EDUCACIÓN.- Desconcierto educativo y estrategia neoliberal: los peligros que acechan a la escuela pública

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Desconcierto educativo y estrategia neoliberal: los peligros que acechan a la escuela pública

Xavier Tornafoch escribe sobre cómo el neoliberalismo pergeñado por Milton Friedman y Friedrich Hayek ha ido permeando la escuela, convirtiéndola en una máquina de troquelar a los alumnos en la antropología individualista y competitiva que la ideología de mercado precisa.

EL CUADERNO

Crónicas ausetanas / Xavier Tornafoch /

Decir que la escuela está en crisis resulta casi una obviedad. No recuerdo que se hablara de esto cuando yo era un tierno estudiante, a finales de los años setenta del siglo pasado. Los contenidos que formaban parte del programa que recibíamos eran, en buena parte, los mismos que habían recibido nuestros padres, unos treinta años antes. Los métodos educativos tampoco habían cambiado demasiado. El aprendizaje memorístico y la disciplina estricta, a veces con castigos físicos incluidos, era la forma en que nos obligaban a aprender. Lo mismo les había sucedido a nuestros padres, probablemente también a nuestros abuelos. Sin embargo, nuestra generación, a diferencia de las que nos precedieron, tuvo la fortuna de permanecer muchos más años escolarizada. Además, nuestras expectativas eran diferentes. Ya no era imperativo acabar trabajando en la misma fábrica de nuestros progenitores, aunque esto fue lo que sucedió en no pocos casos. Algunos podían soñar con ir a la Universidad o acudir a una formación profesional que les convirtiera en técnicos cualificados. Todos queríamos mejores trabajos que nuestros padres.

El país, que agotaba las últimas bocanadas de franquismo, había cambiado y la modernización económica favoreció una cierta movilidad social. Latín, griego clásico, literatura castellana, filosofía, matemáticas, física, química, historia y geografía eran las asignaturas importantes. La religión, la educación física —que se llevaba a cabo en lugares inhóspitos y mal acondicionados—, la Constitución española, una materia que sustituía la antigua Formación del Espíritu Nacional, reminiscencia de los años azules del franquismo, cuando el partido único falangista tenía capacidad para influir en el régimen, y que estuvo vigente en el currículo durante todo el periodo dictatorial, eran asignaturas a las que nadie, ni tan sólo los propios profesores daban la menor importancia. Lo mismo sucedía con los idiomas llamados modernos, en aquella época el francés. Años más tarde el idioma moderno será el inglés, pero a éste se le va a dar mucha más importancia. En cualquier caso, atrás habían quedado la retórica, la oratoria y algunas otras enseñanzas decimonónicas, que aún resistieron en determinados recintos educativos, como los seminarios.

No sé exactamente el momento en que la escuela entró en crisis, o por lo menos el instante preciso en que tuvimos consciencia de ello. Fue durante la transición a la democracia, muerto el dictador y descompuesto el régimen, que se empezó a ver que aquella educación era anticuada y no servía para los nuevos tiempos que se abrían en el horizonte. En esa España arrasada por un régimen autoritario que había privado a los ciudadanos, especialmente a aquellos más pobres, de una educación de calidad, pervivía el recuerdo, endeble pero todavía vigente, de la escuela republicana; un proyecto educativo que incorporó nuevas metodologías, que sacó al niño de la periferia del proceso educativo y los situó en el centro, contemplando sus necesidades como prioritarias, que pretendió generar una ciudadanía responsable y civilizada, que abrió las aulas y enseñó a los alumnos a pensar a través de la razón crítica y no del dogma. Las nuevas corrientes educativas se aplicaron por primera vez en el día a día de las escuelas españolas, aunque hacía tiempo que habían cruzado nuestras fronteras y se habían instalado en determinados sectores que las difundieron, a menudo de forma clandestina. En pleno franquismo, sólo la actuación heroica de unos pocos maestros y maestras, especialmente en entornos rurales, logró mantener viva esa llama. Una de esas docentes fue la pedagoga catalana Marta Mata, que en los años cuarenta tuvo la valentía de formar una escuela nocturna clandestina en un diminuto pueblo cercano a El Vendrell (Tarragona) llamado Saifores, donde catorce niños recibían clases de teatro, plástica, lengua catalana y música. Las experiencias pedagógicas de Mata en esta diminuta población de la comarca del Baix Penedès, así como su trayectoria posterior, han sido recopiladas por Raimon Portell en la obra Marta Mata. El camí de l’escola (2007).

