EDUCACIÓN.- Michael Apple: “Pensar que la sociedad es menos importante que la economía ha sido una idea desastrosa”

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Francisco Figueroa Cerda

Neoliberales y conservadores hoy entienden mejor que los progresistas que la escuela es una poderosa herramienta de transformación social, sostiene Apple. Pero el panorama no es desalentador, añade, si activistas y comunidades acuden a su propia historia para apropiarse colectiva y solidariamente de la educación. “Optimismo sin ilusiones”, le llama. Y con un conjunto de tareas urgentes para los académicos críticos.

Por Francisco Figueroa | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

Con un micrófono en una mano y un discurso escrito a lápiz en la otra, Michael Apple (Estados Unidos, 1942) mira pensativo un improvisado papel kraft que reza: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo. De lo que se trata es de transformarlo”. Apple gira hacia el público de estudiantes y profesores de filosofía que tiene en frente, sentados en la cuneta y en sillas repartidas sobre calle Londres, y les confiesa: “esta es una de las frases más poderosas jamás dichas. Y resume a la perfección lo que quiero compartir con ustedes esta tarde”.

Apple, quien ha dedicado cuarenta años a combinar su producción intelectual como profesor y sociólogo con el activismo por la educación crítica y las escuelas democráticas, estuvo en Chile presentando ¿Puede la educación cambiar la sociedad? (LOM, 2018), libro en que reflexiona sobre experiencias educativas comprometidas con el cambio social y las tareas de los educadores críticos en tiempos de neoliberalismo.

Éste es un libro sobre la esperanza en la posibilidad de cambiar la educación para mejor. ¿Estamos hoy particularmente necesitados de esperanza?

-Sí. Vivimos en una era de crisis creada por el neoliberalismo y el conservadurismo cultural y religioso. Una crisis en la economía, la cultura y las comunidades. Un tiempo en el que mucha gente se vuelve cínica, incluso en la izquierda. Entonces, es un tiempo en el que debemos restaurar la noción de que, no siendo automática, la lucha continúa y ya contamos con recursos para continuarla: si recuperamos nuestra historia y si miramos a actores que no suelen ser mirados, como la juventud, los movimientos de mujeres, de los gays o de los derechos de los discapacitados.

Adviertes sobre el carácter “progresivo” que la ideología de la “libre elección” puede asumir en ciertas comunidades excluidas, ya que ser considerado un “consumidor inteligente” es mejor que, bueno, no ser considerado en absoluto. ¿Cuál es el alcance de esta aparente paradoja y cómo piensas que hay que enfrentarla?

– Parte de mi punto proviene de Gramsci. Él dice mantente lejos de la idea de “falsa conciencia”, la gente no es estúpida, tiene una idea de sus derechos y de la realidad que enfrenta. Esto es importante porque la derecha trabaja sobre aquello con creatividad, especialmente los libertarios de derecha. La derecha toma muchos de nuestros conceptos progresistas como democracia o libertad, y cambia su significado. Así, a personas que son oprimidas, tratadas sin respeto, el neoliberalismo les dice: democracia es la capacidad de elección del consumidor y nosotros te la daremos. Y bueno, para muchas mujeres que han sido reducidas a objeto de deseo masculino y su esfera privada limitada a los cuidados, o para muchos hombres negros que son sexualizados y tratados como irracionales, eso es muy poderoso. Lo que esta apelación al buen sentido permite es ser considerado como intelectualmente capaz y como un actor económico racional. Pero sus efectos son desmovilizadores y eso es desastroso. Porque si algo sabemos es que la educación, como toda institución social, cambia no por los profesores sino por las movilizaciones de la comunidad. Los activistas por la educación, entonces, deben involucrarse con movimientos más grandes y en vez de demonizar a la gente que se mueve hacia la derecha, preguntarse cómo se le puede movilizar en otra dirección.

¿Puede la educación cambiar la sociedad?, de Michael W. Apple. LOM, 2018. 280 páginas.

En tu libro hablas de la urgencia de enfrentar la formación de “sensibilidades desocializadoras” en la sociedad contemporánea. En el caso estadounidense, ¿hasta qué punto ese fenómeno explica el avance de Trump y de las alianzas entre neoliberalismo y conservadurismo religioso?

– Definitivamente es así. Trump ha sido acusado de violación, pero no le importa. Carece absolutamente de ética. La derecha religiosa, que lo debiera considerar repulsivo, lo apoya y dice ‘Dios trabaja a través de seres humanos imperfectos’. Si hay gente que piensa que la religión tiene que ver con defender a la comunidad y a los oprimidos, debemos comprender cómo funciona ese buen sentido y reprogramarlo en una dirección progresista. Pero por ahora quien ha sido extraordinariamente efectiva en hacerlo es la derecha. Ahora bien, Trump es un producto de este movimiento, no lo conduce. La derecha tuvo que emprender un trabajo ideológico sumamente duro y creativo durante treinta años para estar donde está ahora. Piñera aquí, Macri en Argentina, el actual alcalde ultrarreligioso y ultraconservador de Río de Janeiro, en fin. Quiero que pensemos cómo lo lograron y los movimientos que hay detrás. Porque no es sólo neoliberalismo. Dentro también hay neoconservadores que se preocupan por la comunidad y no son tanto una fuerza desocializadora como sí una que saca fuera el miedo a la desocialización. Quieren restaurar esas comunidades imaginadas que alguna vez fueron, cuando éramos “respetados”, cuando éramos ese “Chile verdadero”, sin los peruanos y haitianos que ahora están cambiando esta nación. Es algo sumamente peligroso. La derecha está construyendo una historia imaginada que requiere trabajo cultural e ideológico duro, no sólo económico, requiere que tú temas del futuro y que gires hacia un pasado imaginario, requiere un cristianismo de la prosperidad, un cristianismo evangélico que imagina un futuro en el cual mandan “hombres fuertes”. Todo esto está suturado de manera muy creativa.

