Aníbal Ponce / Los deberes de la inteligencia

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Aníbal Ponce (Argentina,1898-México 1938), escritor, psicólogo, político y educador; una de las mentes latinoamericanas más brillantes de la primera mitad del siglo XX. El presente texto corresponde a una conferencia dictada en el auditorio de la Facultad de Ciencias Económicas de Buenos Aires, el 30 de junio de 1930, por invitación de la Agrupación Estudiantil Acción Reformista.

I. De los deberes para consigo mismo

Cuando el Renacimiento quitó al hombre moderno la tutela del dogma, lo dejó casi a ciegas con el instrumento maravilloso de su propia inteligencia. Había sido hasta entonces una partícula casi indiferenciada de una realidad más vasta y más compleja: el alma colectiva que se reflejaba en él y lo creaba. Sus opiniones y sus creencias, sus sentimientos y sus gustos, veníanle impuestas desde afuera, con una coerción tan violenta que a veces le iba en ello la vida.

El espíritu moderno hallaba, así, en sus comienzos, obstáculos sociales en cierto modo insalvables. La robusta alma feudal se prolongaba de tal modo en la entraña misma de la Edad Moderna, que aún sentimos a veces, en nuestros mismos días, su obstinada fiereza. Para ella la inteligencia no pasaba de ser un siervo más; y si le dejaba de vez en cuando una displicente libertad de niño, no se hacía esperar muy largo rato cuantas veces debía atajarla o reprimirla. El pensamiento se fue desarrollando así con una timidez que lo inhibía, y bajo la mirada vigilante de una sociedad temible ensayaba aquí o allá sus inquietos balbuceos.[1]

Durante siglos, llevó en sus flancos la crueldad de un drama: el drama de quien habiéndose acercado a la verdad, no tiene el coraje de decirla o imponerla. Una carta de Buffon pone al desnudo ese dolor con un cinismo que aun hoy nos avergüenza.

“Es necesaria una religión para el pueblo —dice—. En las ciudades chicas, todo el mundo nos observa y es mejor no contrariar a nadie. En todos mis libros he puesto siempre el nombre del Creador; pero para entenderlos con exactitud, no hay más que quitar esa palabra y poner en su reemplazo la potencia de la Naturaleza. Cuando la Sorbona me llamó al orden, no tuve ninguna dificultad en darle todas las satisfacciones que pretendía. Por la misma razón, cuando caiga enfermo y sienta aproximar mi fin, no tendré inconveniente en pedir los sacramentos.

Nos debemos al culto público, y aquellos que proceden de otro modo no pasan de ser unos atolondrados. No se debe chocar con las creencias populares, como lo hacían Voltaire, Diderot, Helvecio. Este último era mi amigo; recomendé muchas veces que se moderara, si me hubiera escuchado, habría sido más feliz”.

Acaban ustedes de escucharlo: para ser “feliz” la inteligencia comprendía que era necesario moderarse. Rehuyó desde entonces la verdad peligrosa, envolvió en nieblas la expresión arriesgada, cortó de raíces las inquietudes más altas. Cuando Cuvier le hablaba de sus Revoluciones del Globo, Napoleón le dijo: “Ocupaos de eso, pero no toquéis la Biblia.” No tocar la Biblia seguía siendo a comienzos del siglo XIX la primera prohibición de la inteligencia; la Biblia, no entendida en el sentido literal del libro santo, sino en la significación más amplia que comprende por igual a la Iglesia poderosa que la respalda y a la sociedad conservadora que la apoya. En la advertencia terminante del Emperador, ¿no asoma acaso el mismo espíritu prudente y cínico que dicta al naturalista sus consejos a Helvecio? Evitar complicaciones, replegarse en límites modestos, no entrar en conflicto con la autoridad: he aquí la gran “sabiduría”.

Sabiduría tímida y mezquina, a buen seguro, pero difícil de mantener no obstante la docilidad y la mansedumbre. La verdad más modesta, ¿no adquiere a veces proporciones enormes? El botánico simple que colecciona yerbas y el astrónomo despreocupado que colecciona astros, no sospechan la repercusión probable del descubrimiento humilde o del hallazgo feliz. Aun en la obediencia y el respeto la inteligencia resulta siempre un arma de dos filos: cuando Colenso descubrió que la liebre no es rumiante, ¿sospecharía ni por asomo que se le impondría en castigo la pérdida de su salario?