Marta Mata

A finales de los años ochenta, a pesar de los esfuerzos que el colectivo docente realizó, a menudo contra la voluntad de las autoridades educativas, se empezó a ver que existía un desfase entre lo que pasaba en la sociedad y lo que ocurría en las escuelas. La economía española, a base de reconversiones industriales y de pactos sociales que devastaban los derechos de los trabajadores, entró de lleno en la etapa neoliberal del capitalismo. Las nuevas tecnologías se adueñaron rápidamente de la sociedad y entraron en los procesos económicos y, por lo tanto, en los centros de trabajo. El mundo escolar, con un cierto complejo de no estar suficientemente acompasado a lo que sucedía en la calle, se hizo permeable, a veces en exceso, a lo que venía de fuera de los recintos escolares. Así entraron en las escuelas la informática, el inglés y tantas otras cosas que definen la contemporaneidad. Así entró también la formación financiera y el coaching neoliberal de los predicadores de las virtudes de la nueva época precaria, desregulada y líquida.

Los efectos de esa nueva vida líquida sobre el individuo fueron descritos por el sociólogo Zygmunt Bauman, que utilizó una metáfora genial: «aprender a caminar sobre arenas movedizas». En efecto, los nuevos tiempos han generado un panorama de ignorancia que hace que la gente ordinaria sienta ansiedad y desconcierto. Las personas no saben lo que les espera, ignoran completamente cómo funciona la sociedad y que deben hacer para adaptarse a ella. Un título universitario conseguido con esfuerzo y dedicación ya no es garantía para practicar una profesión hasta la jubilación. Como asegura Bauman, el crecimiento acelerado de los conocimientos y el rápido envejecimiento de los antiguos producen ignorancia a gran escala. Ahí es donde va a intervenir el mercado, ofreciendo la formación y la orientación necesaria para ponerse al día, lo cual nunca va a hacer de forma desinteresada. Éste venderá conocimientos inútiles, a veces obsoletos, cargados siempre de ideología. Bauman, siempre ocurrente, cita a Jacek Wojciechowski, director de una publicación académica polaca, el cual defiende que los únicos cursos de educación continua que deberían ser autorizados son los cursos de odontología, con la condición de que sus profesores fueran obligados a registrarse como pacientes en las consultas de sus antiguos alumnos. Al final, Bauman y Wojciechowski advierten sobre la manera en que la economía neoliberal pretende aprovecharse de la ignorancia y de la credulidad humanas, las cuales, combinadas con el miedo y la confusión, forman el terreno idóneo para que un ejército de buscadores de fortuna, ávidos de dinero, obtengan réditos rápidos y garantizados.

¿El final de la escuela?

La crisis del marco escolar es tan profunda que algunos autores, como Michel Éliard, hablan ya del fin de la escuela, así como en su momento el politólogo norteamericano Francis Fukuyama predijo el fin de la historia. Según las tesis de Éliard, las sucesivas reformas educativas en Francia, lejos de mejorar la instrucción pública, han deteriorado enormemente a la escuela republicana, poniendo en peligro su propia razón de ser. Estoy absolutamente en desacuerdo con esas teorías apocalípticas aplicadas al mundo de la educación. Ni la televisión ni las nuevas tecnologías ni las reformas administrativas en el ámbito de la enseñanza, algunas de ellas absolutamente delirantes, van a sustituir, de momento, a la escuela, aunque es probable que esta deba sufrir algunos, o muchos, cambios. Para situar en el contexto su situación actual, es necesario recordar que la institución escolar moderna nació entre los siglos XVII y XVIII en Europa, como reacción a un modelo medieval que se caracterizaba por la falta de sistematicidad de los aprendizajes, la mezcla de edades, niveles de instrucción y procedencia y la inexistencia de una concepción del niño como individuo diferente del adulto. Además, los niños combinaban estancias irregulares en los centros con estancias en la familia propia o en las familias para las que trabajaban, especialmente en épocas de mayor trabajo en el campo. La educación en esta cristiandad antigua como la llama Pierre Riché, también tenía sus escuelas de formación de maestros. Una de las principales fue el monasterio de San Gall (Germania), que poseía dos centros: uno externo para clérigos que no tenían vocación monástica y otra para oblatos. Esta escuela influyó sobre todo el Occidente, bien a través de los epistolarios que intercambiaban los maestros y los clérigos europeos que se interesaban por sus métodos, bien a través de las visitas que príncipes y obispos realizaban a la abadía.

