdad sin que importen sus creencias previas [o] su entorno cultural”. Es fundamental promover una crítica informada y rigurosa del sistema científico, pero esta crítica debe distinguirse claramente del negacionismo, que se sustenta en distorsiones, selecciones sesgadas de la información y carencia de evidencia sólida.
Confusiones sobre la evolución ¿sólo una teoría?
IA menciona, como se recordará, dos ejemplos: uno de carácter general y otro mucho más concreto. El primero plantea que la evolución darwinista por selección natural presenta numerosos vacíos; el segundo se centra en las afirmaciones sobre las vacunas. Detengámonos en el primero. La selección natural, como toda teoría científica, tiene aún preguntas abiertas y aspectos que requieren mayor comprensión. Pero reducirla a «sólo una teoría» es una simplificación inexacta. Este es uno de los argumentos frecuentemente utilizados por el denominado “creacionismo científico” para desacreditar o poner en duda la teoría de la evolución por selección natural. Afirmar que la evolución sigue siendo “sólo una teoría» refleja una confusión habitual entre el uso cotidiano del término y su significado en el ámbito científico. En ciencia, una teoría no es una suposición ni una simple conjetura, sino un marco explicativo sólido, respaldado por múltiples líneas independientes de evidencias. En el caso de la evolución, esta se sustenta en disciplinas tan diversas como la anatomía comparada, la paleontología, la biogeografía, la genética o la biología molecular. Se basa, en definitiva, en pruebas y razonamiento científico, no en dogmas, tradición o fe, como ocurre con la “teoría” del creacionismo, una de cuyas variantes, el llamado “diseño inteligente”, es una forma de pensamiento religioso mal disfrazado, y ya lo tratamos en otra ocasión.
Veamos. ¿Qué es la evolución darwiniana por selección natural? Los que estamos vivos en el año 2025, ya sean humanos, halcones, caracoles o margaritas, somos unos campeones mundiales. ¿Por qué? Porque todos nuestros antepasados lograron sobrevivir y dejar descendencia que también vivió y se reprodujo. Y nosotros hemos heredado los genes de nuestros antepasados, con ocasionales cambios (mutaciones), que han moldeado nuestra capacidad a adaptarnos al medio. ¿Dónde están los vacíos de la evolución por selección natural? Uno de los más habituales es el “eslabón perdido” en la evolución de nuestra especie. Algo que ya no tiene el menor sentido entre los biólogos evolutivos que son los que más investigan esta cuestión. Pero lo que nos interesa destacar aquí es distinguir entre dos tipos de crítica a la selección natural: por un lado, aquella que recurre a explicaciones sobrenaturales, como ocurre con el creacionismo o el llamado diseño inteligente; y por otro, la crítica que, dentro del propio marco científico-natural, busca ampliar o matizar posibles limitaciones explicativas en contextos específicos. Por ejemplo, el neurocientífico Robert Sapolsky argumenta que la conducta humana no puede explicarse únicamente por presiones adaptativas genéticas, sino que exige una comprensión multinivel de la causalidad que integre factores neurobiológicos, epigenéticos, ambientales, culturales y simbólicos. Esto es pedir a la ciencia que amplíe nuestro conocimiento frente a problemas que la misma detecta. No es apelar a la superchería para cubrir supuestos “vacíos” de la ciencia, sino de ampliarla desde dentro con más evidencia, mejor comprensión y revisión constante. Hace 50 años había muchos más “vacíos” que hoy. Y, a su vez, cada nueva evidencia no solo resuelve interrogantes, sino que plantea nuevas preguntas que la ciencia constantemente va abordando implacablemente. El problema de la selección natural para ciertos sectores religiosos, como dejó apuntado Jerry Coyne, es que “la selección natural es revolucionaria y es inquietante por el mismo motivo: explica el diseño aparente de la naturaleza mediante un proceso puramente materialista que no requiere de fuerzas sobrenaturales de creación o que guíen el proceso”. Que no requiera de fuerzas sobrenaturales incomoda a muchos, de ahí que se busquen constantemente “vacíos”, “eslabones perdidos” y tutti quanti.
