
Un operador trabaja en el parqué de la Bolsa de Valores de Nueva York, el 9 de abril de 2025. (Michael Nagle/Bloomberg vía Getty Images)
Traducción: Florencia Oroz
El sociólogo británico Simon Clarke propuso uno de los análisis más sofisticados acerca de cómo y por qué los sistemas capitalistas caen en crisis. Su trabajo sobre las contradicciones del capitalismo es una guía valiosa al enfrentarnos a una nueva era de agitación económica global.
Simon Clarke fue un sociólogo británico que hizo una inmensa contribución al pensamiento marxista y a los estudios laborales antes de su muerte en 2022. Con su investigación teórica y empírica, dio ejemplo de cómo analizar los desarrollos del capitalismo en diferentes niveles simultáneamente y cómo situarlos en la historia.
Los libros más influyentes de Clarke, Keynesianism, Monetarism and the Crisis of the State (1988) y Marx’s Theory of Crisis (1994), contienen una serie de ideas clave sobre la dinámica del capitalismo. Su perspectiva distintiva sobre la crítica de la economía política tiene mucho que ofrecer en nuestro intento de comprender la era actual de agitación económica y convulsión ideológica.
Las contradicciones del capitalismo
Para entender el capitalismo hay que entender sus contradicciones innatas, porque son estas contradicciones las que lo configuran como un sistema holístico y dinámico y, al mismo tiempo, lo hacen vulnerable. A nivel macrosocial, la contradicción más crucial para Clarke era la que existía «entre la tendencia del capitalismo a desarrollar sin límites las fuerzas productivas y la necesidad de confinar ese desarrollo dentro de los límites de la rentabilidad».
Este «límite del mercado» es lo que pone a los capitalistas individuales en competencia entre sí. Sacar más valor del trabajo, expandir la producción capitalista a través del tiempo y el espacio y desarrollar aún más las fuerzas productivas no supera la barrera, simplemente la reproduce a un nivel superior. Esta tendencia a la sobreproducción en el capitalismo es fundamental para sus reiteradas crisis. La sobreproducción es tanto la causa como la consecuencia; es la forma esencial de la competencia capitalista.
El desarrollo capitalista se produce en lo que los economistas convencionales llaman «ciclos de auge y caída». Sin embargo, es a través del pensamiento marxista que podemos comprender plenamente no solo la mecánica de este proceso, sino también sus causas y sus impulsores.
Siguiendo los pasos de Karl Marx, varios pensadores marxistas han ofrecido distintas explicaciones sobre cómo el capitalismo siguió desarrollándose de crisis en crisis hasta el siglo XX. Estos pensadores identificaron la caída de la tasa de ganancia, el subconsumo y la desproporcionalidad como procesos clave que estructuraron y al mismo tiempo socavaron el capitalismo, haciéndolo más propenso al colapso.
La caída de la tasa de ganancia refiere al hecho de que, mientras que la masa absoluta de ganancias aumenta y facilita la acumulación de capital, la tasa a la que se produce este proceso disminuye al mismo tiempo. En otras palabras, la extracción de plusvalía no puede alcanzar el crecimiento de la masa de capital.
El subconsumo refiere a la incapacidad del poder adquisitivo de la población para absorber por completo lo que se produce, creando así discrepancias y perturbaciones económicas. Por último, la desproporcionalidad refiere al desarrollo desequilibrado entre áreas y sectores, producido por la monopolización y el auge del capital financiero que aumenta la concentración de capital fijo, dificultando su movilidad entre ramas de producción.
Clarke revisó críticamente estos debates, argumentando que estas explicaciones no eran incompatibles entre sí y que todas ellas explicaban en parte la inestabilidad inherente y la ausencia de equilibrio en el capitalismo. Sin embargo, ninguna de ellas era el principal motor de la crisis. La razón básica que hace de la crisis una especie de condición normal en el capitalismo, argumentó Clarke, está arraigada en las leyes básicas del intercambio de mercancías identificadas por Marx en el primer volumen de El capital.
La separación de la compra y la venta en la producción de mercancías y la separación del dinero como forma independiente a través de la cual puede existir el valor, hace que la posibilidad de crisis sea «inherente a la forma de mercancía». Para Clarke, la contradicción «entre la producción de cosas y la producción de valor, y la subordinación de la primera a la segunda» no puede reconciliarse en última instancia. Esta es la causa subyacente de todas las crisis en el capitalismo.
Más importante aún, argumentó Clarke, la teoría de la crisis de Marx nos muestra que la expansión capitalista a raíz de la destrucción que provocan las crisis periódicas de sobreproducción solo resuelve temporalmente los obstáculos en el camino del capitalismo. Esto se produce a costa de abrir paso a crisis más grandes, más largas y más destructivas en el futuro.
