«Sentipensar» la cárcel

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Montajes judiciales en las universidades públicas colombianas: el “caso Lebrija”, de Miguel Ángel Beltrán, Luisa Natalia Caruso y Gloria Amparo Silva

Renán Vega Cantor 

Fuentes: Rebelión

 “Sobre la página de un libro se puede llorar. No sobre la pantalla de una computadora». José Saramago

La cárcel en Colombia es un lugar sombrío, como en cualquier lugar del mundo, donde se encierra a los pobres y humildes. Pero junto a este claro sello de clase, en nuestro país la prisión tiene una marca adicional: no sólo se encierra a los desvalidos y plebeyos ‒denominados presos comunes o, en forma menos peyorativa, presos sociales‒ sino que es un lugar que se usa para reprimir a los sujetos que son considerados como “enemigos políticos” por parte del Estado, las clases dominantes y el capitalismo criollo. En ese sentido, la cárcel es un lugar donde se resguarda a esos pretendidos “enemigos”, entre los que se señala a todos los que tienen otro proyecto de país, a quienes encarnan otras formas de ver el mundo y la sociedad y, sobre todo, a quienes de diversas maneras se organizan, movilizan y luchan.

Esta veta política de la cárcel, como espacio de contrainsurgencia y de terrorismo oficial, ha cobrado actualidad en los últimos veinte años, sobre todo después de 2002 cuando han sido encarcelados miles de colombianos, campesinos, trabajadores, pobladores urbanos, estudiantes… A todos ellos se les aplicado el derecho penal del enemigo y se les ha mostrado como peligrosos delincuentes que avergüenzan a los “colombianos de bien”, a sus lujos y propiedades. Entre los mecanismos empleados para reducirlos a prisión se han utilizado lo que popularmente se denominan “falsos positivos judiciales”, un eufemismo para referirse a burdos montajes que realiza directamente el Estado colombiano a través de sus aparatos represivos, judiciales y mediáticos.

A este tema se dedica el notable libro que vamos a comentar en forma somera, con la esperanza de que nuestras palabras alienten a la lectura directa de esa trascendental obra sobre uno de los aspectos más infames del capitalismo colombiano: sus cárceles y su terrorismo judicial.

Por supuesto, en esta obra se recalca el carácter represivo y contrainsurgente de la cárcel en Colombia, pero sobresale el espíritu de lucha, resistencia y dignidad de hombres y mujeres sometidos a los montajes oficiales.

Para comentar este libro me voy a referir a tres aspectos: primero, los autores y la experiencia carcelaria; segundo, algunas pinceladas sobre el contenido de la obra; y, tercero, lo que me ha impactado en mi lectura personal de esta investigación y su alcance ético y político.

LOS AUTORES Y LA EXPERIENCIA CARCELARIA

A la hora de analizar un libro el punto de partida consiste en averiguar y saber quiénes son los autores, porque sus datos biográficos resultan cruciales para entender en gran medida el sentido del libro que han escrito. Y en el caso de la obra que reseñamos eso adquiere más relieve, en la medida en que no estamos hablando de un libro más, sino de una investigación de gran calado intelectual, ético y político.

