Hace algunos años, cuando, por primera vez, almorcé con el presidente Roosevelt, que acababa de tener una entrevista con H.G. Wells, me di cuenta que el tema que más le interesaba sobre la Unión Soviética era el relacionado con la personalidad de Stalin y, en particular, la técnica del gobierno de Stalin. Era un interés natural, y creo que el tema interesa a la mayoría de los estadounidenses. El creciente prestigio de Stalin, durante los últimos veinte años, tanto dentro de la Unión Soviética como más allá de sus fronteras, merece, realmente, la atención de todas las personas que se preocupan por la política.
Sin embargo, la prensa estadounidense da muestras de su total ignorancia respecto a Stalin, al referirse, como lo hace frecuentemente, «al enigmático representante del Kremlin«. Se ha recurrido a todo tipo de pérfidas insinuaciones y caricaturas tendenciosas para crear la leyenda de un dictador astuto y sanguinario, que pretendía sumir al mundo en el caos y en la guerra, con el fin de que una cosa que denominan «bolchevismo» pudiese alcanzar el triunfo. Este cuento absurdo está destinado a ser destruido en breves. Nació, de hecho, de que la mayor parte de los escritores norteamericanos no estaban dispuestos a hacer un poco de esfuerzo para comprender la Unión Soviética y de que, por otro lado, el propio Stalin se mantenía inaccesible a la mayoría de los periodistas extranjeros. Personas a las que se les abrían las puertas de los lugares más altos del mundo y que podían conversar amigablemente con Winston Churchill, Adolf Hitler, Benito Mussolini, Franklin D. Roosevelt y hasta con Chiang Kai-Shek, se sentían profundamente irritadas al serles negada una entrevista con Stalin.
La verdad, sin embargo, era que Joseph Stalin estaba demasiado ocupado realizando una tarea para cuya realización nada podrían contribuir ni los contactos personales con los extranjeros ni la publicidad. Su tarea, como presidente de un Partido Demócrata, consistía en organizar el partido dominante y, a través de él, todo el país. Desde que comenzó la guerra germano-soviética, Stalin se convirtió en jefe del ejército y del gobierno. Ahora puede recibir un mayor número de extranjeros. Empezó muy bien con Harry Hopkins y W.Averell Harriman. Ambos, al parecer, quedaron fuertemente impresionados. Y entiendo el hecho porque yo también hablé con Stalin. La leyenda del dictador inaccesible morirá a la luz de las impresiones que de él se estaban formando los norteamericanos e ingleses destacados. Y no sería difícil que llegásemos a oír hablar de Stalin como «el más democrata del mundo», según lo describió, en cierta ocasión, un escritor soviético.
Cuando hablé con Stalin, no encontré que fuese un hombre enigmático. Me pareció una persona con quien es muy fácil mantener contacto. Es el mejor presidente del comité que conocí en toda mi vida. Posee el don de dar a conocer los puntos de vista de cada uno y saber combinarlos en un tiempo mínimo. Su método de dirigir un comité me recuerda a Jane Addams, de Hull House o Lillian D. Wald, de Henry Street Settlement. Poseín la misma técnica eficaz y democrática, aunque recurriesen a una presión mayor que Stalin.
Aunque haya sido inaccesible para los extranjeros, con raras excepciones, esto no significa que viviese aislado, en una especie de torre de marfil del Kremlin. Cerca de doscientos millones de personas lo mantenían ocupado. Con muchas se entrevistaba. No siempre eran miembros del Partido. Una campesina que había superado el récord de ordeño; un científico que había desintegrado el átomo; un piloto que había volado hasta los Estados Unidos; un minero que había inventado un nuevo proceso de trabajo; un obrero que se enfrentó a un problema de alojamiento; un ingeniero con dificultades nacidas de una nueva situación; toda persona que representase un triunfo notable o un problema típico, podía ser invitada a intercambiar impresiones con Stalin. De esa manera, obtenía información y se mantenía en contacto con el ritmo del país.
