«… Uno de los policías se inclinó, mirándolo como una bestia que ya ha terminado de desgarrar a su presa»
En 1958, en una sala oscura y opresiva de una comisaría de la ciudad de Las Palmas, un hombre resistía con el último recurso que tenía en sus manos: el silencio. Entre amenazas, torturas físicas y la estrategia de doblegar su voluntad en aquel miserable cuchitril, la autocracia mostraba su cara más brutal. Esta es la historia de Juan, un simple eslabón en la red de quienes se atrevieron a soñar con justicia en tiempos de ignominia.
POR MÁXIMO RELTI PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-
La habitación era húmeda, de techos bajos y paredes desnudas, con una bombilla colgando de un cable pelado en el centro. El aire olía a humedad y tabaco rancio. Corría el año 1958, en algún rincón discreto de la comisaría de una capital de provincia. Tras una ventana enrejada se oían las botas de un guardia haciendo la ronda mientras apenas había amanecido.
En el centro, una mesa metálica atornillada al suelo y dos sillas de madera. En una, un hombre de treinta y tantos: rostro lívido bajo la luz agresiva, labio partido, un ojo hinchado y un moretón asomando por el pómulo izquierdo. Sus manos, atadas a la espalda con cuerdas ásperas, crujen por la tensión. Lleva una camisa blanca manchada de sudor y unos pantalones de dril. Tiembla ligeramente.
Frente a él, dos hombres de la Brigada Político-Social. El primero, con el pelo engominado y fino bigotito recortado, golpea rítmicamente el suelo con la puntera del zapato. Viste camisa arrugada y corbata estrecha; sostiene un cigarrillo que apenas fuma. El segundo, más grueso y con la papada sobresaliendo bajo el mentón, permanece en pie con las manos a la espalda, observando en silencio.
—Sabemos que has estado en contacto con ellos, dice el del bigotito, acercando el cigarrillo a la cara del detenido.
El olor del tabaco se mezcla con el del miedo
— No nos subestimes: sabemos hasta la hora en que saliste a mear.
La voz es seca, como un martillo sobre el yunque. El interrogado, con la garganta áspera, apenas puede balbucear algo ininteligible. El hombre que está de pie da un paso al frente, coloca las manos sobre la superficie helada de la mesa y se inclina.
—No te hagas el gilipollas. Lo que tú y los tuyos planeábais no va a quedar impune, so cabrón.
El detenido cierra los ojos un instante y toma aire con dificultad. Hablar es delatar a amigos y camaradas; callar significa dolor adicional. La bombilla parpadea y proyecta la sombra de los interrogadores sobre su rostro. Afuera, un coche arranca y se pierde entre el empedrado. Dentro, el tiempo parece espesarse. El hombre del bigotito deja el cigarrillo sobre la mesa y juega con un mechero entre los dedos.
—No queremos perder más tiempo. Tienes dos opciones —dice con una voz contenida—: Hablar y salir vivo o dejar que tu historia termine aquí.
El silencio corta el aire. El reloj de pulsera del interrogador marca las 6:14. Nadie se mueve; la tensión se convierte en un alambre rígido que divide a esos hombres. En ese cuarto impersonal el miedo y el Estado hablan con una sola voz. El detenido, a punto de desmayarse, ya casi no escucha. Cada segundo es una pugna entre su valor y el horror.
Se llama Juan, aunque su nombre completo solo él parece saberlo. Había nacido en un pueblo del centro de Gran Canaria, a principios de los años veinte, hijo de un maestro rural y de una costurera. De su padre heredó la terquedad sosegada, el amor por las palabras y la curiosidad; de su madre, la paciencia y la inclinación de la cabeza al escuchar al otro.
Durante los pocos años de la II República, Juan fue un adolescente espigado y callado, con pelo lacio sobre la frente y manos demasiado grandes para su cuerpo. Empezó a frecuentar actividades clandestinas casi sin darse cuenta, cuando un profesor, don Federico, lo invitó a un círculo de lectura. ¿Leían libros escasos?, a la luz pobre de un quinqué, y discutían reformas agrarias, derechos obreros y educación.