La educación empezó a cambiar en el siglo XVII como consecuencia de la reforma protestante y la contrarreforma católica. En Europa surgieron guerras interminables entre las dos confesiones, que utilizaron la escuela como espacio para formar a buenos católicos y a buenos reformadores. También aparecen en ese momento los moralistas y filósofos interesados en proteger a la infancia de una sociedad extremadamente violenta. La invención de la imprenta facilitará la difusión de libros, lo cual será aprovechado por los protestantes para animar a sus seguidores a leer la Biblia en las lenguas vernáculas. Es en esa época también que los estados modernos empiezan a constituirse como tales, abandonando los pequeños territorios feudales y exigiendo de sus súbditos una fidelidad nacional desconocida hasta el momento, para lo cual la escuela resultará imprescindible, ya que será la encargada de extender una educación patriótica.

A partir de los siglos XVIII y XIX, este nuevo modelo de educación, diferenciado de la antigua educación medieval preexistente, define sus principales características. En primer lugar, la infancia se concibe como un tiempo diferenciado en la vida de las personas, lo cual implica que los niños deben ser tratados de forma diferente a los adultos y, por lo tanto, se les exigen también comportamientos diferentes. Como aseguran Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría en su Arqueología de la escuela (1991), emergió un espacio y un tiempo específico destinado a la educación de los niños, y se le dio el nombre de escuela. El objetivo inicial de esta institución era educar a buenos cristianos y a ciudadanos que obedecieran las directrices de los recién creados Estados-nación. Desde sus inicios, la escuela dibujo un sesgo clasista, ya que los hijos de los nobles y de las familias enriquecidas por el comercio disfrutaban de unas metodologías y unos contenidos diferentes a los de los niños pobres, a los cuales se les inculcaba que debían ser sumisos y buenos cristianos, recibiendo una formación centrada en el ámbito moral y el dominio básico de la lectura y de las matemáticas. El Estado encargó a los maestros la tarea de educar a los niños, constituyendo un cuerpo de especialistas que dominaba unas metodologías específicas y que se erigía como una autoridad moral y de saberes, con tres objetivos principales: transmitir conocimientos, comprobar que los alumnos los adquirieran satisfactoriamente y asegurar la adecuada conducta de sus pupilos. Así pues, la escuela moderna se conformó como el elemento central en el proceso de socialización de la infancia en Europa durante el siglo XIX, situando a las otras formas de socialización, principalmente a la comunidad y la familia, en un segundo plano, hasta el punto de que, durante mucho tiempo, se sucedieron los discursos de los moralistas contra la familia y la comunidad por considerar que estas instancias no estaban capacitadas para educar bien a los niños.

En las sociedades modernas, la escuela es un elemento central, sin el que no se entiende ninguna de las dinámicas económicas, culturales o morales. Hasta ahora, los Estado han controlado férreamente esta institución y han legislado sobre ella. Además, se han proyectado en la escuela creencias —algunas no son otra cosa que mitos— que definen el funcionamiento de estas sociedades, como la de la individualidad construida por oposición a la individualidad natural, la del alma nacional, la del trabajo como fuente de bienestar y estatus o la del Estado como garante de la esencia de la nación. Esta institución ha emergido como la garantía de las esperanzas de progreso de la sociedad y de las personas que la conforman. No debe resultar extraño que ante la creciente debilidad del Estado en relación al ejercicio de incumbencias que le son propias en relación a la formación de sus ciudadanos, por el empuje de las políticas neoliberales que estos mismos Estado han puesto en práctica, la escuela y todo lo que la rodea experimente una profunda confusión de la que se quiere aprovechar la economía neoliberal para apropiársela definitivamente.

La estrategia neoliberal para apropiarse de la escuela pública

La persona que mejor ha descrito la estrategia neoliberal para el siglo XXI es la autora canadiense Naomi Klein. Esta activista, investigadora y activista canadiense ha descrito cómo se imponen los postulados neoliberales desde los años setenta del siglo pasado. Todo empezó después de la segunda guerra mundial, en la facultad de economía de la Universidad de Chicago. En este entorno académico destacaba la figura de Milton Friedman, una especie de monje de la economía capitalista, horrorizado por el comunismo y por lo que él consideraba su perversión democrática: la socialdemocracia. Su objetivo era volver a la pureza del libre mercado, en la que la intervención del Estado se limitaría a disponer de un ejército y de un cuerpo de policía. Todo lo demás debía quedar en manos del libre mercado. Sin embargo, las fantasías de Friedman y sus discípulos chocaban con la realidad de un mundo en el que las políticas intervencionistas estaban a la orden del día. Los países devastados por la reciente conflagración a escala planetaria invertían en sanidad, en educación, en asistencia social. La influencia del economista John Maynard Keynes, que proponía una fuerte inversión pública para superar la crisis, era enorme en el campo capitalista, hasta el punto que se había convertido en sentido común que los Estado debían ocuparse del bienestar de sus ciudadanos.

