JACQUES RANCIÈRE, PLATÓN Y LA LITERATURA

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Anaclet Pons · en IdeasSuecia. ·

El rey le responde a Theuth:

 «tú, que eres el padre de la escritura, le has atribuido una función opuesta a su función real a causa del orgullo que te inspira tu vástago. Aquellos que la adquieran dejarán de ejercitar su memoria y se convertirán en olvidadizos; se apoyarán en signos externos en lugar de en sus propios recursos internos» (Fedro) 

Sofocado estaba hace unas semanas, con calores impropios. Así que no lo pensé ni un minuto cuando me invitaron a una escapada nórdica y aquí me tienen, dispuesto a refrescarme como un salmón, en tierras suecas.  Debo el placer a Luka Arsenjuk, a  quien conocí hace un par de años en mi visita a la Duke University, donde él estudiaba literatura y yo disfrutaba del campus. Ahora se dedica a la cosa del video o algo así, pero no ha abandonado la espesura de su formación posmoderna y americana. A la que llego, me encuentro un texto suyo en la recepción del bungalow, un ensayo sobre Rancière, nada menos, uno de los pocos pensadores que quedan en el hegáxono, de modo que estoy de nuevo hirviendo.   Pongámonos a ello, a ver qué nos cuenta. 

Para situar el pensamiento de Jacques Rancière, que se mueve dentro de una intersección que abarca   la filosofía, la política  y   la estética, quizá nada mejor que  confíar en sus propias palabras, dice Arsenjuk. En una entrevista realizada en el verano del 2000 por  Davide Panagia para la revista Diacritics 30 (de la Johns Hopkins University Press) , Rancière describe su   trabajo situándolo dentro   del círculo que rodeaba a Louis Althusser (por si lo han olvidado, Rancière fue uno de los coautores del famoso  Lire le Capital, aparecido en 1965), pero  lo hace en términos de un desplazamiento, desde una lectura hermenéutica de los textos hacia una visión más afirmativa del lenguaje. Especialmente desde los acontecimientos de 1968, Rancière empezó a distanciarse de la crítica basada en la distinción   sausseuriana entre la langue y  la parole, la distinción entre las estructuras (inconscientes) subyacentes y el resto de planos (cultural, social, político) que son determinados por esas estructuras. Así pues,  se ha alejado de esta clase de lectura basada en la sospecha y ha preferido un acercamiento que, por decirlo así, afirma lo que hay en la superficie.  Ésta no se oculta, sino que se convierte en una escena en la cual se demuestran la creatividad y la eficacia de los juegos del lenguaje   y de los actos de discurso. De este modo, estos últimos ya no se entienden como   artefactos ideológicos o   efectos superestructurales de alguna «causa ausente», sino que, como actos, como gestos políticos en sí mismos, son capaces de   reconfigurar   la situación en la cual son enunciados.   

Rancière ha basado su relato poético sobre la lengua y el discurso (poéticos  en el sentido de la creación, de  la formación) en la relectura   de la crítica platónica a  la escritura (Fedro), como también hizo Derrida en su Gramatología. La palabra escrita – la «palabra huérfana» la llama Platón – es siempre un elemento suplementario en lo referente al orden comunitario. Puede liberarse de una situación en la cual los roles apropiados de emisor y de  destinatario, así como los límites de lo que puede ser dicho,  estén estrictamente determinados. La palabra escrita se la puede apropiar   cualquier persona. A diferencia  de lo que ocurre con  la elocución individual de la palabra hablada, que queda atada a  «la lógica de lo apropiado»,  la palabra escrita, en tanto que inesperada e   inagotable, presenta lo que llamaríamos un cierto «exceso  de extravío», al menos  en lo referente a ese mundo de roles cuidadosamente distribuidos, de tareas y de discursos que son asignados    como pertenecientes  a   individuos y   grupos que se consideran a sí mismos desempeñando   esos papeles y esas tareas dentro del orden comunitario.    Este exceso de palabras sobre cómo funciona y se distribuye aquello que es común, habitual, y que viene establecido  por ese orden comunitario representa el poder igualitario del lenguaje -que Rancière llama literalidad-,  la capacidad de perturbar los circuitos existentes de palabras, de significados y de lugares de la enunciación. Así se lo confiesa a Panagia: los «seres humanos son animales políticos por dos razones: primero, porque tenemos el poder de poner en la circulación más palabras, palabras  inútiles e innecesarias, palabras que exceden su función de designador rígido; en segundo lugar, porque esta capacidad fundamental hacer que proliferen las   palabras es incesantemente contestada por quienes piden que se  hable correctamente”.