Comenzó a escribir diarios y apuntes en libretas de papel áspero. De allí surgió su determinación de pelear contra la injusticia. La Guerra Civil lo sorprendió con apenas catorce años. Su padre, un maestro “sospechoso” a ojos de los sublevados, fue enviado al frente de guerra peninsular, donde falleció sin que nadie se dignara a dar explicaciones sobre su muerte a la familia. Aquello partió la vida de Juan en dos.
Tras la guerra, tuvo que hacer trabajos esporádicos para sobrevivir: descargaba sacos de grano, dormía en la trastienda de una panadería, y finalmente terminó mudándose a la capital de la isla en la década del cincuenta. Allí conoció a maestros depurados, antiguos militantes y obreros con cicatrices, que se reunían en cafeterías baratas o cuartos de pensión para intercambiar panfletos y debatir sobre un mañana distinto.
Juan no era un dirigente, sino un enlace modesto. Memorizaba direcciones, guardaba hojas clandestinas y hacía llegar comunicados a quienes también conservaban la esperanza de una España distinta.
Cuando la Brigada Político-Social lo detuvo se enfrentó a algo más que insultos: descubrió el instrumento puro de la represión. Lo sentaron en aquel despacho mugriento, con las paredes descascarilladas, bajo esa bombilla colgante.
Lo que habían capturado no era solo un hombre con el rostro amoratado: era todo su pasado, —la infancia interrumpida, la muerte de su padre, las lecciones nocturnas de un profesor idealista—, ahora amenazado por la brutalidad y la sombra tenebrosa de la tortura.
De pronto, sintió que le golpearon ambos oídos: una técnica de tortura policial llamada por unos “ el aplauso” y por otros «el teléfono». Un golpe seco con las manos huecas sobre cada oreja, que le taladró el cerebro como un estallido. Durante unos segundos, creyó que su cráneo se le partiría en dos. Todo a su alrededor quedó bloqueado tras el pitido intenso y eterno que retumbaba en su cabeza.
Aturdido y medio sordo solo vio los labios del interrogador moviéndose en una mueca grotesca. ¿Lo estaba insultando? ¿Lo amenazaba? Ya no podía oír nada más que un zumbido insoportable. El hombre de atrás, quien había propinado el “aplauso”, no habló: sabía que el silencio y el dolor eran armas suficientes.
Las rodillas de Juan temblaban compulsivamente y un mareo le recorría la cabeza como una noria descontrolada. Aun así, se aferró a la mesa. Uno de los policías se inclinó, apoyando los nudillos en la superficie y mirándolo como una bestia que ya ha desgarrado a su presa. Sus labios articularon algo, quizá una nueva amenaza, pero para Juan todo era un murmullo ahogado en el pitido. El otro agente, más robusto, permanecía a su espalda, tocando la empuñadura de la porra, listo para intervenir.
Cada segundo era un suplicio. Juan intentaba deducir en los gestos y miradas el sentido de las palabras que no lograba escuchar. Le dolían los oídos, los brazos y el orgullo: seguía convencido, aún con un hilo de fuerza, de que encarnaba algo más grande, una idea a la que no quería traicionar. Pero la brutalidad no se detenía y los policías le exigían nombres y direcciones.
Cuando creía que el infierno no podía ir a más la puerta se abrió. Entró un hombre de unos cuarenta años, traje gris impecablemente planchado, zapatos lustrados y un perfume Floyd aftershave penetrante. Su porte distinguido contrastaba con la sordidez del entorno. Los dos agentes se acercaron y le susurraron algo. Juan vio sus expresiones de sumisión, como si aquel fuera un superior de peso. El hombre los reprendió en voz baja. Luego, los otros salieron sin atreverse a mirarlo directamente.
A solas con Juan, el recién llegado se agachó para quedar a su altura y le puso una mano en el hombro, suave, casi compasiva.
—Lo siento mucho, amigo —dijo—. Estos son unos brutos, animales sin sentido común. Yo no soy como ellos, créeme. Esto no es un interrogatorio profesional.
Su voz era modulada y en un contexto así resultaba un bálsamo. Juan, con el pitido aún retumbándole, se preguntó si aquello no era la siguiente trampa de la estrategia “poli bueno, poli malo” que había leído en los manuales del Partido. Aquella voz amable era, tal vez, otra forma de doblegarlo. Pero después de tanta tortura, su cansancio y desorientación eran enormes.
