El filósofo planta cara al «delirio» posmoderno en su ensayo ‘El eclipse del padre. Una crítica de la razón woke’ (La Esfera de los Libros)

Cuando Gabriel Albiac (Utiel, 1950) decidió encarar la enajenación de la posmodernidad no quiso rebajarse a la chatarra intelectual que abunda en nuestros días para defender las ideas más peregrinas. En su lugar, emprendió un viaje, desde la Grecia clásica al Mayo del 68, pasando por el París del surrealismo y la Gran Guerra. Quería dotar de una base sólida su feroz juicio, que ha cristalizado en forma de ensayo. ‘El eclipse del padre. Una crítica de la razón woke’ (La Esfera de los Libros) es un tratado que, a partir de diversos arquetipos, explica las principales dolencias mentales de esta época.
«Los humanos son animales simbólicos, es decir, que estructuran su mente y por tanto su visión del mundo en función de grandes arquetipos», explica el filósofo en conversación con EL MUNDO. «La idea básica, que de algún modo proviene de Freud, es que los intentos de dar voluntariamente encarrilamiento a esos arquetipos son una pura fantasía, cuando no un delirio. Los arquetipos no son voluntariamente decidibles; al contrario, son los arquetipos los que construyen tu voluntad». De algún modo, sostiene Albiac, «cuando Freud dice que el inconsciente no es colonizable, lo que está diciendo es eso, que usted puede tomar decisiones voluntarias del tipo que sean, pero eso no afecta a la estructura básica de su subjetividad, que se construye desde muy temprana edad y conforme a modelos blindados, completamente cerrados».
Entre esos modelos, el creador del psicoanálisis dio una importancia especial a los progenitores. «En realidad, cuando estamos diciendo ‘hombre’ y ‘mujer’, lo que estamos diciendo es el residuo de nuestro inconsciente de los arquetipos padre y madre. Lacan lo decía de un modo muy gracioso: que la madre permanece contaminando a la mujer. Y a la inversa».
Una manera de decir que, en realidad, el padre eclipsado del título de su ensayo es en realidad una manera de hablar del ocaso de la autoridad. Por ese motivo, Albiac ha querido dar tanto peso a los clásicos griegos en su libro, con paradas en los campamentos de los aqueos en Troya, en la Tebas de Edipo y en los gallineros de Sócrates.
Desde esa distancia, dice, se aprecia mejor lo que sucede hoy. «El ‘wokismo’ es un voluntarismo», alerta. El hecho que, por ejemplo, alguien pretenda que el ser hombre o mujer sea algo elegible, «que los individuos pueden voluntariamente decidir su propia estructura», raya «en lo alucinatorio». En el caso de los movimientos denominados ‘woke’, «la cosa puede llegar a la demencia de plantear a voluntad el cambio de peculiaridad genital mediante intervención quirúrgica». Albiac vuelve al padre del psicoanálisis: «Freud en algún momento, de modo muy irónico, decía que la anatomía es un destino. Yo recojo algún estudio de psiquiatras respecto al disparate que supone eso, en la medida en que la recomposición genital no es la transformación de unos genitales en otros: Es una castración de la cual queda exento, definitiva e irreversiblemente, cualquier esfera de placer o de satisfacción sexual».
Todo ello viene ligado «a una terrible confusión entre los ámbitos, que pensábamos todos que estaban suficientemente claros, de género, sexo y genitalidad». En primer lugar, la utilización del término «género» es «completamente inhábil», según él. «Porque el término ‘género’, en las lenguas latinas al menos, se dice exclusivamente de las palabras. Cuando se atribuye a los individuos, sencillamente se está delirando».
«La recomposición genital no es la transformación de unos genitales en otros: Es una castración»
Sexo, por su parte, es un término que, «contra lo que parecen sugerir toda la patulea de estudios ‘wokistas’, no remite a un elemento de identidad material, sino a una peculiar forma de proyección del deseo». Y en cuando a la genitalidad y su disolución, el Premio Nacional de Ensayo 1988 por ‘La sinagoga vacía’ es tajante: «A través de una intervención quirúrgica mayor como es la de la castración, extendiéndola incluso al ámbito de la infancia, se está cometiendo algo que hasta ahora considerábamos una de las barbaries más difícilmente aceptables de nuestra sociedad». Y ahí es donde entra el pensador:«¿Qué demonios se está diciendo cuando se produce una regresión tan brutal a las formas que considerábamos más abolidas del ámbito de la liberación sexual o humana? Pues que se está pretendiendo hacer algo tan insensato como erigir la voluntad en criterio de realidad. Hacer del mundo una construcción a la medida. Lo divertido de estos ideólogos es que, sin saberlo, están retornando a la forma más bárbara, más brutal del idealismo. La idea de que la realidad puede configurarse a la medida de la voluntad».
Esto tiene otra materialización clara en el feminismo. En ‘El eclipse del padre’, Albiac recorre el itinerario de las mujeres en pos de la igualdad, desde el comienzo de su equiparación laboral durante la Primera Guerra Mundial (debido al desequilibrio provocado por las bajas exclusivamente masculinas en las trincheras) a su papel preeminente en la cultura durante el periodo de Entreguerras y la definitiva liberación que trajo consigo la aparición de la píldora anticonceptiva y «la separación de la función sexual y la función reproductiva».