El tema del libro es la cárcel colombiana ‒un horror entre tantos que nos avergüenzan como personas nacidas en este país del Sagrado Corazón de Jesús‒ y sus autores si que saben de ese tema, sobre todo por experiencia directa. Miguel Ángel ha sido encarcelado en forma arbitraria en tres oportunidades y sometido a todo aquello que acompaña el encarcelamiento, esto es el matoneo, el escarnio público, las calumnia y difamaciones ‒muchas de ellas procedentes de la propia academia de la Universidad Nacional en donde es profesor desde hace unos quince años‒. Como quien dice cuando él se refiere al tema de la prisión no lo hace como si aquella fuera un país extraño sino como un territorio de sobra conocido, desde dentro y por sus propias vivencias. Natalia Caruso, compañera de vida de Miguel Ángel también conoce ese espacio carcelario, porque lo ha frecuentado cotidianamente no como prisionera formal, sino como visitante asidua ‒otra forma de encarcelamiento‒ durante varios años en las visitas semanales o quincenales que realizaba a las prisiones de Bogotá donde a aquel lo tuvieron encarcelado. De tal manera, para ella no es un tema exótico ni un simple objeto de estudio, sino un lugar que se conoce en forma directa. Gloria Silva, la otra autora de este libro, conoce también la cárcel porque la frecuenta continuamente en su labor jurídica de asesoramiento a prisioneros políticos, un compromiso inclaudicable que la ha llevado a participar en la defensa de hombres y mujeres encerrados en las cárceles de este país. Ella también tiene un conocimiento directo de la dura realidad de las mazmorras que se encuentran en Colombia, y no solamente las de Bogotá, sino las que están desperdigadas por toda nuestra geografía, como prueba palpable de la presencia estatal a través de su brazo represivo y no del brazo social, que en la práctica nunca ha tenido en gran parte de nuestro territorio o que ha sido amputado en las décadas recientes de dictadura neoliberal.

Partimos de este plano rescatando un concepto central en el conocimiento social como es el de experiencia, un término que tiene múltiples significados filosóficos, según lo precisa el diccionario de José Ferrater Mora, que habla de cinco formas de experiencia:

1) La aprehensión por un sujeto de una realidad, una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir, etcétera. La experiencia es entonces un modo de conocer algo inmediatamente antes de todo juicio formulado sobre lo aprehendido.

 2) La aprehensión sensible de la realidad externa. Se dice entonces que tal realidad se da por medio de la experiencia, también por lo común antes de toda reflexión […]

 3) La enseñanza adquirida con la práctica. Se habla entonces de la experiencia en un oficio y en general, de la experiencia de la vida.

 4) La confirmación de los juicios sobre la realidad por medio de una verificación, por lo usual sensible, de esta realidad. Se dice entonces que un juicio sobre la realidad es confirmable, o verificable, por medio de la experiencia.

 5) El hecho de soportar o «sufrir» algo, como cuando se dice que se experimenta un dolor, una alegría, etc. En este último caso, la experiencia aparece como un «hecho interno».

Estos cinco sentidos se podrían sintetizar en dos: uno, vivir algo sin reflexionar sobre lo que se ha vivido; y dos: la experiencia genera reflexión y se convierte en material de conocimiento. Por un lado, la experiencia vivida y, por otro lado, la experiencia pensada.

En este terreno, los autores de este libro, por supuesto, rebasan el plano de lo vivido, lo experimentado en carne propia para decirlo de manera lacónica, a lo vivido-pensado. Ese es el principal significado de experiencia o, por lo menos, el que más está directamente relacionado con el plano del saber-conocimiento. Y eso lo señalamos porque este libro es una reflexión sobre la cárcel en Colombia que recoge, entre líneas la experiencia propia ‒que emerge en algunos momentos en forma marginal‒, pero que va más allá al pensar sobre la experiencia vivida de otros y otras: los protagonistas de esta investigación. Acercarse a sus vivencias, organizar el libro, darle estructura, recoger, analizar y diseccionar los testimonios, complementar el análisis de los testimonios con fuentes documentales de diversa índole…, todo eso forma parte de la experiencia reflexionada, que no es idéntica ni sinónimo de la experiencia vivida, aunque la necesita y se apoya en ella, pero la supera en el sentido dialéctico, como un paso superior para establecer una forma de conocimiento, anclada en elementos reflexivos, teóricos y analíticos.

Debe resaltarse este segundo plano porque los autores ponen en juego a la hora de elaborar este libro su formación cultural e intelectual, sus perspectivas políticas y sus posturas éticas que les permiten aprehender la realidad carcelaria más allá de la experiencia vivida.  Y aquí sus autores son sentipensantes, al integrar su propia formación académica [sociología, antropología, historia, derecho], con preocupaciones intelectuales que superan el ámbito académico, para establecer lineamientos teóricos que apuntan a comprender la cárcel en Colombia, yendo más allá de las estrechas formalidades y requisitos académicos e institucionales, que se convierten en una “cárcel epistemológica”. Y ello va acompañado de una postura ética innegociable, referida a su análisis y denuncia sobre la cárcel como una expresión del terrorismo de Estado e instancia central de la política genocida del bloque de poder contrainsurgente en nuestro país. En el estudio de la cárcel adquieren sentido esos saberes sentipensantes, en los que se vinculan la razón y el corazón, la inteligencia y la voluntad.