¿Cómo aspirar, entonces, a la limpidez de alma del investigador sincero cuando se recela a cada rato las consecuencias sociales de sus opiniones? La inteligencia de hoy, justo es decirlo, no siente como antes la brutal tutela de quien manda Pero no ha perdido del todo su vieja servidumbre. Muchas ligaduras le quedan todavía por romper, y mientras el intelectual aguarde una dádiva, aspire a un favor, cuide una prebenda, seguirá revelando todavía en la marcha insegura y en la voz cortesana el rastro profundo de la antigua humillación. La sociedad tiene hoy otras maneras, menos duras pero no menos eficaces de constreñirlo a su servicio, y bien lo saben por cierto los que tuvieron el coraje de decir la verdad sin antes haber asegurado el pan de toda su vida.

¿No surge de ahí, imperioso y preciso, el primero de los deberes? ¿No salta a los ojos como una condición tal para la inteligencia la de arrancarla a la miseria que sólo enseña a mentir y adular, afianzando su independencia con el propio trabajo, en vez de andar mendigando del Estado la soldada despreciable que le ayude a vivir? La inteligencia, en efecto, no podrá alcanzar la posesión completa sino después de haber conseguido su absoluta autonomía.

La obediencia del hombre a sí mismo, que es el fundamento de la razón sin trabas, exige a su vez la única virtud que puede darle vida: el culto de la dignidad personal como norma directriz de la conducta. Nada que pueda merecer un reproche, nada que pueda significar una obsecuencia. Ahogar para eso las ambiciones mezquinas, los anhelos pequeños, el apetito de tantas cosas sin corazón ni belleza. Vigilarse por eso sin piedad, hacha en mano como quien cruza una selva. Si el camino es largo, más larga es la dicha de marchar por él.

No se aspira a vivir bajo el signo de la inteligencia sin contraer al mismo tiempo obligaciones estrictas, y porque Spinoza era un espíritu libre se creyó obligado a llevar la vida de un santo. Un pensador que sea al mismo tiempo un santo: ¿es posible concebir de otra manera los deberes de la inteligencia para consigo mismo?

II. De los deberes para con los demás
Cuando la inteligencia ha servido lealmente la verdad, sin una inconsecuencia, sin una cobardía, ¿ha cumplido por eso con todos sus deberes? La vida que la rodea y que la impregna, ¿no tendrá exigencias que ella no pueda silenciar? Ignorarlas o desdeñarlas, ¿no será desconocer su verdadero destino, mutilando a sabiendas lo mejor de su espíritu? ¿Somos seres únicamente de comprensión y reflexión teorética? Junto al pensador que fundamenta sus conceptos en la frialdad y en la crítica, ¿no vive acaso otro ser de voluntad y de acción práctica capaz de inclinarse cordialmente sobre el drama humano y compartir sus inquietudes y sus dolores?

Tanto es el empeño en separar la inteligencia de la vida que se dijera hay en ésta algún temor oculto, alguna usurpación que defender, algún gran crimen que disimular. Las sociedades a decir verdad, no han estimado jamás al pensador. Lo han considerado, y con razón, como un hereje. No le perdonan sobre todo su originalidad, porque la originalidad es una de las formas de la indisciplina. Frente a un pensador que surge, la sociedad ha seguido dos caminos: o atraerlo para domesticarlo, o perseguirlo para concluir con él. Al pensador que se somete le llegan, sin duda, los agasajos y los honores, pero la sociedad no le confía otra misión que la de aquel sacerdote a quien los hurones llevaban cada vez que salían —a la pesca: predicar a los peces para que se decidan a morder.

Respecto al pensador que no olvida sus deberes y los defiende virilmente las sociedades modernas han variado un poco en su conducta: si en un principio pareció lo mejor hacerle la vida insoportable, se resolvió después comportarse con más habilidad.

