Por Enzo Traverso
[El 1 de octubre murió el historiador Eric J. Hobsbawm a la edad de 95 años. Nacido en Alejandría, en una familia judía, en 1917 -año de la revolución rusa- E.J. Hobsbawm, que creció en Viena y Berlín, donde se afilió al Partido Comunista a la edad de 15 años, y conoció el ascenso del nazismo. Una experiencia que como él mismo reconoce le marcó fuertemente. Emigró a Gran Bretaña donde militó en el Partido Comunista británico desde 1936 hasta su disolución en 1991. Entre sus obras destaca la tetralogía: La era de la revolución, 1789-1848; La era del capital, 1848-1875; La era del imperio, 1875-1914 y Historia del siglo XX, 1914-1991. Su obra no se puede deslindar de su adhesión al PC: justificó la invasión de Hungría en 1956 y escamoteó el papel desempeñado por el PCE, la URSS y el Comintern en la revolución española. A continuación reproducimos un artículo de Enzo Traverso, publicado en 2009 que, con ocasión de la edición en francés de su libro “L”Empire, la démocratie et le terrorisme”, analiza el trabajo de Hobsbawn como historiador.]
No cabe duda de que Eric John Hobsbawm es actualmente el historiador más leído del mundo. Esta notoriedad arranca sobre todo del éxito planetario de la Historia del siglo XX, la era de los extremos, su historia del «corto» siglo XX.[1] Anteriormente ocupaba ya, desde luego, un lugar de primer plano en la historiografía internacional, pero la publicación de esta obra le ha permitido conquistar un público mucho más vasto. Ninguna nueva interpretación del mundo contemporáneo podrá sustraerse a una confrontación con la suya, que se ha convertido en canónica. Pero esta constatación lleva implícita una paradoja, pues el siglo XX finalizó en una atmósfera de restauración intelectual y política y fue despedido en medio de un alboroto mediático que anunciaba el triunfo definitivo de la sociedad de mercado y del liberalismo. Hobsbawm, en cambio, no escondía sus simpatías por el comunismo, el gran perdedor de la Guerra Fría, ni su adhesión a una concepción de la historia de inspiración marxista. El éxito de su libro era una nota discordante, introducía una fisura en el consenso liberal en torno a una visión del capitalismo que lo presenta como un orden natural sin alternativa[2]. Esto es particularmente cierto en el caso de Francia, país en el que el libro de Hobsbawm sólo llegó a las librerías, gracias a un editor belga, cinco años después de su edición inglesa original y después de haber sido traducido a más de una veintena de lenguas. En 1997 Pierre Nora explicaba en Le Débat que una obra como ésta, anacrónica e inspirada en una ideología de otra época, no sería rentable para un editor, razón por la que había decidido rechazarla en la colección que dirigía en Gallimard.[3] Pocas veces un editor e intelectual se habrá equivocado tanto al formular un pronóstico, pero ¿cómo habría podido acertar Nora si partía del postulado según el cual la sensibilidad de los lectores se corresponde perfectamente con la acogida entusiasta dispensada por los medios de comunicación a El pasado de una ilusión de François Furet (1995) y al Libro negro del comunismo de Stéphane Courtois ( 1997)?
Una Tetralogía
La Historia del siglo XX es el último volumen de una tetralogía. Sigue a tres obras dedicadas a la historia del siglo XIX aparecidas entre 1962 y 1987. La primera analiza las transformaciones sociales y políticas que acompañaron a la transición del Antiguo Régimen a la Europa burguesa (La era de las revoluciones, 1789-1848). La segunda se centra en la época de esplendor del capitalismo industrial y la consolidación de la burguesía como clase dominante (La era del capital, 1848-1875). La tercera estudia el advenimiento del imperialismo y finaliza con la aparición de los conflictos entre las grandes potencias que fracturaron el “concierto europeo” y sentaron las premisas de su estallido (La era del imperialismo, 1875-1914). La redacción de estas obras no había obedecido a ningún plan previo. Surgieron al hilo del tiempo, bajo el estímulo de los editores y como producto de la evolución de las investigaciones del propio Hobsbawm.