Una implicancia importante de esta comprensión de la crisis como norma capitalista es que, si bien la crisis, en sí misma, puede ser una condición necesaria para el derrocamiento del capitalismo, no es suficiente. Los «límites del capitalismo» producen repetidas crisis de acumulación que son cada vez más intensas. Sin embargo, el cambio histórico requiere una acción histórica.
Esto significa que la abolición del capitalismo no puede producirse simplemente por su propia ineficiencia y disfunción como sistema. Solo puede gestarse a través de la lucha de clases y la intervención de la clase trabajadora.
De la teoría a la historia
El capitalismo no es simplemente un sistema económico sino una fase histórica del desarrollo humano, como demostraron Marx y Friedrich Engels. Como tal, da forma no solo a las fuerzas de producción, sino también a las relaciones de producción y, en consecuencia, al modo en que se organizan las sociedades. También moldea la forma en que las personas entienden su lugar dentro y más allá de la producción, y cómo se espera que actúen según sus roles.
El Estado nacional moderno, y en consecuencia el sistema internacional, en tanto fuerza que facilita el desarrollo capitalista, opera no solo a través de la coerción, sino también a través de la ideología. Las ideologías estatales están cargadas de sus propias contradicciones, lo que nuevamente es un elemento que las hace dinámicas y al mismo tiempo vulnerables a la impugnación.
La principal contradicción en la ideología estatal, argumentó Clarke, es la que existe entre la esencia del poder estatal, como el poder de una clase concreta, y su forma, como la expresión del interés general de la sociedad. La teoría política liberal y la economía política fueron las principales formas ideológicas a través de las cuales la dominación del capital se equiparó al interés general de la sociedad en términos teóricos.
Este orden liberal prevaleció en la fase temprana del desarrollo capitalista durante la primera mitad del siglo XIX. Aunque fue desafiado por la creciente intensidad del antagonismo de la clase trabajadora y sacudido por la crisis económica de 1873, se había restablecido a finales del siglo XIX, abriendo camino para el apogeo del imperialismo europeo y la expansión colonial.
Sin embargo, entonces surgió otra contradicción importante, entre la tendencia hacia la internacionalización de la economía capitalista y la naturaleza nacionalista de los Estados capitalistas europeos individuales. Esto significó que el período de estabilización no pudo durar mucho, colapsando en el baño de sangre destructivo de la Primera Guerra Mundial.
La clase trabajadora en Europa continuó creciendo en fuerza y, a principios del siglo XX, fue capaz de desafiar directamente al capital y amenazar el desarrollo del capitalismo. El éxito de la revolución rusa y la creciente influencia de la política leninista en los movimientos obreros de muchos países crearon nuevas condiciones que hicieron más precaria la reconstrucción del liberalismo.
Fue la crisis financiera de 1929 y sus secuelas, marcadas por el auge del fascismo y el descenso de Europa a la guerra, lo que puso fin a la fase liberal, creando espacio para que el keynesianismo emergiera y consolidara su posición en la era de la reconstrucción de la posguerra. El corolario del keynesianismo como teoría de la política económica y la gestión económica fue una ideología estatista de bienestar general, que recogió muchas sugerencias del reformismo socialdemócrata.
Clarke entendió el keynesianismo como un proyecto de colaboración de clases que sin embargo fue posible gracias a la lucha de clases y al aumento del poder de la clase trabajadora. El auge económico de la posguerra se basó en una intervención estatal generalizada que reestructuró la producción capitalista. Lo hizo técnicamente a través de la proliferación de métodos fordistas, socialmente a través de la expansión de la salud pública y la educación, políticamente a través del sistema de bienestar y financieramente a través del Plan Marshall y el sistema de Bretton Woods.
Por un lado, la intensificación del proceso laboral para satisfacer las nuevas demandas del capital supuso una carga para la clase trabajadora, con consecuencias que incluyeron la necesidad de una mayor adaptabilidad a las nuevas tecnologías y métodos de producción, así como una mayor movilidad laboral, incluido el desarraigo de comunidades. Por otro lado, los trabajadores fueron recompensados con mejores niveles de vida, la extensión y racionalización del bienestar, la vivienda pública y un sistema integral de seguridad social que competía con la socialización de la reproducción de la clase trabajadora.
Socialización del consumo
Esta «socialización del consumo» fue una especie de sustituto de la no socialización de la producción, pero logró el objetivo de integrar a la clase trabajadora en el orden capitalista. El aumento de los salarios en un marco estable de relaciones laborales, más allá del logro de una amplia estabilización social, también fue fundamental, según Clarke, para «superar las barreras a la acumulación que presentaba el limitado mercado de masas que había impedido la recuperación y precipitado la crisis, después de la Primera Guerra Mundial».
