MARTÍN MOSQUERA
La experiencia de la revolución rusa continúa proporcionando valiosas lecciones a los socialistas, siempre y cuando seamos capaces de superar las interpretaciones convencionales tanto de los partidarios de Octubre como de sus enemigos.
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La influencia que la Revolución de Octubre proyecta sobre la izquierda socialista plantea un problema evidente a simple vista: los bolcheviques enfrentaron a un gobierno autocrático en un país predominantemente campesino, carente de tradiciones parlamentarias y desprovisto de un movimiento reformista burgués, todo ello en medio de una guerra implacable. El modelo estratégico que surge de un contexto de este tipo difícilmente puede trasladarse a las democracias capitalistas contemporáneas. Suele concluirse, entonces, que es necesario romper con la tradición leninista y su estrategia insurreccional de doble poder. Pero, ¿y si esta conclusión fuera apresurada? ¿No estamos dejando intacta la interpretación convencional de la Revolución Rusa (compartida tanto por sus partidarios como por sus críticos)?
Mi enfoque será otro. Comparto la necesidad de construir un enfoque estratégico que se adapte a las características del ciclo histórico actual. Es decir, que se ajuste a la existencia de un Estado complejo y ramificado en la sociedad civil y a la existencia de instituciones democráticas que metabolizan las demandas de las clases populares. Pero, a su vez, considero que las interpretaciones que hicieron de Octubre un «modelo estratégico» utilizaron una imagen distorsionada de la experiencia rusa. En mi opinión, una reinterpretación adecuada de la revolución bolchevique puede proporcionar valiosas lecciones para los socialistas, más provechosas que el simple rechazo que prevalece en ciertos sectores de la nueva izquierda.
Para demostrar esto me centraré únicamente en algunos aspectos clave del período revolucionario. Me limitaré a resaltar y articular de la manera que considero adecuada ciertos hechos históricos bien establecidos, sin necesidad de apoyarme en argumentos que dependan de nueva evidencia histórica o de investigaciones recientes, a excepción de algunas referencias al trabajo de Lars Lih. A través de esta aproximación que se basa en ajustar algunos énfasis, veremos cómo emerge finalmente una imagen global diferente.
Este debate va más allá de ser un simple ejercicio académico. Al adoptar esta perspectiva se demuestra, nada menos, que la experiencia bolchevique no puede considerarse un caso exitoso de la estrategia que defiende el «leninismo realmente existente». Si no hubiéramos relegado la interpretación de la Revolución Rusa a las concepciones dogmáticas tradicionales, habríamos tenido una visión de esa experiencia como un fenómeno rico y multifacético en lugar de un respaldo histórico para las tradiciones dogmáticas.
La experiencia bolchevique, cuando se comprende adecuadamente, ofrece más lecciones valiosas de las que se aprecian a simple vista. A veces el mayor gesto antidogmático no pasa por romper con la tradición, sino por comprenderla adecuadamente.
El mito del partido ultradisciplinado y liberado de oportunistas
En cuanto a la relación entre los bolcheviques y otras corrientes obreras, reformistas y oportunistas, el relato convencional sostiene algo similar a lo siguiente: «los bolcheviques, con un partido altamente centralizado y liberado de oportunistas, se abrieron paso hacia las masas a través de su implacable lucha contra los reformistas que respaldaban el gobierno provisional. Esta estrategia se materializó en su llamado a romper con el gobierno provisional y transferir “todo el poder a los soviets”».
En primer lugar, es importante abordar el mito de un partido «ultradisciplinado y libre de oportunistas» que habría construido Lenin. La evidencia histórica muestra que la realidad de la socialdemocracia rusa, y en particular del bolchevismo, dista mucho de esta imagen ampliamente aceptada. Según la descripción del historiador Robert Service, quien no tiene simpatía alguna con la causa comunista, los bolcheviques «no eran la secta política celosamente excluyente de la mitología popular: en realidad estaban mucho más cerca de ser un partido catch-all [atrapa todo] para aquellos socialdemócratas radicales que estaban de acuerdo en la urgente necesidad de derrocar al gabinete dominado por los liberales, establecer un gobierno socialista y poner fin a la guerra».