Los “herejes”, tenían a veces hallazgos asombrosos: el que pasaba sus días borroneando signos sobre una pizarra encontraba una estrella al final de sus cálculos; el que se manchaba los dedos con reactivos y apestaba el aire con vapores descubría, sin saberlo, una nueva tintura para las telas. Peligrosos, sin duda, no eran, sin embargo, inútiles; y bien podía perdonárseles de buena gana el descubrimiento inservible de la estrella, por el proficuo hallazgo del teñido. La sociedad empezó a valorar así el rendimiento práctico de la inteligencia. Le creó bibliotecas, le instaló laboratorios, le regaló premios, le erigió estatuas. Pero se apresuró, naturalmente, a no dejarla salir de lo que dio en llamarle “sus dominios”.

Individuos capaces de demostrar que los gusanos no nacen de la materia corrompida o que el hombre no es el rey de la naturaleza, sino la expresión más evolucionada de un largo proceso, ¿qué consecuencias irían a extraer si en vez de consagrarse a los minerales o los fósiles les diera por volver los ojos a la organización de la ciudad y aseguraran después que la sociedad está fundada en la injusticia y la rapiña?

“Un orden social que permite el examen de sus principios —ha dicho el general Cavaignac— es un orden social que está perdido”. Y así nació el sofisma del intelectual como un ser aislado y sin partido, extraño por completo a las luchas de la política, ajeno en absoluto a la vida de su mundo. Mezcla de generosidad aparente y de logrería efectiva, la soledad del intelectual no podía beneficiar sino a la burguesía. Por lo que tiene de cálculo y por lo que tiene de miedo, la teoría del intelectual ajeno a los partidos muestra, apenas se la estruja, la mezquindad inherente a la media alma burguesa. Aprovechar de él cuanto pueda representar un adelanto en la técnica, impedir en él las amenazas posibles de su mentalidad disciplinada y de su crítica sin velos.

Por pereza unos, por sequedad otros, muchos intelectuales acogieron la teoría. Les halagaba tal vez conocer en ella un homenaje de los “hombres prácticos”. Creían quizá aumentar así las proporciones de su propio decorum, y al no participar sino desde lejos en los tumultos de la plaza pública, no servir tampoco y en ninguna forma los intereses de nadie.

Mas no faltó una catástrofe, uno de esos acontecimientos que estremecen el edificio social, para que el pensador solitario y el estudioso aislado descubrieran con sorpresa que no habían sido, a pesar del aislamiento y de las ínfulas, más que un episodio en la táctica de la burguesía. Colaboradores, sin saberlo, de ella iban ahora a recibir las órdenes; y Gentile remata con la camisa del fascismo su filosofía del espíritu como acto puro, y Bergson va a repetir con voz escasa las disposiciones que le entrega el estado mayor de su país.

En la trabazón de la vida moderna es inconcebible el aislamiento. Pero si no nos es dado segregarnos de los hombres y contemplarlos en un silencio altivo, no nos es posible tampoco acercarnos hasta ellos sin pasiones. Hay una hipocresía no menos interesada que la tesis del intelectual aislado, en la teoría que lo quiere tolerante e imparcial. ¿Cómo concebir la tolerancia cuando se tiene ideales? ¿Cómo desentendernos de su suerte hasta admitir en el ideal de los otros un valor por lo menos igual al de los nuestros? ¿Quién diría que ha sido capaz de trepar tan alto que ha llegado a dominar el bien y el mal, hasta verlos mezclar el curso de sus aguas?

El que siente las propias ideas como siente latir la sangre en las arterias tiene de antemano dictada su actitud frente a los hombres. No puede concebir la tolerancia sino en los conflictos que le son indiferentes. Ante la terrible realidad social, ¿quién tendría el valor de déclararse indiferente? Y aun en ese caso, ¿confesar tal actitud no equivaldría más o menos a tomar una postura? En su prosa transparente —transparente a fuerza de ceñirse al cuerpo de la idea— así lo afirmó Lenin. “La indiferencia —dice— es la saciedad política. Es necesario estar repleto para mostrarse ‘indiferente’ frente a un trozo de pan. Confesar la indiferencia es confesar al mismo tiempo que se pertenece al partido de los saciados”…

La inteligencia no podría adherirse a ese partido. Su estructura misma se lo niega. Inteligencia es, sin duda, comprender, pero es también crear. La inteligencia no vive sino por el asombro. Allí donde nadie ve un problema ella conserva intacta su excitante capacidad de sorprenderse. Cada sorpresa es un acicate de su propio dinamismo, un motivo de investigaciones infinitas. Cada solución que atisba le lleva a su vez a otros problemas; muchas hipótesis se le deshacen muy pronto entre las manos, y así, de esa manera, devorándose a sí misma, asistiendo trágicamente a su propio trabajo, la inteligencia busca las soluciones que persigue.