Sin embargo, todos esos avances han sido echados por tierra, denuncia el pensador. «¿Qué demonios es lo que genera a partir del cambio de siglo, esa especie de terrible regresión puritana a la que llamamos ‘wokismo’?», se pregunta. «Pues quizá haya que entenderlo como el fracaso de la prolongación de una igualación material con una asunción de las peculiaridades génitosexuales del animal sexuado humano». De algún modo, Albiac tiene la impresión de que en el ‘wokismo’ lo que se ha producido es «una especie de neopuritanismo, de retorno a los tiempos de antes de la gran revolución feminista, que hubiera horrorizado y de hecho horroriza a las feministas de aquella primera generación, porque supone una pérdida de toda la apropiación simbólica y corpórea del mundo que fue la clave del feminismo clásico».
«El ‘wokismo’ es el movimiento más reaccionario para la vida privada desde la Segunda Guerra Mundial», proclama. «Promulga un catálogo de lo que constituyen los géneros, es decir, los sexos, políticamente correctos. Y entonces empiezan a añadir siglas: LGTBIQ… Cuando el feminismo clásico lo que operaba era precisamente por la vía contraria, es decir, por la vía de la indiferenciación. Quería eliminar la diferenciación masculino-femenina que introducía fenómenos de segregación y de reducción de la presencia de las mujeres en determinados ámbitos. Ese feminismo de primera generación es un pensamiento de la indiferencia. Es decir, mi deseo es mío, no se meta usted en él».
«El feminismo clásico quería eliminar la diferenciación masculino-femenina. Era un pensamiento de la indiferencia»
Todo ello, subraya, no es más que el signo de los tiempos: «Vivimos en sociedades, punto primero, que han sido fortísimamente analfabetizadas. El nivel alcanzado en los últimos 20 o 30 años no tiene equivalente, yo creo, desde más allá del siglo XIX. Por otro lado, esa analfabetización viene unida a un adoctrinamiento salvaje».
Las consecuencias, señala, llegan a terrenos normativos. «En España ese ámbito de la legislación es particularmente demente», previene. «Un cambio registral, es decir, que en el registro pase de varón a hembra o de hembra a varón, en la legislación francesa precisa un proceso larguísimo que lleva años, que exige primero certificaciones médicas muy claras de que, efectivamente, lo que tienes es un problema orgánico, una disforia médica. Son años de estudio y diagnóstico de tratamiento psiquiátrico y asistencia sociológica. No sólo a la persona que va a sufrir la operación sino a toda la familia, porque realmente es todo el contexto familiar el que queda modificado. Y al cabo de todo eso, se puede pasar al cambio registral». En nuestro país, tal y como la ley está elaborada, «si tienes más de 16 años puedes presentarte en el registro sin tus padres ni nadie, irte al señor de la ventanilla y decirle: ‘Oiga, tiene usted que cambiarme en el registro oficial en mi sexo que no es ya varón sino hembra o que no es ya hembra sino varón’. Eso es pura y simple barbarie».
Otra consecuencia sería la educación. «Los maestros han desaparecido en la enseñanza», clama. «Soy hijo de maestra, nieto de profesor de escuela normal y de redactor de la ley de primera enseñanza de la República. Toda mi familia era una familia de maestros. Y cuando desapareció la denominación de maestro en los años 60, tuve la certeza de que algo terrible estaba cambiando en este país». La forma de denominar a las cosas no es idem menor: «Llamar a un maestro profesor de educación general básica es un insulto».
«En las primeras y medias enseñanzas los pobres profesores que enseñan están sometidos a un acoso verdaderamente insufrible»
El maestro, apunta, «es la prolongación de la imagen del padre. Eso está en San Agustín. Esa posibilidad de fijar al personaje con el símbolo y con la ley permite precisamente dotar a la transmisión del saber de un carácter que no sea el de un puro aprendizaje mecánico, sino de una dimensión sagrada, simbólica». Esa dimensión sagrada del aprendizaje ha desaparecido en todos los planos, dice Albiac. «En las primeras y medias enseñanzas los pobres profesores que enseñan están sometidos a un acoso verdaderamente insufrible. Y en la universidad ya no existen en absoluto grandes maestros porque no existe el ámbito en el cual pueda dotarse».
Y se va transmitiendo a todas las esferas de la vida. «También al periodismo», incide. «Las grandes figuras permitían dotar a un periódico de una carga simbólica completa. Y para no dar necesariamente ejemplos que nos resulten positivos, Charles Maurras sería un perfecto hijo de la gran puta, pero sacraliza completamente la Acción Francesa, que es el núcleo del conservadurismo más brutal de la Francia del primer tercio del siglo XX. Pero de ese núcleo salen los mayores escritores de la Francia de la época. ¿Por qué? Porque la escritura incorpora en sí misma esa visión sagrada del magisterio».
Frente a toda esta amalgama, Albiac lanza su recomendación a los jóvenes: «Aprendan latín y griego. Y eso, a lo mejor, les salva. Otra cosa no. Podrán leer a Ovidio, podrán leer a Virgilio, podrán leer a Homero, a Sófocles, a Eurípides, a todo eso que dentro ya de cinco, seis años, no les va a enseñar a nadie. Porque todo eso ya en la enseñanza actual no existe. Si usted aprende latín y griego, podrá encontrar eso en una biblioteca. Si no, estará usted muerto».
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