Escrito por Edwin Cruz Rodríguez
La emergencia de demandas populares reprimidas por la guerra, expresadas en las protestas sociales y en el fenómeno electoral de Gustavo Petro, ha producido una coyuntura similar al establecimiento del Frente Nacional: igual que tras la pacificación de Rojas Pinilla (1953-57), las clases dominantes buscan conjurar la potencial articulación del pueblo como sujeto político y, ante el declive del uribismo, parecen encontrar un nodo articulador en el “centro”.
La aparente contradicción entre violencia endémica y continuidad de las instituciones de la democracia liberal, característica de la historia colombiana, tal vez se explica por un tercer elemento que también le es singular: la sistemática exclusión del pueblo del ámbito público-político. Siempre que el sujeto político pueblo se intentó articular para intervenir en esa esfera fue expulsado, muchas veces de forma violenta, por los agentes que se autoperciben como sus naturales y exclusivos ocupantes: las clases dominantes o élites.
La Junta de notables de Santafé se impuso sobre los chisperos de Carbonell en 1810, la coalición de “constitucionales” que vinculó liberales y conservadores derrocó a Melo y desterró sus bases artesanales en 1854. Aquí no hubo grandes reformas como en el México decimonónico, ni revoluciones liberales a principios del siglo XX como las de Alfaro en Ecuador o Pando en Bolivia. El populismo, que amplió sustancialmente las comunidades políticas e incluyó los sectores populares en Brasil con Vargas, México con Cárdenas y Argentina con Perón, no echó raíces en estas tierras: el pueblo articulado por Gaitán fue convertido en una masa informe el 9 de abril de 1948 y, una vez aniquiladas las guerrillas gaitanistas, sobre ella se erigió el régimen excluyente del Frente Nacional.
En su momento, la exclusión de las terceras fuerzas –el MRL, la Anapo, etcétera– y el carácter ultrarepresivo de los gobiernos bipartidistas alimentaron la violencia revolucionaria. Una vez finalizado formalmente el pacto, la exclusión se prolongó en la práctica del genocidio agenciado por el Estado y el paramilitarismo, en particular pero no exclusivamente contra la UP, incluso con posterioridad a la Constitución de 1991. La mano dura de Uribe, auspiciada por las clases dominantes con el fin de apacigüar el país tras el escalamiento de la guerra desde mediados de los noventa, es en cierto sentido análoga a la pacificación operada por Rojas Pinilla a partir de 1953, de manera que hoy nos encontramos en un escenario similar al que enfrentaron las élites en 1957-58, cuando el dictador dejó de ser funcional a sus intereses, su creciente autonomía se conviritó en un problema y hubo que acordar una manera de monopolizar nuevamente el poder político.
Aunque los resultados electorales de 2018 apuntaban a la formación de un bloque hegemónico alrededor de Iván Duque, cuya victoria fue posible por la coalición de las fuerzas políticas tradicionales en contra de la articulación de demandas populares representada por Gustavo Petro, hoy el uribismo aparece como una fuerza en declive –con divisiones internas que se profundizan a medida que Uribe resta popularidad y suma rechazo en las encuestas–, mientras repunta como posible nodo articulador de los intereses de las clases dominantes el denominado “centro”.
Los avatares del centro político
Como acaba de mostrarse, las élites colombianas han sido más liberales que demócratas, pero la mayoría del tiempo la dominación de clase, descontando el filofascismo de un Laureano Gómez, ha adoptado una posición de centro. De hecho, la política en Colombia prácticamente no ha presentado experiencias radicales de izquierda ni de derecha: las reivindicaciones de las guerrillas, vistas por muchos como lo más radical, eran de cuño socialdemócrata. La única razón por la que nunca se formó una identidad política de centro, es porque no fue necesaria. En el contínuo izquierda-derecha, ése fue de facto y sin necesidad de proclamarlo el cómodo lugar de los dos partidos tradicionales, liberal y conservador, hasta su declive. La reivindicación del centro político se produce con ocasión de un fenómeno inédito en la historia reciente: la “polarización” posterior al Acuerdo de paz.