             

Espero que me perdonen, pero hasta aquí he llegado, no he podido continuar. Rancière es un autor que considero extremadamente interesante, tanto como oscuridad tienen algunos de sus párrafos (que no es el caso previo, pero si lo que le sigue). Así que leerlo a través de Arsenjuk es un doble desafío para el que no estaba preparado. A cambio, me he decidido a comprar el último número de la revista en el que estaba publicado ese ensayo. Se llama Fronesis y, claro está, es sueca, compuesta en  la bellísima localidad de Malmö. Su ejemplar más reciente, el 22/23,  lleva el título de Liberalismo y en él se incluyen textos, entre muchos otros,  de Michel Foucault, sobre el nacimiento de la biopolítica, de John Dewey, sobre el futuro del liberalismo, y dos del amigo Rorty, uno sobre identidad moral y autonomía privada, otro sobre Habermas, Derrida y las funciones de la filosofía. Pues eso, que me vuelvo, que en todos sitios cuecen habas y el bullir me persigue.  Además, no acabo de  descifrar el sueco como debería. Por si alguno de ustedes desea degustar a Rancière les recomiendo la reciente versión catalana de uno de sus mejores textos: Els noms de la història (PUV, 2005)

 Aunque, para quienes ya conozcan lo anterior, les diré que hace unas pocas semanas ha salido en Francia su último libro (recopilatorio): Politique de la littérature (Editions Galilée). Viene a sostener, según dice su editorial, «que la política de la literatura no es la de los escritores ni la de  sus compromisos. No se refiere tampoco a la manera en que éstos representan las estructuras sociales o las luchas políticas. La expresión «política de la literatura» supone un vínculo específico entre la política como forma de la práctica colectiva y la literatura como régimen históricamente determinado del arte de escribir. Este libro procura mostrar cómo la revolución literaria trastorna de hecho el orden sensible que sostenía las jerarquías tradicionales, así como por qué la igualdad literaria frustra toda voluntad de poner la literatura al servicio de la política o situarla en su lugar. Esta   hipótesis se pone a  prueba con algunos escritores: Flaubert, Tolstoï, Mallarmé, Brecht, Borges u algunos otros. Muestra también las consecuencias que de ello se derivan para la interpretación psicoanalítica, la narración histórica, o la conceptualización filosófica».

Para mayor aclaración, les remito a una entrevista publicada en Le Monde hace unos días. En cambio, la reseña de William Marx para el mismo periódico tendrán que pagarla, pues ha transcurrido ya una semana y los del diario son muy celosos con estas cosas. 

Para que no me lloren ni me retraigan haber informado tarde de la recensión, les diré que Marx argumentaba que hay dos maneras antagónicas de contemplar filosóficamente la literatura. Uno la puede tomar  como   palabra que trasciende  las condiciones materiales de su enunciación y que se propone, en última instancia, ser como la voz misma del Ser: es la opción metafísica, la que   ilustró Heidegger. Por el contrario, uno puede insistir  en su necesaria sujeción   a la existencia concreta, tomándola como   expresión históricamente dada de una relación singular (la lengua y el mundo): la de un escritor, la de un movimiento estético o incluso la de la toda sociedad. Tal es el camino, concluye Marx, que ha escogido explorar Jacques Rancière, imponiéndose desde hace muchos años como uno de los principales pensadores de la cosa literaria… Exigente como siempre, esta reflexión se  centra a veces en escritores esenciales (“Mallarmé : la politique de la sirène”, 1996) y a veces asciende a consideraciones generales sobre la historia de la literatura, como en el ensayo fundamental sobre “La Parole muette” (1998). Dos puntos de vista  que están coordinados con un rigor notable a lo largo de esta  recopilación, que reúne  una decena de textos,  el más antiguo de los cuales está fechado en 1979.

Aprovechen si pueden, que Rancière, Badiou y algunos otros (muy pocos) son los últimos intelectuales de verdad que quedan en el Hegágono.

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