La experiencia de la Internacional Comunista en la construcción de partidos de tipo bolchevique (I)

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La experiencia de la Internacional Comunista en la construcción de partidos de tipo bolchevique[1]

I- La etapa del ascenso revolucionario que siguió a la Primera Guerra Mundial (1918-19)

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Primero, independizarse de los reformistas

A la hora de aprender de esta experiencia histórica para nuestras tareas presentes, es fundamental comprender cuál era la situación en que se encontraban los países desarrollados del capitalismo al terminar la Primera Guerra Mundial: durante algunos años, se produjo un auge revolucionario que, sin embargo, sólo permitió la consolidación del poder proletario en Rusia. Se dejaba sentir del modo más pernicioso el que en muchos paí­ses la clase obrera no tuviera partidos verdaderamente revolucio­narios que dirigieran toda su lucha. En sus partidos, se habían ido imponiendo una práctica reformista y su justificación teórica.

Pero, una cosa era el reformismo en el período de desarrollo relativamente “pacífico” del capitalismo, y otra cosa completamente distinta era el refor­mismo en una situación de revolución socialista. La prédica de reformas y la apología de la democracia burguesa, en la situación en que las masas en Europa se desvivían por entrar en combate, eran perniciosas no sólo para la revolución socialis­ta, sino también para las transformaciones democráticas generales más o menos radicales, incluso para aquéllas que no rebasaban el marco del régimen capitalista.

Temerosos ante la revolución que crecía en Europa y que había triunfado en Rusia, los partidarios del reformismo habían renunciado a ella y se habían pasado al campo de sus adversarios. Junto con los burgueses, los socialdemócratas de derecha participaron en la represión de la revolución obrera en Alemania y en el asesinato de los dirigentes de ésta -Karl Liebknecht y Rosa Lu­xemburgo-, el 15 de enero de 1919.

En los partidos socialistas, también había quienes se oponían de palabra a los socialdemócratas derechistas, pero, en realidad, se oponían sobre todo a una marcha de la historia que les parecía demasiado impetuosa, soñando todavía con cierta revolución “pacífica” y “organizada”. Estos denominados “centristas” encadenaban así la energía revolucionaria de los obreros a la política burguesa contrarrevolucionaria de los socialistas de derecha.

No bastaba la independencia ideológica de los revolucionarios dentro de los partidos obreros: se im­ponía la necesidad urgente de la separación en lo orgánico y no solamente de los socialdemócra­tas de derecha, sino también de los centristas. Todos los intentos de se­guir la orientación revolucionaria en el marco de una organización en que había oportunistas fracasaban invariablemente.

De la vieja socialdemocracia fundada treinta años atrás por Federico Engels y otros marxistas, había que mantener únicamente la herencia revolucionaria, deshaciéndose del lastre oportunista y reformista; y, además, apoyar los rasgos cualita­tivamente nuevos del movimiento obrero en la etapa que implicaba la primera rotura de la cadena del imperialismo y el comienzo de la tran­sición al socialismo.

Especulando con la aspiración natural de la clase obrera a la unidad en la lucha contra el enemigo común, los cen­tristas buscaban que los obreros revolucionarios volvieran al camino re­formista, acusando de “divisionismo” a los comunistas. Denunciando el carácter reaccionario y la hipocresía de los llamamientos de los “apóstoles de la unidad”, Karl Liebknecht poco antes de su trágica muerte había escrito: “Pero no to­da ‘unidad’ hace fuerte. La unidad entre el fuego y el agua apaga el fue­go y evapora el agua; la unidad entre el lobo y el cordero deja que el lo­bo se coma al cordero; la unidad entre el proletariado y la clase dominante sacrifica al proletariado; la unidad con los traidores condu­ce a la derrota… Los apóstoles de la unidad quieren ya hoy liquidar la revolución… La unidad con ellos sería funesta para el proletariado, se­ría traición al socialismo internacional”[2]. Eso coincidía por completo con lo que Lenin había advertido ya antes de la guerra: “¡La unidad es una gran cosa y una gran consigna! Pero la causa obrera necesita la unidad de los marxistas, y no la unidad de los marxistas con los enemigos y los falsea­dores del marxismo”[3].