En esto el libro se diferencia radicalmente de la academia, cada vez más conservadora y encerrada en sus enmohecidas torres de marfil, puesto que aborda de frente un tema que no es cultivado en el mundo universitario, el de la cárcel y la represión de los luchadores sociales y populares. Los autores asumen el reto de convertir la cárcel en un objeto de investigación y de conocimiento, y lo hacen con altura, seriedad, rigor, pero también con compromiso y pasión. Pero el estudio de la cárcel no se hacen con pretensiones academicistas, sino claramente políticas, si se considera que se quiere dar a conocer, con información directa, el carácter contrainsurgente que han adquirido las cárceles en Colombia en las últimas décadas a partir del estudio de un caso particular, de una experiencia concreta, que sirve como microcosmos analítico de la tremenda desigualdad, miseria e injusticia que caracteriza al capitalismo colombiano.

¿DE QUÉ TRATA ESTE LIBRO?

Debemos agradecer a los autores y editores que hayan elaborado este libro y lo publiquen en papel, algo inestimable en medio de la dictadura virtual y digital, en la que el objeto libro como artefacto cultural tiende a ser abolido. El predominio abrumador y apabullante de lo digital tiene consecuencias sobre la preservación de la memoria viva de las sociedades y de los seres humanos, entre ellas que borra uno de los soportes fundamentales de la herencia cultural de la humanidad y bloquea la transmisión de conocimientos, experiencias, memorias e historias a las generaciones actuales y a las que vendrán después de nosotros. Lo virtual, en aras de lo masivo e inmediato, genera productos desechables, característica distintiva del capitalismo realmente existente, mientras que el libro tiene menos audiencia, pero goza de un elemento irremplazable: su perdurabilidad en el tiempo, si recordamos que todavía se conservan los primeros escritos, los papiros, que tienen varios miles de años de antigüedad.

En esa dirección, este libro puede considerarse como un esfuerzo por mantener y transmitir la memoria y la historia [algo que no es pasado sino presente continuo] de un proceso, los montajes judiciales contra jóvenes universitarios. Y eso se hace a través de la reconstrucción de un hecho concreto: el llamado “Caso Lebrija”. Este montaje se materializó inicialmente en septiembre de 2012, aunque se empezó a fraguar un poco antes y su impacto se proyecta hasta el día de hoy y, de seguro, se proyectara durante muchos años, por sus efectos destructivos sobre las personas que lo soportaron y sus allegados y familiares, así como por las consecuencias sociales y políticas que ese montaje ha desencadenado en nuestro país en los últimos diez años.

Para acercarse a la reconstrucción de este turbio acontecimiento, característico del terrorismo de Estado a la colombiana, los autores recurren a diversos saberes disciplinares, que se integran a lo largo del texto, para presentar un panorama amplio e integral, que se convierte en un modelo para abordar temas similares. Sobresale una mirada histórica que muestra en forma documentada y precisa diversos mecanismos y formas de criminalizar a los estudiantes colombianos desde 1909, cuando se produjo la caída de la dictadura de Rafael Reyes. De ese momento en adelante son numerosos los casos de persecución, judicialización y la puesta en marcha de diversos mecanismos de represión contra los estudiantes colombianos, tendencia que va a adquirir un carácter más definido, de persecución de la universidad pública en forma prioritaria, después de los sucesos del 9 de abril de 1948 y adquiere un claro sentido contrainsurgente y anticomunista desde comienzos de la década de 1960.

En otros términos, a la hora de hablar de represión, montajes y de judicialización de la protesta de los estudiantes, el Estado colombiano tiene una larga tradición de más de un siglo, aunque por supuesto, eso no quiere decir que las formas de represión se hayan mantenido idénticas, sino que más bien se amplían y se diversifican, hasta alcanzar las máximas cotas de refinamiento macabro en las ultimas décadas, como lo demuestran con lujo de detalles los autores de la obra que comentamos.