La trayectoria historiográfica de Hobsbawm es la de un especialista en el siglo XX. En 1952 fundó, con Edward P. Thompson y Christopher Hill, la revista Past and Present, una tentativa de síntesis entre el marxismo y la escuela de Annales. Dedicó considerable atención a la historia social de las clases trabajadoras y de las revueltas campesinas en la época de la Revolución industrial. El marxismo y la formación del movimiento obrero se situaron en el centro de sus intereses. Hobsbawm conjugaba las grandes síntesis con investigaciones pioneras. De factura más clásica y escritas en un lenguaje accesible al gran público, esas grandes síntesis no construyen nuevos objetos de investigación ni socavan los enfoques historiográficos tradicionales, pero dibujan un vasto fresco del siglo XIX que ilumina, desde una amplia perspectiva, las fuerzas sociales en presencia. Existe una cierta distancia entre el historiador de los luditas y de la resistencia campesina a los cerramientos de tierras en el campo inglés, y el de las grandes síntesis sobre las “revoluciones burguesas” y el advenimiento del capitalismo industrial. Esta distancia no será superada por el último volumen de la tetralogía, prisionero de una tendencia que él ha reprochado siempre a la historiografía tradicional del movimiento obrero: observar la historia “por arriba” sin fijarse en lo que pensaban las gentes corrientes, los actores situados “abajo”.[4]
Hobsbawm concibió el proyecto de una historia del siglo XX tras la caída del muro de Berlín. Fue de los primeros en interpretar aquel acontecimiento como el signo de una mutación que no solo ponía fin a la Guerra Fría sino que, a una escala más vasta, clausuraba un siglo. Nació entonces la idea de un siglo XX “corto” encuadrado entre las dos grandes inflexiones de la historia europea, la Primera Guerra Mundial y el hundimiento del socialismo real, que se oponía a un siglo XIX “largo” que iría de la Revolución francesa a las trincheras de 1914. Si la guerra fue la auténtica matriz del siglo XX, la revolución bolchevique y el comunismo le dieron un perfil específico. Hobsbawm lo sitúa entero bajo el signo de Octubre de 1917. El agotamiento de la trayectoria de la URSS, al final de un prolongado declive, señaliza su conclusión.
Hobsbawm, nacido en Alejandría en 1917 de padre inglés y madre austriaca, se define como un retoño de dos pilares de la Europa del siglo XIX: el Imperio británico y el Imperio austro-húngaro. Se hizo comunista en Berlín, en 1932, a la edad de quince años. Esta opción no sería abandonada en el curso de las décadas siguientes, en las que estudiaría primero, y luego enseñaría en las mejores universidades británicas. El siglo XX ha sido su vida y admite, con toda honestidad, su dificultad para disociar historia y autobiografía. A contracorriente de una ilusoria neutralidad axiológica, nuestro autor declara con claridad, ya en las primeras páginas del libro, su condición de “espectador comprometido”: “no parece probable que quien haya vivido durante este siglo extraordinario pueda abstenerse de expresar un juicio. La dificultad estriba en comprender” (pág. 15).
El impacto de la Historia dl siglo XX fue tanto más fuerte en la medida que, al finalizar así su tetralogía, Hobsbawm validaba o ratificaba una inflexión en nuestra percepción del pasado. Procedía a historiar una época que se había considerado hasta ese momento como presente vivido y que ahora se percibía ya como cumplida, pasada, clausurada, en una palabra: como historia. La Guerra Fría salía de las crónicas de actualidad y se convertía en objeto de una narración histórica que la situaba en una secuencia más amplia, que se remontaba a 1914. La idea del siglo XX “corto” entraría en la esfera pública, y posteriormente en la percepción común de las gentes.
La visión de un siglo XIX “largo” no es nueva. En La gran transformación (1944) Karl Polanyi dibujó ya el perfil de una “paz de los cien años” que se extendía desde el Congreso de Viena, al final de las guerras napoleónicas, hasta el atentado de Sarajevo de 1914[5]. El siglo XIX, que se construyó sobre el equilibrio internacional entre las grandes potencias con Metternich como arquitecto, fue escenario de la eclosión de las instituciones liberales y de un gigantesco crecimiento económico, basado en la estructuración de los mercados nacionales, que se consolidaría con la adopción del patrón oro (gold standard). Por su parte, Arno J. Mayer caracterizó al siglo XIX como una época de “persistencia del Antiguo Régimen”. En el plano económico la burguesía ya era la clase dominante, pero su mentalidad y su estilo de vida denotaban su sumisión a los modelos aristocráticos que -con la excepción de algunos escasos regímenes republicanos, como Francia después de 1870- seguían siendo claramente premodernos. En 1914, una segunda Guerra de los Treinta Años ponía fin a la agonía secular de este Antiguo Régimen prorrogado[6]. Hobsbawm parece llegar a conclusiones análogas. En el primer volumen de su tetralogía definía a la “gran burguesía” de la industria y las finanzas como la «clase dominante» de la Europa del siglo XIX[7]. Luego, en el segundo volumen, matiza su análisis y subraya que en la mayor parte de países la burguesía no ejercía el poder político, sino tan solo una “hegemonía” social, si bien el capitalismo era reconocido como la forma insustituible del desarrollo económico[8]. Esta distinción o separación entre dominación social burguesa y poder político aristocrático -a la que se hace referencia pero sin entrar en una explicación más profunda- constituye sin duda, como han subrayado algunos críticos, la principal limitación de los tres primeros volúmenes de la tetralogía[9]. Este hiato inexplorado entre hegemonía social burguesa y “persistenciadel Antiguo Régimen”, por lo demás, pone también en cuestión una determinada concepción marxista tradicional de las “revoluciones burguesas”, entre 1789 y 1848, cuya crítica más fecunda quedará en manos de otros investigadores[10].
