JACQUES R.ANCIÈRE
Por Catalina Yazigi Vásquez
Pontificia Universidad Católica de Chile, cayazigi@uc.cl

La relación entre obreros e intelectuales suponía que unos debían enseñar a los otros lo que ellos ignoraban. Los primeros podían traspasar lo aprendido de la vida para aleccionar sobre la explotación y el trabajo duro; por su parte, los segundos entregaban su conocimiento como arma para la lucha de los obreros. Jacques Rancière, buscando las causas del fracaso de esos encuentros y movilizado por sus propias luchas de antaño, revisa algunas cartas de obreros escritas un siglo y medio antes. Ahí se topa con lo que no estaba esperando: discusiones estéticas de los trabajadores que disfrutaban de las formas que el paisaje les otorgaba. Este dato autobiográfico sirve al autor para explicar, desde su propia experiencia, lo que descubre como centro de su teoría: el borramiento en la distribución de los roles, desmitificando las jerarquías del conocimiento. Precisamente lo opuesto a lo sugerido por Platón en el segundo libro de La República. Ahí, el filósofo griego señala que cada cual debe trabajar en su oficio, según las propias capacidades, sin traspasar las fronteras que no correspondan con su quehacer. Las limitaciones o separaciones de roles se encuentran tan arraigadas que, aunque el discurso apele a una emancipación, las estrategias para llevarlas a cabo mantienen las jerarquías imperantes.
Las cartas de los obreros le sirven a Rancière para demostrar lo contrario de Platón: los límites no tienen por qué permanecer fijos e inmutables, el ocio y la reflexión estética pueden estar en cualquier individuo, no es algo propio de los artistas. Ello es parte de la revisión que Rancière hace en El espectador emancipado, pero la desmitificación de roles ya había sido trabajada por él en una obra anterior, repasando los lugares asignados al maestro y al estudiante en los marcos de la pedagogía.
En El maestro ignorante: Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, hay una crítica al modelo pedagógico basado en la desigualdad de las inteligencias. Su teoría está centrada en la de Joseph Jacotot, quien, a comienzos del siglo XIX, proponía nuevas lecciones ante la tarea del pedagogo. La proposición de Jacotot y la base de la teoría de Rancière plantean la emancipación intelectual confrontada al embrutecimiento que genera una educación basada en la supuesta incapacidad de los alumnos. El estudiante sabe muchas cosas, aprendidas por medio de la observación o las acciones de su vida. Sin embargo, el pedagogo tiene un saber que el alumno no posee, pero además «sabe cómo hacer de ello un objeto de saber, en qué momento y de acuerdo con qué protocolo» (16). La idea de que el maestro sabe y el estudiante no, va generando una distancia entre ambos. Una brecha que el maestro incrementa cada vez que intenta socavarla. Salir de esa dinámica es establecer de otra forma los roles asignados. Rancière revisa esos postulados, ahora desde las figuras del espectador y el creador. Porque es la misma lógica en ambas disciplinas, el director o dramaturgo crea constantemente nuevas formas de educar, desde el paradigma pedagógico criticado por Jacotot, al espectador.
La revisión hacia los modos de operar que atañe a las artes escénicas implica una crítica a los grandes referentes del teatro. Éstos han iniciado sus trabajos a partir de lo que el espectador debe pensar, hacer, sentir o digerir ante la obra que tiene al frente. Dos ejemplos clave y paradigmáticos del teatro son presentados por Rancière. Por una parte, el teatro de la crueldad de Artaud, donde el observador de alguna forma debe ser parte de la obra, el centro de la acción, debe sentir e involucrarse con lo que está viendo; por otra, y de forma muy distinta, el teatro épico de Brecht, que propone un distanciamiento crítico, sin involucramiento emocional que pudiera perjudicar el sentido reflexivo del asistente. Entre ambos extremos hay algunos puntos en común. Por ejemplo, la idea del teatro como espacio de encuentro de la comunidad, lugar en que se podía tomar conciencia de la realidad. El teatro es entonces el lugar de reflexión del grupo social. Para no traicionar la idea de una acción comunitaria, el teatro redefine nuevas fórmulas para que el espectador deje de ser tal y entre en una labor activa, pero se produce una contradicción, es decir, se pretende que el espectador deje su rol de espectador, para pasar a ser algo más, pero así se lo aleja de su libertad crítica.
El espectador emancipado es fundamental para revisar las formas en que se están llevando a cabo las puestas en escena del teatro. Si los grandes referentes, Artaud y Brecht, han iniciado sus trabajos a partir de un modelo pedagógico en que aquel que asistía a la función debía salir de ella de modo diferente, ¿qué rol está cumpliendo el espectador en el teatro de nuestros días? ¿Cuál es la relación que se está desarrollando entre creador y espectador? ¿Estará alejado de las críticas que emprende Rancière?
La idea de creer que la pasividad del espectador es producto de la mirada que ejerce en contraposición a la acción del ejecutante, es probablemente una mitificación que no toma en cuenta que en el proceso de mirar también hay acción. El espectador: «observa, selecciona, compara, interpreta» (19), decide qué hacer con lo que tiene adelante y de qué forma eso se relaciona con su vida. El artista presupone la identidad de la causa y el efecto, admite como suyo el trabajo de recepción de la obra. El creador, aunque no sepa lo que debe mostrar, sabe que debe sacar de su pasividad al espectador, para que este produzca una re-acción con la performance vista.
