Educación democrática, cultura técnica y la contribución de Gramsci

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CHRISTIAN LAVAL | FRANCIS VERGNE

Un extracto del libro de Christian Laval y Francis Vergne: «Éducation démocratique. La révolution scolaire à veni», publicada en septiembre de 2021 por ediciones La Découverte.

Educación democrática, cultura técnica y la contribución de Gramsci

Desjerarquizar los conocimientos

La educación escolar actual tiene una falla ligada a las categorías que estructuran sus divisiones entre disciplinas, sus cursos y sus establecimientos. Todas estas categorías son inercias históricas y obstáculos sociales para la equiparación real del aprendizaje. Su rigidez, si bien depende de la organización histórica de las divisiones entre disciplinas académicas, se debe también a la división del trabajo entre grupos sociales y entre sexos. Las divisiones más obvias y, por lo tanto, más ideológicas son entre las llamadas materias concretas y las llamadas materías abstractas, o entre disciplinas técnicas y disciplinas generales, o entre disciplinas especializadas y cultura general. Si estas divisiones son en realidad superadas por la evolución de los sistemas técnicos que dependen en gran medida de la codificación y la simbolización, ello resulta irrelevante en una escuela dividida en clases sociales. En realidad, permiten operacionalizar la clasificación de escuelas.

El problema hoy no es infundir cultura general en la formación de científicos y técnicos, es superar la oposición entre las formas de cultura y asegurar que el espíritu científico no sea considerado una especialidad, como tampoco el conocimiento de las principales obras del patrimonio literario y estético o la invención de objetos técnicos. La noción de cultura común permite superar la oposición de conocimientos literarios, científicos, técnicos y físicos que aún estructuran en gran medida los cursos y generan formas de naturalización de las distinciones entre cursos y entre estudiantes.

En la oposición entre culturas literarias y científicas subyace una separación entre sexos que hasta ahora ha operado en las escuelas. Por una extraña y compleja inversión de valores, aquella que distinguía a las clases dominantes, y que la vulgata marxista había llamado cultura burguesa consistente en cultivar el gusto por las artes en general y la literatura en particular, se ha convertido en un conjunto de saberes y erudiciones de disciplinas minorizadas, debido a su bajo desempeño profesional en el mercado laboral, aunque en realidad conserven una bonificación simbólica implícita.

La cultura democrática común debe superar este tipo de división sexual de la cultura, no solo alentando a las niñas a estudiar ciencias, sino haciendo que ambos sexos compartan la cultura común, tanto científica, técnica y literaria. No debemos repetir el error de los modernizadores de la década de 1960 que creían que, al devolver la ciencia a su centralidad en la cultura escolar, romperíamos las afinidades electivas entre la cultura escolar y los orígenes privilegiados. La gran lección de los años setenta y ochenta, en un momento en que materias e itinerarios con altos coeficientes científicos y matemáticos se estaban convirtiendo en el virtual monopolio de los niños de las clases dominantes, es que las ventajas del origen social no se limitan a la cultura literaria y estética, sino que se extienden a los temas más abstractos y más alejados de la cultura de salón [1].

La cultura común debe incluir la cultura técnica desde el inicio de la escolarización. La independencia práctica y la reflexión que ésta permite, los conocimientos de todo tipo a los que se abre, el vínculo sistemático entre el pensamiento y la actividad a la que puede conducir, al menos cuando la enseñanza no consiste en la repetición rutinaria sino en el razonamiento en la práctica, la hacen un componente esencial de la cultura democrática. Asimismo, se debe salvar la brecha entre la llamada cultura técnica práctica y la llamada cultura científica teórica. Nada justifica la discontinuidad entre los artefactos de la técnica y el conocimiento de los principios que guían su realización, sino las dimensiones sociales de esta separación entre los operadores y las élites científicas y administrativas de lo privado y lo público.