El “largo siglo XIX” dibujado por Hobsbawm es escenario de una gran transformación del mundo de la que Europa, en el apogeo del imperialismo, fue a la vez centro y motor. Todas las corrientes políticas aceptaban su misión civilizadora, encarnada en una raza y una cultura “superiores”. La idea de progreso -un progreso moral y material ilustrado por las conquistas de la ciencia, el aumento incesante de la producción y la expansión de los ferrocarriles que unían a la totalidad de las grandes metrópolis del continente y que en América iban de costa a costa- pasó a ser un artículo de fe inamovible, que no se apoyaba ya en las potencialidades de la razón, sino en las fuerzas objetivas e irresistibles de la sociedad. Las páginas más poderosas de la Historia del siglo XX son las del primer capítulo, en las que Hobsbawm describe el comienzo del siglo XX en un clima apocalíptico que literalmente acaba con todas las certezas de una era anterior de paz y prosperidad. El nuevo siglo se abre como una “era de las catástrofes” (1914-1945) marcada por dos guerras totales devastadoras y aniquiladoras: tres decenios en los que Europa asistió a la destrucción de su economía y sus instituciones políticas. Enfrentado al desafío de la revolución bolchevique, parecía que el tiempo del capitalismo se había acabado, mientras que las instituciones liberales eran como vestigios de una época pretérita pues se descomponían a ojos vista, a veces sin ofrecer la mínima resistencia, ante el avance de los fascismos y las dictaduras militares en Italia, Alemania, Austria, Portugal, España y en numerosos países de Europa central. El progreso se reveló ilusorio. Europa había dejado de ser el centro del mundo. La Sociedad de Naciones, el nuevo encargado de mantener en pie el esquema, era impotente, estaba marcada por la inmovilidad. En comparación con estos tres decenios catastróficos, los de la posguerra –“la edad de oro” (1945-1973) y “el derrumbamiento” (1973-1989)- parecen dos momentos distintos de una sola y misma época que coincide con la historia de la Guerra Fría. La edad de oro es la de los Treinta Gloriosos, con la difusión del fordismo, la expansión del consumo de masas y el advenimiento de una prosperidad generalizada aparentemente inagotable. El derrumbamiento (landslide) comienza con la crisis del petróleo en 1973 que pone fin al boom económico y prosigue con una prolongada onda recesiva. En el Este se anuncia con la guerra de Afganistán (1978) que presagia la crisis del sistema soviético y lo acompaña hasta su descomposición. El derrumbamiento viene después de la descolonización -entre la independencia de la India (1947) y la guerra del Vietnam (1960-1975)- durante la cual la marea de los movimientos de liberación nacional y de las revoluciones antiimperialistas se entremezcla con el conflicto entre las grandes potencias.
Eurocentrismo
La periodización que propone Hobsbawm es la fuerza de su tetralogía y a la vez revela sus límites. El volumen dedicado a las “revoluciones burguesas” pasa muy por encima de las guerras de liberación en América Latina durante la década de 1820. El siguiente describe la guerra civil norteamericana pero da un tratamiento muy superficial a la revuelta Taiping, el mayor movimiento social del siglo XIX que afectó profundamente a China entre 1851 y 1864. Precisamente el último volumen, al restituir el perfil de un siglo globalizado, muestra el carácter problemático del eurocentrismo o en todo caso del occidentecentrismo que impregna toda la obra. Las demarcaciones históricas seleccionadas por Hobsbawm no son generalizables. ¿Es legítimo considerar 1789 o 1914 como grandes inflexiones o virajes en la historia de África? El Congreso de Berlín (1884) y los años de la descolonización (1960) serían, sin asomo de duda, mojones más pertinentes. Vistas desde Asia, las grandes rupturas del siglo XX -la independencia de la India (1947), la Revolución china (1949), la guerra de Corea (1950-1953), la guerra de Vietnam (1960-1975)- no coinciden necesariamente con las de la historia europea. La Revolución china de 1949 transformó en profundidad las estructuras sociales y las condiciones de vida de una porción de humanidad considerablemente más vasta que Europa, pero los decenios comprendidos entre 1945 y 1973 -marcados por la guerra civil, el “Gran Salto Adelante” y la Revolución Cultural- no fueron ninguna “edad de oro” para los habitantes de ese inmenso país. En el transcurso de este mismo periodo, los vietnamitas y los camboyanos sufrieron bombardeos más intensos que los que devastaron Europa en la Segunda Guerra Mundial, los coreanos conocieron los horrores de una guerra civil y dos dictaduras militares, mientras que los indonesios sufrieron un golpe de estado anticomunista de dimensiones literalmente exterminadoras (500.000 víctimas). Tan solo Japón vivió una época de libertad y prosperidad comparable a la “edad de oro” del mundo occidental. América Latina, por su parte, si bien acusó el impacto de 1789 -Toussaint Louverture y Simón Bolívar fueron hijos de la Revolución francesa en el continente- quedó, no obstante, al margen de las guerras mundiales del siglo XX. Conoció dos grandes revoluciones -la mexicana ( 1910-1917) y la cubana (1959)- y su era de la catástrofe se sitúa más bien entre principios de la década de 1970 y final de los años 1980, cuando el continente se vio dominado por dictaduras militares sangrientas, ya no populistas y desarrollistas, sino neoliberales y terriblemente represivas.