La libertad de la mirada se desarrolla también en otros capítulos del libro. Rancière acude a distintas disciplinas para hablar de la condición del arte contemporáneo. Analiza algunas imágenes como formas de disenso, desplazamientos que puedan reconfigurar las estrategias para generar un arte político. Pone como ejemplos obras de Josephine Mec-kesper, Alfredo Jaar, Sophie Ristelhueber o Rineke Dijkstra.
El espectador emancipado es también una revisión por varias ideas fundamentales del autor, formuladas en textos anteriores. En el capítulo «Las paradojas del arte político», hay un intento por explicar las diferencias que se producen entre arte y política, tema central de su teoría. Así, el texto viene a proponer una separación entre los distintos regímenes que componen las estrategias del arte. Por ejemplo, es evidente que no por mostrar las injusticias sociales se está haciendo arte político, porque «el problema no concierne entonces a la validez moral o política del mensaje transmitido por el dispositivo representativo. Concierne a ese dispositivo mismo» (57). En ese sentido, las formas de aparición o irrupción del dispositivo pueden variar sin necesariamente ser parte de la disciplina del arte. Entonces la «política del arte», puede estar alejada de lo convencionalmente entendido como artístico, de hecho aparece en aquellos recortes de espacio y tiempo en que unos individuos cualquiera rompen con lo normativo para hacer de ese nuevo espacio un momento diferente de su cotidianidad. Por otra parte, resulta importante rescatar la ficción como un lugar posible para producir disenso en el arte, al rescatar nuevas formas de relación y de significados.
En «Las desventuras del pensamiento crítico» muestra que los mecanismos de la crítica siguen vigentes, pero han invertido algunos de sus sentidos tradicionales. ¿Hasta qué punto el arte crítico no sustenta y avala lo mismo que ha estado criticando? También la idea de emancipación se presenta contradictoria, porque puede estar emparentada con la dominación y la ilusión. Rancière intenta desanudar las complicadas conexiones de la crítica con los procesos de emancipación para reconfigurar nuevas posibilidades de lo perceptible.
Los dos últimos capítulos corresponden a «La imagen intolerable» y «La imagen pensativa». El primero se pregunta qué imágenes son las más apropiadas para representar los actos de crueldad y horror. En el segundo, las imágenes aparecen como zonas indeterminadas, como las llama Rancière, en el sentido de que un régimen de expresión sucumbe dentro del otro. Hay también, en esas imágenes, dos formas de convivencia entre la pasividad y la actividad, que pueden movilizar el arte hacia el no-arte. «La pensatividad de la imagen es el producto de este nuevo estatuto de la figura que conjuga, sin homo-geneizarlos, dos regímenes de expresión» (119). Nuevas estrategias del arte, a través de los desplazamientos de la mirada, que permiten encontrar en las imágenes algo nuevo y extraño o algo que desordene las lógicas dominantes.
Una posibilidad que muestra el autor para presentar algunas imágenes estaría en dejar de anticipar el sentido de lo que se presenta y, a su vez, no entregar herramientas para el combate, sino hacer una redistribución de lo visible a modo de no predecir resultados. Las imágenes pueden cambiar nuestra mirada en la medida en que no anticipen sus efectos. Éste es un ejemplo, como tantos que asoman por el texto, en que otras formas de clasificación y jerarquización de las imágenes permiten distribuir las posibilidades entre los que pueden hablar y aparecer, ante aquellos que supuestamente no pueden hablar ni ver.
Rancière se moviliza por distintas manifestaciones del arte, una tesis común hace posible que el objeto de análisis sea una excusa para ir planteando, desde varias aristas; la libertad de la mirada. Algunas preguntas fundamentales para el arte contemporáneo se plantean dentro de esa tesis central que va bordeando los distintos espacios de la creación.
En pocas palabras logra abarcar una serie de elementos fundamentales en la teoría estética y, como el mismo Rancière señala al finalizar su primer capítulo, sus palabras no pretenden ser más que eso, palabras que no se disfrazan de otra cosa, porque ya ha habido muchas pretensiones de ser lo que no se es: los oradores, las representaciones, las instalaciones o las imágenes pasan por ser algo más que eso y ahí radica su error. «Saber que las palabras son solamente palabras y los espectadores solamente espectadores puede ayudarnos a comprender mejor el modo en que las palabras y las imágenes, las historias y las performance pueden cambiar algo en el mundo en el que vivimos» (28).
La emancipación del espectador es, más bien, la emancipación del creador, quien debe desarraigar los supuestos y creencias que lo ponen en el lugar del educador de las masas ignorantes. El espectador posee una capacidad activa de interpretación. La ruptura entre los que saben y los que no aparece como un proyecto de sociedad de emancipados, alejados de los supuestos que clasifican a unos y a otros con disciplinas aisladas. Ello implica también la ruptura de los espacios sensibles para poder crear en cualquier individuo la posibilidad de una experiencia estética. Para ello hay que dejar de pensar que algunos no pueden ver.