El cierre del prolongado conflicto armado motivó la emergencia de aquellas demandas proscritas del ámbito público-político tanto por la guerra, que exterminó la posibilidad del debate político, como por el predominio del centrismo entre las fuerzas políticas gobernantes. Entre 2012 y 2016, de la mano con el inusitado auge de las protestas y movimientos sociales, en la agenda pública se posicionaron una serie de demandas nunca resueltas que están en la raíz de los recurrentes ciclos de violencia: detener el despojo violento de la tierra y redistribuir su propiedad; resolver la pobreza y la desigualdad social extremas; acabar con la exclusión política vía genocidio; verdad, justicia, reparación y no repetición de los crímenes en el marco de la guerra, entre otras. En últimas, es este conjunto de demandas reprimidas por el conflicto las que se perciben, principalmente por sectores de derecha y de centro, como causantes de la “polarización”.
Para las elecciones presidenciales de 2018, el abanderado de muchas de estas demandas fue el candidato Gustavo Petro, no como una estrategia conciente sino por el hecho de que, ante la coalición del Polo Democrático con Sergio Fajardo y su fórmula, Claudia López, que se reclamaron como el centro, no hubo otra opción que las representara. De hecho, una de las tácticas de campaña del centro consistió en hacer equivalente a Petro con la derecha uribista de Iván Duque: ambos representaban los males de la “polarización”, que no solo impedía avanzar al país sino que amenazaba con destruirlo. Aunque inicialmente Fajardo y López erigieron una frontera discursiva con el uribismo, principalmente mediante la denuncia de la corrupción, con el tiempo se concentraron en combatir a Petro, quizás creyendo que allí estaba el electorado en disputa, afirmando que solo Fajardo podría ganarle al uribismo en segunda vuelta.
Los resultados indirectos o no buscados de esa táctica electoral fueron desastrosos. Tanto la etiqueta de cuño uribista “castrochavismo” como el rechazo de la “polarización” terminaron por estigmatizar y desplazar paulatinamente de la agenda pública las demandas sociales irresueltas y aplazadas por décadas de guerra. Pero, sobre todo, al expulsar de la agenda pública esas demandas, se frustran las expectativas creadas en amplios sectores populares por el Acuerdo, se erosiona su legitimidad y se crea un marco discursivo propicio para que se instale en la agenda una paz minimalista, que ni siquiera satisface lo acordado en la mesa de negociaciones y que mucho menos tocará mediante potenciales reformas los privilegios de las clases dominantes. En fin, el clima ideológico creado, un reencauche de la doctrina contrainsurgente del “enemigo interno” propia de la Guerra Fría, ha legitimado indirectamente el genocidio político, que ya deja más de mil líderes sociales y desmovilizados asesinados.
El resultado electoral tampoco fue el esperado: al erigir a Petro como la mayor amenaza para el país, en lugar de atraerse el potencial electorado de izquierda, el centro terminó por empujar parte de su propio electorado hacia el uribismo: muchos votantes de centro-derecha prefirieron la mano dura conocida del uribismo para conjurar esa gran amenaza a la desconocida del centro, tanto en primera como en segunda vuelta. A corto plazo la construcción de una identidad política de centro aparecía truncada debido a la imposibilidad de darle un contenido positivo, un proyecto, que trascendiera el antagonismo con Petro.