Uno de los mayores obstáculos para la constitución de una sociedad democrática es la división del trabajo entre trabajo intelectual y trabajo manual, entre funciones de concepción y funciones de ejecución, división que se reproduce en todas partes a través de las generaciones. Esta oposición social, que la escuela por sí sola no puede abolir, podría superarse en parte mediante enseñanzas que proporcionen a los estudiantes un dominio razonado de los principios de las técnicas y de los contextos en los que se desarrollan. Pero existen otras tres razones igualmente fundamentales para dejar de relegar la cultura técnica a las clases más populares, marcando así la inferioridad simbólica en la que la institución la sostiene.

La primera es que la cultura técnica es precisamente el campo que mejor atestigua las capacidades creativas del ser humano en relación con su entorno, que, sobre todo a través de la historia de la tecnología, puede alimentar la reflexión antropológica. La segunda es que los universos en los que vivimos, los medios por los que intercambiamos, nuestras aficiones, todo está mediado por herramientas técnicas que hay que conocer para que no se nos impongan tiránicamente [2]. Finalmente, la tercera razón, bien formulada por Guillaume Le Blanc, es que la cultura técnica es el fundamento de cualquier cultura:

«Toda cultura es técnica ya que no hay trabajo que no esté vinculado a operaciones técnicas de cualquier naturaleza» [3].

Esto también es cierto por lo que respecta a lo que Mauss llamó técnicas del cuerpo, componente integral de una concepción emancipadora de la cultura común. Esta última debe, por tanto, incluir el campo demasiado a menudo ignorado o relegado a un segundo plano de la cultura del cuerpo a través del cual se ha construido la humanidad inventando juegos y desafíos físicos y, con ellos, reglas comunes. Dos escollos amenazan la educación física y el deporte hoy en día: el tradicional desprecio por la actividad física en nombre de la superioridad de la mente, y el más contemporáneo de la alineación con el negocio del deporte, su productivismo y su mercantilización.

Una cultura deportiva democrática debe desarrollar prácticas y técnicas del cuerpo que combinen el placer y las emociones de la rivalidad pacífica, la cooperación, la ayuda mutua y el respeto por los demás. También es el caso de las danzas, la mímica, las artes circenses que invitan al ser humano a superar obstáculos de forma libre y desinteresada. Los hábitos adquiridos en estos ejercicios no dejan de afectar la capacidad de adaptación a las circunstancias y las facultades de intuición, invención y anticipación que participan en la construcción de la personalidad.

La vivencia de la solidaridad ante las penurias, la canalización y regulación de la violencia, el reconocimiento adquirido en la actividad colectiva, la aceptación razonada de reglas comunes y su implementación son conocimientos prácticos cuyo alcance depende al mismo tiempo de la antropología, de una ética y, sin duda, también de una estética de la vida. Michel Serres no se equivocó al expresar su agradecimiento a los profesores de gimnasia que enseñan a pensar [4]. La idea la encontramos en Philippe Descola cuando, en línea con el análisis crítico que realizó sobre el dualismo naturaleza-cultura, reflexionó sobre el lugar que tendría el deporte en el universal de relación al que aspira [5].

El sistema escolar del futuro debe asegurar que ningún campo o disciplina llegue a tener el monopolio de la excelencia y a proporcionar el mayor prestigio social, como ha podido ser, en diferentes épocas, las humanidades clásicas, luego las matemáticas, relegando así la otras disciplinas a un rango simbólica y socialmente inferior. Una escuela democrática debe establecer la desjerarquización de los conocimientos y reducir las diferencias de valor simbólico y social entre tipos de capacidades intelectuales. Lo que Bourdieu, uno de los principales escritores de las propuestas del Collège de France de 1985, entendió muy bien:

Por razones inseparablemente científicas y sociales, debemos combatir todas las formas, incluso las más sutiles, de jerarquización de prácticas y conocimientos, ¡en particular las que se encuentran entre lo puro y lo aplicado, entre lo teórico y lo práctico o lo técnico, y que tienen una fuerza particular en la tradición escolar francesa, al mismo tiempo que imponen el reconocimiento social de una multiplicidad de jerarquías de competencia distintas e irreductibles [6].