Como conocí a Stalin
Esa fue la causa (de la que sólo tuve conocimiento posteriormente) de mi entrevista con Stalin. Durante cerca de diez años me había interesado por la URSS y había hecho esfuerzos para triunfar allí; dos años antes, había organizado y editado un pequeño semanario destinado a otros estadounidenses que trabajaban en el país, colaborando en el primer Plan Quinquenal. Estaba a punto de abandonar la empresa, debido a la censura, de las barreras burocráticas y debido a la aparición de otro semanario rival. El director de mi semanario prácticamente me chantajeaba, pues me amenazaba con destruir mi reputación si renunciaba.
Entonces, un amigo ruso me aconsejó que me quejase a Stalin. Así lo hice. Tres días más tarde recibí una llamada de su oficina sugieriéndome que me pasase por allí para hablar con algunos «camaradas responsables». La invitación tenía un carácter tan ceremonial que me sentí tentada a rechazarla, pues mi director ya había decidido aceptar mi renuncia y yo había dado el asunto por terminado. Pensé, sin embargo, que, después de haber enviado la carta, debería asistir a la entrevista, aunque fuera sólo por cortesía.
Esperaba reunirme con algún funcionario, más o menos importante, en la oficina del partido, y me sentí muerta cuando el coche se dirigió directamente al Kremlin y, sobretodo, cuando al entrar en una gran sala de conferencias no sólo me encontré con Stalin, quien se puso de pie para saludarme, sino también con Kaganovich y Voroshilov. La reunión me pareció extraordinariamente desproporcionada para la importancia del asunto, pero luego me di cuenta que no era mi pequeño problema personal lo que les interesaba. Yo era una de los miles de estadounidenses que comenzaban a preocuparles. Habíamos ido a la Unión Soviética para trabajar en sus industrias; éramos bastante honrados y capaces, pero no progresábamos. Stalin deseaba saber por qué no nos ajustábamos a las necesidades de la industria soviética. Al investigar mis dificultades, podría determinar la razón de nuestro éxito en tierra soviética, aunque más a menudo nos sucediese lo contrario. Pero si él, a través de mí, aprendió alguna cosa sobre los norteamericanos, yo de él aprendí algo muy importante: el proceso de integración de la Unión Soviética y cómo trabaja Stalin.
Mi primera impresión de él fue vagamente desfavorable. Un hombre corpulento, vestido con un simple uniforme caqui, honesto, modesto, cuya principal preocupación era la de saber si yo entendía ruso lo suficiente para participar en un debate. Pensé que no poseía la grandeza de un gran hombre. Nos sentamos de manera tan poco protocolaria que Stalin ni siquiera se instaló en la cabecera de la mesa, que fue ocupada por Voroshilov. Stalin se sentó en un lugar en el que podía ver los rostros de todos los que estamos sentados. Comenzó la conversación haciendo una pregunta directa al hombre del que me había quejado e inmediatamente se colocó en una especie de segundo plano, escuchando los comentarios de los demás. De pronto, se manifiestó el brillante ingenio de Kaganovich, las risas alegres de Voroshilov y las características de las personas de menor categoría que fueron consultadas. Empecé a entenderlos mejor y me sentí atraído por ellos, incluido el director de quién me había quejado. Inesperadamente, me sorprendí hablando y expresando mis puntos de vista con mayor rapidez y claridad que nunca. Los que me escuchaban parecían estar de acuerdo. Y, así, llegamos sin problemas al meollo del problema, habiendo Stalin hablado menos que todos los presentes en la reunión.
Después, repasando mentalmente la entrevista, comprendí que la habilidad de Stalin para escuchar nos había ayudado a todos a expresarnos y comprendernos mejor. A menudo, me hizo repetir algunas de mis palabras, dándole una entonación interrogativa o un ligero énfasis. Eso me hacía sentir que no había entendido bien alguna parte, o que había exagerado y, así, me inducía a ser más explícita. Con los demás, había procedido de la misma manera. Comprendí, entonces, que su forma de escuchar poseía una fuerza dinámica.