No es difícil reconocer la asombrosa mutación de los bolcheviques durante el proceso revolucionario en todos los aspectos relevantes que definen a un partido: el giro estratégico de abril de 1917, el salto abrupto en la composición obrera y popular y la fusión con redes de cuadros provenientes de otros partidos socialistas (eseristas, mencheviques o el Comité Interdistrital de Trotsky y Lunacharski). Según Deutscher, Lenin mantuvo incluso hasta la víspera de la revolución la expectativa de ganar a Martov para el bolchevismo. En cierto modo, el partido que encabeza Octubre surge del proceso revolucionario mismo.
En este sentido, el partido bolchevique, un heredero leal de la tradición de los grandes partidos obreros de la socialdemocracia, surgió a través de un metabolismo constante con los cambios en la clase trabajadora y sus partidos, lo que lo hizo receptivo a procesos de fusión y reagrupamiento. Lejos del mito de la acumulación de cuadros autocentrada, el bolchevismo en 1917 fue un partido abierto que vivió una reconfiguración profunda a partir de una confluencia de fuerzas de distintas procedencias. Esto no disminuye el mérito de la fracción bolchevique, sino que lo ubica en su perspectiva adecuada: el bolchevismo pudo ser el vehículo de este reagrupamiento debido a este carácter distintivo, abierto y flexible.
Sobre el significado de la consigna «todo el poder a los soviets»
Vayamos ahora al terreno propiamente estratégico. La consigna bolchevique, que trazó una línea de delimitación clara con los liberales, los capitalistas y los oportunistas, fue «Todo el poder a los soviets». Pero, ¿qué significaba darle el poder a los soviets entre abril y septiembre de 1917? Básicamente, consistía en instar a los líderes mencheviques y socialrevolucionarios —que eran mayoritarios en los soviets— a romper sus acuerdos con los liberales y establecer un gobierno sin capitalistas responsable ante los consejos obreros. La estrategia que dominó la mayor parte del año no fue nada parecido a «ninguna confianza en los reformistas» sino un emplazamiento permanente a los reformistas a que «rompieran con la burguesía» para conformar un gobierno de trabajadores y campesinos basado en los partidos socialistas mayoritarios (lo que hubiese excluido a los bolcheviques).
Esta propuesta adquirió contornos muy precisos a principios de septiembre luego de derrotado el intento de golpe de Kornilov. En ese momento los bolcheviques dejaron en claro su disposición a adoptar una táctica que, años más tarde, se conocería como «oposición leal». Consistía en defender a un gobierno obrero contra los embates de la burguesía, incluso si estaba dominado por corrientes reformistas. Los bolcheviques mantendrían su independencia como partido, preservando su libertad para criticar y actuar, pero renunciando a cualquier intento de derrocar revolucionariamente al nuevo gobierno.
Esto no significa que los bolcheviques no pusieran énfasis en superar la política reformista que predominaba entre los partidos socialistas mayoritarios. Indica de qué modo afrontaron esta tarea. La mera delimitación propagandística y el combate directo suele dejar a los revolucionarios en un lugar demasiado alejado de las fuerzas sociales mayoritarias. En cambio, construir un marco unitario donde la delimitación es un subproducto de la incapacidad de los reformistas para llevar a término una lucha común es una táctica que ha pasado mejor la prueba de la historia.
Democracia parlamentaria y soviets
Dice Eric Blanc en un texto de polémica con el leninismo: «Siguiendo los argumentos de Lenin de su panfleto El Estado y la revolución de 1917, los leninistas durante décadas han articulado su estrategia a partir de la necesidad de una insurrección para derrocar todo el Estado parlamentario y colocar todo el poder en manos de los consejos de trabajadores». En su réplica, Lars Lih afirma:
Esta observación reúne no uno, sino dos conceptos erróneos arraigados acerca de 1917: en primer lugar, que el choque entre dos tipos de democracia —parlamentaria frente a soviética— que se encuentran en las páginas de El Estado y la revolución, tuvo algo que ver con la victoria de Octubre o la política en aquel año revolucionario. (El Estado y la revolución se redactó en 1917, pero solo se publicó en 1918 y fue irrelevante para los acontecimientos del año anterior). En segundo lugar, que los bolcheviques tomaron el poder por medio de una «insurrección», «levantamiento armado», o lo que sea.