Los socialistas reformistas trataron de reconstruir la II Internacional en la Conferencia de Berna del 3 de febrero de1919 con el principal objetivo de condenar a la Rusia revolucionaria, justificar a los asesinos de Liebknecht y de Lu­xemburgo, y paralizar la actividad revolucionaria de los proletarios fran­ceses, ingleses e italianos. Poco después, la Conferencia Internacional de los co­munistas en Moscú dio respuesta adecuada al “renacimiento” de la Internacional socialreformista.

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Fundación de la III Internacional, la Internacional Comunista

Lenin y los bolcheviques, partiendo de su experiencia de muchos años de poner en pie un partido verdaderamente revolucionario en Rusia, venían defendiendo la necesidad de romper con la II Internacional desde que la gran mayoría de los dirigentes de ésta apoyaron las ambiciones imperialistas de sus respectivas burguesías en la Primera Guerra Mundial. Pero los revolu­cionarios de otros países necesitaron años de búsquedas y pruebas para llegar a esa conclusión. Los primeros meses de revolución europea les convencieron definitivamente de la necesidad de formar partidos comu­nistas independientes. Se impuso también la necesidad de articular una cohesionada organización comunista internacional.

Al formular el proyecto de plataforma de la Internacional, Lenin propuso tomar como base: primero, la teoría y la práctica del bolchevismo y, segundo, la declaración programática de los espartaquistas alemanes –“Was Will der Spartakusbund?”-, redactada por Rosa Luxemburgo.

Lenin consideraba que la III Internacional debía integrar desde un principio no sólo los partidos comunistas ya formados, sino también los partidos y grupos que se acercaban al bolchevismo, entre ellos los que actuaban dentro de los partidos socialdemócratas. Limitando al mismo tiempo ese círculo, Lenin propuso que se invitara al Congreso Funda­dor a los que se pronunciaran decididamente por la separación con los socialpatriotas, “por la revolución socialista ahora por la dictadura del proletariado… en principio por el ‘poder soviético’ y contra la reduc­ción de nuestro trabajo al parlamentarismo burgués, contra el someti­miento a éste, por lo que el tipo de poder soviético es superior y está más cerca del socialismo[4].

La acti­tud de la nueva Internacional sería de “lucha sin cuartel” contra los socialchovinistas; con relación a los cen­tristas, separar de ellos a los elementos más revolucionarios, criticar implacablemente a los jefes y desenmascararlos y, en determinada fase de desarrollo, separarse en lo orgánico; y, con los mejores elementos delsindicalismo revolucionario, formar un bloque.

La conferencia comunista internacional que se constituyó como Primer Congreso (Fundador) de la Internacional Comunista inició sus labores en Kremlin (Moscú) el 2 de marzo de 1919.

El Congreso transcurrió bajo el signo de la seguridad de que la victoria de la revolución socialista internacional estaba cercana. Vistos los acontecimientos a través de esa óptica, la realización incluso de con­siderables transformaciones democráticas y el surgimiento de una serie de nuevos Estados nacionales no eran considerados por los delegados como logros suficientes de la lucha proletaria y popular general. La importancia de estos hechos sólo se llegó a comprender más tarde: “Se creía -diría Lenin- que en Occidente, donde los antagonismos de clase están más desarrollados [que en Rusia]congruentemente con el capitalismo más desarrollado, la revolución seguiría un camino algo distinto al de nuestro país, y el poder pasaría en seguida de la burguesía al proletariado. Sin embargo, lo que ocurre hoy en Alemania evidencia lo contrario”[5]. Se aclaró que no sólo en los países más atrasados, sino también en los adelantados son necesarias determinadas fases preparatorias, son posi­bles etapas intermedias; que en ellos el camino del proletariado al poder tampoco es recto.