El hábito de escuchar de Stalin data de los primeros días de su carrera revolucionaria. «Lo recuerdo perfectamente, desde los primeros tiempos de nuestro partido» me declaró un bolchevique veterano. «Era un joven tranquilo, que no se sentaba en el centro del comité, que hablaba poco, pero escuchaba mucho. Al término de los debates, hacía breves comentarios y, a veces, formulaba sólo algunas preguntas. Poco a poco, empezamos a entender que él hacía siempre el mejor resumen de nuestros pensamientos«.
Todo aquel que conoce a Stalin reconocerá que esta opinión es exacta. En cualquier grupo, generalmente, suele ser el último en expresar su opinión. Procura no impedir la libre y compleja expresión de los demás, como podría hacer facilmente, hablando en primer lugar. Aparte de eso, aprende escuchando: «Es capaz de escuchar cómo crece la hierba«, me dijo un ciudadano soviético.
El Hombre de Acero
Con las informaciones así obtenidas, Stalin llega a conclusiones, y no «a través de la soledad de la noche«, según afirma Emil Ludwig sobre Mussolini, pero conferenciando y discutiendo. En las entrevistas, rara vez recibe al visitante sin estar acompañado de algún auxiliar; casi siempre están presentes Molotov, Voroshilov y Kaganovich. Es posible hasta que no conceda una entrevista sin antes haberlo consultado con sus sus camaradas más cercanos. Se trata de un hábito adquirido desde hace mucho tiempo. En los días del movimiento revolucionario subterráneo, se acostumbró a trabajar en estrecha colaboración con los camaradas que tenían en sus manos la vida de otros. Para sobrevivir, era necesario que aprendiesen a ponerse todos de acuerdo rápidamente, llegando hasta a adivinar los pensamientos en la distancia. Fue entre este grupo como ganó su nombre actual: Stalin («hombre de acero»).
El pueblo soviético tiene una forma de expresar la característica de Stalin, la cual puede parecer extraña a los estadounidenses. Se dice que «Stalin no piensa individualmente«. Pero estas palabras tienen un profundo sentido elogioso. Esto quiere decir que Stalin no sólo piensa con su propio cerebro, sino también con los cerebros de la Academia de Ciencias, de los jefes de la industria, de la Confederación de Sindicatos, de los dirigentes del Partido. Así piensan los hombres de ciencia y también los buenos sindicalistas. No piensan «individualmente»; no se aferran a las conclusiones de un solo cerebro. Este es un proceso extraordinariamente útil, pues hoy en día no existe ningún cerebro humano con poder capaz de resolver los complejos problemas del mundo. Solamente será posible encaminar estos problemas actuales a través del trabajo conjunto de muchos cerebros, no en conflicto, pero en estrecha cooperación.
El propio Stalin hizo esta afirmación veinte veces, a varias personas que lo entrevistaron. Cuando Emil Ludwig y, posteriormente Roy Howard, querían saber «cómo llegaba a sus conclusiones, el gran dictador«, Stalin les dijo: «Las personas, aisladamente, no pueden decidir. La experiencia nos ha enseñado que las decisiones individuales, que no son controladas por nadie más, contienen un gran porcentaje de error«.
Los habitantes de la URSS no se refieren nunca «a la voluntad de Stalin» ni a «las órdenes de Stalin»; hablan de las «órdenes de gobierno» y de la «línea del partido», que son resoluciones tomadas colectivamente. Pero muy a menudo hablan del «método de Stalin» como una cosa que todo el mundo debería aprender. Es el método de obtener resoluciones rápidas con la ayuda de muchas personas, el método del buen trabajo del comité. En la Unión Soviética, los jóvenes talentos, que están interesados por la política, estudian cuidadosamente este método.