Como correctamente señala Lih, la polarización entre dos formas de democracia, la parlamentaria y la soviética, no desempeñó un papel relevante en 1917. De hecho, la actitud de los bolcheviques en este punto es mucho más ambigua de lo que indica la narrativa habitual. Una vez más, es necesario entender adecuadamente la consigna bolchevique de que los soviets se hagan con el poder. La reivindicación del poder soviético no era la proclamación de la superioridad intrínseca de un tipo específico de democracia, sino un llamado a que la clase obrera, a través de sus organismos, rompiera con la burguesía.
Además, la demanda de una Asamblea Constituyente desempeñó un papel central en toda la agitación política de los bolcheviques. Uno de los argumentos fundamentales de los bolcheviques era que, al igual que con el fin de la guerra, el gobierno provisional no era capaz de satisfacer esta demanda esencial de las masas. Como afirmó Trotsky después de la disolución de la Asamblea Constituyente: «cuando argumentamos que el camino hacia la Asamblea Constituyente pasaba (…) a través de la toma del poder por los soviets, éramos absolutamente sinceros». De hecho, durante la disolución de la Asamblea Constituyente no se hizo ninguna referencia a la supuesta superioridad intrínseca de la democracia soviética sobre las formas parlamentarias convencionales, sino a razones coyunturales y prácticas.
Incluso si consideramos en su conjunto los escritos de Lenin de ese período, su postura resulta más ambigua de lo que aparenta. Lenin contemplaba inicialmente cierto grado de complementariedad entre los soviets y la futura Asamblea Constituyente. Y aquí es importante subrayar un punto crucial: a Lenin, incluso en El Estado y la revolución, no le interesaba particularmente la tarea de planificar las estructuras institucionales de un futuro régimen político tras la toma del poder. Su prioridad, como siempre, era esencialmente estratégica. Todo lo demás se subordinaba a ello, incluso las referencias, a menudo confusas, al Estado posrevolucionario. El núcleo fundamental de la estrategia leninista era el énfasis en los soviets como estructuras de autoorganización que servirían de base para una estrategia de poder desde abajo basado en la fuerza de las masas. Esto implicaba más una ruptura con la estrategia gradualista y parlamentaria que un debate sobre la ingeniería institucional posrevolucionaria.
No obstante, aquí afrontamos dos problemas que complican el asunto. Si bien es cierto que la polarización entre las dos formas de democracia no desempeñó un papel relevante durante 1917, la cuestión se vuelve más compleja al considerar los textos y acciones de Lenin y los bolcheviques posteriores a Octubre. En mi opinión, es tan cierta la afirmación de Lih de que «la Revolución de 1917 tuvo nada que ver con el argumento de Lenin de que “la democracia soviética” era superior a la “democracia parlamentaria”», como que Lenin y Trotsky iban a postular posteriormente dicha superioridad (y por lo tanto fundar una tradición que subestima la importancia de las instituciones democráticas parlamentarias).
Lenin y Trosky teorizan el rechazo a las estructruras parlamentarias con una argumentación que señala el carácter intrínsecamente burgués de estas últimas. En La revolución traicionada, Trotsky describe al sistema soviético como un sistema representativo basado en «los grupos de clase y de producción» y por lo tanto superior a la representación parlamentaria basada en el sufragio universal que parte de la atomización ciudadana que caracteriza a la sociedad burguesa.