Cuando las encuentra, y las encuentra siempre, el alborozo legítimo de la reacción triunfal señala en la marcha del mundo el nacimiento de algo nuevo, tan original y tan inédito que la inteligencia adquiere en este aspecto los caracteres verdaderos de la invención.

Y ahora, digo yo, ¿un mecanismo tan sutil podría abrazar el partido de los que niegan el derecho de asombrarse? Acaso un proceso que marcha paso a paso hacia lo desconocido, criticándose a sí mismo con crueldad implacable, ¿iría a sancionar la quietud del dogma, la rutina de las tradiciones, el gozo panglosiano de los que nada esperan? ¿Cómo al encontrarse de pronto con el drama del mundo no habría de sorprenderse ante tanta miseria, ante tanta iniquidad, ante tanta injusticia? ¿No sería más bien para enrojecer de cólera por haber creído en cuantos le engañaban, en los que le alejaron alguna vez de esos dolores diciéndole que eran mentiras, en los que le distrajeron tambien diciéndole que no debía preocuparle? Buscar la solución honradamente, ¿no equivale a poner la inteligencia sobre el camino de la Revolución? ¿Quién habría de encontrarla, conformista y resignada, cuando se trata de hallar precisamente un nuevo ritmo en la historia, una nueva patética conciencia humana?

Tiene de un lado la legión siempre poderosa de sus viejos amos: la autoridad, la jerarquía, el orden; tiene del otro los aliados de siempre: la rebelión, la inquietud, la negación. El conflicto de la inteligencia y de la sociedad, ¿no es por ventura la antinomia de la negación y el orden? El orden es lo fijo, lo aceptado, lo reverenciable; la negación es la reacción contra ese orden en la esperanza de construir uno mejor. Preocupación incesante, superación continua, perfeccionamiento infinito. Mirar todo lo hecho con ojos nuevos, empinarse para ver más lejos y más alto, apoyarse sobre hoy para alcanzar mañana.

Junto al pensador y al santo, el profeta y el predicador. Ya no más la inteligencia que encuentra en sí el propio gozo: ¿de qué modo comparar su placer egoísta con el estremecimiento generoso del profeta que alza una esperanza nueva, del predicador que la desparrama y la vivifica, multiplica en las almas, la enciende en los corazones?

III. La revolución de la inteligencia
La inteligencia puesta al servicio de la revolución ¿qué papel podrá tener en ella? ¿Consejera, inspiradora, guía? Las revoluciones que transforman la sociedad y desplazan la propiedad, tienen un proceso laborioso y oscuro que exige la marcha de los siglos. Pero han nacido siempre de un desacuerdo entre las instituciones y las costumbres, entre un mundo que nace y un mundo que no quiere morir. Los años y las circunstancias han ido ensanchando el desacuerdo, afirmando los contrastes, poniendo en conflicto la letra y el espíritu. Los signos de la desarmonía no son igualmente visibles para todos. Pero aquí y allá se imponen a veces con una evidencia tal que no es posible el error: la historia prepara entre el juego ciego de sus fuerzas el advenimiento inminente de una nueva realidad. A sabiendas los menos, ignorándolo los más, todos van arrastrados por aquel empuje irresistible. Nadie puede impedirlo, contenerlo, desviarlo.

Los mismos que intentan remontar su curso son pasajeros que caminan para atrás en el interior de un tren en marcha. Agentes ignorados se incorporan sin cesar de todas partes, y poco a poco entre resistencias y crujidos empieza a asomar una conciencia oscura. El destino nos hace vivir hoy una de esas horas de la historia que no se escuchan sino muy de siglo en siglo. En las confusas manifestaciones del vivir contemporáneo asoma ya un alma nueva.