Pocos días después de aquella conferencia pude comprender mejor este método. Mi impresión era la que Stalin, Voroshilov, Kaganovich y los demás habían acordado una determinada línea de acción. Pero el tiempo transcurría sin que viese una solución. La conferencia me llegó a parecer casi un sueño. Le transmití mis preocupaciones a un conocido mío, que era ruso, y este se rió de mí: «Así es nuestra terrible democracia«, me dijo. «Es posible que su caso ya esté realmente resuelto. Pero, técnicamente, debe ser aprobado por todos los miembros del Polítburó, algunos de los cuales están en el Cáucaso y otros en Leningrado. De acuerdo con la rutina, su caso será aprobado junto con otras resoluciones. Esa es nuestra habitual forma de proceder, ya que cualquier miembro del Buró podría desear agregar o modificar algunas de estas resoluciones«.
Stalin contribuyó en gran medida a estas decisiones conjuntas. Las personas que lo conocen admiran en él, sobre todo, su franqueza y simplicidad, así como su disposición a abordar los problemas. Más tarde se dan cuenta de su clarividencia y objetividad en el análisis de las cuestiones. No existe nada en él de la histeria emocional de Hitler ni de la egolatría jactanciosa de Mussolini. No hace ningún esfuerzo para hacer sentir su dominio. Poco a poco, la persona se da cuenta de su penetrante capacidad de análisis, de sus conocimientos colosales, de su dominio sobre la política mundial, de su deseo de enfrentarse a los hechos, y, especialmente, de su perspectiva de la visión, que sitúa el problema dentro de la historia, juzgando no sólo sus factores inmediatos, sino también su pasado y su futuro.
El ascenso de Stalin al poder se realizó lentamente. Comenzó muchos años atrás con su estudio de la historia y, en particular, de la historia de las revoluciones. El presidente Roosevelt, en nuestra conferencia, comentó con sorpresa el profundo conocimiento de Stalin sobre la revolución de Cromwell, que fue puesto en el foco en su conversación con H.G. Wells. Y que, en realidad, Stalin estudió la historia de las revoluciones de Inglaterra y de los Estados Unidos mucho más a fondo de lo que lo suelen hacer los políticos británicos y estadounidenses. La Rusia zarista caminaba para la revolución. Stalin tenía la intención de participar en ella y contribuir a darle forma. Se convirtió en un verdadero hombre de ciencia en cuanto al conocimiento del proceso histórico según en el punto de vista marxista: cómo viven las masas populares; cómo se desarrollan las técnicas industriales y las relaciones sociales; cómo surgen y luchan las clases sociales; cómo alcanzan éxito, etc. Stalin analizó y comparó todas las revoluciones del pasado. Y, además de todo esto, además de ser un hombre de ciencia, es, también, un hombre de acción.
El arte de ser líder
En los primeros días de la revolución el nombre de Stalin era poco conocido fuera de los círculos del Partido. En 1923, durante la última enfermedad de Lenin, varios hombres cuyas opiniones me merecen confianza, me dijeron que Stalin «era el hombre del futuro». Basaban su opinión en el agudo conocimiento que Stalin poseía de las fuerzas políticas y de su trato continuo frente a los problemas de organización política en calidad de secretario del Partido Comunista. También se basaban en su capacidad para actuar con rapidez, de manera oportuna, y decían que, hasta el momento, en el transcurso de la Revolución, nunca se había equivocado. Decían que era el hombre a quien recurrían lo miembros responsables del partido cada vez que deseaban una formulación clara y sintética de lo que todos ellos pensaban. En aquellos días, Trotsky se burlaba de Stalin, calificándolo de «típico mediocre«. Y hasta cierto punto esto era cierto. Stalin se mantenía en estrecho contacto con el «hombre medio», ya que este constituye la materia prima de la política.
«El arte de ser líder, dijo Stalin en una ocasión, es un problema muy serio. El jefe no puede quedarse detrás del movimiento porque esto significaría aislarse de las masas. Tampoco puede avanzar demasiado rápido, porque esto equivaldría al contacto con las masas«. Con estas palabras estaba señalando a sus camaradas la manera de convertirse en líderes y al mismo tiempo expresaba su propio ideal, que tenía puesto en práctica de manera efectiva.