Reflexionando sobre los caminos de llegada a la revo­lución proletaria, Lenin procuraba comprender la tendencia general del movimiento de la revolución hasta su culminación que él, al igual que todos los revolucionarios europeos, esperaba en un futuro no leja­no: “Primero, la formación espontánea de los Soviets; luego, su propa­gación y desarrollo; más tarde se plantea prácticamente la cuestión: So­viets, o Asamblea Nacional, o Asamblea Constituyente, o parlamenta­rismo burgués; completo desconcierto entre los jefes y, por último, la revolución proletaria”[6].

Lenin explicó convincentemente que el enfoque científico de los conceptos “democracia” y “dictadura” sólo puede ser clasista, con la particularidad de que es determinante la circunstancia de qué clase ejerce su dictadura y sobre qué clases; para qué clases esa dictadura concreta es democracia.

En contraste con las aseveraciones de la burguesía y la socialdemo­cracia en el sentido de que la revolución socialista y la dictadura del proletariado llevan implícitas la sangrienta guerra civil, ingentes sacrifi­cios humanos y la destrucción inaudita de las fuerzas productivas, Le­nin hizo recordar que solamente en su guerra por dirimir cuál de ellas dominaría el mundo, las diversas burguesías imperialistas nacionales mataron a 10 millones de per­sonas y mutilaron a otros 20 millones. La burguesía imperialista considera “legítimas” estas víctimas, declarando, sin embargo, “criminales” las pérdidas incomparablemente menores sufridas en la lucha de liberación del proletariado[7].

“La guerra civil es impuesta a la clase obrera por sus enemi­gos mortales… Sin provocar artificialmente nunca la guerra civil, los partidos comunistas procuran reducir dentro de lo posible su duración, cuando surge como necesidad imperiosa, disminuir el número de vícti­mas y ante todo asegurar la victoria al proletariado”[8].

“La conquista del poder político no puede reducirse sólo al cam­bio del personal de los ministerios, sino que debe significar la liquidación del aparato estatal hostil, la concentración de la fuerza real en manos del proletariado”[9]. La dura crítica de Lenin y de la Komintern al poder burgués no significaba que hicieran caso omiso o menospreciaran la significa­ción de los derechos y las libertades democrático-burgueses conquista­dos por la clase obrera durante decenios de tenaz lucha.

En aquel período, muchos jóvenes parti­dos comunistas y sus dirigentes no comprendían aún el complejo problema de la lucha por ganarse a las masas para la revolución socialista. Algunos delegados se imagi­naban de modo simplista o demasiado rectilíneo el proceso de profundi­zación de las contradicciones del capitalismo, la ruta y el ritmo de la re­volución socialista mundial. Por ejemplo, en los materiales del Congreso puede encontrarse también la afirmación de que la liberación de los países oprimidos “advendrá solamente después de las revoluciones socialistas en las metrópolis”.

La fundación de la Internacional Comunista, la cual “por todo su contenido ideológico y político, por todas sus acciones pone en práctica la doctrina revolucionaria de Marx, depurada de las deformaciones oportunistas burguesas”[10], fue un acontecimiento de enorme trascen­dencia. Fue formada la organización dirigente del movimiento comu­nista mundial capaz de contribuir al desarrollo ideológico y orgánico de todos los partidos revolucionarios nacionales del proletariado, a la rea­lización de su papel activo en las luchas de clase de la nueva época. Al mismo tiempo, la nueva Internacional se apoyaba en la base real de la revolución internacional iniciada: la Rusia Soviética.

Apenas los delegados al Congreso Fundador de la Internacional Co­munista volvieron a sus países, el desarrollo de los acontecimien­tos revolucionarios en Europa mostró de manera evidente que ese Con­greso había trazado acertadamente la orientación principal de la lucha. En Hungría, y luego en Baviera y en Eslovaquia, en todas partes donde logró avanzar más allá de su primera etapa, la revolución llevó a la formación de Repúblicas de los Consejos.