Aunque rechaza toda actitud condescendiente y etnocéntrica con respecto a los países “atrasados y pobres”, Hobsbawm postula su subalternidad como una obviedad que evoca por momentos la tesis clásica de Engels (de origen hegeliano) sobre los “pueblos sin historia”[11] A sus ojos, estos países han conocido una dinámica “derivada, no original”. Su historia se reduciría esencialmente a las tentativas de sus élites “de imitar el modelo del que Occidente fue pionero”, es decir, el desarrollo industrial y tecnocientífico, “en una variante capitalista o socialista”. Con un argumento similar, Hobsbawm parece justificar el culto a la personalidad instaurado por Stalin en la URSS, considerándolo bien adaptado a una población campesina cuya mentalidad correspondería a la de las plebes occidentales del siglo XI. Estos pasajes relativizan considerablemente el alcance de las revoluciones coloniales, que describe como rupturas efímeras y limitadas. En el fondo, la Historia el siglo XX no percibe en la revuelta de los pueblos colonizados y su transformación en sujeto político en la escena mundial un aspecto capi tal de la historia del siglo XX.
Esta constatación remite a la distancia subrayada anteriormente entre dos Hobsbawm: de una parte el historiador social que se interesa por los “de abajo” y recupera su voz y, de otra, el autor de las grandes síntesis históricas en las que las clases subalternas vuelven a ser una masa anónima. Sin embargo, el autor de la Historia el siglo XX es el mismo que escribió Rebeldes primitivos (1959) y Bandidos (1969), para quien la adquisición de conciencia política por los campesinos del mundo colonial “ha hecho de nuestro siglo el más revolucionario de la historia”[12]. Los representantes de los subaltern studies, especialmente Ranahit Guha, han reprochado a su colega británico que considere las luchas campesinas básicamente como “prepolíticas” a causa de su carácter “improvisado, arcaico y espontáneo”, criticando que sea incapaz de captar la dimensión profundamente política, si bien irreducible a los códigos ideológicos del mundo occidental, de esos movimientos[13]. Esta crítica es aplicable, desde luego, más a su tetralogía que a sus estudios de historia social. Según Edward Said, esta representación de las sociedades no occidentales como lugar de una historia “derivada, no original” es un “punto ciego” (blindspot) del todo sorprendente en un investigador que se ha distinguido por haber criticado el eurocentrismo de la historiografía tradicional y estudiado “la invención de las tradiciones”[14].
En una respuesta a sus críticos, Hobsbawm reconoce el enfoque eurocéntrico de su libro, afirmando que su tentativa de “representar un siglo complicado” no es incompatible con otras interpretaciones y otras periodizaciones o delimitaciones históricas[15]. No faltan los ejemplos en este sentido. En 1994 Giovanni Arrighi publicaba El largo siglo XX, una obra que se inspira a la vez en Marx y Braudel y que propone una nueva periodización de la historia del capitalismo. Propone considerar cuatro siglos “largos” que se extenderían a lo largo de 600 años y que corresponden a diferentes «ciclos sistémicos de acumulación», aunque susceptibles de superponerse unos a otros: un siglo genovés (1340-1630), un siglo holandés (1560-1780), un siglo británico (1740-1930) y, en fin, un siglo americano (1870-1990). Este último, que se esboza con posterioridad a la guerra civil, alcanza el apogeo con la industrialización del Nuevo Mundo y se deshincha en los años 1980, cuando el fordismo se vio reemplazado por una economía globalizada y financiarizada. Según Arrighi, actualmente hemos entrado en un siglo XXI “chino”, es decir, en un nuevo ciclo sistémico de acumulación cuyo centro de gravedad se sitúa tendencialmente en el Lejano Oriente.
Michael Hardt y Toni Negri, por su parte, han teorizado el advenimiento del “Imperio”: un nuevo sistema de poder sin centro territorial, cualitativamente distinto de los antiguos imperialismos basados en el expansionismo de los estados más allá de sus fronteras. Mientras que el imperialismo clásico se apoyaba en un capitalismo de tipo fordista (la producción industrial en serie) y promovía formas de dominación de índole disciplinaria (la prisión, el campo de concentración, la fábrica), el Imperio desarrolla redes de comunicación a las que corresponde una “sociedad de control”, es decir, una forma de “biopoder”, en sentido de Michel Foucault, perfectamente compatible con la ideología de los derechos humanos y la formas externas de la democracia representativa. Falta saber si este “Imperio” es una tendencia o un sistema ya consolidado que habría convertido a los estados nacionales en piezas de museo. Diversos autores parecen dudar de esto último y el debate está lejos de haberse zanjado[16].
En su obra, L”Empire, la démocratie et le terrorisme, Hobsbawm vuelve sobre la historia de los imperios para concluir que su época ha quedado definitivamente atrás. Estados Unidos dispone de una potencia militar aplastante, pero no está en condiciones de imponer su dominación sobre el resto del planeta. No representa el núcleo de un nuevo orden mundial comparable a la Pax Britannica del siglo XIX, y puede decirse que hemos entrado en “una forma profundamente inestable de desorden global tanto a escala internacional como en el interior de los estados”[17].