Hace unos veinte años, durante la guerra civil rusa, en más de una ocasión el instinto de Stalin para captar los sentimientos de las masas ayudó a los ejércitos soviéticos a obtener la victoria. Uno de los ejemplos más conocidos de este hecho fue la disputa entre Stalin y Trotsky acerca de un avance a través del Cáucaso del Norte. Trotsky quería seguir la ruta militar más corta. Stalin hizo ver que esa ruta atravesaba las zonas hostiles ocupadas por los cosacos, lo que, en última instancia, redundaba el ser más larga y más sangrienta. Y eligió un camino indirecto, a través de las ciudades que contaban con un elevado número de trabajadores y en las cuales el pueblo ayudó a los ejércitos rojos, en lugar de hacerles oposición. Este contraste es típico y, desde entonces hasta ahora, ha sido ilustrado por veinte años de historia. Stalin está en su elemento, manejando las fuerzas sociales, como lo demuestra su reciente llamamiento a una «guerra popular» en la retaguardia de los ejércitos alemanes. Sabe cómo despertar la terrible fuerza de un pueblo enfurecido, cómo organizarlo y cómo conducirlo de acuerdo a los deseos populares.
El mundo comenzó a oír hablar de Stalin durante las deliberaciones que precedieron al primer Plan Quinquenal. Los obreros rusos no pertenecientes al Partido Comunista comenzaron a ver en Stalin a un jefe durante el primer período de la espectacular expansión de la industria soviética. En marzo de 1930, por primera vez, alcanzó el papel de líder entre los campesinos, gracias a su famoso artículo «El vértigo del éxito«, con el que puso punto final a los abusos que se estaban produciendo en la colectivización rural.
La democracia proletaria
El gran día de Stalin, cuando se reveló como líder de todo el pueblo soviético, fue al introducir el nuevo Código Político del Estado Socialista, como presidente de la Comisión de la Constitución. Habían sido previstas instrucciones a una comisión de 31 personas, los más destacados historiadores, economistas y políticos del país para elaborar «la Constitución más democrática del mundo«, con la maquinaria más eficiente concebida hasta el momento para expresar la «voluntad del pueblo«. Trabajaron un año y medio, estudiando detalladamente todas las constituciones existentes en el mundo, no sólo las de los gobiernos, sino también las de los sindicatos y las de los grupos formados voluntariamente. El proyecto que prepararon fue discutido durante varios meses por todo el pueblo soviético, en más de medio millón de reuniones, a las que asistieron 36,5 millones de personas. Como resultado de las discusiones populares, llegaron a las manos de la Comisión de la Constitución 154,000 propuestas de enmiendas. Se sabe que el propio Stalin leyó varios miles de estas cartas enviadas por el pueblo.
Cuando Stalin presentó su informe mediante el Congreso de los Soviets, había dos mil personas en el Salón Blanco del Kremlin. En un plano más bajo de mi asiento, en la cabina de los periodistas, el patio de butacas estaba abarrotado por miembros del Congreso; en las cabinas laterales estaba el cuerpo diplomático; atrás, en la amplia galería, había un gran número de ciudadanos notables, especialmente invitados para el acto. Fuera del recinto, decenas de millones de personas escuchaban por la radio, tanto en los campos de algodón de Asia Central como en las estaciones de investigación en las costas del Ártico. Era un punto de inflexión en la historia soviética. Pero las palabras de Stalin fueron simples, directas, tan vacías de formalidad como si estuviese hablando con unos amigos junto a la chimenea. Explicó el significado de la Constitución, examinó las enmiendas propuestas, llevando a cabo una pequeña charla sobre las más importantes.
De entre más de una docena de enmiendas que Stalin discutió personalmente, apoyó las que facilitaban la expresión democrática, rechazando aquellas que podrían entorpecerla. No faltaron, por ejemplo, aquellas que esperaban que las diferentes repúblicas no pudieran tener derecho a separarse de la Unión. Stalin dijo que, a pesar de que no fuese probable que quisieran separarse, su derecho de hacerlo debía ser garantizado por la Constitución, como una afirmación democrática. Un número considerable de personas deseaban negar los derechos políticos a los sacerdotes, temiendo que influyesen indebidamente en la política. «Ha llegado el momento de implantar el sufragio universal sin restricciones«, replicó Stalin, argumentando que el pueblo soviético ya había alcanzado el grado de madurez necesario para saber lo que quería.