El “poli bueno” sacó un pañuelo limpio de su bolsillo y se lo ofreció a Juan para secarse la sangre del labio. Habló en un tono paternal:
—No me gusta lo que te han hecho, estoy dispuesto a ayudarte. Pero dame algo, algo que me permita justificar ante mis superiores que no eres peligroso. ¿Me entiendes?
Juan reconoció en aquel susurro la promesa de un alivio: un compromiso, un pacto a cambio de información. Bastaría ceder un nombre o una dirección para que ese hombre amable sellara un acuerdo. Era la fase psicológica de la tortura: ya no le pegarían, sino que le ofrecerían una salida aparente, un respiro a tanto dolor.
—Tómate tu tiempo. Se ve que estás hecho polvo. Solo quiero acabar con esto y que no te machaquen más.
Juan tragó saliva, despacio, y miró a aquel hombre con expresión fatigada. Sus oídos seguían zumbando, la cabeza le dolía a rabiar. La bombilla oscilaba, causando luces y sombras hipnóticas que le confundían aún más. Pensó en los camaradas, en el viejo profesor, en su padre. Pensó en todos aquellos que resistían. Una riada de recuerdos fluyeron en cuestión de segundos por su memoria.
Hablar, aunque fuera un poco, implicaba abrir una rendija por la que se colarían detenciones, palizas, ruina.
El policía se acercó más:
—Entiendo que no quieras traicionar a nadie, muchacho —dijo con una sonrisa discreta—. Pero, ¿qué sacas con ser un héroe? Morir así, en este cuchitril… Piénsalo: si me cuentas lo justo, podré argumentar que cooperaste y te soltarán, o al menos te llevarán a un calabozo decente. No me dejes con las manos vacías.
Los párpados de Juan se cerraron un instante. Necesitaba aire. Había leído decenas de historias semejantes: primero la tortura física, luego la amable persuasión de un “salvador” que prometía facilidades. Sabía que la serpiente podía ocultarse tras cualquier máscara. Y, sin embargo, allí, con los oídos a punto de estallar y la conciencia agotada, la tentación de ceder resultaba abrumadora.
El recién llegado suspiró, mirándolo con aparente tristeza.
—Voy a ser claro: o hablas, o esos van a seguir machacándote sin piedad. Tu dignidad no va a servir de nada cuando estés en una fosa con la cabeza reventada.
Lo dijo sin alzar el tono, con la frialdad de un profesional que domina el arte de la coacción envuelta en falsa compasión. Esa frase retumbó en la mente de Juan, quien respiró con esfuerzo, sintiendo un hormigueo en las manos.
Entonces, el policía, con el semblante más serio, pronunció el ultimátum definitivo:
—Te daré un minuto para que decidas: o hablas o mueres. No pienses que esto es un farol. Puedo salir, llamar a esos dos brutos y decirles que has confesado tu intención de atacar al Estado. Se acabó para ti, ¿comprendes?
Y allí se quedó, esperando una respuesta. Juan, con las manos atadas y el cuerpo aterido de golpes, sintió que sus fuerzas flaqueaban. La cabeza le daba vueltas, y el pitido no cesaba. Recordó su pueblo, San Mateo, en el mismo centro de la isla redonda. Como borbotones acudieron a su memoria las tardes en las que su padre le enseñaba a leer, la voz de su madre dándole ánimos, el rostro cansado de sus compañeros que, como él, resistían entre sombras. Y todo en espacio de unos pocos segundos. Sintió que la opresión del miedo lo ahogaba, y supo que, llegados a ese punto, guardarse el secreto era lo único que podía conservar de sí mismo.
Permaneció callado. El policía lo miraba con impaciencia.
—Vamos —insistió—. Dame algo, joder.
– Juan levantó la vista, pero no articuló palabra. Su silencio era el último pedazo de dignidad que poseía. El “poli bueno” se impacientó, miró su reloj, y por un instante sus facciones se endurecieron, dejando ver claramente que entre sus sentimientos no se encontraba el afecto. Se incorporó y empujó con desgana la silla. Tras un chasquido de lengua, se dirigió con rapidez a la puerta gritando algo para llamar a los otros agentes.