La crisis endémica de la izquierda
Sin embargo, las elecciones regionales y locales en 2019, en particular a la Alcaldía de Bogotá, mostrarían que el centro estaba en mejor posición para “acumular” capital político que la izquierda. El Polo Democrático, dominado internamente por el Moir, persistió en su alianza con el centro y, por tanto, cerró la posibilidad de coalición con otros sectores de izquierda. La plataforma con que Petro participó como candidato presidencial, Colombia Humana (CH), no alcanzó a consolidarse cuando se fragmentó en plena campaña, incluso aunque consiguió un importante número de cargos tanto en la Capital como en algunas otras regiones. Aunque el detonante de tal fragmentación fueron las denuncias por violencia intrafamiliar contra el candidato a la Alcaldía, Hollman Morris, ese es apenas el desenlace de problemas más profundos.
CH no pudo en esa coyuntura, y no ha podido, crearse una identidad como colectivo y organización política, que trascienda el carácter de plataforma electoral de Petro, a pesar de haber trabajado en un completo y alternativo programa de gobierno. En varios momentos se ha planteado en su interior una discusión sobre la forma organizativa, pero el problema no ha sido resuelto más allá del rechazo a formas tradicionales de organización como el partido. En consecuencia, su funcionamiento reproduce el caudillismo y el personalismo que, incluso a pesar de sí mismo, le ha impreso Petro. Si existiera alguna estructura organizativa, estaría basada en las redes de activistas y/o clientelas nucleadas por alguna personalidad individual con reconocimiento, lo que dificulta el seguimiento de procedimientos institucionalizados y el alcance de consensos en torno a decisiones colectivas, como la elección de candidatos o el rendimiento de cuentas.
La fragmentación se empezó a producir precisamente en torno a la elección de una candidatura a la Alcaldía de Bogotá. Debido a la carencia de personería jurídica, CH hizo coaliciones con el movimiento MAIS, entre otros, para las elecciones de 2018. A fines de ese año, Hollman Morris obtuvo el aval de dicho movimiento como candidato a la Alcaldía. Fue una decisión inconsulta en el interior de CH que levantó resquemores en otras personalidades, a lo que se adicionaron las denuncias en su contra por maltrato intrafamiliar en el marco de su divorcio, denuncias que no fueron procesadas internamente porque no existía en ese momento una instancia, como un comité de ética, que lo hiciera. Desde ese momento hasta fines de julio de 2019, cuando finalmente es elegido como candidato de CH, el movimiento se debate internamente por la elección de un candidato.
Durante todo ese tiempo Petro, líder “natural” de la colectividad, osciló indeciso entre dos actitudes: dejar que el propio movimiento escogiera un candidato pero, simultáneamente, establecer contactos con personalidades como el exministro Alejandro Gaviria y la misma Claudia López, candidata del centro. En marzo de ese año, en el marco de la asamblea distrital, Jorge Rojas, quien había obtenido el aval de la UP, no consigue proclamarse como candidato de CH, según afirmó, porque Ángela María Robledo lo impidió*. Para ese entonces había un descontento con el apoyo que una parte del movimiento le brindaba a Morris, sobre todo entre uno de los sectores feministas que lo componen liderado por Robledo. Pero ese sector no apoyó una candidatura de CH porque paralelamente también buscaba un acuerdo con Claudia López
La estructura organizativa de CH ni siquiera permitió una negociación ordenada con López pues, como Jorge Rojas comenta en la entrevista citada, había tres negociaciones al mismo tiempo: una de Petro, otra de Ángela María Robledo, ambas a puerta cerrada, y una más que derivó en un apoyo abierto de Rojas a la coalición de sectores alternativos en torno a la candidatura de López. El acuerdo programático no se consiguió, primero, por diferencias fundamentales en torno al modelo de ciudad, cuya manzana de la discordia fue la persistencia de López en continuar el proyecto de metro elevado del alcalde saliente Enrique Peñalosa, y segundo, porque la misma López lo obstruyó al proclamar, en el acto de inscripción de su campaña, la candidatura presidencial de Sergio Fajardo, que no fue consultada con ninguno de los integrantes de la inicial coalición a la Alcaldía.