Adoptando una perspectiva contemporánea, el siglo XX podría aparecer también como un “siglo-mundo”. El historiador italiano Marcello Flores data el comienzo en 1900, año que marca simbólicamente una triple mutación. En Viena Freud publica La interpretación de los sueños, obra inaugural del psicoanálisis: en los prolegómenos del capitalismo fordista, el mundo burgués opera un repliegue a su interioridad análogo a la “ascesis intramundana” que según Weber la reforma protestante puso al servicio del capitalismo naciente. En África del Sur la guerra de los bóers da lugar a las primeras formas de campos de concentración, con alambradas y barracones para el internamiento de civiles. Este dispositivo de organización y gestión de la violencia proyectará su sombra sobre todo el siglo XX. En China, en fin, la revuelta de los Boxers [1899-1901] fue sofocada por la primera intervención de las grandes potencias coaligadas (Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, Austria-Hungría, Rusia, Estados Unidos y Japón). Luego vendrían otras muchas expediciones (punitivas, “humanitarias”, “pacificadoras”, etc.). Según Flores el siglo XX es la era del occidentalismo, que comporta la expansión a escala planetaria del sistema de valores, los códigos culturales y los modos de vida occidentales. Desde este punto de vista el siglo XX prosigue, no se ha agotado, si bien hoy se ve confrontado con nuevos desafíos.
En un pasaje impactante de la Historia del siglo XX Hobsbawm escribe que para el 80 por ciento de la humanidad la Edad Media finalizó súbitamente en los años 1950. A partir de aquella inflexión vivimos en un mundo en el que el desarrollo de los medios de comunicación ha suprimido las distancias, la agricultura ya no es la fuente principal de riqueza y la mayoría de la población habita en áreas urbanas. Esto constituye una verdadera revolución, escribe, que ha cerrado de golpe diez mil años de historia: el ciclo iniciado con la difusión de la agricultura sedentaria[18].
Traducida esta observación en términos historiográficos significa que si se adopta la historia del consumo en vez de la historia política como línea de demarcación fundamental el siglo XX podría tomar una coloración muy diferente. Entre 1910 y 1950 las condiciones de vida de los europeos permanecieron sustancialmente inalteradas. La gran mayoría vivía en casas sin cuarto de año y gastaba la mayor parte de sus ingresos en alimentación. En 1970, en cambio, ya era normal vivir en un apartamento provisto de calefacción central, teléfono, frigorífico, lavadora y televisión, sin olvidar un vehículo en el garaje (lo que constituía el lote completo de los obreros de las fábricas Ford de Detroit desde la década de 1930)[19]. Es decir, que son posibles otras delimitaciones históricas. Esto nopone en tela de juicio la perspectiva elegida por Hobsbawm, pero indica que su periodización no tiene nada de normativo.
Comunismo
El hilo rojo que atraviesa la Historia del siglo XX es la trayectoria del comunismo, por lo que resulta prácticamente inevitable la comparación con El pasado de una ilusió de Furet(1995). Hobsbawm no ha visto nunca en François Furet un gran historiador. Furet aparece a sus ojos, en el fondo, como un epígono del conservador Alfred Cobban. En realidad, el auténtico objetivo de la interpretación liberal de 1789 ha sido siempre 1917. Furet lo puso claramente de manifiesto en un panfleto de una rara violencia polémica como Pensar la revolución francesa (1978), y su último balance de la historia del comunismo no era, para Hobsbawm, sino “un producto tardío de la época de la guerra fría”[20].
Si El pasado de una ilusión no disimula la altanería del vencedor, se nota mucho que la Historia del siglo XX está escrito por un perdedor que no reniega de su lucha. Contrariamente al parecer de muchos comentaristas, entiendo que la melancolía -sedimento de todo un siglo de batallas perdidas- está muy presente en las páginas de Hobsbawm, pero no en las de Furet, de la misma manera que, guardando todas las distancias, Walter Benjamín la pudo entrever en el viejo Blanqui, pero no en Tocqueville. Furet dedica su obra al advenimiento, ascenso y caída del comunismo; Hobsbawm estudia también la crisis y el renacimiento del capitalismo. Tras el colapso de la Europa liberal en 1914, el capitalismo tuvo que enfrentarse al desafío de la revolución de Octubre y a una crisis planetaria en 1929. Durante los años de entreguerras su porvenir parecía bastante incierto. Keynes, el más brillante y original de sus terapeutas, lo consideraba históricamente condenado y sin embargo el capitalismo conoció un relanzamiento espectacular después de 1945, hasta su victoria en 1991.
