
Novelista y político republicano, Díaz Fernández fue autor de una amplia y brillante obra periodística. Como este obituario de su amigo Leopoldo García-Alas, hijo de Clarín y rector de la Universidad de Oviedo, que fue fusilado por las tropas franquistas tras un consejo de guerra sin ninguna garantía jurídica. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana
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Antes de haberse consumado el asesinato de Leopoldo Alas hube de escribir un artículo comentando la infamia de la acusación. Pero estaba convencido de que el crimen se llevaría a cabo, porque el fascismo en general tiende al exterminio de la inteligencia, y el hijo de Clarín era el tipo del intelectual puro, recoleto y laborioso, al que no perdona la vesania reaccionaria.
La muerte de Alas, como la de García Lorca, cubriría de oprobio a los facciosos si éstos no estuviesen ya condenados por la conciencia universal a cuenta de las ejecuciones de obreros y republicanos y de las matanzas de niños y mujeres por los obuses y las bombas incendiarias. Se asesina al rector de la Universidad de Oviedo por tratarse de un intelectual libre, trabajador infatigable de la cultura, que puso su esfuerzo al servicio del progreso humano. No ha pesado en la condena su personalidad política, apenas esbozada en cargos representativos. Ha sido su condición de profesor, de evangelista del pensamiento liberal, lo que ha influido en la bárbara condena. La acción esterilizadora del fascismo se manifiesta, sobre todo, en la persecución de cuantos valores de orden superior alumbra la democracia. El brutal concepto que tienen del mundo los fascistas les lleva a procurar la eliminación de aquellas personalidades cuya obra supone un fuerte estímulo espiritual de las masas. Creen que es posible destruir las ideas destruyendo a los hombres que las encarnan y se consagran a ellas con austeridad y consecuencia ejemplares.
«Había heredado de su padre el ingenio, la sensibilidad y la precisión. En la técnica del derecho civil su nombre se cita al lado de los maestros universales»
Conocía a Alas desde mi primera juventud, y fue un maestro y un camarada mío en las luchas que sostuvimos contra la Asturias de la monarquía y de la dictadura. Juntos trabajamos en los ateneos, las bibliotecas y los centros culturales de aquel gran pueblo que ha sido en todas las épocas vanguardia de la renovación española. Alas no se conformaba con su trabajo ininterrumpido de la cátedra, sino que recorría constantemente los pueblos de la región para extender y difundir la cultura en conferencias y lecciones inolvidables.
Gracias a él y a unos pocos profesores más, la cultura dejaba de ser monopolio de las clases altas para verterse también sobre las masas populares, deseosas de saber, de aprender, de identificarse con la inteligencia y el espíritu. Alas no hacía «política» en el sentido partidista de la palabra, aunque dedicaba, es verdad, la mayor parte de sus horas a instruir al pueblo y crear en él una conciencia. Por eso le han dado muerte los verdugos de la patria, que no veían en él al republicano ilustre, figura destacada del movimiento poético que derribó a la monarquía, sino al generoso intelectual que ha contribuido al renacimiento de España.
Había heredado de su padre el ingenio, la sensibilidad y la precisión. En la técnica del derecho civil su nombre se cita al lado de los maestros universales. Hablaba con brillantez y escribía con pulcritud. Su cátedra de Oviedo ha sido una de las más fecundas de estos últimos lustros, hasta el extremo de que el profesorado de la derecha y el de la izquierda le hizo rector y no hubo Gobierno que se atreviese a discutir su autoridad universitaria. En Asturias era la figura intelectual más relevante y los mismos reaccionarios hablaban de él con respeto y circunspección. Había de ser un Tribunal castrense, azuzado por fascistas extranjeros, el que, uniendo la estupidez a la vesania, colocase a este hombre ejemplar frente al ciego piquete de ejecución.
«El ignominioso proceso que le han instruido los fascistas pasará a la historia como uno de los más viles y monstruosos que conoce la injusticia humana»
¡Pobre Leopoldo Alas! Aún le recuerdo en su modesto piso de Oviedo, feliz entre sus libros, acariciando los cabellos blandos de sus dos hijas. Era la suya una existencia ejemplar dedicada al hogar y al estudio. Se oían desde aquel despacho las campanadas de la catedral y se divisaba la torre, señora de los grises tejados, la misma que ahora, en profano servicio, enseña los dientes de las ametralladoras. Allí fui yo muchas veces para obligarle a que diese su nombre prestigioso en aras del resurgimiento político de nuestra tierra. Fue, conmigo, diputado de las Constituyentes contra su voluntad. Más tarde desempeñó la subsecretaría de Justicia, sacrificando su vocación inalienable de profesor y de ensayista. Pero los que le obligábamos a participar en la lucha, torciendo sus aficiones de intelectual solitario, sabemos que no ha muerto por ser hombre de partido, ni por hacer honor a una significación ideológica. Ha muerto por lo otro, precisamente: por ser hombre de pensamiento y sostener hasta el fin su línea inquebrantable de profesor libre. Porque amaba la verdad y combatía por ella.
El ignominioso proceso que le han instruido los fascistas pasará a la historia como uno de los más viles y monstruosos que conoce la injusticia humana. Los verdugos han tenido que declarar que Alas había «procedido siempre en la cátedra con extremada corrección». Le han condenado, como en la Edad Media, por difundir ideas de libertad. Y no le han quemado en la plaza pública porque en la ciudad sitiada por los valientes milicianos no hay espacio ya para semejantes espectáculos.
«En este angustioso instante pongo sobre mi corazón el recuerdo de este pobre amigo que ha muerto por el terrible delito de ser útil a la humanidad»
Ante este crimen bochornoso, que escandalizará a las generaciones futuras y bastaría por sí solo para que la Europa culta, si le quedase sensibilidad, se alzara horrorizada, hay que dirigirse a las masas españolas, a los obreros, a los combatientes, a los hombres libres y mostrarles el ejemplo de este intelectual que muere por el pueblo, por las ideas que germinan en esta hora trágica en el suelo humeante y ensangrentado de nuestro país. Hay que decirles que los intelectuales liberales caen por haber hecho suya la empresa de las multitudes. Hay en esta hora de España desertores y traidores. Pero también hay héroes de la pequeña burguesía, de la clase media, de las profesiones liberales que no han querido servir a los nuevos bárbaros y perecen con dignidad al lado de los héroes populares.
En este angustioso instante pongo sobre mi corazón el recuerdo de este pobre amigo que ha muerto por el terrible delito de ser útil a la humanidad. Él me hará amar mucho más a mi tierra, donde sufren los míos, donde las cárceles albergan seres de mi misma sangre. Esa tierra querida que abre sus entrañas ardientes para recibir los cuerpos destrozados de los que mueren por todos nosotros.
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Artículo publicado el 14 de abril de 1937 en el diario El Diluvio.
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José Díaz Fernández (1898-1941) fue un escritor y político español nacido en Salamanca, aunque gran parte de su infancia y juventud la pasó en Asturias. Fue llamado a filas en 1921 y sirvió en la guerra de Marruecos. Al volver, ejerció como periodista en diversas publicaciones. Comprometido con ideas regeneracionistas, en 1936 llegó a ser diputado en las filas de Izquierda Republicana, el partido de Manuel Azaña. Murió poco después del final de la guerra civil, en el exilio, mientras esperaba poder viajar a Cuba. En su obra destacan las novelas El Blocao (1928) y el reportaje novelado Octubre rojo en Asturias (1935).