Uno de los límites también señalado por este informe es que no se ha establecido ninguna condición sociopolítica para esta revocación de jerarquías, como si la escuela tuviera el poder de igualar los valores sociales otorgados a los diferentes tipos de conocimiento sin que exista una política proactiva fuera de la escuela que modifique la jerarquía entre las formas de trabajo en la empresa, es por eso que Bourdieu, todavía en este mismo informe, podía escribir que si bien

el sistema escolar no tiene un control total sobre la jerarquía de competencias que garantiza, ya que el valor de los distintos cursos de formación depende fuertemente del valor de los puestos a los que se abren, lo cierto es que el efecto de consagración que ejerce no es despreciable: trabajar para debilitar o abolir las jerarquías entre las diferentes formas de aptitud, tanto en el funcionamiento institucional (los coeficientes, por ejemplo) como en la mente de profesores y alumnos, sería uno de los medios más efectivos (dentro de los límites del sistema educativo) de contribuir al debilitamiento de las jerarquías puramente sociales [7].

¿No fue el pecado del escolarismo sobrestimar la posibilidad de una desjerarquización real separándola de una política integral que afecta las estructuras sociales y la distribución del poder en la sociedad [8]? La igual dignidad de los conocimientos y los campos hoy es más una ilusión que una realidad, como podemos ver en la hipocresía escolar que afirma que no hay jerarquía entre los diferentes tipos de educación, o que la escuela asegura el éxito educativo de todos gracias a la pluralización de las formas de este éxito.

La escuela unitaria según Gramsci

Lo que tiende a orientar hoy la definición de una cultura común es el futuro del trabajo en las sociedades occidentales. Pero si bien es cierto que debemos preparar a los individuos del mañana para que se reconozcan socialmente sus capacidades profesionales individuales, también debemos darles los medios para ser algo más que trabajadores subordinados en la relación salarial. Dicho de otra manera, se trata de repensar la formación intelectual para el autogobierno popular, que requerirá no menos cultura, sino mucho más, y de todos los campos, técnico, científico, físico, literario, histórico y filosófico.

En esta dirección, no partimos de cero. Ciertos teóricos del socialismo revolucionario han sentado las bases de esta reflexión. En la década de 1920, Gramsci expuso en textos tan breves como densos un proyecto de “escuela unitaria” (scuola unitaria) en lugar de la vieja escuela italiana en crisis, pero también dirigido contra la solución alternativa de las escuelas profesionales, que, según él, sólo confirmarían y perpetuarían la división social. Gramsci señala, en un artículo dedicado a la «organización de la escuela y la cultura», que la escuela tradicional fundada en el ideal compartido de la civilización humanista está en crisis, debido al empuje industrial y la especialización de actividades y ciencias, hasta el punto de que, según él, cada actividad conduce a la creación de una escuela diferente.

La especialización y diferenciación de las escuelas, así como la tendencia paralela de cada ciencia y disciplina a desarrollarse según su propia particularidad, son procesos que ponen en cuestión la escuela humanista desinteresada destinada a formar una individualidad capaz de pensar por sí misma y de dirigirse en la vida de forma autónoma de acuerdo con los principios del humanismo y la Ilustración. Para Gramsci, por tanto, no se trata de reproducir lo que ya no puede ser, sino de inventar una nueva forma de unidad de la cultura para una sociedad futura liderada por los trabajadores.

Según Gramsci, no se puede establecer una relación directa entre el contenido educativo y el carácter de clase de una escuela. Contra quienes, en su época, pensaban que la multiplicación de las escuelas profesionales según especializaciones y niveles de responsabilidad en la división del trabajo era una apuesta de democratización que permitiría sustituir la antigua formación jesuítico-humanista, considerada intrínsecamente oligárquica, Gramsci defiende otra idea de la verdadera escuela democrática.