Milton Friedman

Los muchachos de Chicago tenían otros planes: se veían a ellos mismos como guerreros del libre mercado, cuya estricta pureza defendían. Su intención era convencer al mundo que el estado natural de las cosas eran sus propuestas ideológicas; transformar su pensamiento económico en el nuevo sentido común que sustituyera al keynesianismo imperante. Para entender mejor a Friedman, Klein se sumerge en sus orígenes familiares, que son los de una familia judía que llega a los Estados Unidos desde Hungría. Su padre era el propietario de una modesta empresa textil que quebró. A pesar de esta circunstancia familiar, que acarreó graves problemas a la familia Friedman, el joven Milton siempre defendió las bondades de un sistema que permitió a su progenitor establecer libremente un negocio y arriesgarse. Siempre defendió que las instituciones públicas no debían preocuparse de nada ni de nadie; que todo el mundo tenía lo que se había ganado y que el fracaso era una consecuencia lógica de haberse equivocado. En cualquier caso, las ideas de Friedman no eran del todo originales: le debían mucho a Friederich von Hayek, un economista austriaco que había dado clases en la Universidad de Chicago. Pero las propuestas de Friedman y Hayek no fueron bien recibidas durante un largo período de tiempo. El recuerdo del crack del 1929 y sus terribles efectos sociales y políticos, que desembocaron en el ascenso del nazismo y la segunda guerra mundial, alejaron a los gobiernos occidentales de las teorías ultraliberales. En cambio, fueron ampliamente consideradas las ideas de los keynesianistas que sostenían que o los estados intervenían o la catástrofe se volvería a repetir. Como subraya Naomi Klein, los éxitos de las economías planificadas favorecieron que nadie atendiera a las ideas de la escuela de Chicago.

La suerte cambió para Friedman y sus discípulos el día once de septiembre de 1973, cuando el general Augusto Pinochet llevó a cabo un sangriento golpe de estado contra el presidente electo de Chile, Salvador Allende. El militar golpista decidió acabar con los proyectos económicos socializadores de Allende y se rodeó de asesores formados en la Universidad de Chicago. Ahí empezó todo. Con una oposición silenciada, perseguida y encarcelada, con el favor de una administración norteamericana comprometida en acabar con la experiencia chilena, Friedman se vio con las manos libres para ensayar, por fin, sus ideas. Sin sindicatos y sin partidos de izquierdas, todo debía ser muy fácil. El neoliberalismo comenzaba su paseo triunfal. Se eliminaron la sanidad y la educación públicas, se suprimieron las prestaciones de todo tipo, excepto para los militares y carabineros, puesto que éstos debían aplicar las medidas represivas y era imperativo que estuvieran lo suficientemente satisfechos como para llevarlas a cabo sin mayores remordimientos. Se suprimieron unos impuestos y se bajaron otros. Se instauró en Chile el laissez faire tal y como lo habían soñado los académicos de Chicago. El impacto sobre la economía del país andino fue tan intenso que en poco tiempo la vida cotidiana de millones de personas se resintió gravemente. El hambre se extendió, se popularizaron las ollas populares y el producto interior bruto (PIB) se desplomó, lo cual obligó a la junta militar a corregir los aspectos más extremos de las medidas liberalizadoras. La economía empezó a estabilizarse después del shock inicial, pero Chile se convirtió en unos de los países más desiguales de América. Después, vino el golpe militar en Argentina, con lo cual todos los Estados del cono sur —ya que en Paraguay y Brasil la democracia hacía tiempo que había sucumbido— pasaron a estar gobernados por regímenes autoritarios.

En todos lados, los militares venían de la mano de los economistas de Chicago, los cuales implementaban inmediatamente medidas privatizadoras. Los efectos eran en todas partes similares a los producidos en Chile: aumento de la desigualdad social y de la pobreza. Los éxitos de los discípulos de Friedman pronto atrajeron la atención de los derechistas de todo el mundo. En Gran Bretaña, Margaret Thatcher, a través de su amigo Augusto Pinochet, conoció las experiencias chilenas para aplicarlas en su cruzada contra la socialdemocracia británica. Lo mismo hizo Ronald Reagan en Estados Unidos. En los países con sistemas democráticos consolidados las ideas ultraliberales no pudieron ser aplicadas con la contundencia con que lo fueron en el Cono Sur. Hubo protestas y movilizaciones, muchas de las medidas fueron revertidas. Fue entonces cuando estos gobiernos optaron por implementar las medidas liberalizadoras, aprovechando crisis provocadas por fenómenos naturales (huracanes, inundaciones, incendios) o a través de guerras que justificaran la supresión de derechos y ciudadanos. Así se dibujó una metodología de actuación que Klein ha bautizado como doctrina del shock.

