Voces y ecos
RAFAEL PERALTA ROMERO
rafaelperalta@gmail.com
Especial para Quisqueyaseralibre.com
Hoy no se trata tema político. Dejo la palabra a Pedro Salinas
(Madrid 1891- Boston, 1951) con algo muy importante:
No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a
conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua. Porque
el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que
lleva dentro, y esa expresión sólo se cumple por medio del lenguaje
(…). Hablar es comprender, y comprenderse es construirse a sí
mismo y construir el mundo. A medida que se desenvuelve este
razonamiento y se advierte esa fuerza extraordinaria del lenguaje
en modelar nuestra misma persona, en formarnos, se aprecia la
enorme responsabilidad de una sociedad humana que deja el
individuo en estado de incultura lingüística. En realidad, el hombre
que no conoce su lengua vive pobremente, vive a medias, aún
menos. ¿No nos causa pena, a veces, oír hablar a alguien que
pugna, en vano, por dar con las palabras, que al querer explicarse,
es decir, expresarse, vivirse, ante nosotros, avanza a trompicones,
dándose golpazos, de impropiedad en impropiedad, y sólo entrega
al final una deforme semejanza de lo que hubiese querido
decirnos? Esa persona sufre como de una rebaja de su dignidad
humana. No nos hiere su deficiencia por vanas razones de bien
hablar, por ausencia de formas bellas, por torpeza técnica, no. Nos duele mucho más adentro, nos duele en lo humano; porque ese hombre denota con sus tanteos, sus empujones a ciegas por las
nieblas de su oscura conciencia de la lengua, que no llega a ser
completamente, que no sabremos nosotros encontrarlo. Hay
muchos, muchísimos inválidos del habla, hay muchos cojos,
mancos, tullidos de la expresión. Una de las mayores penas que
conozco es la de encontrarme con un mozo joven, fuerte, ágil,
curtido en los ejercicios gimnásticos, dueño de su cuerpo, pero que
cuando llega al instante de contar algo, de explicar algo, se
transforma de pronto en un baldado espiritual, incapaz casi de
moverse entre sus pensamientos; ser precisamente contrario, en el
ejercicio de las potencias de su alma, a lo que es en el uso de las
fuerzas de su cuerpo. Podrán aquí salirme al camino los defensores
de lo inefable, con su cuento de que lo más hermoso del alma se
expresa sin palabras. No lo sé. Me aconsejo a mí mismo una cierta
precaución ante eso de lo inefable. Puede existir lo más hermoso
de un alma sin palabras, acaso. Pero no llegará a tomar forma
humana completa, es decir, convivida, consentida, comprendida
por los demás.
( El defensor, Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 282)