Elevarla a plena luz, traducirla en doctrina, encenderla en ideales, esa es la obra de la inteligencia: bajo su aliento , lo que no era hasta entonces sino sorda rebeldía, asciende ahora a Revolución. La inquietud y el descontento pueden engendrar motines; las revoluciones, en cambio, sólo estallan cuando la clase que aspira a conformar sus intereses ha ido adquiriendo en escaramuzas previas la exactitud de su rumbo y el conocimiento de sus fuerzas.

El rumor de las masas que hoy despiertan en el mundo no es, por eso, el gesto de los desesperados y de los ofendidos; es la ascensión de una clase vigorosa que impone con su acción su ideología: ayer la Enciclopedia y el contrato social; hoy, el caudal de las ciencias y el pensamiento de Marx. Inspiradora, consejera y guía, la inteligencia encierra así la posibilidad de las realizaciones que sugiere o de las realizaciones que pronostica, y es bien sabido que son las notas de Marx sobre la comuna de Paris, las que habrían de dirigir, medio siglo después, las grandes líneas de la organización de los soviets.La inteligencia no se incorpora, pues, a la Revolución como quien adhiere precipitadamente a un movimiento que supone generoso. “No se es revolucionario —decía Lázaro Carnot—, se llega a serlo”.

Aunque la historia se va haciendo en la conciencia de los hombres, obedecemos en el fondo a corrientes poderosas que nos mueven. Sin el estudio profundo de la realidad social, sin el conocimiento acabado de sus pensadores y de sus teóricos, sin la reflexión crítica que suprime o suple las deficiencias de una ideología, sin la madurez que sólo dan las meditaciones precozmente comenzadas , toda invocación a la revolución por resonante que sea, no pasará más allá de un gesto o de un saludo.

Barnave se incorporó a la revolución el día en que la madre fue expulsada por un noble de su palco en el teatro de Grenoble. Pero no habían pasado muchos años cuando los ojos tristes de una reina en desgracia le entibiaron la fe. Un impulso lo había llevado a la revolución; otro impulso lo alejaba. Las desconfianzas del proletariado hacia los intelectuales —más exageradas que injustas— no tienen otro origen.

¿Cómo aceptar por aliados a esos estetas a lo Ruskin que sólo ven en la miseria un obstáculo a la belleza? ¿Qué pensar de esos poetas que a la manera de Baudelaire en el 48 no rehuyen el fuego de la barricada pero dirigen después y casi al mismo tiempo un periódico socialista y un periódico católico? Tantas veces engañado, tantas veces mentido, el proletariado aspira a construir con sus propias fuerzas la empresa gigantesca de su emancipación. ¿Mirará por eso con más benevolencia a los “técnicos” salidos de sus filas, dispuestos a realizar la Revolución como quien construye un puente? Ni “impulsiva” ni “técnica”, la inteligencia es la levadura indispensable de la revolución. Su apóstol más entusiasmado ¿no fue acaso un filósofo?

El método con el cual renovó la economía ¿no era acaso el mismo que Feurbach y Strauss llevaban a la historia de las religiones? La misma facilidad con que el marxismo se adapta a otras disciplinas ¿no indicará que a pesar de las diferencias de los medios el intelectual encuentra en ese método la atmósfera indispensable a su inteligencia? La causa del proletariado es por eso su causa, y si para destruir puede bastar la pica, para construir es necesario la escuadra y el compás.

No ignoro la responsabilidad de lo que digo, pero sería traicionar la confianza que me trajo hasta aquí si no os dijera derechamente lo que constituye para mí el deber más urgente de la hora. La cuestión social no existe sino para los que la sufren y para los que la estudian. Os he invitado a estudiarla cordialmente, con sinceridad y con amor. Si la nobleza instintiva de la juventud os ha acercado a ella no creáis que la servís con vuestro solo entusiasmo. Adentraos sin temor en el estudio de la economía y de la historia, iniciaos sin recelo en la lectura de sus clásicos, seguid paso a paso, a través de los siglos, la marea creciente del proletariado.