Sospechas infundadas sobre las vacunas
Sobre el ejemplo concreto de las vacunas. Es legítimo exigir transparencia en la financiación de estudios clínicos, y es imprescindible mantener una actitud crítica frente a posibles conflictos de interés. Sin embargo, afirmar que la mayoría de los estudios sobre vacunas carecen de rigor por estar financiados por la industria farmacéutica es una simplificación sesgada y carente de fundamento. La investigación independiente existe, las fases clínicas son públicas y están reguladas por organismos nacionales e internacionales, y los datos de seguridad y eficacia son públicos, accesibles y revisados por pares. Las vacunas actuales, incluidas las de ARN mensajero, han pasado ensayos clínicos rigurosos, con controles de doble ciego y seguimiento a largo plazo, como puede comprobarse en las múltiples publicaciones científicas. Además, la crítica sobre la supuesta falta de rigurosidad en las fases clínicas es engañosa. Se realizaron todas las fases del ensayo clínico, pero de forma solapada (en paralelo), gracias a una movilización sin precedentes de recursos públicos y privados, y a la agilización de los trámites administrativos, sin que ello supusiera la omisión de los controles esenciales de seguridad o eficacia. Este enfoque permitió acortar los tiempos de desarrollo sin comprometer los estándares científicos ni los requisitos regulatorios establecidos. Que ello puede ser, y acostumbra a serlo, un gran negocio para las grandes farmacéuticas está fuera de toda duda. Que los beneficios sean escandalosamente grandes, tampoco ofrece duda. Pero no debe confundirse la utilización social de la ciencia con la ciencia propiamente. La ciencia dice lo que es o no posible, lo que es verdad fundamentada; otra cosa distinta es cómo se aplican estos conocimientos en el mundo real. En el modelo actual de propiedad y mercado, es cierto que las grandes compañías farmacéuticas, en muchos casos, condicionan las prioridades de la investigación según sus intereses comerciales. No siempre tratan tanto de mejorar la salud global, como de maximizar los beneficios. Pero esto pertenece al ámbito de la política, no a la epistemología científica, que debe definir las prioridades, de cómo deben llegar los avances al conjunto de la población y a qué precio.
Sobre los efectos adversos. Claramente existen efectos adversos poco frecuentes, como ocurre en cualquier intervención médica, pero estos están documentados, monitorizados y no alteran la evidencia sólida sobre la seguridad y eficacia de las vacunas. En cuanto al supuesto vínculo con el autismo, idea originada en una estudio fraudulento y ya retractado, ha sido refutado de forma concluyente por numerosos estudios científicos. Por otro lado, argumentar que “cada organismo es diferente” o recurrir a la epigenética para cuestionar la vacunación constituye una apelación poco fundamentada. Si bien existe variabilidad individual en la respuesta inmunológica, algo que la medicina reconoce y estudia, esa variabilidad no invalida la eficacia poblacional de las vacunas, demostrada en decenas de millones de personas. En cuanto a la epigenética, una rama de la genética que estudia cambios hereditarios en la actividad o expresión de los genes sin alterar la secuencia del ADN, sin embargo, no existe evidencia robusta ni concluyente que relacione sus mecanismos con efectos adversos generalizados atribuibles a las vacunas, ni que contradiga los principios fundamentales de la inmunología. Por otro lado, recurrir a casos como el de la talidomida o el uso excesivo de antibióticos para argumentar que “la ciencia puede equivocarse” es un ejemplo de mala analogía. La clave no está en que la ciencia no falle, sino en que dispone de mecanismos para detectar errores, corregirlos y mejorar. La ciencia avanza precisamente porque es autocorrectiva, no porque sea infalible. Por último, no es cierto que exista un desinterés sistemático por las terapias naturales. La investigación médica estudia miles de compuestos de origen natural, desde plantas medicinales hasta principios activos extraídos de hongos o microorganismos. La diferencia no está en su origen, sino en su validación: cualquier terapia, sea natural o sintética, debe demostrar su eficacia y seguridad a través de ensayos clínicos rigurosos. No se trata de fe, se trata de evidencia.