La comedia y la tragedia, dos estructuras narrativas clásicas, serán según el politólogo noruego Torbjorn L. Knutsen, el trasfondo de los libros de Furet y Hobsbawm, que este estudioso ha sometido a un análisis comparado[21]. Ambos explican la misma historia, con los mismos actores, pero la distribución de los papeles y el tono del relat son considerablemente distintos. El pasado de una ilusión se atiene a las reglas de la comedia. Pone en escena las desventuras de una familia liberal que vive en perfecta armonía pero cuya existencia se ve súbitamente perturbada por una enojosa serie de imprevistos, equívocos y catástrofes. Por un instante todo parece en cuestión. Aparecen personajes malvados, con los rasgos del fascista y del comunista, que ejercen una influencia corruptora sobre jóvenes almas inocentes. Pero los malvados son finalmente desenmascarados y su seducción totalitaria deja de funcionar. Una vez disipado el equívoco, todo vuelve a estar en orden y la comedia acaba con un happy end tranquilizador. Lejos de ser “un destino providencial de la humanidad”, escribe Furet, el fascismo y el comunismo no fueron más que “episodios breves, encapsulados entre aquello que pretendieron destruir”: la democracia liberal[22]. Como conclusión de su libro, nos quiere “condenados a vivir en el mundo en que vivimos”, el mundo del capitalismo liberal, cuyas fronteras están definidas por “los derechos humanos y el mercado”[23]. Pero esta “condena” le parece un destino providencial que da a su obra una coloración apologética y teleológica a la vez.
Hobsbawm, por su parte, ha escrito una tragedia. La esperanza liberadora del comunismo ha atravesado el siglo como un meteorito. Su objetivo no era la destrucción de la democracia, sino la instauración de la igualdad, la inversión de la pirámide social, que los oprimidos y explotados tomaran el destino en sus manos. La revolución de Octubre -un sueño que “vive todavía en mí”, afirma en su autobiografía-[24] transformó esta esperanza de liberación en una “utopía concreta”. La esperanza, encarnada en el Estado soviético, conoció en una primera fase un ascenso espectacular, al que siguió un prolongado declive, cuando su fuerza propulsora se agotó, hasta llegar a la caída final. El socialismo soviético fue espantoso. Hobsbawm lo reconoce sin vacilación, pero piensa que no había alternativa. “La tragedia de la revolución de Octubre -escribe- es precisamente no haber podido producir sino un socialismo autoritario, implacable y brutal”. Su fracaso estaba inscrito en sus premisas, es verdad, pero esta constatación no lo convierte en una aberración histórica. Hobsbawm no comparte la opinión de Furet, para quien la revolución de Octubre, a semejanza de la Revolución francesa, no fue sino un despropósito que podría haberse evitado. El comunismo no podía sino fracasar, pero aun así cumplió una función necesaria. Su vocación era sacrificial. “El resultado más perdurable de la revolución de Octubre, cuyo objetivo era abatir a escala mundial el capitalismo”, escribe Hobsbawm en la Historia del siglo XX, “fue salvar a su adversario, tanto en la guerra como en la paz, incitándolo, después de la Segunda Guerra Mundial, a reformarse”. Lo salvó en Stalingrado, pagando el precio más alto en la resistencia contra el nazismo. Y además lo forzó a transformarse, pues no es en absoluto seguro que en ausencia del desafío que representaba la URSS el capitalismo hubiera pasado por el New Deal y el Estado de Bienestar, ni que el liberalismo hubiera aceptado finalmente el sufragio universal y la democracia (esta última en modo alguno es «idéntica» al liberalismo, ni filosófica ni históricamente, contrariamente a lo que indica el axioma de Furet). Pero la victoria del capital no incita desde luego al optimismo. Más bien parece evocar el Ángel de la Historia de Walter Benjamín, citado de pasada por Hobsbawm, que veía el pasado como una montaña de escombros.
Furet escribe una apología autosatisfecha del capitalismo liberal; Hobsbawm, una apología melancólica del comunismo. Desde este punto de vista, ambos son discutibles. El balance del socialismo real que establece Hobsbawm es, en muchos aspectos, implacable. Considera un grave error la fundación de la Internacional Comunista en 1919, que dividió para siempre al movimiento obrero internacional. Reconoce también, a posteriori, la lucidez del filósofo menchevique Plejanov, para el que una revolución comunista en la Rusia de los zares sólo podía producir “un imperio chino teñido de rojo”. Traza un retrato más bien severo de Stalin: “un autócrata de una ferocidad, una crueldad y una ausencia de escrúpulos extraordinarias, por no decir únicas”. Pero se apresura a añadir que en las condiciones de la URSS de las décadas de 1920 y 1930, no se habría podido llevar a cabo ninguna política de industrialización y de modernización sin violencia ni coerción. El estalinismo era, por tanto, inevitable. El pueblo soviético pagó un alto coste, pero aceptó a Stalin como guía legítimo, a semejanza de Churchill, que en 1940 obtuvo el apoyo de los británicos prometiéndoles “sangre, sudor y lágrimas”.