Tras ese necesario recuento histórico, el libro reconstruye la vida de los sujetos [hombres y mujeres] que soportaron el montaje y sus consecuencias. Estas historias de vida, en donde se integran la sociología, antropología, la historiografía y el derecho, constituyen la parte central del libro. En los testimonios hay una aproximación muy interesante y llamativa, porque no sólo se entrevista a cuatro de las personas que padecieron el montaje, sino que también se escuchan las voces de los familiares, todas ellas mujeres, que sobrellevaron la carga de los montajes. También están las voces de abogados que fueron protagonistas directos del proceso, al asumir la defensa de los estudiantes e indicar desde el primer momento que estaban asistiendo a la puesta en marcha de un montaje judicial, de un “falso positivo de índole jurídica”. Incluso, aparecen las voces de policías y expolicías que críticamente indican cómo opera desde dentro la contrainsurgencia, el anticomunismo y el odio a los estudiantes y pobres, a los que se les concibe como enemigos y a los cuales se debe perseguir y reprimir como tales, según ordena la doctrina de seguridad nacional vigente en nuestro país desde hace décadas, y que ni mucho menos ha desaparecido como si fuera expresión de un pasado distante y olvidado.  

Esos testimonios se diseccionan en concordancia con una estructura temática propuesta por los autores, para estudiar los antecedentes del montaje, el montaje propiamente dicho, la vida en la cárcel de los estudiantes capturados, su libertad y el padecimiento, que parecía interminable, de sentir una espada de Damocles encina de la cabeza ante la incertidumbre jurídica de que el proceso no estuviera cerrado y esos estudiantes fueran a ser condenados y encarcelados. Se narran también, en primera persona y en su propia voz, los antecedentes familiares de las personas entrevistadas, sus años de infancia y juventud y su ingreso a la universidad.

Una parte fundamental de esta reconstrucción, con la que se abre la segunda parte del libro, es el de las voces de las madres y familiares de los estudiantes. Esa en sí misma es caso una obra aparte, por el contenido profundo que devela las características de la sociedad colombiana, a partir de experiencias individuales y familiares, en las que sobresale el machismo inveterado de nuestra sociedad. Pero de igual forma, se destaca, como producto de ese machismo e intentado rebasarlo, el tesón, el sacrificio, el esfuerzo de esas mujeres que, con poca preparación intelectual, sin un peso en el bolsillo, cargando el dolor y el sufrimiento, asumieron en forma digna el apoyo de sus hijos, hijas, hermanos y hermanas sometidos a la persecución, a los montajes judiciales y a la cárcel.

En el trasfondo del libro se destaca, justamente, la dignidad y la lucha, que emprendieron al unísono los estudiantes recluidos, sus familiares y otras personas que se integraron en las redes de solidaridad informales que se construyeron alrededor de quienes sufrieron el montaje. Se destaca un elemento: el aprendizaje que se deriva de la cárcel y en la cárcel, siendo de destacar en el caso de los varones lo que les decía el Paisa, un guerrillero de las FARC recluido en Bucaramanga, que no había que dejarse doblegar, ni caer en el vicio o en la desmoralización, porque eso indicaría el triunfo de quienes quieren reducir a los sujetos a meros números, sin identidad, sin espíritu de lucha, derrotados y destruidos por el bloque de poder contrainsurgente.

Eso indica que, en medio del horror de las cárceles, que se describe con detalle en el libro, también emerge la dignidad, la resistencia, la lucha. Tan nobles sentimientos se vislumbran en cada página, con extraordinarios ejemplos cotidianos, en los que sobresale la politización que los familiares van adquiriendo en esa lucha diaria contra la arbitrariedad e impunidad del Terrorismo de Estado. Una cosa si queda clara: la mayor parte de quienes fueron afectados en forma directa o indirecta por este montaje judicial salieron transformados cuando se cerró, tras diez años de padecimiento diario, este tenebroso capítulo de su vida y no solo por las afectaciones negativas, sino porque esa injusticia de clase les mostró el verdadero carácter de la sociedad colombiana, con la desigualdad y miserias que la definen.