Lenin advertía que es “imposible de­mostrar simplemente con palabras que el Poder soviético es justo. El so­lo ejemplo de Rusia no era suficientemente comprensible para los obre­ros de todos los países. Sabían que había allí un Soviet, todos ellos eran partidarios del Soviet, pero les asustaban los horrores de una lucha san­grienta”[11].

Al poco tiempo los imperialistas descargaron sobre las Repúblicas de los Consejos en Europa Central todo su poderío y las aplastaron. La In­ternacional Comunista intentó movilizar al proletariado europeo para la acción solidaria. Sin embargo, la oposición de los oportunistas impi­dió la acción unitaria de los obreros de Europa.

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La confrontación de la ideología revolucionaria y la reformista

Las consignas de la época de la des­trucción del capitalismo debían ser, según Lenin: “abolición de las clases; dictadura del proletariado para la realización de ese objetivo; denuncia implacable de los prejuicios democráticos pequeñoburgueses sobre la libertad y la igualdad”. Hasta que no sean eliminadas las clases, “todos los argumentos sobre la libertad y la igualdad deben ser acom­pañados por las preguntas: ¿Libertad para qué clase; y con qué propó­sito? ¿Igualdad entre qué clases y en qué sentido? Eludir estas pregun­tas, directa o indirectamente, deliberada o involuntariamente es, inevitablemente, defender los intereses de la burguesía, los intereses del capital, los intereses de los explotadores”[12]. Porque el mero re­conocimiento formal de la libertad y la igualdad en el capitalismo es lo que suele encubrir su falta efectiva para la enorme mayoría de la población.

Las condiciones subjetivas estaban tan avanzadas que, según Otto Bauer, en el verano de 1919, en las calles de las ciudades austríacas no se oía más que: “¡Dictadura del proletariado!” “¡Todo el poder a los Consejos!”[13].

La ruptura teórica y política práctica resuel­ta y definitiva entre la Internacional Comunista y la Internacional de Berna fue impuesta por sus enfoques distintos por principio de la revo­lución socialista. Para Lenin, era imposible la unidad con quienes niegan el sobor­no por la burguesía de la cúspide de la clase obrera, con los líderes oportunistas de la II Internacional de la revolución que reniegan de la revolución o la reconocen solamente de palabra; con quienes ni siquiera piensan en “educar a las masas en la conciencia de que es inevitable y necesario ven­cer a la burguesía en la guerra civil”; con quienes siguen “asustando a los capita­listas con la revolución, siguen aterrorizando a la burguesía con la gue­rra civil, a fin de conseguir de ellos concesiones y su disposición a seguir la vía reformista” [14].

“Nuestro enemigo principal -recalcaba- es el oportunismo. El oportunismo en las altas esferas del movimiento obrero no es socialis­mo proletario, sino burgués”. Sus portadores son “mejores defensores de la burguesía que los propios burgueses. La burguesía no podría man­tenerse si ellos no dirigieran a los obreros”[15].

El período en que se sostuvo esa polémica fue un período de encarnizadas luchas de clases en que la victoria de la revolución internacional sólo era impedida por la acción del reformismo socialdemócrata sobre las masas proletarias.

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Las enseñanzas del ascenso revolucionario

“Al principio de la revolución -recordaba Lenin-, muchos abrigaban la esperanza de que en Europa Occidental empezaría la revolución socialista inmediatamente después de terminada la guerra imperialista, pues en aquel momento, en que las masas estaban armadas, la revolu­ción se podía haber llevado a cabo con el mayor éxito también en varios países de Occidente”[16]. Partiendo de ese criterio, los comunistas se orientaban a aprovechar la posibilidad histórica, extraordinariamente rara, para asestar un enérgico golpe conjunto al régimen burgués de va­rios países. “Justamente en ese momento, el proletariado hubiese podido resolver la cuestión contra los capitalistas de un solo golpe”[17].

¿Por qué, pues, la revolución socialista en Europa además de no vencer, no se desplegó con pleno vigor?