El keynesianismo no solo fue el marco político que permitió el auge de la posguerra. También fue la ideología que pretendía, a través de políticas expansionistas en salarios y gasto público, resolver las contradicciones inherentes a la acumulación de capital. Se suponía que esto había desterrado el problema de la sobreproducción que traía consigo crisis, depresiones y guerras, al tiempo que mantenía una fuerza laboral sana, educada y satisfecha.
Sin embargo, en la década de 1970, el keynesianismo había alcanzado sus límites: el crecimiento de la economía mundial, estimulado por la expansión del crédito, dio lugar a una sobreacumulación descontrolada de capital que provocó inflación. Incapaz de cumplir sus promesas, el keynesianismo comenzó a perder su legitimidad entre una clase trabajadora envalentonada, fortalecida y frustrada, lo que dio lugar a una ola de militancia.
Los equipos de liderazgo político establecidos de la clase trabajadora se sintieron amenazados por esta movilización autónoma de las bases. En lugar de utilizarla para desafiar la dominación capitalista, esos liderazgos buscaron simplemente mejorar su papel en el aparato consultivo keynesiano. El resultado fue la derrota de la clase trabajadora, el auge de la nueva derecha y el cambio general en el equilibrio de las fuerzas de clase que permitió, facilitó y afianzó la nueva ideología del monetarismo.
En el Reino Unido, el fin del expansionismo fiscal keynesiano y el giro hacia el «mercado», junto con la restricción de la oferta monetaria para detener el deterioro de la balanza de pagos internacional, comenzó cuando el Partido Laborista todavía estaba en el poder, con James Callaghan como primer ministro. Pero se intensificó dramáticamente cuando retornaron los conservadores de la mano de Margaret Thatcher en 1979.
Bajo el mandato de Thatcher, los recortes en el gasto público se convirtieron en la nueva norma, con un estricto control financiero y burocrático de los servicios públicos, incluidos límites de efectivo para controlar el gasto público y la prestación cada vez más discriminatoria de prestaciones sociales. El monetarismo no tenía nuevas fortalezas intelectuales o analíticas: su premisa clave sobre la percibida «eficiencia de asignación del mercado» era antigua e ingenua.
Sin embargo, argumentó Clarke, sí dominó el poder ideológico, porque articuló, de una forma mistificada pero aún influyente, la creciente oposición popular a las formas burocráticas y autoritarias del estado capitalista. También proporcionó una teoría sobre el fracaso del keynesianismo y del sindicalismo militante.
La ideología asociada a políticos como Thatcher básicamente hizo de la necesidad virtud, dando un giro positivo a las medidas de crisis adoptadas y convirtiéndolas en una nueva ideología de regulación estatal. Como decía el estribillo triunfal de Thatcher, «no hay alternativa».
Las crisis de nuestro tiempo
Amedida que el neoliberalismo se consolidaba en los años 80 y 90, la forma política del keynesianismo sobrevivió, pero su sustancia no. El capital y el Estado explotaron y exacerbaron las divisiones dentro de la clase trabajadora y lograron reimponer gradualmente «el imperio del dinero». Sin embargo, la crisis capitalista de 2008, comparable en magnitud a la de 1929, fue seguida por la crisis pandémica de 2020, y ambas se abordaron mediante una intervención estatal masiva en la economía.
En el primer caso, el objetivo de la intervención era rescatar al sector financiero; en el segundo, evitar el colapso de la producción. La experiencia de 2008 y 2020 demostró los límites del neoliberalismo como ideología de Estado que pretende ofrecer la «eficiencia asignativa» del mercado. La facilidad con la que, por ejemplo, los Estados de la Unión Europea doblaron las reglas neoliberales de gobernanza económica a principios de la década de 2020, después de haberlas considerado inquebrantables solo una década antes, fue un momento desmitificador.
El mundo a mediados de la década de 2020 difiere significativamente del panorama de los años 80 y 90. Los avances tecnológicos y de comunicación y los procesos de industrialización y desindustrialización en todas las áreas y regiones han producido importantes cambios económicos y geopolíticos. Sin embargo, la esencia del capitalismo como sistema socioeconómico inherentemente contradictorio y cargado de crisis sigue siendo la misma. Las restricciones al comercio mundial, recientemente aumentadas, que ahora amenazan con convertirse en una guerra arancelaria a gran escala, son en última instancia expresiones del conflicto subyacente por la supremacía en el mercado mundial.
Simon Clarke probablemente habría insistido hoy en que no podemos predecir el futuro y, por lo tanto, no podemos saber si surgirá un nuevo equilibrio temporal de poder o una ideología estatal alternativa que inyecte una nueva legitimidad coyuntural al capitalismo. Al mismo tiempo, sin embargo, habría señalado la naturaleza fundamentalmente irresoluble de la crisis del capitalismo y nos habría recordado la famosa frase de Rosa Luxemburgo: el futuro de la humanidad es el socialismo o la barbarie.