La asamblea distrital había facultado a Petro y a Robledo para establecer coaliciones electorales, razón por la cual, incluso tras el portazo en la cara dado por López, la posibilidad de un acuerdo programático no se cerró. A fines de julio, Petro escogió finalmente a Morris como candidato de CH, no tanto porque fuese el candidato de su predilección sino para tener con qué hacer presión a la hora de negociar un acuerdo con López. No obstante, la manera como se lo invistió de candidato, a dedo en lugar de mediante una asamblea, le restó legitimidad. De cualquier forma, el lance fue infructuoso debido a la fragmentación del movimiento, pues en los meses siguientes Robledo consiguió un acuerdo, ya no en nombre de CH sino del sector particular que ella lidera, para apoyar a López. En suma, el funcionamiento basado en personalidades individuales no le permitió a CH hacer frente a la campaña por la Alcaldía y terminó más fragmentada que al comienzo, comprometiendo así la posibilidad de articular una alternativa popular para las elecciones de 2022.
Lo que se cocina en Bogotá
La victoria en Bogotá ha tenido consecuencias insospechadas para la política nacional: el centro, en cabeza de la Alcaldesa Claudia López, se ha proyectado como el potencial nodo articulador de un bloque hegemónico favorable a los intereses de las clases dominantes tras el lento declive del uribismo. En campaña, López no propuso en rigor un proyecto alternativo de ciudad. La retórica de centro, basada en el rechazo a la “polarización” se ofreció como una estrategia “apolítica” de hacer política enfatizando en los aspectos técnicos y de gestión sin tocar el modelo de ciudad neoliberal que se ha impuesto en las últimas décadas.
El triunfo se explica por la confianza que suscitó la personalidad “alternativa” de Claudia López en comparación con los otros dos candidatos opcionados: Carlos Fernando Galán y Miguel Uribe Turbay, ambos de la entraña de la oligarquía y la clase política tradicional. Pero sobre todo por su capacidad para articular, por la vía de la cooptación clientelar como se ha visto a la postre, los más disímiles sectores políticos, desde personalidades en otro tiempo afines al uribismo hasta parte de la izquierda, pasando por políticos reencauchados de la clase política tradicional. En efecto, la posición de centro le permitió a López capitalizar el respaldo de una parte importante de la clase dominante, que no quiso o no pudo articularse en torno a uno de los candidatos tradicionales, pero también de una parte de los sectores “alternativos”, que inicialmente abrazaron su propuesta como “la menos peor”.
La renuencia a revisar el proyecto del metro elevado, aún cuando se encuentra en una fase inferior al metro subterráneo que dejó diseñado la alcaldía de Petro y no ofrece los mismos beneficios pero sí costos superiores, así como la decisión de implementar obras nocivas e impopulares como la troncal de Transmilenio por la Avenida 68, muestran claramente que López ha procurado ganarse la confianza de los agentes políticos y económicos con intereses en ese tipo de grandes proyectos, con un capital político y mediático capaz de incidir en su gobernabilidad, como demostraron boicoteando políticas clave en la administración Petro.
Por su parte, para los sectores de la clase dominante que manejan directa o indirectamente los grandes negocios en la Capital, el liderazgo de López es fundamental porque les permite desarrollar su agenda y salvaguardar sus intereses, lo que haría cualquiera de los candidatos tradicionales, pero además les brinda una mayor gobernabilidad al haber cooptado y dividido parte de la izquierda y a los llamados sectores alternativos, es decir, a sus potenciales críticos. La crítica de la “mermelada”, las gabelas clientelistas que tradicionalmente prodigan los gobiernos a cambio del apoyo electoral, pasó a segundo plano frente a la necesidad de garantizar esa gobernabilidad y los distintos sectores que apoyaron a López han recibido sus compensaciones en cargos y contratos, en lo que constituye la reactivación de una estrategia característica del Frente Nacional para desactivar el descontento y el debate ideológico.