Si a veces la letra es árida os reconfortará saber que cada línea tiene ya en la historia una repercusión prolongada. Sólo así, por la meditación y por el estudio, podréis incorporar a vuestra personalidad la preocupación social que la anime y que la oriente. No abandonéis por eso el sector de la naturaleza o de la vida que había despertado vuestra curiosidad primera. En él encontrareis gozos intelectuales de otro orden, pero no más puros ni más hondos. Trabajadlo intensamente hasta sentir en él la alegría de haber encontrado algo nuevo; pero que el laboratorio, la biblioteca o el bufete tengan amplias ventanas siempre abiertas. Que nada de lo que ocurre afuera pueda seros extraño; que ningún tumulto pueda llegar a importunaros.

Al especialista fragmentario que fue el ideal de otro tiempo, oponed el gesantmensch contemporáneo, el “hombre—todo” de Goethe, capaz de sufrir y comprender la compleja diversidad del mundo. Sin esa sed que eleva y universaliza, que las glorias más puras os parezcan disminuidas. Ninguna vida más alta que la de Pasteur, ninguna inspiración más noble. Pero cuando le escuchamos opinar en política y en religión con las mismas opiniones de su cocinera, sentimos que aquella vida ejemplar no fue sin embargo completa, y a pesar del cariño y de la admiración un rubor nos confunde y nos humilla.

No desdeñéis tampoco el arte y la belleza, ni os deslicéis a la exigencia absurda de querer socializarlos. Son la expresión de lo que hay en nosotros de más individual y merecen sin duda la devoción apasionada. Por eso también, cuando sabemos que Emerson paseaba bajo el cielo de Italia y arrastraba penosamente su fastidio por la Florencia incomparable, sentimos de igual modo una profunda pena, porque fuerza nos es reconocer que le faltaba al apóstol una cuerda en su alma. La vida sin duda no es sueño ni nostalgia, pero a pesar de su aparente despego, los poetas ayudan también al Universo a realizarsus fines[2] . La vida es acción, la vida es batalla, pero no toda es lucha y vigilia.

Allá en los subsuelos del alma siempre hay un sordo rumor de voces que nos alejarían de la acción si le prestáramos oídos. Escuchémoslo sin embargo algunas veces, y aunque seamos sensibles a su engañosa armonía, que sea para nosotros como el descanso de un remero que pone el barco a vela. Los días que vivimos son de prueba. No os engañen las calmas aparentes. Hay una guerra de todos los días, de todas las horas . No es posible una paz duradera mientras subsista el capitalismo. El menor de los actos tiene así un significado preciso. Sepamos siempre para quien trabajamos. Cada desfallecimiento es un triunfo de los otros, cada inconsecuencia una traición.

Seréis, pues, responsables de vuestros gestos, de vuestras actitudes, de vuestra vida. Pero si la tarea es dura, las horas no perderán por eso su alegría. ¿No estaréis acaso compensados de sobra al saberos solidarios con un algo más vasto que vuestro propio pueblo? A la visión estrecha de las doctrinas del pasado, ¿no oponéis acaso la vasta alma moderna?

Renunciaréis sin duda a muchas vanidades; chocaréis muchas veces con muchas incomprensiones; las vanidades que dan los éxitos de la figuración y de la “carrera”; las incomprensiones de todos los egoístas que se instalaron en la vida como en un buen sillón. ¿Pero, qué pueden significar los sacrificios a la edad en que se tiene el orgullo de vivir la propia vida con las solas inspiraciones del porvenir y del ideal? ¿Qué pueden significar los sacrificios si al mezclaros a la vida de la época y al batallar en ella, vais sintiendo al mismo tiempo que os aumenta en tamaño el corazón?

Notas:
1) Erasmo, nada menos que Erasmo, escribía por entonces:“En cuanto a mí, no tengo inclinación a arriesgar mi vida por la verdad. No todos tenemos energía para el martirio, y si el temor me invade, imitaré a San Pedro”.

2) Marx, que admiró a Heine con entusiasmo de artista, y que había escrito en la juventud sus buenos tres cuadernos de poesías, “entendía que a los poetas había que dejarlosmarchar libremente por la vida y que no se los podía medir por el rasero de los otros hombres; no había más remedio que mimarlos un poco, si se quería que cantasen; con ellos, no valían las críticas severas.

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