En el libro también queda clara la sevicia del Terrorismo de Estado con sus prácticas genocidas, al indagar en profundidad y develar sobre los mecanismos de infiltración por parte de los organismos represivos en las universidades públicas. La actuación criminal y premeditada del policía Cuper Diomedes Díaz para escenificar el montaje es un ejemplo de la manera cómo operan esos órganos represivos y judiciales para destruir el movimiento estudiantil desde dentro. Y como parte de esa destrucción del tejido social en las universidades se genera el pánico, la desconfianza mutua, el temor a ser encarcelado o desaparecido, todo lo cual muestra la verdadera catadura de la pretendida democracia criolla y los mecanismos de los que se vale el Estado colombiano para destruir cualquier germen organizativo de los sectores subalternos y populares.

No se crea que el libro se queda solamente en el análisis del caso de Lebrija, porque ese análisis se inscribe en un contexto más amplio, que rastrea con cuidado las acciones de persecución emprendidas contra los estudiantes y algunos profesores universitarios en los veinte años posteriores a la implantación del régimen de los uribeños en 2002.

UNA LECTURA PERSONAL

Para mi este libro tiene un valor sentimental que le confiere un significado especial, distinto a la mayor parte de los otros libros que leo, por una sencilla razón: las cosas de las que habla en gran medida también me conciernen y me han tocado personalmente. De algún modo, este libro, entre líneas y con letras invisibles, se refiere a mi propia experiencia, puesto que allí están involucrados cuatro jóvenes colombianos, dos hombres y dos mujeres, a los que tuve la oportunidad y fortuna de impartirles clase, antes y después de los sucesos de 2012 en Lebrija.

Con Carlo Carrillo, que ya se había graduado y había ejercido como profesor en la ciudad de Villavicencio, nos conocíamos desde antes del montaje, e incluso habíamos departido y charlado en numerosas ocasiones. Por eso, cuando yo estaba en el exilio forzoso en la ciudad de Buenos Aires, un domingo de septiembre de 2012 me enteré del encarcelamiento de Carlo, acaecido en una finca de Lebrija, sentí dolor y rabia, porque en la distancia no podía hacer mucho. A pesar de eso en forma indirecta logramos comunicarnos y mientras él estuvo preso nos enviamos varias cartas, escritas a mano, y también le hice llegar algunos libros. Siempre pensaba en Carlo, aunque nunca lo hubiera visitado en la cárcel, por la distancia y los tramites burocráticos que complican visitar a los presos políticos. Cuando Carlo salió del presidio de Bucaramanga grité de la alegría y tuve la fortuna de volverlo a ver y saludarlo efusivamente cuando pasó por Bogotá a los pocos días de su libertad condicional. Y desde ese momento y durante varios años estuve padeciendo la tortura anímica de que el caso siguiera abierto y con el peligro latente, que veíamos muy real, de que lo fueran a condenar a más de veinte años de prisión. Eso lo comentamos en forma personal en 2020, en plena cuarentena cuando nos encontramos en un sitio cercano a mi casa y estuvimos examinando las perspectivas que se avecinaban. Afortunadamente, en 2022 se produjo el cierre del caso y se le declaró inocente. Cuando me enteré de la noticia casi lloro de la felicidad, al ver que mi antiguo estudiante y mi gran amigo había sorteado esa dura etapa de su vida.

Con Cristian Leyva, Erika Aguirre y Xiomara Torres nos conocimos personalmente luego de su libertad provisional y cuando ingresaron al programa de Ciencias Sociales en la Universidad Pedagógica Nacional. A ellas dos les dirigí su trabajo de grado que versa sobre la cárcel y el cual terminaron en forma acelerada, antes de partir al exilio forzoso ante el temor de que fueran condenadas y conducidas nuevamente a prisión. Una situación similar aconteció con Cristian, a quien tuve la oportunidad de impartirle varios cursos y recuerdo la última vez que lo vi antes de que se iniciara la cuarentena, cuando tenía decidido partir del país, a pesar de que no se había graduado. Y se marchó lejos, al otro lado del Atlántico y allá permanece.