La virtual ausencia de crítica por parte de los sectores cooptados frente a hechos que en otras circunstancias se rechazarían al unísono como la represión policial, de la que la alcaldesa López ha usado y abusado en los meses que lleva su administración, es un ejemplo notorio de este fenómeno, pero no el único. Los dobles raseros a la hora de evaluar las medidas para atender la emergencia provocada por la pandemia, criticando por ejemplo los $3.000 millones que invirtió Duque para publicidad en redes sociales pero, al mismo tiempo, guardando silencio frente a los $6.000 millones que invirtió López en contratos con los grandes medios de comunicación para hacer “pedagogía”, han estado a la orden del día.
La crisis ha sido el escenario para confirmar a Claudia López como la líder del centro, incluso llegando a postularla como eventual candidata presidencial. Frente a un presidente que ha aprovechado la coyuntura para beneficiar hasta el descaro los grandes capitales financieros y privilegiado los intereses de los ricos, se ha erigido en una aparente alternativa. Sin embargo, las políticas de la Alcaldesa en medio de la emergencia no se alejan sustancialmente del enfoque neoliberal que implementa el gobierno nacional, basado en subsidios, créditos y otras políticas focalizadas, y conservando como eje del sistema de salud a las EPS, entre otras cosas. López y Duque no son, por consiguiente, antagonistas respecto a la forma de atender la emergencia. López, empero, está mejor posicionada porque puede descargar la responsabilidad en Duque, quien fija el marco general de las políticas. Más que nada, la articulación con parte de la clase dominante, en particular con gran influencia en los medios masivos de comunicación, la han ubicado en ese lugar de liderazgo.
¿Hacia una nueva hegemonía?
El fenómeno Petro en 2018 parece haber sido un llamado de atención: al menos potencialmente, las demandas reprimidas de los sectores sociales excluídos que están en el origen de la violencia cíclica podrían articularse políticamente. Fue un llamado de atención para las clases dominantes, que no dudaron en rodear al candidato presidencial del uribismo y que ante su declive no dudarán en apoyar cualquier otra alternativa a lo que representó Petro, pero también lo fue para los sectores “alternativos” y para una parte de la izquierda renuente a emprender transformaciones políticas de algún calado, esto es, que necesariamente producirán “polarización”, o recelosas del caudillismo y del personalismo que perciben en Petro.
El triunfo de Claudia López en Bogotá ha empezado a dotar la identidad política de “centro” de un contenido positivo, más allá del “antipetrismo” que definió sus fronteras discursivas en la campaña de 2018. Por su parte, Petro continúa siendo la figura de la izquierda con mayor capital político, pero no con el suficiente para imponerse como alternativa. Así pues, existe una relación de suma cero entre la apuesta del centro y la de los sectores representados por Petro. A menos de que éstos se vuelquen a movilizar la población tradicionalmente apática y abstencionista por distintas razones, se empeñen en construir un sujeto político popular, lo que haría necesaria la consolidción de una apuesta organizativa como CH, tendrá que disputar con el centro una franja de apoyos y bases sociales con miras a los comicios de 2022.
Paradójicamente, los críticos del caudillismo de Petro no han tenido otra alternativa que construir otro liderazgo personalista para hacerle contrapeso: Claudia López se presenta hoy como la líder del centro, incluso relegando personalidades como Sergio Fajardo. El problema radicará en resolver si el capital político acumulado por López es finalmente transferible hacia una identidad colectiva, el centro, o si es personal e intransferible. En éste último caso, no habría que descartar que López opte por un curso de acción igual al de uno de sus mentores, Antanas Mockus, quien renunció en 1997 a la Alcaldía para presentarse a las elecciones presidenciales. Pero sea cual sea la opción del centro, tendría en su favor el interés de las clases dominantes de refrenar la “polarización”: las demandas sociales que emergieron tras el Acuerdo de paz, para alcanzar una paz minimalista que deje intactos sus privilegios, y que tiene en la administración de López en Bogotá una experiencia para replicar a nivel nacional.
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