A partir de la crisis de las hipotecas de alto riesgo hemos sido testigos de una verdadera debacle de las clases dominantes europeas frente a la hegemonía estadounidense. Europa no ha logrado imponer ninguna política que presente características de autonomía significativa y desarrollo de un modelo independiente. Los canales de contacto internacional anteriormente desarrollados con China, Rusia y el mundo islámico se mantuvieron durante algunos años, para proceder a su rápido desmantelamiento a partir del punto de inflexión de la pandemia.
Durante la pandemia asistimos a una coordinación de estrategias «sanitarias» lideradas por las autoridades estadounidenses (NSA, FDA) que involucraron a los países de la OTAN, la Commonwealth e Israel, es decir, todas las principales ramas del poder estadounidense, en un modelo común.
Con la guerra ruso-ucraniana, Europa aceptó condiciones de compromiso que significaban una subordinación total del aparato productivo europeo a las necesidades estadounidenses. La destrucción del North Stream 2 fue el sello simbólico de ello. La desindustrialización, que hasta ahora sólo se había iniciado en el sur de Europa en favor del norte de Europa –con la justificación de las “necesidades de austeridad”– ahora también ha comenzado a involucrar a la antigua locomotora alemana.
Que Europa no era capaz de imaginarse a sí misma como un modelo alternativo al americano desde hacía algún tiempo estaba claro desde los años 1990. Pero, durante casi dos décadas, el desafío del neoliberalismo de base europea consistió en creer que podía ser un competidor real de Estados Unidos; es decir: en creer que podía superar a Estados Unidos en su juego favorito, el mercado capitalista.
Y en cierto momento Europa descubrió que las aborrecidas soberanías, derrocadas en nombre de la globalización del mercado, eran la única fuente de autonomía y dirección incluso en un contexto capitalista. Porque Estados Unidos, que nunca dio crédito al cuento de hadas de la superación de las soberanías, impuso lo suyo a una Europa que se ha transformado en una aglomeración de lobbies privados injertados en instituciones sin carácter ni columna vertebral.
Uno puede verse tentado a leer la debacle de las clases dominantes europeas en términos de corrupción o chantaje. Uno observa los estragos de los altos representantes de las naciones europeas, que sacrifican sus intereses y venden a su propio pueblo, e imagina que el personaje X ha recibido una gran transferencia bancaria o el personaje Y está bajo chantaje. Pero estos casos, que ciertamente existen, no explican en absoluto el carácter radical de la catástrofe.
La piedra angular en torno a la cual gira la actual catástrofe europea es estrictamente cultural.
Es a nivel cultural que Europa, en su conjunto, se ha convertido en una rama perdedora de las universidades estadounidenses. Desde la década de 1990, cualquier reclamo de autonomía cultural europea prácticamente ha desaparecido.
En el nivel de la teoría económica, han desaparecido todas las teorizaciones independientes de la síntesis neoclásica, teorizaciones que quedan como notas a pie de página o capítulos obsoletos de la historia.
A nivel lingüístico, la atención a la lengua materna y a la riqueza de otras lenguas europeas ha sido sustituida por el inglés de conserjería, que ahora representa el codiciado pico de la «internacionalización» (esto se puede ver muy bien en la oferta educativa de Bachillerato y en el ámbito universitario).
A nivel cinematográfico, el modelo de entretenimiento desechable al estilo Hollywood es el único existente, y todos somos más conscientes de lo que sucede en las calles de San Francisco que de lo que sucede en nuestros propios hogares.
Todo el sector de las «Geisteswissenschaften», de las ciencias espirituales o humanísticas, ha sufrido una involución en el sentido de una especialidad museística que las transforma de gimnasios ciudadanos a parques de atracciones especializados, estrictamente inofensivos para los que están en el poder.
Los problemas de costumbres que ya hace tiempo que arrasan en Estados Unidos, donde se llevan cociendo desde hace cuarenta años (basta con mirar a cualquier clásico de Clint Eastwood), desde el racismo hasta la corrección política, han sido importados con fuerza a Europa, ocupando el centro de la escena.
El imaginario «rebelde» de las nuevas generaciones está colonizado por la rebeldía individual, la rebeldía de los esclavos que se quejan de no ser traficantes de esclavos (ver la música rap y el trap).
Etcétera, etcétera.
Si el problema fuera sólo corrupción y chantaje, bastaría con un debilitamiento de la voz del amo (que podría estar a la vuelta de la esquina) y Europa podría iniciar un proceso de emancipación.
Desafortunadamente, el verdadero problema es la introyección total de los paradigmas culturales del maestro, esos paradigmas que hacen imposible para la mayoría de la gente siquiera imaginar una alternativa al mundo actual. Una vez perdida la batalla de la identidad cultural, todas las demás batallas se pierden antes de que se desplieguen las tropas.