La desinformación científica no es un problema menor. Según el estudio “Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología correspondientes a 2024” de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT), un 50,1% de la población cree que las compañías farmacéuticas ocultan los peligros de las vacunas, y un 24,5% piensa que el gobierno está tratando de ocultar una supuesta relación entre las vacunas y el autismo. Además, estos porcentajes han aumentado de manera significativa en los últimos años. Y eso ocurre en el Reino de España, un estado donde las teorías conspirativas y el negacionismo cuentan con respaldo social significativamente menor que en otros lugares, como en Estados Unidos, buena parte de Europa del este, e incluso países occidentales como Francia o Alemania. ¿Estamos siguiendo una senda similar? ¿Qué grado de influencia tienen en nuestra sociedad figuras como Robert F. Kennedy Jr., actual secretario del Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE. UU., activista antivacunas y defensor de teorías conspirativas sobre la seguridad de las vacunas? Kennedy ha sido uno de los principales impulsores del lema Make America Healthy Again (MAHA), una consigna que, bajo la apariencia de una defensa alternativa de la salud pública, promueve mensajes que contradice no sólo el consenso científico internacional, sino también el criterio ampliamente respaldado por la comunidad médica y los profesionales sanitarios. Este tipo de discursos, cuando provienen de altos cargos institucionales, precisamente desde donde debería garantizarse una comunicación basada en evidencia, resultan especialmente peligrosas. Son mucho más dañinos, que las opiniones de articulistas ficticios como IA, porque no hablamos solo de retórica marginal, sino de poder real con capacidad de influir en decisiones políticas y percepciones sociales. Al contar con legitimidad institucional, estos mensajes actúan como combustible de alto octanaje para narrativas que socavan la confianza en la ciencia o en las políticas de salud pública. En lugar de proteger a la ciudadanía frente a la desinformación, acaban otorgándole respaldo y visibilidad. Estos datos reflejan la urgente necesidad de fomentar un pensamiento crítico basado en evidencias sólidas y contrastadas, y no en narrativas especulativas o desinformadas. Estaremos muy atentos al estudio de 2025 sobre la “Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología”, aunque las señales que percibimos hasta ahora no invitan al optimismo.
“¿Y qué decir de las ciencias alternativas que surgen como contestación a la ciencia oficial?”, nos pregunta IA. Mucho se ha escrito al respecto, tanto en su defensa como en su crítica. Digamos que somos claramente partidarios de una idea que puede resumirse en pocas palabras y respaldada por mucha evidencia: no existen ciencias alternativas, sino ciencia y otras cosas. Si una ciencia es “alternativa”, pero realmente es ciencia, deja de ser alternativa y pasa a ser simplemente ciencia. Si es alternativa, pero no es ciencia, entonces será cualquier otra cosa (patraña, pseudociencia, creencias sin fundamento…). Tim Minchin lo expresaba con mucho humor para la medicina: “¿Saben cómo se llama la medicina alternativa que funciona? Se llama medicina”. Lo mismo sirve cambiando medicina por ciencia.
Conclusión: ¿La ciencia como “construcción social”?
Es indudable que el método científico debe ser un proceso abierto y en constante revisión, donde el cuestionamiento y el debate riguroso impulsen el avance del conocimiento. Sin embargo, es fundamental distinguir entre críticas basadas en evidencia, y la difusión de dudas infundadas que pueden erosionar la confianza pública sin aportar evidencias sólidas. Aunque la ciencia se desarrolla en contextos sociales y culturales, su fortaleza radica en la transparencia, la reproducibilidad y el escrutinio crítico del colectivo global. La “ciencia oficial” no es un bloque monolítico, sino una comunidad diversa de investigadores que validan y corrigen hipótesis de forma razonada. Por ello, somos firmes partidarios de fomentar un pensamiento crítico informado (recordemos que un pensamiento crítico implica primero conocer profundamente el tema de lo que se habla, y después criticarlo), basado en datos verificables y en un conocimiento sólido de los métodos científicos. Así se puede mantener un espacio para el disenso legítimo sin comprometer la integridad del conocimiento que ha salvado millones de vidas. No, la ciencia no es una narrativa más, ni una “construcción” que acomoda los datos según el “contexto”; la ciencia trabaja con hechos, objetivos observables y reproducibles, que son los mismos independientemente de quien los examine. Son los mismos para nosotros, los que viven en China, los que creen en la metempsicosis, los que escalan montañas o bucean por el Mediterráneo. Si abandonamos este principio, estamos hablando de otras cosas, no de datos objetivos verificables por cualquiera que sea competente en la materia, sino que entramos en el terreno de la especulación más arbitraria.
Catedrático de Genética de la Universidad de Barcelona. Director del grupo de investigación Genómica Evolutiva & Bioinformática. Ha participado en la secuenciación y análisis de varios proyectos genómicos en animales y plantas, y ha desarrollado herramientas bioinformáticas para el análisis de la variabilidad del ADN.
Doctor en Economía. Profesor titular del departamento de Sociología en la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona. Es editor de Sin Permiso.
Fuente: https://www.sinpermiso.info/textos/la-ciencia-y-sus-enemigos