Para comprender adecuadamente esta cuestión, es fundamental dirigir la atención al tema que considero verdaderamente esencial. Los bolcheviques en el poder enfrentaron el problema imprevisto de que entre la clase trabajadora (incluyendo los soviets) y el gobierno bolchevique se abrió progresivamente una grieta que se solucionó por medio de medidas de represión política. Más allá de si se trató de medidas de excepción necesarias o no, lo que todas compartían era que surgieron como respuesta a problemas imprevistos y requirieron una reacción práctica, a veces acompañada de una racionalización teórica que se desarrolló sobre la marcha.
Todas estas medidas respondían a un problema central: los bolcheviques habían tomado el poder basados en el poder democrático en los soviets, pero nunca imaginaron que esa legitimidad democrática podía ir deteriorándose y sencillamente no tenían un plan de acción ante una situación de este tipo. La disolución de la Asamblea Constituyente y la negativa a convocar nuevas elecciones basadas en el sufragio universal marcaron el primer episodio de esta brecha entre el gobierno bolchevique y su legitimidad democrática.
Las racionalizaciones que opusieron soviets y parlamento marcaron el inicio de un camino autoritario que tendría numerosos capítulos posteriores. Es necesario un balance sosegado sobre estas medidas de excepción tomadas por los bolcheviques. Es posible que encontremos entre ellas medidas inevitables y errores estratégicos, pero en ningún caso debemos confundir la excepción con la norma. El rechazo a la Asamblea Constituyente y a las formas parlamentarias debe considerarse como parte integrante de este período excepcional, que era ajeno a la trayectoria bolchevique previa a su llegada al poder.
Dualidad de poder
Existe un segundo punto que complica el debate en torno a los soviets y el parlamento. Aunque considero que El Estado y la revolución debe ser comprendido como un texto estratégico más que como uno programático, lo cierto es que tomado literalmente Lenin superpone ambos aspectos. En último término, Lenin fusiona en la cuestión de los soviets dos elementos de naturaleza muy distinta:
- La movilización de las masas en una crisis revolucionaria, según la percepción de que los organismos de autoorganización son los medios más eficaces para empujar la radicalización social y para superar el peso de las direcciones reformistas.
- Y la «destrucción del Estado», es decir, la supresión del conjunto de la institucionalidad vigente, según el supuesto de que su morfología completa responde a necesidades funcionales a la dominación capitalista, inclusive las libertades formales y democráticas.
La utilidad histórica efectiva que han mostrado los órganos de doble poder es su capacidad para expresar mejor las relaciones de fuerza en el marco de un ascenso revolucionario. «La dinámica de los acontecimientos revolucionarios», escribe Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa, «está directamente determinada por cambios rápidos, intensos y apasionados en la psicología de las clases». Las viejas instituciones resisten o amortiguan el impacto de un cambio abrupto en las relaciones de fuerza. Se necesita un poder que provenga de abajo, basado en la participación masiva de sectores populares, para expresar más directa y claramente las relaciones de fuerza y cambiar el equilibrio entre las corrientes moderadas y las radicales. Este es el verdadero núcleo de ruptura con la II Internacional y con el gradualismo parlamentarista.
Sin embargo, la imprescindible emergencia de estructuras de autoorganización durante una crisis revolucionaria no hace de ellas órganos de gobierno. Si bien una revolución triunfante necesita un apoyo social masivo, los órganos que dirigen el proceso se basan siempre en un sector activo de vanguardia. A su vez, de su vínculo indisociable con el momento de auge revolucionario se sigue que estos órganos tienen necesariamente una existencia transitoria. Su vitalidad depende de una atmósfera efervescente y extraordinaria, obviamente provisoria, y eso les impone su limitación como órganos estatales de gobierno.