Hoy el conservadurismo apela a las personas con la idea de “tomar de nuevo el control” sobre sus vidas, invocando, como señalas, un pasado imaginado, pero también una situación de pérdida de soberanía. En educación es el control de los padres sobre la educación de sus hijos; en política el del ciudadano-individuo sobre “los políticos”. ¿Cómo tener en cuenta estas operaciones a la hora de “reprogramar” el sentido común en un sentido progresista?

– Aquí es donde la experiencia de Porto Alegre con el presupuesto participativo de las escuelas de la ciudad y un Estado que respeta la voz de los más oprimidos es muy importante. Las personas tienen miedo de perder sus trabajos, miedo al futuro incierto de sus hijos, a la pérdida del sentido de comunidad. La derecha dice: ¡nosotros vamos a descentralizar! Ese es un elemento de buen sentido. No queremos una dictadura de vuelta, pero extrañamos un sentido de seguridad. Bueno, lo que necesitamos es poner en práctica un conjunto de políticas que den poder verdadero a las comunidades locales. Poder sobre los presupuestos, por ejemplo, para que su utilización sea deliberada incluyendo especialmente la voz de los más excluidos, construyendo así un “nosotros” más inclusivo. Porto Alegre dice: entendemos que sientas una pérdida de control, así que haremos una política más participativa, pero no construiremos sobre el miedo, sino sobre la deliberación. Construir una democracia participativa por supuesto que requiere sacrificios, pero el punto es que tenemos modelos disponibles.

Hoy en Chile, después de una década de movilizaciones por el derecho a la educación nos encontramos en la paradoja de tener, a punta de un reforzamiento del financiamiento público a la demanda, menos educación pública y más educación privada. ¿Cómo evalúas la reproducción de las políticas neoliberales en el caso de la educación chilena?

– El neoliberalismo trabaja de muchas formas y una de ellas es produciendo una “niebla epistemológica”. Los gobiernos operan no diciendo muchas cosas, no sabiendo muchas cosas, porque tener conocimiento implica ser forzado a actuar. Entonces parte del trabajo de los medios de comunicación, de los académicos y de otros actores es decir la verdad. Porque la niebla epistemológica que producen los neoliberales, pero también gobiernos de centroizquierda, lleva a hacer compromisos sobre la base de que ‘esto es todo lo que podemos hacer ahora’. A veces eso es cierto, pero los efectos de esos compromisos deben ser ampliamente comprendidos. OK, esto es lo que va pasar: más escuelas cristianas, más apoyo al control privado de las escuelas. Ahora tengamos una deliberación pública: ¿fue éste un compromiso democrático? En este libro me pregunto: ¿cuáles son las tareas del activista y académico crítico en educación? La primera es dar testimonio: esta es la realidad y no la podemos seguir escondiendo. Esto requiere tomar riesgos, emprender trabajo académico que está siendo desfinanciado, y por lo tanto, estar dispuesto a hacer sacrificios.

La filosofía en las escuelas está bajo ataque, pero también la idea del “conocimiento inútil” en nuestras escuelas y universidades. ¿Qué está en juego?

– La memoria colectiva. Está en desarrollo una “guerra epistemológica”, una guerra acerca de cómo juzgaremos el conocimiento, ¿por las ganancias que produce y según cómo contribuye al control de los grupos dominantes sobre la economía? Todo el resto es interesante, me puede gustar ir al teatro y leer libros, pero eso es secundario. También lo que está en juego es la noción de ciudadanía crítica. Marx tenía esta idea de que una sociedad realmente buena tendría gente trabajando parte de su tiempo, jugando parte de su tiempo y durmiendo parte de su tiempo. Ésta, en cambio, es una noción que destruye esa concepción de la condición humana y dice que las personas son básicamente trabajadores y serán juzgadas según su contribución a “la economía”. No creo que esa sea una comprensión adecuada de la condición humana. Para mí, hay tres normas que deben guiarnos: amor, cuidado y solidaridad. Pienso que debemos juzgar a una sociedad por la capacidad de sus formas de conocimiento y de su visión de la humanidad para movilizar. La visión imperante es desmovilizadora, olvida las cosas que nos unen y las sustituye por una visión de las ganancias y de las personas como si no valieran. Que la sociedad no es más que la economía, en definitiva, ha sido una idea desastrosa, porque está destruyendo comunidades.

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