No cabe duda de que en los países capitalistas desarrollados existían premisas objetivas, ante todo económicas, de la revolución socialista. El régimen burgués estaba “pasando en todo el mundo por una grandísima crisis revolucionaria”[18]. La existencia de la crisis revolucionaria constituía la base real de la eventual acción revolucionaria.

Sin embargo, tanto la profundidad de la crisis como el alineamiento de las fuerzas de clase no eran iguales en los distintos países. Los países vencedores en la guerra imperialista veían atenuarse las contradicciones sociales. Y, en los países vencidos, las posiciones de la burguesía eran más sólidas que en Rusia. Además, en este país, la consigna bolchevique de la paz en plena guerra fue un poderoso medio de mo­vilización revolucionaria de las más vastas masas.

Los círculos gobernantes de ambas coaliciones ya no volvieron a dejar que el ansia de paz se convirtiera en un elemento revolucionador. Al contrario, paliaron los ánimos pacifistas con el alboroto demagógico que acompañó la forma­ción de la Sociedad de las Naciones y aprovecharon la discusión de las condiciones de la paz para levantar una nueva oleada de nacionalismo y chovinismo.

Al mismo tiempo, la burguesía internacional bloqueó enseguida a la Rusia Soviética militar y económicamente, y aplicó los máximos esfuerzos para “ahogar en la cuna” (como lo expresó Winston Churchill) a la primogénita de la revolución mundial. Aunque los imperialistas no lograron aplastarla como habían sofocado la Baviera de los Consejos y la Hungría de los Consejos, le causaron un enorme perjuicio material, obligando a los pueblos de Rusia a sufrir penurias y calamidades y presentando hipócritamente ese estado como resultado de la revolución y de la actividad de los bol­cheviques. La enorme máquina propagandística, que se valía del servi­cio de los renegados y conciliadores, se dedicaba a desacreditar la revolución y el Poder soviético.

No obstante, la retirada de las tropas de la Entente y las acciones de masas en apoyo a la Rusia soviética eran la prueba más evidente del ascenso revolucionario. La burguesía reprimía ferozmente, pero también maniobraba con la colaboración de la socialdemocracia reformista.

Sin rebasar en general el marco de revoluciones democrático-bur­guesas o de liberación nacional, las revoluciones inmediatamente posteriores a la rusa y al fin de la guerra imperialista destruyeron los impe­rios podridos y crearon una serie de nuevas formaciones estatales nacio­nales. En esa lucha, la principal fuerza motriz fue la clase obrera. También en aquellos países donde la lucha no se había transforma­do en revoluciones, la clase obrera arrancó a la burguesía varias conce­siones esenciales tanto en la esfera política como en la social y la econó­mica.

A pesar de estos innegables avances, quedó en claro que, cuando maduró la crisis revolucionaria y llegó el momento de iniciar la batalla decisiva por el poder, las organiza­ciones proletarias existentes no estaban preparadas en absoluto para eso. Con la madurez objetiva general de las condiciones de paso del capi­talismo al socialismo, el papel decisivo tenía que desempeñarlo el factor subjetivo: la capacidad de la principal fuerza social para derribar el vie­jo régimen social, político y económico y crear en su lugar otro nuevo. Faltaba una firme dirección política: muchos dirigentes socialistas se habían pasado a la burguesía; otros eran incapaces y estaban desconectados de la base no organizada e inculta. El gran peligro contra el cual había prevenido en su tiempo Lenin —la falta en Europa de partidos verdaderamente revolucionarios, capa­ces de llevar a las masas al asalto del capitalismo— se convirtió efectivamente en una gran desgracia para la clase obrera.

Hubo que formar los partidos comunistas en el crisol de los combates, bajo la gra­nizada de las persecuciones. Pero los partidos comunistas recién surgidos estaban todavía débiles en lo orgánico, ideológico y político. No habían aprendido a trabajar con las masas, a conducirlas en pos de sí. Recién empezaban a aprender a hacerlo, junto con su unión en la Internacional Comunista.