El estalinismo fue el producto de un repliegue sobre sí misma de la Revolución rusa, aislada después de la derrota de las tentativas revolucionarias en Europa central, rodeada por un entorno capitalista hostil y, sobre todo, enfrentada a partir de 1933 a la amenaza nazi. Hobsbawm compara el universalismo de la revolución de Octubre con el de la Revolución francesa. Describe su influencia y su difusión como la fuerza magnética de una “religión secular” que le recuerda al Islam de los orígenes, de los siglos VII y VIII[25]. De esta «religión secular», Hobsbawm no ha sido nunca un creyente ingenuo o ciego, pero sí, ciertamente, un discípulo fiel, incluyendo aquellos casos en los que sus dogmas se han revelado engañosos. Fue uno de los poquísimos representantes de la historiografía marxista británica que no abandonó el Partido Comunista en 1956[26]. Su mirada complaciente con respecto al estalinismo recuerda a otro gran historiador, Isaac Deutscher, que veía en Stalin una especie de combinación de Lenin e Iván el Terrible, a la manera de Napoleón, que sintetizó en su persona la Revolución francesa y el absolutismo del Rey Sol[27]. Deutscher alimentaba la ilusión de una posible autorreforma del sistema soviético, mientras que Hobsbawm lo justifica después de su caída. No podía sino fracasar, pero había que creer en él. En noviembre de 2006 Hobsbawm se lanzaba aún a una justificación de la represión soviética en Hungría en 1956, e incluso a una apología de János Kádár[28]. Más que la ventaja epistemológica inherente a la visión del vencido, según la fórmula de Reinhart Koselleck, este balance revela, como indica Perry Anderson, una dimensión consolatoria[29].
Barbarie
El siglo XX que retrata Hobsbawm es en realidad un díptico en el que la Segunda Guerra Mundial marca la partición de aguas. La presenta como una “guerra civil ideológica internacional” en la que, más allá de los estados y los ejércitos, se enfrentaban ideologías, visiones del mundo, modelos de civilización. En un estudio paralelo a la Historia del siglo XX sitúa el núcleo profundo de esta contienda en el enfrentamiento entre la Ilustración y la Contra-Ilustración, una encarnada por la coalición de las democracias occidentales y el comunismo soviético, la otra por el nazismo y sus aliados. Fue el conjunto de los “valores heredados del siglo XVIII” lo que impidió al mundo “sumirse en las tinieblas”[30]. Contrariamente a los filósofos de la Escuela de Frankfurt, Hobsbawm no llega al punto de identificar las raíces de la barbarie en la civilización misma, una civilización que habría transmutado el racionalismo emancipador de las Luces en la racionalidad instrumental ciega y dominadora del totalitarismo. La antinomia absoluta entre civilización y barbarie por la que apuesta -y no es casual que cite El asalto a la razón de Georg Lukács (1953)- le lleva más bien a rechazar el concepto de totalitarismo. El pacto de no agresión germano-soviético del verano de 1939, lejos de revelar la identidad del nazismo y el comunismo, no fue sino un paréntesis efímero, oportunista y contra-natura. “Si las similitudes entre los sistemas de Hitler y Stalin son innegables”, escribe Hobsbawm criticando a Furet, su aproximación “se hizo a partir de raíces ideológicas profundamente dispares y muy alejadas.”[31] Su convergencia fue superficial, de tal manera que sólo permitiría establecer analogías formales, pero no definir una naturaleza común. El siglo XX opuso la libertad a la igualdad, dos ideologías procedentes de la tradición de la Ilustración, mientras que el nazismo era una variante moderna de la contra-Ilustración, que tomaba como fundamento el racismo biológico[32].
El recurso al concepto de “guerra civil” suscita inevitablemente otra comparación, esta vez con el historiador conservador Ernst Nolte. Un cierto aire de nolteísmo impregna, en efecto, la Historia del siglo XX, aunque, bien entendido, se trata de un nolteísmo al revés. No hay ninguna convergencia ideológica, ninguna complicidad entre Nolte y Hobsbawm, pero ambos parten de la misma constatación -el duelo de titanes entre el nazismo y el comunismo como punto álgidodel siglo XX- para deducir de aquí lecturas simétricas y sustancialmente apologéticas del uno o del otro. Nolte reconoce los crímenes nazis, pero los interpreta como excesos lamentables derivados de una reacción legítima de autodefensa de la Alemania amenazada por el comunismo. Las cámaras de gas -así reza su bien conocida tesis- no fueron sino una imitación de la violencia bolchevique, el auténtico “prius lógico y factual” de los horrores totalitarios del siglo XX[33]. Hobsbawm no niega los crímenes del estalinismo, pero los tiene por inevitables, aunque lamentables, al inscribirlos en un contexto objetivo que no dejaba alternativas. Dos sombras enormes gravitan sobre estas interpretaciones. Detrás de Nolte está la sombra de Heidegger, de quien él mismo fue discípulo, que había visto en Hitler una expresión «auténtica» del Dasein alemán. Detrás de Hobsbawm, la sombra de Hegel, que justificó el Terror jacobino en la Fenomenología del espíritu. O más bien, para ganar precisión, la sombra de Alexandre Kojeve, quien, al igual que Hegel contemplando a Napoleón en Jena, creyó percibir en Stalin el “Espíritu del mundo”[34].
Es verdad que Hobsbawm reconoce la gran importancia del antifascismo para una generación -la suya- que vivió la guerra civil española y luego la Resistencia, pero de manera un tanto extraña no da tanto relieve al impulso extraordinario que significó la URSS, por su sola existencia, para el levantamiento de los pueblos colonizados contra el imperialismo. Es asimismo discreto en lo relativo al papel desempeñado por algunos partidos comunistas en el mundo occidental donde, a pesar de su carácter de “contra-sociedad”, iglesia y cuartel a la vez, fueron capaces de dar representación política y un sentimiento de dignidad social a las clases trabajadoras. Entre los muchos rostros del comunismo a lo largo del siglo XX, Hobsbawm elige legitimar el peor, el más opresor y coercitivo, el del estalinismo. Nacido en el corazón de la guerra civil europea, su comunismo no fue jamás libertario. En el fondo, ha sido siempre un hombre de orden, una suerte de “comunista tory”[35].
