Fragmentos de Notas Autobiográficas. Recuerdos de la Legión Olvidada (2008) No. 4. Por Cayetano Rodríguez del Prado

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CAYETANO RODRIGUEZ DEL PRADO Fragmentos de Notas Autobiográficas Recuerdos de la Legión Olvidada (2008)

DOS VELONES A TRUJILLO

Dedicado a Manolo Tavarez, Pedrito González y Leandro Guzmán, viudos de las hermanas Mirabal y compañeros de grandes vivencias en La Cuarenta

Desde que Manolo Tavárez pudo ver con sus propios ojos mi precaria situación de salud, se interesó en saber cada día como me encontraba. En ocasiones se interesaba en conocer algo la situación política del país después de su encierro en La Cuarenta junto a Leandro y Pedrito González, pues cada “preso nuevo” podía traer informaciones frescas. En una ocasión en la que intercambiábamos breves palabras a través de los bloques de su respiradero, apareció repentinamente en el patiecito de las llaves el teniente Pérez Mercado y, sin que yo apenas pudiera hacer nada para advertir a mi interlocutor de la situación, el esbirro pudo darse cuenta que era Manolo la persona que hablaba conmigo a través de los pequeños huequitos del respiradero. Como un rayo, furioso, se acercó a la parte exterior de su celda y, cubriéndolo de insultos, lo amenazó con “pegarle las esposas a las rejas”. Esa tortura se aplicaba para aumentar significativamente el sufrimiento de algunos presos y consistía en esposarlo y al mismo tiempo dejarlo encadenado al punto más alto de las rejas. El prisionero no podía sentarse ni acostarse por varias horas, o incluso por varios días.
Después que el teniente Pérez Mercado arrojó todo su odio contra Manolo se volvió hacía mí, me amenazó ordenándome que me levantara del suelo y que me retirara inmediatamente de ese punto, trasladándome ahora más hacia el centro del recinto. Uno de los caliés avanzó hacia mí lleno de odio y al observar mi brazo derecho deformado por la hinchazón y totalmente paralizado, sin posibilidades de flexionarlo a la altura del codo, me gritó: “ ¡Ven coño que te voy a doblar el brazo!”. Pero alguien intervino y la fiera no llegó a materializar su amenaza.
Más tarde ese día, o quizás el día siguiente, al verme más hacia el centro del patio un calié que penetró al recinto conduciendo una camioneta, arremetió contra mí, como si fuera a atropellarme y, mientras usaba mis últimas energías para evadir el choque, corría yo a derecha e izquierda completamente desnudo y arropado por las risotadas de un buen grupo de esbirros del SIM. Poco después fui encerrado de nuevo en mi celda sin que las ruedas de la camioneta pudieran pasarme por encima. Solo la oscuridad, el intercambio de noticias con Eligio Mella, compañero de celda, y de nuevo los gritos de los torturados durante buena parte de la noche, solo eso se vivía por el momento.
Una noche de finales de febrero, probablemente entre las doce y la una, un fuerte e interminable ruido nos despertó a todos bruscamente. Un abrir y cerrar de puertas de madera retumbaba todo el ambiente, mientras los gritos y maldiciones de numerosos caliés iban ordenado a los presos “manos afuera, manos afuera”, para enseguida ajustar hasta más no poder las cortantes esposas de acero. Después que las esposas estaban haciendo su trabajo, y solo después, eran abiertas las puertas de rejas de hierro. “!Salga, salga, rápido, rápido!”, iban ordenando nerviosos los caliés a cada uno de los elegidos. Sentí que un vehículo se aproximó a la puerta de nuestro pabellón y que los prisioneros desnudos eran obligados a subir con violencia, como si se tratara de reses que fueran al matadero. Era el mayor número de presos movilizados desde que yo estaba en La Cuarenta. De repente, uno de los esbirros abrió con brusquedad la puerta de madera que cubría las rejas de mi celda, gritándome una orden en forma burlona, “!ven, ven, que tú también vas para la fiesta!”