El detenido se quedó inmóvil, sintiendo que el suelo se le deshacía bajo los pies. Sabía que, en cualquier momento, volverían los golpes, el “telefono”, la porra. Y que esta vez, probablemente, irían hasta el final. No pudo ver con claridad si el hombre de traje gris se quedaba o salía del todo; la bombilla parecía multiplicar su parpadeo. El zumbido arreciaba, la cabeza le pesaba como el plomo. La tensión en el aire resultaba insoportable.
Sintió un súbito mareo, un vértigo que le enturbió la vista, dejando que ese vértigo se extendiera a lo largo de su cuerpo como una grieta. Se abandonó voluntariamente a la oscuridad que se cernía sobre él: un desmayo fingido… o tal vez real. Se dejó caer con un golpe sordo sobre la mesa y deslizó la cabeza hasta tocar el borde helado del metal. No se movió más, soltó un suspiro y cerró los párpados del todo.
El policía se giró al oír el ruido. Observó aquel cuerpo desplomado, temiendo que el prisionero se hubiera muerto sin contar nada. Ni direcciones ni nombres. Con el ceño fruncido se acercó rápido, intentó reanimarlo con un par de palmadas suaves en la cara. Juan no reaccionó.
—¡Mierda! —musitó con rabia el “poli bueno”, notando la respiración apenas perceptible de Juan.
Necesitaban información, necesitaban al prisionero vivo, pero nada en él indicaba colaboración.
En el umbral, los otros dos agentes se acercaron con la mirada encendida, listos para la orden final. El hombre del traje les hizo un gesto seco, deteniéndolos a un par de pasos. Se inclinó sobre el cuerpo inerte de Juan, tratando de encontrar algún indicio de consciencia. Lo zarandeó un poco: ninguna respuesta.
En aquel instante, la única respuesta de Juan era el silencio. Un silencio total que sellaba los datos que tanto ansiaban arrancarle. Mientras el “poli bueno” lo contemplaba con rabia, y los otros dos se colocaban a sus espaldas, la comisaría se llenó de un mutismo espeso. Podía escucharse la respiración pesada de los agentes y desde fuera llegaba el eco de las botas del guardia. Sin embargo, para Juan todo sonido se había convertido en un pitido remoto, remotísimo, como si ya hubiera dejado de pertenecer a ese mundo.
En la mente del detenido no quedaba lugar para más tortura. Instintivamente, había tomado la única decisión posible: desaparecer, aunque fuera por un lapso, de aquel espacio inhumano. A fin de cuentas, el silencio absoluto era el único escudo invencible que podía oponer a los torturadores. Si su cuerpo se derrumbaba, ellos se quedarían sin la confesión que tanto buscaban.
Los agentes se miraron entre sí, confusos. ¿Cómo interrogar a un tío que no responde, que está inerte, que ni siquiera grita o se defiende? Uno extendió la mano para comprobar el pulso. Percibió el corazón débil de Juan, pero latente.
—Vive —murmuró, sin estar seguro de si aquel descubrimiento era bueno o malo para ellos.
El hombre del bigotito y su compañero forzudo dieron un paso al frente, con los puños apretados. El “poli bueno” se quedó en silencio, intentando no perder el control. Se inclinó una vez más, articulando casi sin fuerza:
—Teníamos un trato tácito, cabrón… Ahora me estás poniendo difícil… Te estás dejando morir, hijo de puta.
Pero Juan no respondió. Ya no podía. En su mente, ni siquiera escuchó aquellas palabras. Y aunque las hubiera oído, había decidido que, en aquel instante, su única victoria era no hablar, no moverse, no ofrecer ni un nombre, ni un gesto, ni una súplica. Simplemente, morirse.
La bombilla siguió su vaivén, oscilando entre penumbras y destellos. El tiempo, que durante horas parecía haberse detenido, ahora había quedado suspendido alrededor de aquel cuerpo inerte que resistía con la única arma posible: el silencio.
Así concluyó el juego de promesas y amenazas. Bajo la mirada impotente de la Brigada, Juan se quedó con su secreto bien guardado, perdido en un abismo al que ellos ya no tenían acceso. En un último suspiro silencioso, más poderoso que cualquier palabra, esa fue la respuesta final al ultimátum de la muerte.
Afuera, las calles de adoquines despertaban a la luz del día, pero en aquel cuartucho helado, ya sin sujeto, la noche del terror persistía, dividida entre la furia de los policías y la firmeza muda de un cuerpo inerte en trance de liberarse definitivamente.