Esta experiencia personal hace que, tras leer en forma apasionada este libro, lo sienta entrañablemente ligado a mi vida en la Universidad Pedagógica. Este caso, de dolor y de dignidad, se suma a otros episodios duros que he vivido en mi paso por esa universidad, entre ellos el asesinato de Darío Betancur y de varios estudiantes, a los que conocí personalmente, entre ellos Miguel Ángel Quiroga, Lizaida Ruiz, Daniel Garzón, Oscar Arcos, Carlos Pedraza, a lo cual hay que agregar el suicidio inducido de Fabián Ramírez.

Aún más, puedo decir que al haber leído y disfrutado de este libro siento envidia ‒de la buena, por supuesto‒, puesto que me hubiera gustado escribir un libro de esta índole, pero por múltiples razones eso no fue posible y ni siquiera concebí esa idea. Eso lo puedo decir solo ahora cuando he tenido conmigo este libro lleno de vida y de dignidad, que me llena de satisfacción al saber que unos queridos amigos y compañeros de lucha lo han escrito y editado.

Este libro me toca adicionalmente por otras razones personales: mi amistad con sus autor y sus dos autoras. A Miguel Ángel y a Natalia los conocí durante nuestro exilio en Buenos Aires en 2012 y desde ese momento entablamos una estrecha amistad, que se ha materializado en múltiples ámbitos, y está rubricada con lazos de solidaridad, con la crítica a la academia convencional por ser tan oportunista y acomodada y por proyectos similares de mantener posturas críticas, intelectuales y políticas, sobre el capitalismo realmente existente en Colombia y más allá.

A Gloria Silva la conozco hace menos tiempo, pero igualmente hemos departido en diversos espacios, entre esos el de la Revista CEPA. Ella me ha asesorado, con gran sapiencia y desprendimiento, en diversas acciones jurídicas que he debió librar en el último año.

Este libro no es un producto mercantil, es un texto de batalla, de combate, de dignidad, tanto de sus autores como de las personas que desfilan a través de sus páginas. Tiene un sentido ético de investigación militante y comprometida ‒no en el sentido partidista de vocablo‒, sino de un deber con los humildes, los abandonados, los olvidades o, como diría Dostoievski, con los humillados y ofendidos. A ellos y a ellas les han dado voz en este texto, en una composición polifónica en donde resuenan los testimonios que rompen los barrotes de la cárcel como instancia de terror y rompen de la misma manera los barrotes fríos y entumecidos de la academia, en la cual solo importan los textos que dan puntos y mejoran el salario. No, este libro es otra cosa: es una obra que anima, reconforta e impulsa a la reflexión y a la lucha. Podemos llorar sobre sus páginas y al mismo tiempo comprender que la dignidad es algo que reluce en los peores momentos y lugares, como en la cárcel. Esa es una de las enseñanzas éticas y políticas más importantes de esta trascendental obra, que está lejos de ser un libro de autoayuda o de superación personal, de esos que tango gustan en el mundo académico. No, este es un libro duro, doloroso, punzante. Está inscrito en la lógica de Franz Kafka cuando decía sobre los libros:

Creo que deberíamos leer sólo el tipo de libros que nos lastimen y apuñalen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un golpe en la cabeza, ¿para qué lo estamos leyendo? […]  Necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos duelan profundamente como la muerte de alguien que quisimos más que a nosotros mismos, como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo.

Pues bien, este es un libro al estilo de los que pedía Kafka, que golpean, lastiman, apuñalan, porque muestran la dura y verdadera realidad de este matadero que se llama Colombia. Pero, en la perspectiva de Eduardo Galeano, las historias que se narran en esta obra reconfortan al mostrar la dignidad de los nadies porque, al fin y al cabo, “cuando los libros están de veras vivos, respiran; y uno se los pone al oído y les siente la respiración y sus palabras son contagiosas, peligrosamente, cariñosamente contagiosas.”

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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