. Retrocedí aterrorizado y sin proferir palabra. Me quede petrificado, mientras por la puerta abierta de la celda veía pasar a una buena parte de los presos trasladados. El calié repitió más de una vez su orden de salida mientras yo continuaba en el fondo de la celda sin moverme ni pronunciar palabra. Ya habían salido los últimos prisioneros y todos los verdugos habían subido al vehículo cuando el oficial que dirigía la operación ordenó gritando: “!Ven, ven, deja a ese!”, subrayando con mucho énfasis la palabra “ese”. Cuando sentí que el vehículo se marchaba, observe estupefacto que habían olvidado cerrar la puerta de madera de mi celda y así, por primera vez en cerca de cuarenta días y cuarenta noches, pude pasar parte de las horas nocturnas observando en la penumbra cuales celdas se encontraban ocupadas, y por consiguiente con su portón de madera cerrado, y cuales, tal vez la mayoría, estaban abiertas y completamente vacías.
Nunca más supe del destino de estos prisioneros y, después de mi liberación, a pesar de mis indagaciones, tampoco pude conocer ni el nombre ni el final que había conocido este grupo de hombres. Únicamente vi, a la mañana siguiente, al grupo de esbirros repartiéndose las pertenencias de los prisioneros trasladados aquella fatídica noche.
Pocos días después de estos acontecimientos, atormentado por el dolor en el brazo y por la fiebre, me atreví a vocear: “¡Coño, ¿me van a curar o me van a dejar morir?!” Después de los insultos y amenazas que eran de esperar, me sacaron de la celda y me encontré ante el doctor Charles Dunlop, quien examinándome el brazo me dijo en tono enfático: “Hay que operarlo, pero sin anestesia. ¿Estás dispuesto?
Sí, le contesté. Pues siéntate ahí, dijo señalando con el dedo el piso de tierra dónde nos estábamos. Y en esa “mesa de operaciones” improvisada, sobre tierra y piedrecillas punzantes, senté mi cuerpo desnudo y esperé mientas me abría la carne con un filoso bisturí y exprimía una gran cantidad del líquido negro que se alojaba en mi brazo, así como sangre, que se escurría entre la tierra amarillenta del patio de La Cuarenta. Fui trasladado de nuevo a mi celda, pero el brazo seguía estando completamente paralizado.
Cuando se inició el mes de marzo de aquel año 1961, Tanto Eligio Mella como yo sentimos una brusca mejoría en el trato que recibíamos. Entre otras cosa nos permitieron ponernos ropa y a mí, en particular, me traían un vaso de leche para que ”te fortalezcas un poco, pues tú viniste así del escondite, en muy malas condiciones”.
Otro médico de La Cuarenta, Luisito, creo que de apellido Lora, que conocía a mi padre, quiso arreglarme un poco la cosa con los caliés y proclamó: “Este muchacho tan joven fue engañado por los comunistas enemigos del Jefe, pero él no es enemigo de Trujillo, ¿verdad?”. Yo con un movimiento de cabeza le eché a perder la oportunidad, dando a entender que sí, que yo era enemigo de Trujillo. Bruscamente Luisito le puso fin a la reunión explicándole a los caliés que yo estaba muy mal de salud y no sabía lo que estaba diciendo.
Cuando daba mis primeros pasos alejándome, la voz de Luisito resonó de nuevo en mis oídos: “Mira muchacho, cuando te suelten y llegues a tu casa, dale gracias a Dios porque estás vivo y enciéndele dos velones de este tamaño a Trujillo”… y extendió sus dos brazos a la altura de los hombros indicándome el tamaño de los velones.
El 14 de marzo de 1961, a Eligio y a mí, nos pusieron en libertad entregándonos a nuestros familiares. Varios otros prisioneros también fueron liberados ese día, pero mucha sangre de los hombres del MPD y del 14 de Junio quedaba en La Cuarenta.

CONTINUARÁ…

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