Una frase significativa del discurso de Stalin es, en estos momentos, más importante para nosotros que los principios constitucionales e, incluso, que su funcionamiento. Terminó su discurso con una clara referencia a la creciente amenaza nazi en Europa. El 25 de noviembre de 1936, antes de que cualquier gobierno europeo enfrentase el hitlerismo seriamente, Stalin declaró que la nueva Constitución Soviética representaba «una condena al fascismo y una afirmación de que el socialismo y la democracia son invencibles«.
En los años que siguieron al Congreso Constituyente, la personalidad de Stalin comenzó a ser ampliamente conocida. Su retrato y sus frases alcanzaron tal difusión en la Unión Soviética que había muchos extranjeros que vieron en ese hecho una «idolatría» forzada y poco sincera. La mayoría de la gente que conocí en la URSS siente realmente una gran devoción por Stalin, por el hombre que construyó el sistema que llevó al país al éxito. Conocí a gente que se mudó temporalmente de su casa, en vísperas de los días de las elecciones, con el fin de tener la oportunidad de votar directamente a Stalin, en el distrito en el que era candidato, en lugar de hacerlo a favor de otro, menos brillante, de su distrito.
Es imposible desentrañar la vida íntima de Stalin, sobre todo a través de sus relaciones con las personalidades eminentes que lo han ayudado a forjar la historia soviética. Valery Chkalov, el brillante piloto que realizó el primer vuelo de Moscú a los Estados Unidos, pasando por el Polo Norte, describió una visita que le hizo a Stalin en su casa de verano, en donde estuvo desde las cuatro de la tarde hasta la medianoche. Stalin cantó muchas canciones del Volga, puso discos en el gramófono para que los jóvenes bailasen, comportándose como un ser humano normal, que descansa en el seno de la familia.
Las tres mujeres aviadoras, que superaron todos los récords mundiales femeninos con su espectacular vuelo de Moscú al Extremo Oriente, fueron también honradas con una reunión nocturna en el Kremlin. Una de ellas, Raskova, contó después que Stalin había bromeado con ella acerca de la época prehistórica del matrimonio, cuando las mujeres dominaban la sociedad humana. Dijo que, en los primeros días del desarrollo de la humanidad, las mujeres habían transformado la agricultura en la estructura básica de la sociedad y del progreso, dedicándose los hombres exclusivamente a la caza y la guerra. Y, después de referirse a los siglos siguientes de la esclavitud femenina, Stalin dijo: «Ahora, estas tres chicas están ajustando cuentas con los largos siglos de esclavitud de las mujeres«.
Creo, sin embargo, que la mejor anécdota es la que se refiere a María Demchenko, porque revela el pensamiento de Stalin respecto a los líderes y a cómo se forman. María era una campesina que dirigía un congreso agrícola en Moscú e hizo una promesa personal a Stalin, que estaba sentado en un sillón, de que ese mismo año su brigada femenina produciría veinte toneladas de remolacha por hectárea de tierra. Fue una promesa impresionante, pues el rendimiento medio, en Ucrania, andaba alrededor de cinco toneladas. La promesa de María dio lugar, entre los productores de remolacha ucranianos, a una seria competición que fue ampliamente divulgada en la prensa soviética. Todo el país siguió con entusiasmo la lucha de María contra una plaga en la remolacha y los esfuerzos de los bomberos locales para combatir la sequía, teniendo que llevar veinte mil cubos de agua al campo. Todos sabíamos que este grupo de mujeres tedría que limpiar los campos de maleza nueve veces, y ocho de los insectos. Finalmente, María produjo veintiuna toneladas por hectárea, mientras que el mejor de sus competidores obtuvo trece.