Las teorías de Friedman se hicieron hegemónicas en las facultades de economía, mientras que legiones de tecnócratas neoliberales se ubicaban en puestos clave para iniciar las reformas privatizadoras. Las ideas peligrosas de Friedman y Hayek eran el nuevo sentido común y lo invadían todo, incluso las instituciones de la Unión Europea, el Ministerio de Economía de la Federación Rusa y el Comité Central del Partido Comunista de China. El keynesianismo había sido derrotado. Cada vez que se producía un hecho extraordinario, cada vez que un suceso inesperado golpeaba a la sociedad, aparecían los ideólogos neoliberales para imponer sus soluciones. Si se debía reconstruir un país caribeño devastado por un huracán, la recuperación se privatizaba y los beneficios, que corresponderían a la comunidad, se repartían entre compañías privadas. Si un país se endeudaba, el Fondo Monetario Internacional, dirigido por conspicuos ultraliberales, le prestaba dinero a cambio de la supresión de todos los servicios públicos. Si una guerra destrozaba una sociedad, lo mismo. Así sucedió, por ejemplo, en Irak, donde empresas norteamericanas se hicieron cargo de los trabajos de reconstrucción después de una guerra en la que la mayoría de éstas habían participado también como contratistas del ejército de los Estados Unidos.

Esta metodología de actuación partía de una premisa ineludible, se puede hacer negocio con todo, incluso con la educación. Por lo tanto, un sistema educativo desconcertado, en crisis o ineficiente es un objeto de deseo para los gurús del neoliberalismo, los cuales empiezan a apropiárselo en el momento en que las autoridades educativas dejan de invertir en él. Después, aparecen los coach, que se encargan de transmitir sus ideas precarizadoras a través de conferencias o actividades diversas. Finalmente, la gestión de los centros es privatizada. A veces, las cosas suceden mucho más deprisa. En 2005, el huracán Katrina destrozó Nueva Orleáns, la principal metrópoli del estado de Luisiana (Estados Unidos). Toda la red escolar pública sufrió los estragos del ciclón, por lo que, a la hora de rehacer las escuelas, Milton Friedman, haciendo gala de su gran capacidad de influencia, publicó un artículo en la prensa local en el que proponía no rearmar la red pública sino ofrecer un cheque escolar para que cada familia eligiera alguna de las escuelas privadas que había en Nueva Orleáns, y que sus propietarios habían reconstruido a toda velocidad. La medida fue adoptada de forma entusiasta por las autoridades locales y de esta manera una de las principales urbes del sur de los Estados Unidos se quedó sin educación pública. Como consecuencia de esta política, la red de escuelas públicas fue suprimida, cientos de profesores se quedaron sin trabajo y los que pudieron recolocarse en las pujantes escuelas privadas vieron notablemente reducidos sus salarios. La calidad educativa también se resintió, ya que los criterios de rentabilidad económica fueron aplicados a rajatabla, lo que se tradujo en menos recursos y aumentos de ratios. Poco tiempo después de esta gloriosa  intervención, Milton Friedman murió en San Francisco (Califormia) a los 94 años de edad. Dejar a las clases populares de Nueva Orleáns sin una educación pública fue la última de sus intromisiones políticas. La primera tuvo lugar en Chile en 1973, mientras centenares de personas eran torturadas y asesinadas en centros clandestinos de detención. La estrategia para la destrucción definitiva de un modelo público de educación estaba en marcha y había dado buenos resultados.

[EN PORTADA: Quema de libros en Santiago de Chile tras el golpe de Estado de 1973]


Xavier Tornafoch i Yuste (Gironella [Cataluña], 1965) es historiador y profesor de la Universidad de Vic. Se doctoró en la Universidad Autónoma de Barcelona en 2003 con una tesis dirigida por el doctor Jordi Figuerola: Política, eleccions i caciquisme a Vic (1900-1931) Es autor de diversos trabajos sobre historia política e historia de la educacción y biografías, así como de diversos artículos publicados en revistas de ámbito internacional, nacional y comarcal como History of Education and Children’s LiteratureRevista de Historia ActualHistoria Actual On LineL’AvençAusaDovellaL’Erol o El Vilatà. También ha publicado novelas y libros de cuentos. Además, milita en Iniciativa de Catalunya-Verds desde 1989 y fue edil del Ayuntamiento de Vic entre 2003 y 2015.

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