La Gran Revolución Socialista de Octubre y el ascenso revoluciona­rio registrado después de ella desempeñaron importantísimo papel en el avance del proletariado hacia el poder político, en el desarrollo de su conciencia revolucionaria.

En la actualidad, las condiciones objetivas para la revolución están madurando aceleradamente, pero las condiciones subjetivas están muchísimo más atrasadas y tienen todas las probabilidades de echarla a perder si no lo remediamos. No sólo no tenemos situación revolucionaria, sino que no ha estallado ninguna revolución proletaria desde hace decenios, no tenemos Internacional Comunista que nos ayude, los Estados socialistas se ciñen a las tareas internacionales del frente antiimperialista de liberación nacional, etc. No obstante, como enseña la experiencia de 1917-1919, urge que aprovechemos cada una de nuestras todavía escasas posibilidades para dar pasos hacia la reconstitución del Partido Comunista que nos sitúe en las mejores condiciones para afrontar la disyuntiva en curso entre la revolución socialista y la guerra imperialista creciente.

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NOTAS:

[1] Para este y los próximos artículos que publicaremos sobre la experiencia de la Internacional Comunista en la construcción de partidos de tipo bolchevique, nos hemos basado en un colosal trabajo teórico que el Instituto de Historia General de la Academia de Ciencias de la URSS publicó y tradujo a varios idiomas en el año 1982, titulado “El movimiento obrero internacional. Historia y teoría”. Los seis tomos de esta voluminosa obra son quizás, a pesar de unas mínimas aunque importantes concesiones al revisionismo, el último gran legado teórico que el Partido Comunista de la Unión Soviética dejó al movimiento comunista y obrero internacional.

[2] K. Liebknecht, Gesammelte Reden und Schriften, Bd. IX, Berlin, 1968, S. 602-603.

[3] V. I. Lenin, La unidad, Obras Completas, t. XXI, Ed. Akal.

[4] V. I. Lenin, Carta a G. V. Chicherin, diciembre de 1918, O. C., t. 50, Ed. Progreso.

[5] V. I. Lenin, Sesión del Soviet de Petrogrado, 12 de marzo de 1919, O. C., t. XXX.

[6] V. I. Lenin, I Congreso de la Internacional Comunista, O. C., t. XXX.

[7] V. I. Lenin. Carta a los obreros norteamericanos. 0.C., t. XXIX.

[8] Manifiesto del Congreso de la Internacional Comunista, p. 97 (https://www.dropbox.com/s/hcl2g1rz2u3jnjp/LOS%204%20PRIMEROS%20CONGRESOS%20DE%20LA%20IC%2C%20I%20y%20II.pdf?dl=0)

[9] Plataforma de la Internacional Comunista, p. 63 (ibíd.)

[10] V. I. Lenin. Proyecto de programa del PC(b) de Rusia. 0.C., t. XXX.

[11] V. I. Lenin. Reunión plenaria extraordinaria del Soviet de Moscú de diputados obreros y del ejército rojo. 0.C., t. XXXI.

[12] V. I. Lenin, Sobre la lucha en el Partido Socialista Italiano. O.C., t. XXXIV.

[13] Véase O. Bauer, La revolución austríaca de 1918, pp. 93-94

[14] V. I. Lenin. Las tareas de la III Internacional. 0.C., t. XXXI.

[15] V. I. Lenin. II Congreso de la Internacional Comunista. 0.C., t. XXXIII.

[16] V. I. Lenin. Discurso pronunciado en la sesión solemne del Soviet de Moscú, consagrada al 1º aniversario de la III Internacional. 6 de marzo de 1920. 0.C., t. XXXII.

[17] V. I. Lenin. Discurso pronunciado en el IV Congreso de los obreros de la industria de la confección de toda Rusia. 6 de febrero de 1921. 0.C., t. XXXIV.

[18] V. I. Lenin. II Congreso de la Internacional Comunista. 0.C., t. XXXIII.

FUENTE: UNIÓN PROLETARIA

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