Un enfoque braudeliano
En su autobiografía Hosbbawm reconoce la influencia que ejerció sobre él la escuela de Annales. Recuerda el impacto que causó El Mediterráneo, de Braudel en los jóvenes historiadores de los años 50 y luego, valiéndose de una fórmula de Cario Ginzburg, constata el paso de la historiografía, después de 1968, de lo telescópico a lo microscópico: un desplazamiento del análisis de las estructuras socioeconómicas al estudio de las mentalidades y las culturas[36]. En la Historia del siglo XX el siglo se observa con el telescopio. Hobsbawm adopta un enfoque braudeliano en el que la longue durée se come el acontecimiento. Se pasa revista a los grandes momentos de un siglo dramático como si fueran piezas de un conjunto, que raramente son aprehendidas en su singularidad. Sin embargo, se trata de una época marcada por rupturas súbitas e imprevistas, por inflexiones de gran entidad que resulta difícil reconducir a sus “causas”, por bifurcaciones que no se inscriben lógicamente en las tendencias de la longue durée. Podemos asignarles un lugar en una secuencia reconstruida a posteriori, pero no presentarlas como las etapas necesarias de un proceso. Diversos críticos han subrayado el silencio de Hobsbawm sobre Auschwitz y Kolyma, dos nombres que no figuran en el índice de su libro. Los campos de concentración y de exterminio desaparecen de su relato. En el siglo de la violencia, las víctimas quedan reducidas a cantidades abstractas. La observación de Hobsbawm a propósito de la Shoah -“No creo que pueda haber una expresión verbal adecuada de estos horrores”-[37] es sin duda cierta, pese a lo escrito por Paul Celan o Primo Levi, y desde luego es psicológicamente comprensible, pero no puede hacer las veces de una explicación. Más aún cuando es compartida por historiadores que, como Saul Friedlander, han dedicado su vida al estudio del exterminio de los judíos de Europa tratando de poner en palabras un “acontecimiento” que quebró el siglo, que ha introducido el genocidio en nuestro léxico y que ha modificado nuestra consideración de la violencia. Si esta observación se erigiese en premisa metodológica, daría lugar a una cierta forma de misticismo oscurantista, el Holocausto pasaría a ser una entidad metafísica por definición indecible e inexplicable, y eso sería del todo sorprendente en la pluma de un gran historiador.
Esta indiferencia hacia el acontecimiento no afecta solo a los campos nazis y al Gulag, sino también a otros momentos clave del siglo XX. Por ejemplo, la toma del poder por Hitler en Alemania, en enero de 1933, se inscribe en una tendencia general de auge del fascismo en Europa, pero no es analizada como una crisis específica cuyo desenlace no era ineluctable. (Ian Kershaw, uno de los mejores especialistas en historia del nazismo considera aquel episodio un “error de cálculo” de las élites alemanas.) Lo mismo cabría decir de Mayo del 68, cuya apreciación por Hobsbawm aparece fuertemente condicionada por elementos de orden autobiográfico (dice en sus memorias que prefiere el jazz al rock y que nunca ha vestido pantalones vaqueros)[38]. Da credibilidad, de manera harto expeditiva, a la opinión del “conservador inteligente” Raymond Aron de que Mayo del 68 no fue, al fin y al cabo, sino un “psicodrama”. Las barricadas del Barrio Latino, la huelga general más importante desde 1936 y la huida a Baden Baden del general De Gaulle se convierten en una pieza de “teatro de calle”[39].
La adopción de este enfoque de “longue durée” que suprime la singularidad de los acontecimientos no es una innovación del último Hobsbawm, pues ya estaba presente en los volúmenes anteriores de su tetralogía. Ahora bien, en la Historia del siglo XX, la larga duración no se inscribe en una visión teleológica de la historia. Hobsbawm establece con Marx una relación crítica y abierta, no dogmática. Siempre ha rechazado la visión de una sucesión jerárquica e ineluctable de estadios históricos de la civilización, típica de un marxismo que considera “vulgar”. Pero hace unas décadas pensaba que la historia tenía una dirección y que marchaba hacia el socialismo[40]. En la Historia del siglo XX esta certidumbre ha desaparecido: el porvenir no lo conocemos. Las últimas palabras del libro -un futuro de “oscuridad”– parecen hacerse eco del diagnóstico de Max Weber, quien en 1919 anunciaba “una noche polar de una oscuridad y una dureza glaciales”[41]. Hobsbawm ha levantado acta del fracaso del socialismo real: “Si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente”. Una nueva catástrofe se dibuja en el horizonte, pero las tentativas de cambiar el mundo que se hicieron en el pasado han fracasado. Hay que cambiar de ruta y no tenemos brújula. La inquietud de Hobsbawm es la de nuestro tiempo.