Una escuela de clases, a sus ojos, es una escuela de separación, cuando «cada grupo social tiene su propio tipo de escuela, destinada a perpetuar en estos estratos una función tradicional, dirigente o instrumental» [9]. Profesionalizar las escuelas desde el principio, con el pretexto de satisfacer las demandas de la sociedad moderna, no es de ningún modo democrático en sí mismo. Por el contrario, es una forma de modelar el sistema escolar sobre el sistema social y crear tantas escuelas como castas y clases haya [10]:

«Las escuelas de tipo profesional, es decir, preocupadas por satisfacer intereses prácticos inmediatos, obtienen ventaja sobre la escuela formativa desinteresada de lo inmediatamente práctico. El aspecto más paradójico es que este nuevo tipo de escuela aparece y se promociona como democrática cuando no solo pretende perpetuar las diferencias sociales, sino cristalizarlas en formas chinas». [11]

La solución, por tanto, no está en la diversificación de la formación, como querían muchos de sus compañeros comunistas, sino por el contrario en la creación de una «escuela inicial única de cultura general, humanista, formativa, que articule precisamente el desarrollo de la capacidad de trabajo manual (técnica e industrialmente) y el desarrollo de la capacidad de reflexión intelectual” [12]. Esta perspectiva es inseparable de una revisión de la organización de la producción, del papel del trabajo intelectual y la participación popular en la vida política. La educación debe formar los futuros colectivos de trabajadores que se harán cargo de la vida económica y social. Los ciudadanos de la sociedad del futuro deberán tener una sólida «cultura técnica general» y un conocimiento profundo de la lengua, la literatura, la historia, la sociedad y la economía.

La verdadera revolución cultural no pasa por el sacrificio del precioso tesoro de las humanidades, sino por su plena integración en una cultura para todos, más allá de las especialidades. Es la unión de trabajadores e intelectuales lo que debe prepararse desde la escuela evitando evitando ampliar la brecha entre categorías que tienen poco en común culturalmente para trabajar juntas en la organización de la sociedad. Por tanto, todo el interés político de la cultura común reside en la creación de las condiciones intelectuales para una democratización real de la economía y de la sociedad. El propósito de la «escuela unitaria» no es la adaptación a las nuevas condiciones de vida, es el dominio de estas condiciones a través de la unidad de los trabajadores e intelectuales, del trabajo y del pensamiento.

11/12/2021

Notas

[1] Para una perspectiva histórica sobre la ilusión científica propia de la modernización, nos remitimos a las actas del coloquio de Amiens de marzo de 1968: AEERS, Pour une école nouvelle, op. cit.

[2] Cfr. Mark HUNYADI, La Tyranny des modes de vie. Sobre la paradoja moral de nuestro tiempo, Le Bord de l’Eau, Lormont, 2014.

[3] Guillaume LE BLANC, “Cultura general y cultura técnica”, en François JACQUET-FRANCILLON y Denis KAMBOUCHNER (dir.), La crisis de la cultura escolar: orígenes, interpretaciones, perspectivas, PUF, París, 2005, p. 314.

[4] Michel SERRES, Mis profesores de gimnasia me enseñaron a pensar, Le Recherches Midi, París, 2020, p. 30-31.

[5] Philippe DESCOLA, Cultures, Éditions Carnets Nord, París, 2017.

[6] Pierre BOURDIEU, Propuestas para la enseñanza del futuro, op. cit.

[7] Ibíd.

[8] A menudo tomamos el ejemplo de Alemania, cuyo sistema educativo no experimenta la misma devaluación de la cultura técnica, lo que explica por qué los trabajadores y técnicos son tratados mejor allí que en las empresas francesas. La comparación entre sistemas es muy delicada. Olvidamos que la separación entre los sectores técnico y general es mucho más temprana en Alemania que en Francia.

[9] Antonio GRAMSCI, «L’ organizzazione della scuola e della cultura «, Gli Intellettuali, Ed. Riuniti, Roma, 1975, p. 145.

[10] Este tipo de escuela, diferenciada según funciones profesionales, fue propuesta ya en el siglo XVIII por los fisiócratas franceses. Fue precisamente en contra de este tipo de calcomanía escolar sobre la división del trabajo que Condorcet escribió sus Cinco memorias sobre la instrucción pública.

[11] Antonio GRAMSCI, «L’organizzazione della scuola et della cultura», op. cit., pág. 145. Por «formas chinas», Gramsci se refiere a dividido según un régimen de castas.

[12] Ibíd., P. 1

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