Aquí tocamos un problema que no podremos resolver en estas pocas líneas. El impacto de largo plazo de un órgano que toma el control de la vida política durante una crisis revolucionaria tiene consecuencias complejas de medir y de limitar. Pero la diversidad de la experiencia histórica no admite ningún tipo de fatalismo autoritario derivado de la suspensión momentánea de la democracia parlamentaria, como el que encontramos en la crítica de Kautsky a la revolución bolchevique. Para tomar un ejemplo expresivo, las revoluciones democrático-burguesas, que luego de un largo y complejo proceso histórico concluyeron en la emergencia de las instituciones liberales y parlamentarias, fueron, sin excepción, encabezadas por pequeños grupos minoritarios, obviamente mucho menos democráticos que las estructuras de autoorganización del tipo soviets o comités de fábrica.
Insurrección y democracia
Ahora bien, ¿es correcto afirmar que los bolcheviques no encabezaron una insurrección contra el gobierno provisional? Dice Lih: «En febrero, efectivamente se había producido una verdadera “insurrección” desde abajo, pero en octubre el llamado levantamiento fue una acción policial puesta en marcha por autoridades legalmente constituidas» G. K. Chesterton dijo alguna vez que «la exageración es el microscopio de los hechos». Lih procede muchas veces a exagerar un punto para resaltar un hecho que antes había pasado desapercibido. Esto permite ver un acontecimiento conocido con nuevos ojos. Pero luego es necesario preservar las proporciones. Efectivamente, la revolución de Octubre no se parece en nada al tipo de evento volcánico de masas que derroca un régimen político estable: eso fue lo que sucedió en febrero, no en octubre. Pero solo podríamos hablar de «acción policial» si los soviets ya hubiesen sido el único poder legítimo antes de la insurrección. Y ese no era el caso: hasta la madrugada del segundo Congreso Panruso de los soviets, el gobierno provisional liderado por Kerensky seguía existiendo.
Lo importante de la argumentación de Lih, sin embargo, no pasa por su rechazo del carácter insurreccional de Octubre, sino por resaltar, por encima de las consideraciones político-militares, la importancia del avance democrático de los bolcheviques en los soviets. Lih afirma que: «La victoria rusa y la bolchevique son distorsionadas esencialmente si se sigue la folclórica versión de que los bolcheviques tuvieron éxito porque confiaban en la “insurrección” en lugar del “electoralismo”». Por el contrario, lo que permitió el triunfo de los bolcheviques fue que desde principios de septiembre habían ganado la mayoría en los soviets con un mensaje de ruptura con la burguesía. La coincidencia de la insurrección de octubre con el segundo Congreso Panruso se debió a este avance electoral de los bolcheviques.
Un último punto a considerar. Mucho se ha discutido en los últimos años sobre el contraste estratégico entre «la huelga general» defensiva de Kautsky con el enfoque ofensivo que pregonaron los bolcheviques. Sin embargo, aquí también hay una distorsión reñida con la evidencia histórica. La insurrección de Octubre fue defendida por los bolcheviques como una medida de protección de la democracia soviética ante las amenazas de la contrarrevolución. Y fue acompañada por una preocupación obsesiva por no dejar de operar bajo la legalidad de los soviets —la única legitimidad democrática existente—, y por evitar recurrir a una insurrección de partido (en este punto, Trotsky se impuso a Lenin). De estas decisiones surgió el papel del Comité Militar Revolucionario del Soviet de Petrogrado en la dirección de la insurrección.
De esto no se debe concluir que los bolcheviques hayan seguido un enfoque «defensivo» en el sentido atribuido a Kautsky. Más bien, se revela que la relación entre los momentos defensivos y ofensivos es más inestable de lo que parece y se pone de manifiesto que los bolcheviques no eran ajenos a los beneficios de un enfoque defensivo, especialmente en lo que respecta a la protección de las libertades democráticas durante los enfrentamientos con las fuerzas reaccionarias.
Lenin ante la revolución en Occidente
Lenin fue un maestro de la táctica. Y no ignoraba un hecho evidente: el Estado y la sociedad rusos eran muy diferentes de las sociedades occidentales. Así, cuando Lenin hablaba de las «lecciones universales» de Octubre estaba pensando principalmente en la necesidad de derrocar el Estado burgués, en contraste con la estrategia que busca utilizar la vía parlamentaria para implementar una serie ordenada de reformas. Respecto a las formas concretas de las futuras revoluciones, él simplemente solía decir «No sabemos ni podemos saber cómo se desarrollarán las cosas».