Esta cosecha constituyó un acontecimiento nacional. María y su grupo fueron a Moscú a hacer una visita a Stalin, durante el festival de otoño. Los periódicos les dieron honores de estrellas de cine, publicando sus entrevistas en un lugar prominente. Stalin le preguntó a María que deseaba como recompensa a su propio récord y por haber despertado el entusiasmo de los demás productores de remolacha. María respondió que lo que más deseaba era ir a Moscú para conocer a los «líderes». «Pero los líderes son ustedes mismos«, le dijo Stalin a María. «No hay duda, respondió María, pero de todos modos deseaba verlos«.
Su mayor deseo, que fue realizado, era estudiar en una Escuela de Agricultura.
«Hacia el frente, hacia la victoria»
Cuando Alemania lanzó sus ejércitos contra la Unión Soviética, muchos extranjeros se sorprendieron de que Stalin no hubiese pronunciado inmediatamente un discurso para levantar el ánimo del pueblo. Algunos de nuestros periódicos más «marrones» lanzaron la hipótesis de que Stalin había huido. Los habitantes de la Unión Soviética sabían que Stalin confiaba en que ellos cumplirían con su deber y que haría un resumen de la situación, tan pronto como estuviese definida. Y lo hizo, de hecho, por la radio, en la madrugada del 3 de julio.
Las palabras con las que comenzó fueron muy significativas: «¡Camaradas! ¡Ciudadanos!» dijo, como hacía con frecuencia. Luego añadió: «Hermanos y hermanas«. Por primera vez Stalin utilizaba en público estas cálidas palabras familiares. Para todos los que escuchaban, eso quería decir que la situación era muy grave; que necesitaban estar unidos para hacer frente a la prueba definitiva y que, más que nunca, deberían acercarse y amarse unos a otros; quería decir que Stalin los estrechaba entre sus brazos, dándoles fuerza para la tarea que tenían por delante. Esta tarea consistía en soportar con sus propios recursos el peso del ataque más atroz que conoce la historia, resistir a él, dominándolo, salvar el mundo. Todos sabían que era necesario hacerlo, y Stalin sabía que lo harían.
Stalin explicó, con perfecta claridad, que el peligro era grave, que los ejércitos alemanes se habían apoderado de la mayor parte de los países bálticos, que la lucha sería increíblemente costosa y que, en ese momento, estaba en juego la alternativa entre la libertad y la esclavitud, la vida o la muerte para el régimen soviético. Les dijo textualmente: «El enemigo es cruel e implacable. Quiere apoderarse de nuestras tierras, regadas con nuestro sudor, para transformar a nuestros pueblos en esclavos de los príncipes y barones alemanes«. Apeló a la «valiente iniciativa e inteligencia que son peculiares en nuestro pueblo«, que él, durante más de veinte años, había ayudado a crear. Trazó, con algunos detalles, el rudo sendero que todos deberían seguir, cada uno en su propio campo de acción, y dijo que los rusos encontrarían aliados entre todos los pueblos del mundo amantes de la libertad. Terminó exhortándolos a marchar «hacia el frente, hacia la victoria«.
Enviando informaciones de Moscú sobre los hechos ocurridos en la madrugada en que Stalin pronunció su discurso, Erskine Caldwell se refirió a las inmensas multitudes que llenaban las plazas públicas de la ciudad, atentas a los altavoces y que «contenían la respiración, en un silencio tan profundo, que era posible escuchar todas las inflexiones de la voz de Stalin«. En dos ocasiones, durante el discurso, se pudo escuchar hasta la caída del agua en un vaso, al hacer Stalin una pausa para beber. El absoluto silencio se prolongó durante varios minutos después de que Stalin hubiese terminado. Entonces, una mujer dijo: «Trabaja tanto, que no tiene tiempo para dormir. Me preocupa su salud«. Y de esta forma es como Stalin condujo al pueblo soviético a enfrentar la terrible experiencia de la guerra.
Anna Louise Strong nació en los EE.UU.. Se licenció en filosofía por la Universidad de Chicago. Murió en Pekín, en 1970, a los 84 años.
Traducido por «Cultura Proletaria» de averdade.org.br