En cualquier caso, es importante entender la manera en que el triunfo ruso inspiró a los revolucionarios de Europa occidental. Aquí nuevamente hay un aspecto que confunde la comprensión del asunto. Lenin remite permanentemente a la Revolución de Octubre para discutir con muchos de los grupos de la naciente Internacional Comunista. Esto fue entendido convencionalmente como un intento de proyectar el «modelo soviético». Pero Lenin está haciendo exactamente lo contrario, al menos si entendemos de manera convencional el «modelo soviético». Sus interlocutores son los grupos izquierdistas que integran una Internacional Comunista joven e inexperta que creen ser fieles al bolchevismo cuando aplican una política fuertemente sectaria.
Cuando Lenin remite a la experiencia rusa es precisamente para hacerles captar sus verdaderas lecciones, muy alejadas de las ensoñaciones ultraizquierdistas de sus seguidores. «Hablan muy bien de nosotros, los bolcheviques», escribió Lenin, «A veces dan ganas de decirles: “¡Por favor, alábennos un poco menos y esfuércense un poco más en investigar la táctica de los bolcheviques y en llegar a conocerla un poco mejor!”».
Después de la Revolución de Octubre, los bolcheviques esperaban una rápida y espectacular extensión de la revolución en Europa. En ese momento, las cuestiones tácticas y estratégicas quedaron en un segundo plano, ya que se anticipaba una coyuntura de enfrentamientos revolucionarios inminentes. Como señaló más tarde Trotsky, la expectativa era que «se produciría una ola de levantamientos espontáneos y caóticos, en el proceso de los cuales se clarificaría la vanguardia de la clase obrera y el proletariado tomaría el poder en uno o dos años».
Todo esto cambia poco tiempo después cuando se enfría el proceso revolucionario y el capitalismo se encamina hacia la restablización. Este cambio de situación comenzó a hacerse evidente en el III y el IV Congreso de la Internacional Comunista. En las vísperas del II Congreso, Lenin escribió su célebre Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, donde intentaba explicar a sus jóvenes seguidores las verdaderas lecciones de la experiencia bolchevique. Destacó la amplitud y la flexibilidad de sus tácticas, la importancia de la construcción del partido y la necesidad de políticas que luego se conocerían como «frente único obrero», especialmente en relación al apoyo comunista al Partido Laborista en Inglaterra.
Aunque no existe un texto sistemático sobre la estrategia socialista en Occidente en las obras de Lenin, todos sus esfuerzos convergían en la misma dirección, con excepción de algunos errores puntuales como su intervención en el debate en el Partido Socialista Italiano. De hecho, sus textos y acciones se alinearon en una dirección que, nuevamente, se opone al relato convencional defendido tanto por sus admiradores como por sus detractores.
En el IV Congreso de la Internacional Comunista, especialmente a partir de la Revolución Alemana, emergieron con claridad las reflexiones sobre el frente único, el gobierno obrero, la oposición leal y las consignas transicionales. Lenin ejerció toda su autoridad para orientar a los jóvenes partidos comunistas en esta dirección y alejarlos de posturas ultraizquierdistas, consejistas o bordiguistas. Perry Anderson definió la importancia de este combate afirmando que el frente único representó «el último consejo estratégico de Lenin al movimiento de la clase obrera occidental antes de su muerte».
Estas cuestiones ya habían estado presentes en la Revolución Rusa, pero adquirieron una importancia particular en Europa Occidental. Podríamos decirlo de este modo: estos conceptos son tan indispensables en la estrategia revolucionaria que hasta fueron imprescindibles en el contexto autocrático que enfrentaron los bolcheviques. Es curioso el corolario de este asunto: si algo es una «lección universal» de Octubre son precisamente sus rasgos «occidentales».
¿Todavía es posible una nueva interpretación de Octubre? – Jacobin Revista (jacobinlat.com)